CAPÍTULO XVIII

EL BANDIDO RUBIO

Al oír aquellos disparos, todos los salvajes interrumpieron sus gritos y se lanzaron a las armas, que habían reunido en enormes haces sobre la tumba del jefe.

Sao-King y Juan, asombrados e inquietos, montaron resueltamente sus fusiles y se precipitaron entre la muchedumbre, mientras las mujeres y los niños, asustados, huían por todas partes, refugiándose en las cabañas.

Un hombre seguido por un grupo de salvajes armados de arcos y mazas había salido del bosque y se adelantaba mostrando una raíz de planta de melón, emblema de paz entre los isleños de Tonga.

—¡Un blanco! —exclamó Sao-King—. ¿Qué viene a hacer aquí? ¡Estemos en guardia, amigo Juan!

—¿Será éste uno de los bandidos que tememos? —preguntó el joven con inquietud.

——Lo sospecho.

—¡Preparemos las armas!

Aquel europeo era un hombre de treinta a treinta y cinco años, alto, de ancha espalda, robustísimo, con cabellos rojizos, grandes bigotes del mismo color, nariz corta, ligeramente picado de viruelas y con los ojos de color azul claro y acerados reflejos que daban a su fisonomía aspecto vulgar y falso.

Estaba vestido de tela gris, rota por varios sitios; no llevaba calzado, y cubría su cabeza un amplio sombrero de paja. En la mano llevaba una escopeta de caza de dos cañones, y al cinto un hacha de abordaje.

Llegó cerca de Orea, que parecía haber asumido el mando del pueblo; se tocó la nariz con la raíz que llevaba en la mano, y luego frotó con ella al viejo, diciendo:

—¡Yo soy amigo tuyo!

Después de aquella indispensable ceremonia, fijó sus miradas en Sao-King y Juan. Permaneció algunos instantes silencioso y luego, volviéndose nuevamente hacia el viejo, dijo de modo que pudiera ser oído de todos:

—¡He venido para vengar al jefe Tafua, muerto por un maleficio!

Un profundo silencio acogió aquellas palabras. Todos los salvajes se reunieron en torno del hombre blanco que había lanzado aquella terrible acusación sin señalar al culpable.

—Tafua era un valiente guerrero que infundía terror a sus enemigos —prosiguió el hombre blanco—, y por esto todos ellos deseaban su muerte. Invencible en la guerra, sólo podía matarle un maleficio, y sus enemigos han logrado su intento.

Enfurecidos por aquellas graves palabras, los salvajes lanzaron un rugido, espantoso y agitaron sus armas con frenesí. Restablecido el silencio, Orea se aproximó al hombre blanco, diciéndole:

—¡No basta acusar! ¡Es preciso saber el nombre de los enemigos que han matado a Tafua! ¡Dilo, y mañana iremos a atacarlos, destruiremos sus cabañas, devastaremos sus cosechas y los aniquilaremos a todos!

—Por ahora no puedo decíroslo —repuso el europeo.

Luego, acercándose rápidamente hacia Sao-King y Juan, dijo:

—Por lo pronto, asegurad a estos dos hombres, porque son cómplices de vuestros enemigos.

Sao-King y el joven, sorprendidos por aquella inesperada acusación, quedaron atónitos. Cuando quisieron defenderse y matar al infame, era ya tarde: veinte brazos poderosos los habían sujetado y desarmado.

—¡Miserable! —gritó Sao-King, dando un paso hacia el europeo—. ¡Mientes! ¡Yo era amigo de Tafua!

Su voz se perdió entre los clamores de la multitud. Todas las lanzas se habían dirigido hacia ellos, mientras las mazas, haciendo molinetes en el aire, se disponían a aplastar el cráneo a los dos extranjeros. Orea mandó con voz enérgica que se bajaran las armas.

—¡Aún no tenemos la prueba de su culpa! —gritó—. ¡Ay de quien los toque! ¡Que el hombre blanco nos dé la prueba, y no perdonaremos a los autores de la muerte del jefe!

—Yo te la daré de aquí a tres días —dijo el europeo——. Por ahora, que los lleven a una cabaña bien custodiada.

Sao-King y Juan intentaron lanzarse contra el miserable; pero veinte hombres los rodearon, impidiéndoles dar un paso.

—Que los conduzcan a mi cabaña —dijo Orea.

Sao-King y Juan, amenazados y ensordecidos por gritos feroces, fueron llevados a una amplia cabaña cuya entrada se cerró en el acto con gruesos troncos de árboles.

La escena se había desarrollado tan rápidamente, que ni Sao-King ni Juan pudieron oponer la menor resistencia.

Cuando estuvieron encerrados, el chino tuve una explosión de tremenda cólera; arrancó las esteras que cubrían las paredes de la cabaña y rompió cuantos vasos se encontraban en ella, arrojando les pedazos por los tragaluces de la habitación.

Costo mucho trabajo a Juan poder calmarle.

—Con eso empeorarás nuestra situación, amigo Sao-King —le dijo—. En vez de eso, pensemos en el modo de persuadir a Orea de nuestra inocencia.

—¡Tiene usted razón! —dijo el chino—. ¡He sido un estúpido; pero estaba fuera de mí!

—¿Esperas poder convencer a Orea de que ese hombre ha mentido?

—Lo intentaré, aunque tengo mis dudas. ¡Ese miserable ha lanzado contra nosotros una tremenda acusación que tal vez nos costará la vida!

—¡Ya sospechaba yo una nueva desventura, Sao-King!

—Tampoco estaba yo tranquilo.

—¿Ese hombre es el mismo que viste en la Floresta?

—No; es otro.

—¿Y por qué ese encarnizamiento contra nosotros?

—¡Lo ignoro, pero quisiera tenerle en mis manos para hacerle pedazos! ¡Si pudiésemos escapar!…

—¿De qué modo? —preguntó Juan.

—Abriéndonos paso a través de la pared.

—La cosa es fácil, porque yo tengo un arma; pero los de fuera vigilarán.

—¿Tiene usted un arma? —exclamó Sao-King con asombro.

—Si —repuso el joven.

Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una navaja de buen tamaño.

—No es muy larga, pero es sólida y puede servir hasta Pero matar a un hombre —dijo Juan.

—Verdad es —repuso Sao-King—. téngala usted guardado de modo que no puedan encontrársela; tal vez nos sea útil.

—¿Bastará para abrir un agujero en las paredes? —preguntó Juan.

—Sólo faltan algunas horas para la puesta del sol. Veamos entre tanto lo que pasa en el pueblo.

Sao-King puso boca abajo un vaso librado milagrosamente del estrago, y subiendo sobre él miró por uno de los dos tragaluces que servían para iluminar la cabaña.

El pueblo, poco antes tan animado, parecía haber quedado desierto; en la plaza no se veía a nadie, y en todas las cabañas reinaba un silencio profundo. Sólo frente a aquella especie de prisión velaban seis guerreros armados con lanzas y mazas y que se paseaban alrededor de la cabaña.

—¡Se diría que todos han desaparecido! —dijo, saltando a tierra.

—¿Los habrá llevado al bosque el hombre bisoco? —preguntó Juan.

—¿Para que?

—Para mostrar las pruebas de nuestra imaginaria traición.

—No, porque ha prometido traerlas dentro ve tres días —repuso Sao-King.

—¡Este silencio me inquieta! Preveo alguna otra bribón la por parte de esos blancos miserables,

—No se atormente usted ir imaginación. Esta noche nos escaparemos.

—¿Confías en que lo lograremos?

—Sí —repuso Sao-King—. Estoy decidido a todo.

—¿Y cómo llegaremos al Alción?

—Hay muchas piraguas en la bahía, y cogeremos la mejor. Pongámonos en observación, y aguardemos con paciencia ó: hora de la libertad.

Volvió a ocupar su puesto en el tragaluz, mientras Juan espiaba a los centinelas a través de las hendiduras y huecos dejados por les troncos de los árboles acumulados sobre la puerta.

Desapareció el sol; pero ningún habitante se mostró en la plaza ni cerca de la tumba de Tafua.

Hacia las once de la noche, no oyendo rumor alguno, Sao-King bajó del vaso y probó a taladrar la pared. Recordó de pronto que estaba formada por gruesos bambúes unidos estrechamente y luego recubiertos de una capa de creta.

—La cosa no será muy larga ni muy trabajosa —dijo a Juan—. ¿Qué hacen los guardianes?

—Se han acostado junto al fuego encendido ante la puerta.

—¿Han sido relevados?

—No.

—Mejor: así se cansarán, y tal vez se duerman.

Pidió a Juan la navaja y con ella atacó la capa de creta, poniendo rápidamente los bambúes al descubierto.

Aquellas gruesas cañas debían oponer fuerte resistencia, pues sus fibras eran compactas y durísimas; pero Sao-King no desesperó de poder cortarlas y de abrir un agujero lo bastante grande como para salir por él.

Llevaba ya cerca de un cuarto de hora de trabajo, poniendo a dura prueba el filo de la navaja, cuando, con gran estupor suyo, le pareció oír un ligero crujido por la parte opuesta de la misma pared.

Creyendo haberse engañado, suspendió su trabajo y escuchó con extremada atención.

—¡Pues es cierto! —dijo—. Alguien ataca la pared por la parte de afuera.

Llamó a Juan y le invitó a escuchar, convenciéndose ambos de que no se habían engañado.

Se oía la hoja de un arma cortante hender las cañas con ligero crujido y hacerlas oscilar.

—¿Qué dice usted de esto? —preguntó Sao-King, que no salía de su estupor.

—Digo que alguien trabaja por abrirse paso —repuso Juan.

—¿Y quién puede tener interés en sacarnos de manos delos salvajes? Ni vuestro hermano ni el señor Vargas pueden haber llegado hasta aquí.

—¿Será tal vez el pescador?

—¿El que nos trajo?

—¡Hum! —dijo el chino, moviendo la cabeza.

—Sea quien quiera, ayudémosle, Sao-King.

—Eso iba a hacer. El misterioso salvador trabaja en el mismo punto que yo ya he puesto al descubierto.

Animado por la esperanza de poder en breve ponerse a salvo, el chino trabajó con el mayor entusiasmo, atacando las cañas que formaban la pared. Muy pronto una, cortada por ambos lados, se inclinó, cayendo junto a Juan, que la cogió en el aire a fin de que no hiciera ruido al chocar contra el suelo.

Por aquel agujero apareció en seguida una cabeza humana.

—¿Quién eres? —preguntó Sao-King, empuñando la navaja.

—Un amigo de Orea, encargado de salvaros —repuso en tongués aquel desconocido.

—¿No nos engañas?

—¿Para qué? ¡Pronto, ayudadme a ensanchar el agujero y seguidme sin hacer ruido!

—¿No nos sorprenderán los centinelas?

—Están dormidos.

—¿Por qué quiere salvarnos Orea?

—Luego os lo diré; ahora los minutos son demasiado preciosos. Ayudadme a arrancar este bambú y podréis salir.

Sao-King y Juan aferraron la gruesa caña, y después de reiterados esfuerzos, lograron arrancarla mientras el enviado de Orea quitaba otra a la derecha.

El chino escondió el cuchillo entre la faja y pasó luego a través de la brecha, siguiéndole el joven peruano.

Después de haber mirado a los guerreros que dormían junto al fuego, el isleño volvió atrás, diciendo:

—Seguidme, y no habléis.

Atravesaron el pueblo casi rozando las cabañas, por mantenerse en la sombra, y llegaron sin tropiezo a la margen del bosque.

—¿Tenéis miedo de seguirme? —preguntó el isleño a Sao-King.

—Ninguno —repuso el chino.

Al decir esto se lanzó entre las plantas, las cuales proyectaban una sombra tan densa que casi no permitía distinguir los troncos.

El isleño les precedía apartando las ramas que hubieran podido herirles y parecía que aquel hombre tenía ojos de gato porque avanzaba sin vacilar y sin tropezar con los árboles. Apenas habían recorrido unos cuatrocientos metros, cuando Sao-King se detuvo, diciendo:

—¿A dónde nos llevas?

—A la playa, donde os espera una piragua.

—Me parece que marchamos en dirección opuesta al mar.

—Pronto daremos la vuelta y llegaremos a la bahía. Os hago atravesar esta parte del bosque para hacer que se pierdan nuestras huellas.

Habían emprendido de nuevo la marcha, cuando de improviso cayó sobre el chino y el peruano algo que los oprimía estrechamente, reduciéndoles a la impotencia.

En el mismo instante oyeron una voz conocida que dijo:

—¡Pronto, metedlos en los palanquines y llevadlos a la playa!

Sao-King lanzó un grito de furor:

—¡El bandido rubio! ¡Ah, infante!

Intentó sacar la navaja al advertir que había sido aprisionado en una red: pero ésta le oprimía tan fuertemente, que no pudo mover los brazos para cortar sus mallas.

—¡Será más tarde! —murmuró—. He de arrancar el corazón a ese miserable.

Algunos hombres, probablemente los salvajes que le habían seguido al pueblo, levantaron en vilo a los dos prisioneros, los lanzaron brutalmente sobre dos palanquines formados con ramas entrecruzadas y los ataron fuertemente.

—¡En marcha! —dijo el hombre rubio.

Levantaron los salvajes los dos palanquines y partieron a la carrera a través del bosque. Al cabo de un cuarto de hora. Sao-King oyó claramente el ruido de las olas al romperse contra las escolleras de la costa.

—Parece que quieren embarcarnos —dijo—. Probablemente, nos llevarán a bordo del Alción.

Poco después, los portadores se detenían, quitaban las redes que sujetaban a los prisioneros y empujaron a éstos hacia la playa, en la cual había dos piraguas. El hombre rubio les había precedido.

—¡Atadlos! —dijo.

—¡Aunque esté atado, nadie me impedirá vengarme de esta infame traición! —dijo Sao-King——. ¡En cuanto pueda, te mataré!

—¡Eso será si vives! —repuso el rubio con sorna—. Los buitres del Estrecho de Torres tienen la piel muy dura y, además, son muy listos.

Entre tanto, los salvajes habían atado los brazos y piernas de los dos prisioneros, y llevándolos a una de las dos piraguas, los colocaron en la popa.

El hombre rubio se puso al timón, y ocho remeros ocuparon los bancos. La segunda piragua iba tripulada por seis hombres.

—¡Adelante! —dijo el europeo.

Las dos barcas se alejaron de la playa, penetraron en la bahía y salieron al mar siguiendo las costas occidentales de la isla. Aquella carrera duró media hora larga y luego cesó bruscamente. Las dos piraguas se habían detenido en una pequeña rada en la cual desembocaba un riachuelo.

El hombre rubio mandó a los bateleros que remontasen la corriente algunos centenares de metros, y, volviéndose luego hacia los dos prisioneros, les dijo en español bastante comprensible:

—Y ahora, señores míos, hablemos. Supongo que tendréis curiosidad por saber la razón de que después de haberos acusado de haber hecho morir al jefe Tafua haya facilitado vuestra fuga.

—Esperábamos una explicación de vuestro infame proceder —dijo Juan, lanzándole una mirada de desprecio—. Un hombre blanco, como yo, hubiera procedido de muy distinto modo: pero ya sé con quién tenemos que habérnoslas.

—¿Con quién? —preguntó el rubio, con acento irónico.

—¡Con algún miserable evadido de Norfolk o de Numea!

—Estás equivocado —repuso el rubio—. No hemos estado nunca en Norfolk ni en Nueva Caledonia.

—¿Quiénes sois, pues? —preguntó Sao-King impetuosamente,

—Ni más ni menos que los piratas llamados Buitres del Estrecho de Torres, y estamos buscando un barco para volvernos a Australia, adonde nos llevaréis; a menos que prefiráis servir de alimento a estos salvajes. Y ahora, como ya os he dicho, hablemos.