CAPÍTULO XIX

LOS TRAIDORES SE DESENMASCARAN

Mientras Sao-King y Juan le miraban con terror, el bandido sacó del bolsillo una pipa, la llenó flemáticamente y, después de haberla encendido y de aspirar dos o tres bocanadas de humo, continuó:

—¿Qué queréis? Habéis tenido la mala idea de llegar a esta isla, y nosotros la buena fortuna de veros. Culpad, pues, a vuestra imprudencia, y no a nosotros. Si hubiera venido otra nave antes que la vuestra, hubierais podido marcharos sin ser inquietados por nadie.

—¡Canalla! —gritó Juan.

—¡Cuidado, joven, o mejor dicho, niño; cuidadito con la lengua! Somos hombres que hacemos pagar cara una injuria.

—Pero, en fin, ¿qué queréis hacer de nosotros? —preguntó Sao-King, lanzándole una feroz mirada.

—Obligaros a llevarnos a Australia, donde tenemos grandes intereses —repuso el pirata, con diabólica sonrisa.

—¿Y cómo vosotros, que sois corredores del mar, no sabéis guiar una nave?

—Maniobrarla, sí; guiarla, no; porque no ha sobrevivido al desastre ningún oficial.

—¿Naufragó vuestro buque?

—Sí; a doscientas millas de esta isla, después de un tifón espantoso. Afortunadamente, teníamos una chalupa grande, y mis compañeros y yo pudimos llegar hasta aquí.

—¿No habéis visto que nuestra nave está casi desarbolada?

—La compondremos.

—¿Y que se encuentra también encallada?

—Ya hemos tenido la precaución de llevarla sobre un banco que no es peligroso. Con una buena maniobra y brazos robustos, volveremos a ponerla a flote.

—¡Ah! ¿Habéis sido vosotros los que la han arrastrado hacia la playa? —gritó Juan.

—¡No puedo negarlo! —repuso el pirata, riendo—. Uno de los nuestros, el que cortó las cadenas de las anclas, lo ha pagado caro.

—¿Ha muerto aquel bribón? —preguntó Sao-King.

—A estas horas debe de estar en casa de su compadre Belcebú, porque cuando yo le dejé sangraba abundantemente. Pero basta de explicaciones y vamos al caso.

—¿Qué pretendéis de nosotros?

—Que aconsejéis a vuestros compañeros que se rindan sin oponer una inútil resistencia.

—¡Nunca! —exclamaron a un tiempo Sao-King y Juan.

—Nosotros somos nueve, y vuestros compañeros sólo son dos; lo sabemos perfectamente.

—Os engañáis —dijo Sao-King.

—El jefe salvaje que hicisteis subir a bordo los ha visto.

—¡Ah! ¿Estabais de acuerdo con aquel miserable?

—Es nuestro aliado —dijo el pirata.

—Un aliado que trataba de comerse nuestra carne, ¿no es verdad?

—¿Quién os ha dicho eso? —preguntó el pirata, estupefacto.

—Lo hemos sabido.

—Mua no tendrá la carne de los blancos. Cuando estemos a bordo del buque, le mandaremos al diablo. Conque, ¿aceptáis la proposición que os he hecho?

—¿De llevaros a Australia?

—Al Estrecho de Torres, y aconsejar a vuestros compañeros la rendición.

—Eso no lo esperes —dijo Sao-King.

—Entonces me obligaréis a entregaros a Mua. Y os advierto que ese bravo salvaje no dejará de poneros en el asador; le corre prisa comerse un buen asado de carne blanca o amarilla.

—¿Y cometerás semejante infamia? —gritó Juan, exasperado.

—Somos hombres fuera de la Ley —repuso el pirata—, y, por tanto, capaces de todo. Decidios; no tengo tiempo que perder.

—Pues no tendrás nunca nuestra colaboración.

—Asaltaremos igualmente el barco.

—Hay cañones a bordo y nuestros compañeros no vacilarán en utilizarlos.

—Y nosotros tenemos nuestros fusiles, así es que decidios.

—No cuentes con nosotros —repuso Sao-King con voz firme.

—¡Ya veremos si resistís mucho tiempo! —dijo el bandido con una cruel sonrisa.

A una señal suya, las tripulaciones de las dos piraguas volvieron a empuñar los remos y descendieron a lo largo del riachuelo.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Juan, a quien no le había pasado inadvertida la sonrisa del pirata.

—Por ahora, os pondré en sitio seguro —respondió el bandido.

—¿Dónde? —preguntó Sao-King.

—En un refugio que sólo yo conozco.

Las dos piraguas marcharon hacia el Sur, manteniéndose a trescientas brazas de la costa.

«¿A dónde iban?», eso es lo que se preguntaban con angustia Juan y Sao-King.

¿Querría el bandido tal vez acercarlos a la nave con la esperanza de que se decidieran a gritar a sus compañeros que se rindieran?

Podía ser, porque las dos piraguas continuaban dirigiéndose hacia el Sur, y el Alción se encontraba precisamente encallado en las costas meridionales de la isla.

Durante dos horas marcharon rápidamente; luego el bandido dio una voz de mando en una lengua que Sao-King no conocía. Pronto las dos piraguas viraron a bordo y se alejaron de la playa. Sólo en aquel momento se acordó Sao-King deque surgía un islote a la distancia de dos o tres kilómetros.

Más que un islote podía llamarse un escollo bastante elevado, con la costa cortada a pico y privada de árboles. Aunque las piraguas estuvieran aún lejos, se oía el choque de las olas contra las paredes de aquella enorme masa.

—¡Parece que tienen intención de llevarnos allí! —dijo Sao-King en chino, lengua que Juan había aprendido ya lo suficiente como para comprenderla.

—Si nos dejaran solos, no nos sería difícil volver a la costa —repuso el joven—. Nadar diez kilómetros no me asusta.

—Tampoco a mí, señor Ferreira; pero no llegaría usted vivo a la costa.

—¿Y por qué, Sao-King?

—Porque en estas aguas pululan los tiburones. Es verdad que no son tan feroces como los de alta mar, porque aquí abundan los peces; pero no sé si nos dejarían en paz.

—¿No tienes mi cuchillo?

—Sí; me lo he escondido bajo la camisa.

—Pues nos serviremos de él.

—Dudo que nos dejen solos.

—Pues ¿dónde nos encerrarán?

—Estas islas están llenas de cavernas, amigo Juan.

—Es verdad, Sao-King: no se me había ocurrido.

Mientras cruzaban aquellas palabras, las dos piraguas se acercaban rápidamente al escollo. Los salvajes remaban con energía, sin dar la más pequeña señal de cansancio, aun cuando ya habían recorrido una docena de millas por lo menos.

El escollo estaba a muy pocos cables de distancia. Era una roca enorme, tal vez la cima de un volcán en otro tiempo submarino, y que brotó fuera debido sin duda a algún tremendo cataclismo.

Tenía la forma de un cono truncado, casi regular, con los contornos socavados en algunos sitios por el eterno choque delas olas.

Las grutas submarinas debían de abundar allí mucho.

Ningún árbol crecía sobre aquellas laderas, ni tampoco una brizna de hierba. Debía de ser refugio de las aves marinas.

La marea, que entonces subía, lanzaba gruesas ondas que desaparecían entre las hendiduras con un ruido ensordecedor que daba miedo.

Mientras la segunda piragua se detenía a algunos cables de distancia, la que llevaba a los prisioneros penetró en una amplia ensenada, donde una fila de escollos formaba una cenefa de espuma, y penetró por una especie de canal que parecía prolongarse hasta debajo de la cima del cono.

—¡Seguidme! —dijo el pirata, después de haber desatado las piernas a los dos prisioneros.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Sao-King.

—¡A un sitio de donde no podréis escapar fácilmente!

—¿Y si nos negásemos a seguirte?

El bandido los miró por algunos instantes con torvos ojos, y luego, cogiendo su fusil y montándolo, dijo con acento amenazador:

—¡En tal caso, os saltaría la tapa de los sesos!

—¡Los antropófagos no procederían de otro modo, bandido! —dijo Juan.

—¡A callar, niño! —gritó el pirata, que comenzaba a perder la calma—. Agradecedme que no os haya entregado ya a Mua. Si lo hubiese hecho, mañana a estas horas estaríais en el estómago de esos caníbales.

Juan y Sao-King, comprendiendo que toda resistencia sería inútil y que tenían que habérselas con un bandido resuelto a todo, desembarcaron, seguidos por cuatro salvajes armados de pesadas mazas.

El pirata los había precedido subiendo la hendidura que se abría en el flanco del cono. Se elevó seis o siete metros, luego se inclinó a la derecha, marchando por una especie de cornisa, y desembocó sobre una plataforma de pocos metros cuadrados, cubierta de fragmentos de roca.

En el costado del cono, Sao-King y Juan vieron un agujero negro, que parecía la entrada de una caverna.

—¡Metedlos ahí! —dijo el bandido.

Los salvajes agarraron a los dos prisioneros y los llevaron hacia aquella abertura, amenazándoles con las mazas que hacían girar sobre su cabeza.

De un empujón los hicieron caer al uno sobre el otro dentro de la caverna, y después, acumulando enormes rocas en la entrada de ésta, sólo dejaron algunos pequeños intersticios a través de los cuales apenas pasaba un rayo de luna.

—¡Canalla! —gritó Sao-King, que había conseguido levantarse, aunque estaba atado codo con codo.

—¡Buenas noches! —repuso el pirata, mofándose—. ¡Dentro de algunos días me diréis si estáis dispuestos a servirme!

—¡Revienta, perro condenado!

Nadie respondió. El bandido y los salvajes se habían alejado ya descendiendo a lo largo de la cortadura.

Sao-King se lanzó contra las masas que obstruían la abertura empujándolas poderosamente con sus robustos brazos; pero tuvo que convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos.

—¡Tiempo perdido, Sao-King! —dijo Juan, que había recobrado la calma antes que el chino.

—¡Ya encontraremos un medio de salir! —exclamó el coolie con voz airada—. ¡No aguardaremos ciertamente el regreso delos salvajes para que nos pongan en el asador!

—Soy de tu opinión —dijo Juan—. Hay que intentar algo.

—Dentro de algunas horas despuntará el alba, y veremos ante todo dónde nos han encerrado esos bribones.

—¡En una caverna, Sao-King!

—Aún no sabemos si es grande o se trata de una simple excavación.

—Es posible que tenga alguna otra salida —dijo Juan——. ¿No oyes el ruido que viene del fondo de este antro?

—Sí: y hasta le diré que me había dado que pensar desde el momento que entramos. Se diría que hay una comunicación con el mar.

—Se me había ocurrido lo mismo —dijo el joven peruano.

—Amigo Juan, ¿tiene usted los dientes fuertes?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque antes que amanezca debemos tratar de soltar nuestros brazos.

—¿Quieres que roa tus cuerdas?

—Sí; y luego con el cuchillo cortaré las suyas.

—Probaré, Sao-King.

El chino volvió la espalda al joven, y éste, encontradas las cuerdas, comenzó a roerlas pacientemente; trabajo largo y difícil, pero no imposible.

Aquellas cuerdas, hechas con fibras de nuez de coco retorcidas, oponían increíble resistencia; pero Juan no desesperaba de lograr su propósito. Sus dientes, fuertes y agudos, torcían y cortaban fibra por fibra, atacando siempre el mismo punto con toda energía.

—Descanse usted un poco, Juan —decía de cuando en cuando el chino.

—¡No, Sao-King! —respondía el joven—. ¡Un poco más, y seremos libres!

Sólo al cabo de media hora fue, por fin, cortada la primera cuerda; pero había otra no menos fuerte. Juan descansó algunos minutos y comenzó a atacarla.

Mientras luchaba con verdadero encarnizamiento, la caverna se iluminaba poco a poco.

A través de los intersticios que había entre las piedras comenzaban a entrar algunos rayos de luz, en instante se hacían más intensos.

El sol debía de haber aparecido ya sobre el horizonte.

—¡Estira los brazos! —dijo de pronto Juan—. ¡La segunda cuerda está casi cortada!

Sao-King hizo un esfuerzo supremo, abrió violentamente los brazos y rompió las últimas fibras de la cuerda.

—¡Libres! —exclamo—. ¡Por fin!

Sacó el cuchillo, que hasta entonces había tenido oculto bajo la camisa, y cortó las cuerdas que oprimían al bravo joven.

Su primer pensamiento fue reconocer la prisión.

La luz entraba ya a oleadas a través de las hendiduras, reflejándose sobre las paredes del antro, que estaban cubiertas de incrustaciones de origen volcánico. Era una caverna bastante espaciosa, de forma circular, terminada en cúpula y limpia de estalactitas y estalagmitas. Frente a la entrada se abrían estrecho pasaje, una especie de galería incrustada as antigua lava, y de allí precisamente provenía el ruido.

«¿A dónde llevará ese pasaje?», se preguntó Sao-King.

—¿A qué sé deberá ese ruido? —preguntó Juan.

—A las olas que se quiebran —repuso el chino—. No es posible equivocarse.

—¿Desembocará esta salida en la playa?

—Supongo que el pirata no habrá sido tan necio que nos dejase una puerta abierta. Ese bribón habrá explorado esta caverna antes de encerramos en ella.

—¿Quieres que probemos a derribar los rocas que nos cierran la salida?

—No conseguiremos nada, Juan —repuso el chino—. Los salvajes han debido de hacerlas rodar por la pendiente, y eran cinco con el bandido. ¿Cómo habríamos de hacerlas subir, sino somos más que dos? ¿No ve usted que son enormes? Nos sera imposible moverlas.

—¡Esos miserables nos han enterrado vivos!

—Amigo Juan, vamos a explorar la galería.

—¡En marcha!

—Veamos antes si nos custodian los salvajes. Es imposible que nos hayan dejado solos. Si han partido, quiere decir que están seguros de nosotros, y entonces no nos quedará otro recurso que esperar su regreso.