CAPÍTULO IV

MUA Y SUS GUERREROS

Juan tomó la linterna, y mientras los piratas se ocultaban tras la barricada hecha con cajones y barriles, se dirigió hacia el castillo, gritando:

—¡Cirilo! ¡Señor Vargas! ¡No hagan fuego! ¡Somos nosotros!

Una voz muy conocida, y que reconoció en el acto, dijo:

—¿Eres tú, Juan?

—¡Sí, hermano! —repuso el joven.

—¿Y Sao-King?

—Está conmigo.

—¿Y los piratas?

—Están en la cubierta; pero no harán nada hasta que nosotros hablemos.

—Espera que quitemos la barricada. Señor Vargas, ayúdeme.

Pocos momentos después, la puerta del cuadro se abría y los dos hermanos se lanzaban uno en brazos de otro, mientras que el oficial argentino, que apareció detrás de Ferreira, estrechaba vigorosamente la mano al bravo chino.

—Estamos presos, ¿verdad? —preguntó Cirilo.

—Sí, hermano, y nuestra misión ha tenido un fracaso completo.

Entraron los cuatro en el cuadro, asegurando de nuevo la puerta con dos pesados cajones y algunos muebles tomados efe los camarotes.

Juan contó rápidamente todo cuanto le había acaecido en la orilla septentrional de la isla, la muerte del jefe, su prisión en la caverna, su fuga milagrosa y, por último, su captura por los piratas que habían conquistado la nave, y las proposiciones hechas por el jefe de aquella banda de audaces bandidos, haciendo comprender a sus compañeros que cualquier resistencia sería inútil, y hasta peligrosísima.

Cirilo, a su vez, le puso al corriente de los acontecimientos sucedidos desde su partida a bordo de la piragua de los salvajes.

La invasión de la nave por parte de los piratas había ocurrido de noche y por sorpresa. Aquellos bandidos llegaron a nado junto a la escala para no ser descubiertos, y luego, aprovechándose de la oscuridad, se precipitaron sobre cubierta disparando los fusiles, que habían mantenido fuera del agua.

Cirilo y el oficial apenas tuvieron tiempo de refugiarse en el cuadro y de asegurar la puerta abandonando los cañones.

Desde hacía catorce horas se hallaban estrechamente asediados, sin víveres y con pocas municiones, aguardando con ansiedad la llegada del jefe salvaje y de sus guerreros.

—Ya que no podemos contar con ningún auxilio, rindámonos —dijo Cirilo—. ¿Qué me dice usted, señor Vargas?

—Que es preciso rendirse —repuso el oficial.

—Aunque lográsemos vencer, nosotros solos no podríamos desencallar el buque.

—Ni componerlo —añadió Sao-King.

—¿Cumplirán su promesa esos bandidos? —preguntó Cirilo.

—Tienen interés en conservarnos a bordo —dijo Sao-King—, porque entre ellos no hay ninguno capaz de dirigir bien el buque.

—¡Si pudiéramos engañarlos! —dijo el oficial.

—¿De qué modo?

—Dirigiendo la nave a cualquier puerto australiano, y entregándolos a las autoridades inglesas.

—Nos matarían antes de llegar a tierra —repuso Sao-King—. Son hombres capaces de todo. ¡Qué viaje con tales canallas!

—En la primera ocasión procederemos, señor. Vargas. Por ahora, rindámonos, y luego se verá.

Habíase pasado cerca de una hora, y se oía a los piratas impacientarse. Blasfemaban, daban culatazos en la toldilla, y tiraban al aire los cajones.

—¡Vamos! —dijo Cirilo resignado—. ¡No irritemos a esos tigres marinos!

Quitaron la barricada, abrieron la puerta y salieron sin armas al puente.

El jefe de los piratas se adelantó con el fusil preparado.

—¡La rendición o la muerte! —dijo con voz amenazadora.

—Vea usted que estamos sin armas —dijo el argentino.

—¿Acepta usted las condiciones?

—Cedemos a la fuerza. ¿Cumplirán ustedes sus promesas?

—Lo hemos jurado.

—¡Veremos lo que valen vuestros juramentos!

—Strong es un pirata, pero leal. En el fondo de mi corazón ha quedado aún algo bueno. ¿Es usted el jefe?

—Sí —respondió Vargas.

—Ante todo, dé usted las órdenes necesarias para desencallar el buque. Mañana, los salvajes de Mua estarán aquí, y no se sabe lo que puede suceder.

—¿Cuántos hombres tiene usted?

—Aquí, seis, y dos en tierra.

—Todos harán falta. ¿Está alta la marea?

—Llegará a su máximo dentro de media hora.

—Bastarán dos anclas a popa y unas cuantas vueltas de cabrestante, porque el banco es de arena y está muy inclinado —dijo el argentino.

—Pues procedamos en seguida, porque mañana tendremos muchas cosas que hacer. Mua se pondrá furioso, y atacará a la nave para cogeros. Creo que preferiréis nuestra compañía a la suya.

—Haced elevar las dos anclas, y llamad a vuestros dos compañeros.

Dos piratas se embarcaron en la piragua y se dirigieron hacia la playa, mientras los otros, ayudados por Sao-King, preparaban las anclas y los cables.

Un cuarto de hora después volvía la piragua llevando a los dos piratas que habían quedado en tierra.

Uno era el bandido que Sao-King había visto en conciliábulo a la orilla del río; el otro, el que había encerrado en la caverna a Sao-King y a Juan. Al verlo, no pudieron éstos contener una sonrisa.

—¡Dick tiene mucho gusto en volver a veros! —dijo—. Compadezco a los salvajes que había dejado de guardia en la caverna. Sois hombres verdaderamente prodigiosos, y ya me contaréis algún día de qué modo habéis logrado escapar.

—¡Pronto! —dijo Strong—. ¡Los guerreros de Mua han sospechado algo y se preparan a atacarnos! ¡Por lo visto, no quieren perder el asado de carne blanca!

El momento era oportuno para desencallar la nave: la marea estaba a punto de a alcanzar su máxima altura, y el buque comenzaba a levantarse.

El argentino había reconocido ya vi banco, y había vuelto a bordo bastante satisfecho.

—Bastarán unas cuantas vueltas al torno —dijo a Cirilo.

Sus previsiones debían confirmarse. Apenas habían dado los piratas unas cuantas vueltas a las aspas del cabrestante, ayudados de Sao-King, Cirilo y Juan, cuando al Alción se deslizó suavemente sobre el banco, retrocediendo hacia las das anclas.

—Señor —dijo el jefe de los piratas a Vargas—. ¿Tenemos a bordo velas suficientes?

—Por el momento, hemos de contentamos con la del trinquete y los foques —repuso el oficial.

—¿Podremos correr más que las piraguas?

—El viento es bueno, y las dejaremos atrás; pero antes de alejarnos de este archipiélago y de emprender la travesía del Océano, tendremos que hacer alto para levantar, por lo menos, un árbol del trinquete,

—Tengo conmigo dos carpinteros —repuso Strong—. Llegaremos a Tonga, o mejor aún, a Pylstard.

—A lo que parece, conoce usted mucho las islas del Pacífico —dijo el argentino con algo de ironía.

El pirata sólo contestó con una sonrisa.

—Haga usted desplegar las velas —dijo Vargas al cabo de unos instantes—. Me parece ver piraguas hacía la costa.

—¡Son esos perros de salvajes que vienen a reclamaros! —dijo—. ¡Trataremos de engañarlos!

Alarmados por la presencia de las piraguas, Sao-King y sus compañeros se lanzaron a las velas para desplegarlas. No era cosa fácil, porque fallaban casi todos los órganos de maniobra

—¡Señor Vargas —dijo el chino—, esos salvajes estarán aquí antes que hayamos podido salir de la bahía!

—¡Ya lo veo! —repuso el argentino—. Pero seguramente Strong sabe cómo salir del aprieto. ¡El bribón debe de ser un tuno de primera!

—De todos modos, probemos —dijo el chino corriendo hacia popa, donde los piratas trabajaban en desplegar las velas.

Los salvajes, conocedores tal vez de los propósitos de sus aliados avanzaban remando furiosamente. Su flotilla se componía de diez piraguas, todas muy cargadas de gente. Debía de haber a bordo, por lo menos, un centenar de guerreros.

—¿Quién mandará la flota? —preguntaron Cirilo y el argentino a Strong.

—Mua —repuso éste.

—¿Es un jefe poderoso? —preguntó Cirilo.

—Sí, es un hombre a quien conocen ustedes. Es el que se ofreció a conducir a vuestros compañeros a los costas septentrionales.

—¡Qué traidor! —exclamó el argentino.

—¿Tienen ustedes licores a bordo? —preguntó el pirata.

—Dos cajas llenas de botellas

—¿Y víveres?

—Poquísimos. Hemos tirado al mar todas nuestras provisiones, porque habían sido envenenadas.

—¿Por quién?

—Eso no hace al caso dijo el argentino.

—Bastarán los licores —dijo Strong, renunciando por el momento a pedir mayores explicaciones.

Apenas habían desplegado la vela del trinquete, cuando las piragua; rodearon por todas partes al buque. Los salvajes parecían furiosos: gritaban como endemoniados, y mostraban con gestos amenazadores las lanzas y las mazas.

A bordo de la nave, y cerca de la escala, Mua preparábase a subir.

—Señores —dijo Strong, volviéndose hacia Ferreira y sus compañeros—, escóndanse en el cuadro y no teman, que nosotros sabremos defenderlos.

Apenas los tres americanos y Sao-King habían cerrado y afianzado la puerta, cuando Mua, seguido de ocho guerreros armados con mazas, apareció sobre la toldilla.

Después de haber enviado cuatro hombres al castillo donde estaban los pedreros para poder barrer la cubierta de la nave en caso de asalto, Strong avanzó hada el jefe de los antropófagos, llevando empuñado el fusil.

—¡Te esperaba! —le dijo.

—¿Y dónde están los hombres blancos que me has ofrecido? —preguntó el jefe con voz amenazadora—. ¡Mi tribu está impaciente por apresarlos!

—No perderá nada con esperar —repuso el pirata con voz tranquila—. Antes de entregártelos y de marcharme, quería ofrecerte a ti y a tus bravos guerreros unos vasos de gin, el licor que te gusta tanto.

Al oír estas palabras, la cólera del jefe se extinguió de golpe.

—¿Tienes de esa bebida que abrasa la garganta? —preguntó con avidez.

—Tanta como queráis beber tú y tus guerreros.

—¡Se me ocurre una idea! —dijo el salvaje—. Pienso celebrar aquí el banquete, y regarlo con tu delicioso licor. Haré traer aquí los asadores y la leña.

—¡Estás loco! —exclamó Strong—. Me quemarías el buque.

—Entonces, nos comeremos a tus prisioneros esta tarde.

¿Están bien custodiados?

—Los he hecho encadenar.

—¡Déjame que los vea!

—Después que hayáis bebido —repuso Strong sonriendo.

Hizo un signo a sus hombres, y éstos avanzaron llevando las dos cajas llenas de botellas que habían sacado poco antes del cuadro de popa: era la última reserva del capitán, que se había hallado escondida bajo el lecho de su camarote.

Mientras, por invitación de su jefe, los salvajes subían a bordo para tomar parte en la orgía, Strong había abierto las dos cajas y sacado las botellas. Eran ochenta, cantidad suficiente para embriagar a aquellos antropófagos, no acostumbrados a bebidas espirituosas.

Mua había cogido una y, rompiéndole el cuello, se había puesto a beber a tragos, manifestando su alegría con saltos de mono.

Entre tanto, los piratas destapaban las otras, llenaban los vasos y los hacían circular entre los guerreros, que los vaciaban con prodigiosa rapidez. Nunca se habían encontrado entre tanta abundancia, y se aprovechaban de ella con increíble avidez.

Calmada por un momento la sed, Mua envió a la costa a varios de los suyos para que trajeran plátanos, cochinillos asados, nueces de coco, pulpa de árbol del pan y batatas.

Devoradas aquellas provisiones, continuaron bebiendo los salvajes con nuevo ardor, decididos a no dejar una botella llena.

Si el jefe se mantenía fuerte, en cambio sus súbditos caían por docenas. Varios habían empleado el último instante de fuerza que les quedaba en bajar a las piraguas, donde se habían dormido profundamente.

En la toldilla, en el castillo de proa y hasta en la cámara común de los marineros, habían caído muchos. Por último, hasta Mua cayó, rompiendo la botella que tenía en la mano e hiriéndose atrozmente el rostro con los fragmentos de vidrio. Un vaso de whisky ofrecido por Strong le había derribado como si hubiera recibido un mazazo en mitad de la cabeza.

Aun quedaban en pie veinte o treinta salvajes, ya casi completamente ebrios.

Strong dijo algunas palabras a sus hombres, y un momento después, los dos cañones, vueltos hacia el mar, disparaban a un tiempo.

Al oír aquel estruendo imprevisto, los salvajes que aún quedaban en pie sé precipitaron, aterrados, hacia las bordas y se lanzaron al mar, gritando desesperadamente.

Cirilo, el argentino y sus compañeros, creyendo que se había desencadenado la batalla, se apresuraron a salir del cuadro armados de hachas y sables, porque habían sido privados de las armas de fuego.

—¡Cálmense ustedes, señores! —dijo Strong, riendo—. He hecho descargar los cañones para limpiar la cubierta de esos borrachos.

Luego cogió a Mua entre sus robustos brazos y lo tiró al agua, mientras sus compañeros hacían lo propio con los demás, sin mirar si caían en las piraguas o sobre el banco.

Pocos minutos después, mientras los salvajes, bruscamente despertados por aquel inesperado baño, se salvaban a nado, el Alción levaba anclas y marchaba hacia la salida de la bahía.