LOS «BUITRES» DEL ESTRECHO DE TORRES
Como era la hora de la marea baja, las aguas estaban menos agitadas que por la mañana; así es que los dos fugitivos no tuvieron que cansarse mucho para llegar a la pequeña rada, que no distaba más de cuatrocientos o quinientos pasos.
Con pocas brazadas se separaron de la escollera que les había servido de refugio y se dirigieron lentamente hacia la rada.
Aquella segunda travesía se realizó felizmente, y a eso de las diez ambos nadadores se encontraban en la ensenada, costeando la fila de escollos que la resguardaban de las olas.
Ningún fuego brillaba en la playa; pero la piragua estaba allí, medio encallada, en un banco de arena.
Al verla, el chino había respirado con satisfacción.
—¡Temía que el salvaje se hubiera ido! —dijo a Juan.
—También a mí se me había ocurrido la misma sospecha —repuso el joven—. ¿Dónde se habrá acostado nuestro guardián, en tierra o en la barca?
—Es probable que esté en la piragua —dijo Sao-King—. La playa está cubierta de piedras tan angulosas, que romperían la espalda de cualquiera, aun cuando fuese la de un antropófago.
—Acerquémonos despacio, Sao-King.
—No tema usted, Juan. Además, tengo su cuchillo.
Se acercaron a la piragua, nadando lentamente, para no hacer ruido, y cuando llegaron al banco se levantaron con precaución.
Sao-King no se había equivocado: el salvaje encargado de vigilar la caverna había amontonado algas sobre el fondo de la chalupa y se había acostado en ella, colocando al lado del arco las flechas y la pesadísima maza.
Los remos los había clavado en la arena, frente a la popa, a fin de impedir que la marea alta arrastrase la piragua.
—¿Está usted dispuesto? —preguntó Sao-King.
—Sí —repuso Juan.
—Usted se apoderará de las armas.
—Y tú del hombre.
El chino se lanzó a la piragua de un salto, y cayó sobre el salvaje, poniéndole el cuchillo sobre el pecho, mientras el joven peruano alzaba la maza haciendo con ella un molinete con mucho trabajo, a causa de su peso.
Despertándose bruscamente, el isleño alargó la mano para buscar sus armas, y luego se levantó, escapando de las manos del chino.
Viéndose frente a los dos prisioneros, que creía encerrados aún en la caverna, se lanzó fuera de la piragua prorrumpiendo en gritos de terror.
Ni Sao-King ni Juan se opusieron a aquella fuga.
—¡Dejémosle correr! —dijo el chino.
Presa de un espanto inaudito, el salvaje corría saltando como un mono y sin cesar de gritar. Seguramente no le parecía verdad haber escapado vivo de aquel ataque.
—¡Amigo Juan, partamos! —dijo Sao-King—. ¡Tal vez el isleño tenga compañeros en la cima del cono!
Con vigoroso empuje, lanzaron la piragua al agua y luego saltaron dentro, poniendo mano a los remos.
Dos minutos después se encontraban fuera de la rada.
—¡Al Sudoeste! —dijo Sao-King, que remaba con furor.
—¿Y nuestras ropas?
—Se me había olvidado, amigo Juan. Tenemos también que recoger los cangrejos.
Viraron de bordo y se dirigieron hacia el escollo. Embarcados los trajes y los dos cangrejos, emprendieron de nuevo el camino, alejándose del cono.
Sobre la cima de éste se oía gritar al salvaje con toda la fuerza de sus pulmones. No debía de gustarle mucho ver huir su barca.
—¡Está rabioso! —dijo Juan.
—¡Le duele perder dos asados, además de su piragua! —dijo Sao-King.
—¿Volverá por aquí el pirata?
—No lo dudo.
—¡Qué desagradable sorpresa para aquel bribón!
—Y hasta para los salvajes que le acompañan.
—¿Estamos lejos de la bahía del Alción?
—Varias horas, amigo Juan.
—¿Daremos con ella?
—Navegaremos a lo largo de la costa, y así no podrá ocultarse a nuestra vista.
—¿Nos dirigimos hacia la isla?
—Sí, amigo Juan.
—¡En marcha, pues!
La piragua era demasiado pesada para que pudiese manejarla un solo hombre auxiliado por un joven poco práctico; pero los dos fugitivos no se desanimaban por ello.
A medianoche, los dos fugitivos llegaban junto a la playa, frente a un riachuelo que desembocaba entre dos filas de escollos.
Reposaron una media hora, porque ambos estaban cansadísimos, y después de haber apagado la sed, volvieron a emprender el camino hacia el Sur.
Habían visto ya ciertas escolleras, ciertos senos profundos y ciertos islotes cubiertos de cocoteros, por lo que dedujeron que no debían de estar muy lejos de la bahía donde se hallaba el Alción.
—Mire usted aquel escollo que termina en tres puntas agudas —dijo Sao-King,
—Ya lo he visto —repuso Juan.
—¿Y aquella especie de canal que penetra en la tierra?
—Sí; también lo he visto.
—Si podemos resistir, antes del alba volveremos a ver a su hermano y al oficial. ¿Está usted cansado?
—La piragua es pesada, Sao-King.
—Y usted no tiene costumbre de remar, ¿no es verdad? —preguntó, riendo, el chino.
—Lo confieso.
—Cuando doblemos aquel promontorio, descenderemos un cuarto de hora.
—Más lejos, Sao-King. ¡Tengo prisa por llegar!
—Pero aquel promontorio debe de ser…
—¿Qué quieres decir?
—Amigo Juan, o mucho me engaño, o estamos más cerca de la bahía de lo que habíamos creído.
—¿Será aquel promontorio?…
—El que cierra la bahía al Norte, amigo Juan —dijo el chino.
—Entonces estamos tan cerca, que un tiro de fusil podría ser oído por mi hermano —dijo Juan con viva emoción.
—Rememos con fuerza; y si no tenemos un mal encuentro, dentro de media hora estaremos a bordo del Alción.
—Nada tenemos ya que temer.
—Al contrario. ¿Ha olvidado usted a los piratas? Esos miserables deben de vigilar la nave.
—Nos separaremos del promontorio.
—Era precisamente lo que iba a decirle.
Aunque casi extenuados, se alejaron de la isla a fin de penetrar en la bahía a igual distancia de los dos promontorios. Se habían remontado cerca de medio kilómetro, cuando la bahía apareció de pronto ante sus miradas.
Un grito se escapó simultáneamente de sus pechos.
—¡El Alción!
Realmente, la enorme masa de la nave se delineaba en medio de la bahía, cerca de un grupo de escolleras y de bancos. Ocupaba aún el mismo sitio, signo evidente de que no había podido desencallar, y hasta parecía que estaba algo inclinada sobre estribor.
—¡Animo, amigo Juan! —dijo Sao-King—. ¡Nuestros compañeros están ahí!
—¿Y si llamáramos?; tal vez no duerman.
—¡No, señor! —exclamó el chino—. ¡Mire usted! ¡Ya le decía que no había desaparecido todo peligro!
Se había destacado una chalupa entre los rizóforos que cubrían las riberas del promontorio, y avanzaba hacia la que tripulaban los dos fugitivos.
—¿Los piratas? —preguntó Juan, palideciendo.
—Y tratan de cortarnos el camino —repuso Sao-King—; pero no va montada más que por dos hombres, y nosotros también somos dos.
—¿Nos alcanzarán?
—Tienen que recorrer doble camino que nosotros. ¡Un esfuerzo y llegaremos al Alción!
La chalupa que les daba caza era también muy pesada, y se había destacado demasiado tarde del promontorio; pero continuaba la carrera, impulsada por cuatro remos vigorosos.
Como aún estaba muy distante, no se podían distinguir las personas que la montaban. Tal vez, en lugar de piratas fueran salvajes, porque de otro modo quizá hubieran comenzado ya a hacer uso de los fusiles.
Encorvado sobre los remos, Sao-King los manejaba con furor, sin perder instante, ayudado por el joven peruano, que hacía todo lo posible por secundarle. El Alción no se encontraba más que a cuatrocientos o quinientos metros, y, por tanto, podían gritar y prevenir a Ferreira y a Vargas de su regreso.
—¡A ver; llámelos! —dijo Sao-King sin volverse.
El joven abandonó por un momento los remos, y haciendo con la mano una especie de bocina, gritó con toda la fuerza de sus pulmones;
—¡Cirilo! ¡Señor Vargas!
Juan y el chino se miraron con la más viva inquietud. No estaban y va más que a medio cable de la popa, y no habían obtenido respuesta.
—¿Estarán durmiendo? —preguntó el chino.
—¿Habrán abandonado la nave para escapar del asalto de los piratas? —dijo Juan.
—Estarían los bandidos a bordo, y no veo a ninguno.
—La escala está baja.
—La abordaremos.
Miró el chino hacia la chalupa que los había seguido; distaba cuatrocientos pasos y había disminuido su velocidad.
—Parece que quieren de: a raes tranquilos.
—¡Mejor para nosotros!
De un último impulso llegaron a la escala, ataron la piragua y subieron.
Iban presa de la mayor ansiedad, no sabiendo cómo explicarse que sus compañeros no hubieran contestado a sus llamadas.
Llegaron a los últimos escalones, y en el momento de agarrarse Sao-King a la borda para izarse a la toldilla, sintió que se apoyaba en su frente alguna cosa fría y una voz imperativa decía en inglés:
—¡Ríndete o te mato!
Un hombre se había levantado de detrás de la borda, apuntándole con un fusil, y otro, poco después, apuntando a Juan.
El chino lanzó un grito de rabia y empuñó la navaja, dispuesto a dirigir un golpe al agresor.
Le contuvo el temor de provocar una doble descarga y de hacer asesinar al joven que le seguía.
—¡Miserables! —exclamó. ¿Qué queréis de nosotros?
—Antes que nada, entrégame el cuchillo que tienes en la mano —dijo el hombre que les había intimidado a la rendición.
—¿Y si no lo hago?
—¡Os mataré como a perros! —repuso el pirata con acento resuelto.
Sao-King vaciló un momento, y viendo que el agresor apuntaba nuevamente con su fusil, tiró el arma por encima de la borda.
—Ahora podéis subir —dijo el bandido.
El chino se lanzó de un salto sobre cubierta, mirando a su alrededor.
Otros cuatro hombres que estaban ocultos detrás de algunos cajones dispuestos como una barricada, se levantaron, rodeándole.
—¡Estamos perdidos! —murmuró—. ¡Estos bribones nos han precedido!
Juan se había unido a él. No viendo a su hermano, el pobre joven lanzó un grito desgarrador.
—¡Me lo han matado! ¡Miserables!
—¿Qué es lo que te hemos matado? —preguntó el pirata que parecía el jefe de aquella colección de bandidos—. Yo no veo aquí ningún muerto.
—¿Dónde está mi hermano?
—¡Ah!, tal vez sea tu hermano uno de aquellos dos; lo ignoraba.
—¿Y qué habéis hecho de él?
—No me lo he comido, joven: te lo aseguro —dijo el pirata—. Pero si no se rinden, van a pasarlo mal esos dos testarudos.
—¿Dónde están? —preguntó Sao-King.
—Se han parapetado en el cuadro y se niegan a rendirse; pero eso no puede durar. Hace diez horas que los sitiamos, y comienzo a cansarme. Sí no ceden, haré poner en batería uno de estos cañones y derribaré su barricada.
—Y ¿qué esperas de nosotros? —preguntó Juan.
—Les obligaréis a rendirse.
—Nos negamos a ello.
—¡Foco a poco, joven! Tienes que habértelas con personas sin escrúpulos, que te tirarán al mar con dos balas de cañón atadas a los pies si te niegas a obedecerme. Vamos a ver, Stoven; trae una lámpara para que pueda ver la cara de estos dos señores. También debe de haber una botella de gin.
—Sí, Strong.
—Pues ofreceremos un sorbo a estos señoritos: no les sentará mal. ¿Es verdad, joven?
Mientras el marinero llamado Stoven buscaba una lámpara, Juan y el chino miraban con una mezcla de curiosidad y de temor a aquellos bandidos. Strong era un hombre de mediana estatura, con cuello de toro, espaldas de bisonte y miembros enormes.
Le surcaba la frente una ancha cicatriz profunda y ronza, inferida tal vez en alguna violenta contienda anterior.
Sus satélites no hacían mala figura junto a aquel oso marino.
Todos eran de formas macizas, rubios, con cabellos y barba enmarañados, líneas duras, angulosas y ojos azules.
Como su jefe, iban vestidos de tela gris, con ancha faja roja y grandes sombreros de paja basta.
Después de haber observado atentamente a los dos prisioneros, Strong destapó la botella que le habían traído, llenó tres copas que se encontraban sobre un barril, y ofreció dos a los prisioneros, diciendo:
—¡Choquemos! ¡Seremos buenos camaradas!
Juan tomó la suya y vertió su contenido en el puente, haciendo un gesto de desprecio.
En vez de ofenderse por aquel acto, el bandido se echó a reír.
—¡Por Baco! —exclamó—. Había olvidado que sois personas honradas, y nosotros facinerosos que forman parte de la sociedad de los Buitres del Estrecho de Torres.
Cambiando luego bruscamente de tono y mirando a Juan, añadió:
—Hablemos de nuestros negocios. Quiero saber si debo dejaros vivir o tiraros a los tiburones. Tenéis la vida en vuestras manos: tratad de salvarla.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Juan.
—Ya os lo he dicho: que obliguéis a vuestros compañeros a rendirse. ¡Conque decidios!
—Y cuando se hayan rendido, ¿qué vais a hacer de nosotros? —preguntó Sao-King.
—Guiaréis la nave, y nos llevaréis al golfo de Carpentaria, donde tenemos nuestro refugio y nos esperan otros compañeros.
—¿Y después?
—Luego os iréis adonde os dé la gana.
—¿Y el buque?
—Será nuestro por derecho de conquista —repuso el pirata.
—Entonces, ¿cómo podremos irnos?
—Tenemos un pequeño cutter, algo viejo, es verdad, pero todavía en condiciones de mantenerse a flote, y para vosotros cuatro será más manejable que esta nave, demasiado grande para vuestros brazos.
—Y ¿quién nos garantiza que cumpliréis lo prometido?
—Mi palabra.
—¿Podremos fiarnos? —preguntó Juan.
—Sí; os lo juro.
—Hemos sabido que nos habíais vendido a los salvajes para satisfacer sus monstruosos apetitos.
—¿Quién os lo ha dicho? —preguntó el bandido con sorpresa.
—Ya os lo diremos más adelante.
—Es cierto —dijo el pirata—; sí, os habíamos prometido a los salvajes de Mua para recompensarles por su ayuda; pero sólo de palabra. Nos sois demasiado necesarios para llevar la nave a Australia, y cuando Mua y sus antropófagos vengan a reclamaros, los tiraremos al mar.
—Voy a hablar con mi hermano —dijo Juan.
—Puedes hacerlo; pero ten cuidado con las balas. Tus compañeros no economizan las municiones.
—¡Ven, Sao-King! —dijo el joven en lengua china—. Ya estamos presos, y toda resistencia sería inútil.