CAPÍTULO II

EN LA ESCOLLERA

Juan había salido de la caverna algunos minutos antes que el chino, sin haber visto al gigantesco pulpo y, por tanto, sin presenciar la lucha.

Viendo libre el paso, nadó hasta la salida y se detuvo junto al escollo contra el cual más tarde fue a chocar el pobre chino, agotado y casi asfixiado por aquella larga inmersión.

Viendo a su valeroso compañero caer como muerto entre las algas que tapizaban la escollera, Juan temió que algún tiburón le hubiese herido gravemente de un coletazo, pues notó en la espalda de su amigo una ancha faja violácea surcada por manchas sanguinolentas.

—¡Sao-King! —exclamó, sin pensar que alguien podía oírle—. ¿Qué te ha pasado, amigo mío?

—Nada grave, amigo Juan —repuso el chino, abriendo los ojos y respirando ansiosamente.

—¿Estás herido?

—No; se lo aseguro.

—¿Y este cardenal?

—Me lo ha causado el pulpo.

—¡El pulpo! ¿Cuál?

—El que me agarró en la caverna.

—¡Otro monstruo!

—Y peor que el tiburón que había matado. ¡No sé cómo he podido librarme de él cuando ya me tenía agarrado!

—¿Y no estás herido? —preguntó Juan con ansiedad.

—Le repito que no. He pasado un momento de extrema debilidad, producido en parte por el terror, y algo por la larga inmersión; pero ya estoy bien. Muchas gracias por haberme subido a este escollo. Si llega a tardar un poco más, me voy al fondo como una bala de cañón. ¡Calle! ¿Y los salvajes? ¡Los hemos olvidado!

Juan se levantó precipitadamente, mirando a su alrededor. El bandido tal vez habría dejado guardianes cerca de la caverna; podían llegar de un momento a otro y hacerles de nuevo prisioneros.

—No veo a nadie —dijo el joven.

—Sin embargo, no debemos fiamos. Esos bribones tal vez no estén muy* lejos.

—¿Qué quieres hacer?

—Marcharnos lo antes posible.

—Las paredes del cono son inabordables, Sao-King.

—Pues lancémonos al agua y busquemos una playa que nos permita pasar a la isla.

—Yo iré a la descubierta, mientras tú descansas.

—¡Cuidado con los tiburones!

—No veo ninguno.

—Y con las morenas, que abundan en estos lugares y muerden de firme.

—¡Ya me guardaré de unos y de otras! —repuso Juan.

Tomó la navaja que el chino le ofrecía, le recomendó que no se moviera, y se sumergió lentamente, girando alrededor del escollo.

Juan era un buen nadador, que podía hombrearse con el chino. Cortaba el agua de modo que no fuese estrellado contra las rocas, y luego saltaba adelante, dejándose llevar algunas veces sobre las crestas del oleaje para lanzar la mirada lo más lejos posible.

Juan nadaba hacía un cuarto de hora largo, evitando con precaución los escollos, contra los cuales podía ser lanzado por el ímpetu de las olas, cuando por fin vio la pequeña rada.

Se dejó llevar por una ola, y lanzó una rápida mirada hacia la playa.

—¡Una piragua guardada por un solo salvaje! —dijo—. ¿Estará solo o tendrá algún compañero cerca de la caverna? ¡Es necesario averiguarlo!

Se apartó un poco, y volvió a dejarse subir por las olas. Desde aquel lugar no solamente pudo distinguir la entrada de la caverna, sino dominar todo el canal o, mejor dicho, la entrada que subía hacia el interior del islote.

—¡No hay ninguno! —dijo—. ¡La piragua es nuestra!

Volvió la espalda y nadó en dirección del escollo, donde le esperaba Sao-King.

El regreso se realizó felizmente, sin malos encuentros, aun cuando los tiburones y las morenas no eran escasos en aquellos lugares.

—¿Ha visto usted la pequeña bahía? —preguntó Sao-King, ayudándole a subir el pequeño escollo.

—Sí —repuso Juan—. Hay un solo salvaje de guardia en una piragua.

—¿Está usted seguro de que no hay más?

—No he visto más que uno.

—¿Y qué hacía aquel salvaje?

—Recogía moluscos y conchas.

—¿Podremos sorprenderle?

—Tendremos que esperar hasta la noche, Sao-King. No tenemos más armas que un cuchillo, mientras que el salvaje tendrá su maza y su arco. ¿Son buenos arqueros estos isleños?

—Sí —repuso el chino—. Y aun cuando sus flechas tienen la punta de madera, producen heridas peligrosas.

—Razón de más para aguardar a la noche, Sao-King. Así le sorprenderemos sin correr riesgo alguno.

—Entonces podremos buscar alimento, amigo Juan. Desde ayer no nos ponemos nada entre los dientes.

—No veo nada que pueda servir para alimentamos.

—Yo sé dónde encontrar comida —dijo el chino—. ¿No ha observado usted que nuestro escollo está perforado?

—Sí, Sao-King.

—Pues dentro de esos orificios se ocultan gruesos crustáceos.

—Que tendremos que comer crudos.

—Por el momento, sí; pero mañana guisaremos algunos a bordo del Alción.

—¿Estará allí mi hermano todavía? ——dijo Juan suspirando—. ¡Pobre Cirilo! ¡Quién sabe las angustias que habrá experimentado durante nuestra ausencia!

—Si todo va bien, mañana por la mañana veremos al señor comisario y al señor Vargas. ¡Conque, valor, amigo Juan, y pensemos en la comida!

Iba Sao-King a bajar la escollera, cuando le llamó la atención una cavidad rellena de tierra sobre la cual crecían algunas hierbas de raíces muy gruesas.

—¿No ve usted aquí algunos agujeros, amigo Juan? —dijo.

—Sí, Sao-King.

—Están cubiertos con algas, pero son visibles. Estos pillos deben de dormir profundamente.

—¿De quién hablas?

—De los cangrejos ladrones. Me sorprende no poco encontrarlos aquí, porque en el islote no crece ni un cocotero.

—¿Y qué tienen que ver tus cangrejos con los cocos?

—Porque los cangrejos ladrones prefieren a todo esa exquisita fruta.

—¿Hay cangrejos que comen cocos?

—¡Ya lo creo!

—¿Y esperas encontrarlos sepultados bajo estas hierbas?

—¡Ahora lo verá usted! —repuso el chino.

Observó atentamente uno de aquellos agujeros, cubierto no del todo por algas y hierbas secas, y luego lo ensanchó rápidamente con la hoja del cuchillo e introdujo en él una mano.

—¡Aquí está! —dijo.

Sacó la mano, y en ella un grueso crustáceo armado de robustas tenazas, y tan ancho como un sombrero.

—¡Ya lo ve usted! —dijo, enseñándoselo a Juan—. ¡Mire usted qué gordo está!

El crustáceo era realmente un cangrejo ladrón, o mejor dicho, un birgulatro, anfibio muy común en las islas de la Polinesia, y muy buscado por los isleños a causa de lo exquisito de su carne.

Estos extraños cangrejos, que alcanzan a veces dimensiones monstruosas, tienen costumbres muy singulares. Más que de peces, se alimentan de fruta, y especialmente de nueces de coco. Son nocturnos, y difícilmente se los puede encontrar de día.

No contento con haber encontrado uno, Sao-King abrió un segundo, y después un tercer agujero, encontrando otros dos más grandes, que se apresuró a volver sobre el dorso para que no le cogieran las manos con aquellas tenazas duras como el acero.

—¡No cometamos imprudencias! —dijo el chino—. Si hacen presa, trituran los dedos como si fueran de vidrio. Es verdaderamente increíble la fuerza de estas tenazas.

El chino, con una piedra, quebró el caparazón al cangrejo mayor, y ofreció aquella pulpa blanca y delicada al joven peruano, el cual no se mostró muy desdeñoso.

Terminada la comida, y puestos en seguro los otros dos cangrejos, buscaron una cueva, y habiéndola encontrado, se acostaron sobre un lecho de algas secas para reposar un poco, porque no habían dormido ni un minuto la noche precedente. A pesar de su inquietud, acabaron por dormirse profundamente.

Cuando Sao-King abrió los ojos, ya el sol se había puesto y las estrellas brillaban en el cielo.

—Ha sido una verdadera fortuna que a ese salvaje no se le haya ocurrido venir por este lado. ¡Nos hubiera matado con la maza! —murmuró.

Despertó a Juan, diciéndole:

—¡Este es el momento de obrar!

—¿Duerme el salvaje?

—Lo supongo —repuso Sao-King.

—Estoy presto a seguirte.

—Si todo va bien, antes del alba estaremos a bordo del Alción.

—¡Qué desilusión para nuestros compañeros! —dijo Juan—. Habíamos prometido llevarles auxilios, y, en cambio…

—De todos modos, se alegrarán de vernos.

—Eso si los encontramos.

—¡No hay que desesperar, amigo Juan!

Se desnudaron para estar más libres en sus movimientos, se sumergieron lentamente, y nadaron a lo largo de la base del cono, manteniéndose muy próximos uno a otro.