CAPÍTULO XVII

ESCENAS DE CANIBALISMO

Al oír aquellas palabras, Sao-King quedó como aniquilado. ¡Tafua había muerto precisamente en el momento en que tenían extrema necesidad de él para escapar a la infame traición urdida por los blancos aliados a los antropófagos de Hifo! Era la ruina completa de los navegantes del Alción, la pérdida de la nave, y tal vez la muerte de los cuatro desgraciados que se libraron milagrosamente del veneno del capitán y de los furores del Océano. No debía de ser ya cuestión sino de horas.

Aplanado por aquella noticia, el chino se dejó caer sobre el banco de la piragua con los ojos desencajados y trastornado el rostro.

—¡Tafua ha muerto! —exclamó con voz conmovida y mirando a Juan con ojos espantados—. ¡Estamos perdidos!

El joven peruano no había comprendido las palabras pronunciadas por el salvaje, pero sí entendió que alguna desgracia los amenazaba.

—¡Sao-King! —exclamó, viendo al chino en aquel estado—. ¿Qué ocurre?

—¡Que estamos perdidos! —repuso el chino.

—¿Una nueva traición?

—¡Peor que eso! ¡Tafua ha muerto!

Juan palideció.

—¡Muerto! —exclamó—. ¡La desgracia nos persigue!

—¡No! —gritó de pronto el chino, poniéndose en pie de un salto—. ¡Tal vez no se haya perdido todo! Es probable que alguno se acuerde aún de mí y podremos obtener algún auxilio después de los funerales de Tafua.

La piragua estaba inmóvil: parecía que los hombres que la tripulaban estaban aguardando alguna respuesta de los extranjeros que venían del mar.

—¡Yo era amigo de Tafua! —gritó el chino al jefe de la piragua—. Yo he comido y dormido en su cabaña, y traigo conmigo un célebre médico que viene del país de los hombres blancos. Quiero ver los restos de mi amigo: por tanto, levanta del tabú para nosotros.

El jefe de la piragua respondió:

—Si tú eres amigo de Tafua, te concederemos el derecho de asistir a los funerales; pero antes voy a preguntar a los ancianos del pueblo.

—¡Te espero! —dijo Sao-King.

El chino, que había permanecido mucho tiempo en las islas del Gran Océano, conocía demasiado bien los usos y las supersticiones de aquellos salvajes para romper el tabú pronunciado contra el pueblo.

El tabú es una especie de prohibición muy respetada por la mayor parte de los isleños de la Polinesia. Cuando un jefe muere, su cabaña es tabuata, y entonces ninguno tiene derecho a entrar en ella. Otras veces se tabúa hasta el pueblo entero, y ningún extraño puede penetrar en él sin incurrir en la cólera divina.

Sin embargo, se hace un verdadero abuso de esta prohibición. Cuando un insular quiere defenderse contra los ladrones, hace tabuar su plantación o sus barcas, y hasta sus animales, y puede estar seguro de que nadie atentará a su propiedad.

Es un sistema muy cómodo y que da muy buenos frutos, suprimiendo por completo el hurto.

La piragua partió rápidamente, aproximándose a la playa, en la cual estaba reunida buena parte de la población. Los gritos habían cesado y también los sordos ruidos de los tambores de madera.

Presa de una viva inquietud, Sao-King seguía atentamente los movimientos de los salvajes.

—Es nuestra última esperanza lo que se juega en estos instantes —dijo a Juan—. Si se niegan a recibirnos, no nos queda más que volver al Alción y morir al pie de los cañones y matando a la vez.

—¿Habrá en el pueblo alguno que se acuerde de ti? —preguntó el joven.

—No hay que perder la esperanza. ¡He aquí la piragua, que vuelve hacia nosotros!

En efecto, la piragua se alejaba de la playa, marchando al encuentro del chino y de sus dos compañeros. Cuando llegó a cincuenta pasos, el que la guiaba gritó:

—Que los amigos del difunto jefe desembarquen libremente, porque el tabú no ha sido pronunciado contra los hombres blancos. Sólo el isleño que los acompaña no puede penetrar en el pueblo.

—¡Vamos! —repuso Sao-King con voz alegre.

Volvió a coger los remos y, ayudado por el pescador, atravesó velozmente la distancia que los separaba de la playa. Dio al salvaje el cuchillo prometido, agregando los dos anillos de plata que se sacó de los dedos, y después de haberle dado las gracias, saltó a tierra seguido de Juan, que llevaba los fusiles.

Más de trescientos isleños estaban en la orilla esperando al amigo del difunto jefe y al célebre médico blanco. Eran todos de arrogante estatura, fuertes y robustos, de nariz afilada, labios no muy gruesos, ojos negros y vivos, piel de color de cobre y hermosa dentadura.

Casi todos iban desnudos, con el cuerpo pintado de manchas negras formando dibujos caprichosos, adornados de conchas de tortuga, anillos de hueso y conchas de madreperla, y en los cabellos ostentaban bellísimas peinas de madera amarilla.

Todos iban armados con clavas de forma romboidal esculpidas con cierto gusto, lanzas con puntas de hueso y arcos de seis pies de largo armados con flechas de bambú con punta de durísima madera.

Un viejo isleño que llevaba a la cintura una especie de estera blanca y negra salió al encuentro de los extranjeros, diciendo:

—Dadnos una prueba de que erais amigos del jefe muerto.

—¿No conoce ya Orea al chino Sao-King? —preguntó el compañero de Juan—. Yo recuerdo que mandaba la escuadra de piraguas.

El viejo permaneció inmóvil, mirando atentamente a los recién llegados, y luego, de pronto, se les acercó con el semblante reflejando alegría.

Sao-King restregó vigorosamente su nariz contra la del viejo: era el saludo de la amistad.

—Te he reconocido —dijo el viejo—. ¿Quién es el hombre que te acompaña?

—Un médico que traía para curar a Tafua, porque supe que estaba enfermo. Desgraciadamente, hemos llegado demasiado tarde.

—¡Ha muerto hace cinco días! —dijo el viejo con voz conmovida—. Estamos preparando sus funerales. Síganme los amigos del jefe a la cabaña que se les ha destinado, y cuando hayan descansado, asistirán al acto del entierro.

Con un gesto hizo que se abrieran las filas de guerreros, y condujo a los dos extranjeros a una hermosa cabaña nueva, de puntiagudo techo y paredes de bambú, donde había varias esterillas pintadas de vivos colores, muchos vasos de tierra y cajas formadas por conchas de tortuga. Los dejó en el umbral, haciéndoles señas de que reposaran y le esperasen. Poco después, Sao-King y Juan vieron entrar cuatro mujeres cargadas de cestos con plátanos asados al horno, nueces de coco, cañas de azúcar, peces asados y ciertas raíces que Sao-King conoció en el acto.

—No sé si le agradará a usted el licor que aquí preparan —dijo a Juan.

Mientras una de aquellas mujeres colocaba los cestos ante los dos extranjeros, las demás se pusieron a mascar vigorosamente las raíces, escupiéndolas luego dentro de un gran vaso de tierra.

—¿Qué hacen? —preguntó Juan, sorprendido.

—Están preparando el licor —repuso el chino.

—¿Con esas raíces?

—Sí; es preciso mascar el cuwa si se quiere obtener una bebida pasable, aunque algo repugnante por la manera como se prepara.

Las mujeres, entre tanto, terminada la masticación, llenaron de agua el recipiente y luego lo agitaron con rapidez por medio de espátulas de madera.

Una vez clarificado el licor por el reposo, llenaron tazas formadas con hojas de plátanos y se las ofrecieron a los dos extranjeros.

—¡Puah! —dijo Juan, rechazando la taza—. ¡En mi vida beberé semejante porquería!

Sao-King, menos escrupuloso, bebió la suya, declarando aquel líquido aceptable.

Apenas habían acabado de comer, cuando oyeron tocar los tambores de madera, y el viejo entró poco después.

—Venid —les dijo—. La ceremonia va a comenzar.

—Vamos —dijo Sao-King—. Cuando los funerales hayan terminado, os explicaremos mejor el motivo de nuestra venida.

Toda la población estaba congregada alrededor de la extensa plaza del pueblo y lanzaba gritos de dolor con infernal algarabía. En el centro, sobre una estera, estaba colocado el cadáver del jefe, envuelto en un tejido pintado de rojo y custodiado por doce mujeres.

El hedor que despedía aquel cuerpo descompuesto era tal que hizo retroceder al propio Sao-King. Sin embargo, según la costumbre, aquellas desgraciadas no se habían separado del cadáver los cinco días, comiendo y durmiendo a su lado, con prohibición absoluta de lavarse las manos hasta cuando lo ungían con aceite de coco para conservarlo mejor.

—¡Esto es horrible! —exclamó Juan, que sentía náuseas.

—Pues aún esto no es nada —repuso Sao-King—. Haga usted ánimo y guárdese de intervenir cuando nos veamos obligados a presenciar escenas atroces de canibalismo.

Entre tanto, la población se había reunido en torno del cadáver lanzando gritos y lamentos capaces de romper los tímpanos menos delicados. Toda aquella gente pareció de pronto acometida de un verdadero acceso de locura sanguinaria: hombres y mujeres se arañaban furiosamente el rostro, se herían el pecho con cuchillos de piedra y se arrancaban los cabellos apuñados. Mientras, cuatro hombres y cuatro mujeres, probablemente esclavos, eran brutalmente lanzados a un profundo agujero excavado a poca distancia de la plaza, cerca de una cabaña en construcción.

Conociendo la suerte que les aguardaba, aquellos desgraciados lanzaban agudos lamentos y hacían desesperados esfuerzos para romper las ligaduras que oprimían sus brazos.

—¿Qué van a hacer con esos infelices? —preguntó Juan, pálido como un muerto.

—Servirán para el banquete funerario —repuso Sao-King.

—¿Y dejaremos que se los coman a nuestra vista, sin intentar nada por salvarlos? —preguntó el generoso joven, con voz indignada.

—Si estima usted la vida y la de su hermano, permanezca en su puesto —dijo Sao-King, con voz grave—. También yo, si pudiera, los libraría de su triste suerte; pero la prudencia me aconseja no mezclarme en las-atroces ceremonias de estos antropófagos. Cierre usted los ojos y sobre póngase a su indignación.

—Pero…

—Se lo repito: va en ello nuestra vida y, por tanto, la de los que se encuentran en el Alción.

—¡Esto es horrible!

—Ya lo sé; pero no tenemos más recurso que dejar que hagan lo que quieran.

Mientras la multitud redoblaba sus gritos y sus llantos y se hería con mayor furia, cuatro guerreros, los más valientes dela tribu, levantaron el cadáver de Tafua y lo depositaron en el fondo del agujero, cubriéndolo primero con esteras y luego con tierra.

Nivelado el terreno, se depositaron sobre la sepultura las armas del jefe, consistentes en un arco, un haz de flechas, una lanza con la punta formada por un grueso clavo de hierro, tal vez uno de los regalados medio siglo antes por el célebre capitán Cook, y una maza esculpida y adornada con conchas de madreperlas.

En el acto, los esclavos fueron lanzados sobre la fosa y los salvajes recrudecieron sus lamentos y gritos; parecían verdaderos energúmenos, presas de locura colectiva.

—¡Vámonos a la cabaña! —dijo Juan, arrastrando consigo al chino, incapaz de soportar por más tiempo aquella escena y las que presumía que se avecinaban—. ¡Ya tengo bastante de esta gente!

Iban a retirarse para no asistir a aquel terrorífico festín, cuando sonaron dos tiros de fusil en la margen del bosque que se extendía detrás del pueblo.