CAPÍTULO XVI

EL PESCADOR DE «TAMADAOS»

Como la orilla del río estaba cubierta de espesura, era fácil llegar hasta la desembocadura sin ser descubiertos. El chino y Juan se deslizaron entre las plantas, y en pocos minutos llegaron hasta el punto por donde el río desembocaba en el mar y se escondieron detrás de un plátano.

A pocos pasos de la playa estaba anclada una pequeña piragua construida con el tronco de un sagú, con la proa muy aguda y adornada con una cabeza semejante a la de un pez martillo.

Un indígena de poco más de veinte años, a juzgar por sus rasgos fisonómicos, y enteramente desnudo, estaba encorvado sobre la proa, espiando atentamente el agua.

En la diestra llevaba un hacha pequeña, y en la izquierda una pértiga de madera gruesa y muy aguda por los extremos.

—Es un pescador que acecha a un tarnadao —dijo Sao-King a fuan.

—¿Querría llevarnos al pueblo de Tafua ofreciéndole algún regalo? —preguntó el peruano.

—Probemos —repuso el chino—. Somos dos, y estamos armados con fusiles, de modo que nada tenemos que temer.

Se había levantado para bajar a la playa, cuando vio al indígena saltar rápidamente al agua.

—Esperemos a que mate al tamadao —dijo Sao-King—. La pesca será interesante.

A pocos pasos de la piragua había aparecido una masa enorme lanzando un silbido agudísimo. Aquel pez se parecía algo a las focas, y no debía de pesar menos de seiscientos kilogramos.

Al verse perseguido y buscado bajo el agua, subió a la superficie, volviéndose bruscamente sobre el lomo y mostrando su boca, demasiado pequeña para poder agarrar por medio del cuerpo a su adversario o para producirle graves heridas.

Un instante después apareció el isleño. Había abandonado el hacha y llevaba en la diestra la pica.

—¿Se atreve a luchar con sólo ese pedazo de madera? —preguntó Juan, asombrado.

—Es más segura que el hacha—-repuso Sao-King.

—¡No sé qué heridas podrá producir!

—No es necesario herir profundamente al tamadao para matarle. Basta taparle con esa pica las fosas nasales, porque es de la especie de los anfibios.

—¿De modo que morirá asfixiado?

—Sí. Mire usted cómo le ataca el salvaje. ¡Demontre! ¡Ese joven es hombre de hígados!

El pescador se había lanzado resueltamente contra el anfibio, y se agarró a una de las aletas pectorales, intentando introducir la pica por las narices del pez.

La lucha no carecía de peligro. El tamadao, comprendiendo tal vez el riesgo que corría, se inclinaba violentamente, ya sobre un costado, ya sobre el otro, tratando de lanzar a su perseguidor contra las rocas del fondo, y lanzaba vigorosos coletazos que levantaban oleadas de espuma. Sin embargo, el isleño no le dejaba: resistía tenazmente todas aquellas sacudidas y contorsiones, evitando las dentelladas, que podían serle fatales.

Se acercó todavía más al pez y le cogió la cola entre las piernas, decidido a no dejarle antes de haberle impedido la respiración. Ya había intentado el golpe dos veces; pero el tamadao, con un movimiento imprevisto, había logrado esquivar el peligro.

—¿Logrará matarlo? —preguntó Juan, que asistía con un vivo interés a aquella lucha obstinada.

—De seguro —repuso Sao-King—, a menos que aparezca algún tiburón.

—¿Abundan en estas costas?

—Todas las cavernas submarinas están habitadas por ellos, ¡Ah! Vea usted el tamadao, que comienza a debilitarse. Dentro de pocos minutos el salvaje logrará su intento. ¡Tenemos que darnos prisa, señor Ferreira!

—¿Para qué?

—¡Para apoderarnos de la piragua! —repuso el chino—. Cuando estemos dentro, obligaremos a su propietario a que nos lleve a donde queramos.

—No me parece mala idea.

—Pues, ¡manos a la obra!

Mientras el isleño luchaba contra el anfibio, el chino y el joven peruano se lanzaron a la orilla, y desatada la cuerda que sujetaba la piragua, aproximaron ésta todo lo posible y se embarcaron en ella.

En aquel momento el pescador había logrado obturar el respiradero del anfibio. Seguro ya de su triunfo, había abandonado el enorme pez para volverse a su esquife. Al ver a aquellos dos hombres, se detuvo mirándolos con desconfianza y no atreviéndose a aproximarse a la playa.

—No temas —dijo Sao-King en la lengua del país—. Somos amigos del jefe Tafua.

—¿Y por qué os habéis apoderado de mi barca? —repuso el isleño, que había tomado tierra a quince pasos de la canoa,

—Hemos perdido nuestra piragua, y te rogamos que nos lleves adonde está el jefe Tafua. Si lo haces, te regalaremos un cuchillo de acero que te servirá para matar los grandes peces de las cavernas marinas.

—¿Y me devolveréis luego la piragua?

—No tendremos necesidad de ella.

—¿Me daréis uno de vuestros cuchillos? —preguntó el isleño, cuyos negros ojos brillaron con un relámpago de alegría.

—Lo tendrás en cuanto hayamos desembarcado en el pueblo de Tafua.

—Acepto vuestra proposición; pero ayudadme a embarcar el tamadao. Se lo venderé a los súbditos de Tafua.

—¿No perteneces a ese jefe?

—No; dependo del pueblo de Inca.

—¿Está lejos del de Tafua?

—Cinco o seis horas de navegación.

—Pues subamos a bordo el tamadao y partamos.

El salvaje dudó algunos instantes; pero tranquilizado luego por la actitud del chino, y más que todo por la juventud de Juan, subió a la piragua mirando con curiosidad a uno y a otro.

—¿Es una pintura de guerra? —preguntó, dirigiéndose al chino.

—No; es la piel, que es así —repuso Sao-King, sonriendo.

El joven pescador se acercó al peruano, y probó a rasparle la epidermis, creyendo que estaba pintada, y luego renovó la misma tentativa en el chino.

—¡Hombres blancos! —dijo.

—Sí, blancos —repuso Sao-King, sin dar más explicaciones.

El salvaje, satisfecho en su curiosidad, empuñó los remos y, sentándose en el banco central, impulsó la piragua para dar caza al tamadao, que se agitaba a cincuenta metros de la playa, tratando de desembarazarse de la pica que le sofocaba.

Apenas la piragua se había separado de la orilla, cuando gritos terribles resonaron hacia la desembocadura del riachuelo y algunas flechas silbaron sobre la cabeza de los fugitivos.

Cuatro salvajes se precipitaron hacia la playa agitando sus mazas y sus arcos.

—¡Ena! ¡Ena! —gritaban.

—¡No pares! —gritó Sao-King al pescador—, ¡Juan, haga usted fuego! ¡Son los hombres de ese bandido!

El joven peruano había apuntado ya su fusil; retumbó un disparo y uno de los perseguidores cayó con una pierna rota por el proyectil.

Al oír la detonación, el pescador dejó caer los remos y se lanzó al fondo de la piragua gritando como un loco. Seguramente; aquel pobre diablo no había oído nunca un disparo, y creía que había caído un rayo sobre la piragua.

—¡Juan! —gritó Sao-King—. ¡Tome mi fusil!

Al decir esto se apoderó de los remos y se puso a manejarlos furiosamente para alejar la barca de la orilla, mientras el joven peruano descargaba el segundo fusil contra los salvajes, que se habían dado a la fuga, abandonando a su compañero.

—¡No se asome usted mucho! —gritó el chino—. ¡Puede estar con esos bandidos el hombre blanco!

Apenas había terminado la frase, cuando surgió un relámpago de entre la espesura que cubría un islote de la desembocadura. Poco después, una bala rompía uno de los remos, a pocas pulgadas de la mano derecha del chino.

Por fortuna, había otros dos remos de repuesto.

Sin perder un átomo de su sangre fría, Sao-King cogió otro remo y precipitó la marcha, poniendo la barca fuera de tiro.

—¡Ayúdame! —dijo Sao-King, viendo incorporarse al pescador.

—¡Tengo miedo! —repuso el joven—. ¡En mi vida he oído un estrépito tan grande! ¿Ha caído el rayo sobre nuestras cabezas?

—No; lo hemos lanzado nosotros, para poner en fuga a nuestros enemigos. Ahora, ¡valor, y empuña los remos si tienes aprecio a la vida!

El salvaje, que aún temblaba de espanto, cogió el tercer remo y ayudó al chino. Entre tanto, Juan había vuelto a cargar los fusiles y vigilaba la playa, aunque estaban ya tan distantes de ella, que era muy dudoso que las balas pudieran alcanzarlos.

Los salvajes habían desaparecido. Entre las dunas sólo había quedado el herido, que daba alaridos lastimeros temiendo recibir una nueva descarga. Después de aquel tiro, hasta el hombre blanco había desaparecido.

—¡Tenía razón en sospechar de ellos! —dijo Sao-King, remando como un desesperado—. Aquel chapuzón debió de producirlo algún espía que estaba escondido entre las ramas del árbol.

—Es cierto —repuso Juan—. Pero ya no nos cogerán; a menos que encuentren alguna piragua y nos den caza.

—Los salvajes no se atreverán a exponerse a nuestro fuego por segunda vez. ¡Eh, amigo; rema con más fuerza!

—¿Y mi tamadao? —preguntó el pescador, lamentándose de la pérdida de su pesca.

—¡Déjaselo a los tiburones! —dijo Sao-King—. Además, nosotros te lo pagaremos con un magnífico brazalete de latón. Dime: ¿has conocido a esos salvajes?

—Nunca los he visto.

—¿No sabes si hay otros hombres blancos en esta isla?

—Hay varios. Han llegado hace cuatro semanas.

—¿Los viste tú desembarcar?

—Sí, porque perseguía a un tamadao frente a Hifo.

—¿Iban en una piragua?

—No; en una gran barca provista de un árbol, y en tan mal estado, que apenas llegó a las escolleras se fue a pique.

—¿Cuántos eran?

—Nueve —repuso el salvaje, después de haber reflexionado algunos momentos.

—¿Quién los mandaba?

—Un hombre de cabellos rojos y barba también roja, muy alto y también grueso.

—¿Cómo fueron acogidos por los habitantes?

—No lo sé, porque habiendo cerrado la noche y cogido el tamadao que perseguía, me marché.

—¿Quién manda en aquel pueblo? —preguntó Sao-King, que se interesaba extraordinariamente por aquel relato.

—Atai, un valiente guerrero que reina sobre varios centenares de hombres.

—¿Es uno alto, delgado, que tiene una inmensa capa pintada de rojo?

—¡Sí, sí! —dijo el pescador.

—¡El jefe de la piragua! —exclamó el chino—. ¡Ahora comprendo la trama infernal urdida por aquellos miserables! ¡Los blancos se han aliado a los antropófagos para apoderarse del Alción!

—¿Y para qué? —preguntó Juan, a quien Sao-King había traducido aquella interesante conversación.

—¿No lo ha comprendido usted?

—No, Sao-King.

—Pues que, habiéndose hundido su barca, quieren coger nuestra nave para marcharse de estas islas. La cosa es clara, amigo Ferreira.

—Habrían podido tratar de embarcarse con nosotros, sin necesidad de urdir semejante maquinación.

—¿Quién hubiera aceptado a bordo a tales bandidos? De seguro que ni el señor Vargas ni vuestro hermano lo hubieran consentido. Además, ¿quién sabe los proyectos de esos bribones sobre nuestra nave? Nada mejor que ver a Tafua lo más pronto que se pueda, o vamos a acabar mal.

—Dentro de poco llegaremos, y no perderemos el tiempo, Sao-King. En cuanto tengamos los auxilios que esperas, volveremos al Alción.

A pesar de la charla, Sao-King, ayudado por el pescador, continuaba imprimiendo a la piragua una velocidad que no bajaría de cinco millas por hora.

La costa comenzaba a inclinarse hacia el Norte, formando acá y allá minúsculas bahías. Sobre las alturas que comenzaban a aparecer se veían grupitos de graciosas cabañas envueltas entre rica y variada vegetación. Sin embargo, estaban tan lejanas que no se podía ver a los habitantes.

A mediodía, la piragua, después de haber doblado un promontorio muy agudo flanqueado por infinidad de pequeños escollos sobre los cuales el Océano se quebraba con sordo fragor, entraba en una profunda bahía, en cuyo fondo había un vasto grupo de cabañas.

—¡El pueblo del jefe Tafua! —dijo el pescador a Sao-King.

—¡Por fin! —exclamó el chino, respirando con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Dentro de media hora sabremos cómo nos recibe ese jefe!

En aquel momento se oyeron a lo lejos clamores terribles acompañados de un sordo ruido que parecía producido por grandes tambores de madera.

—¿Estarán festejando algún alegre acontecimiento? —preguntó Sao-King, mirando al pescador, que había cesado de remar.

—No lo sé —repuso éste, manifestando cierta inquietud que no pasó inadvertida para el chino.

—¿No sabes lo que significan esos gritos?

—No; pero…

—Continúa.

—No me parecen gritos de alegría.

—¿Habrán sufrido en el pueblo alguna grave desgracia? —preguntó Sao-King con ansiedad.

—Ya nos lo dirán en cuanto lleguemos.

—Me parece que no estás muy tranquilo, Sao-King —dijo Juan.

—¡Es verdad! —dijo aquél—. Y, sin embargo, el pescador me parece que sí lo está.

—¡Pues adelante!

El chino y el salvaje volvieron a empuñar los remos, y el esquife marchó con más velocidad. El pueblo se acercaba aojos vistas. Se componía de unas doscientas cabañas bastante espaciosas, en forma de cono un poco redondeado por la base, y sombreadas por espléndidos cocoteros y por soberbias moreras papiríferas.

Algún grave acontecimiento debía de haber acaecido, porque los habitantes se reunían frente a una cabaña más alta que las otras, y se les oía vociferar con intensidad creciente y golpear con furia los tambores de guerra.

De pronto, cuando la piragua sólo estuvo distante unos quinientos pasos de la playa, avanzó una gran canoa tripulada por doce remeros y un jefe que se distinguía por las tres plumas que le adornaban la frente.

Cuando aquellos salvajes estuvieron al alcance de la voz, alzaron los remos y el jefe gritó con voz tonante:

—¡Que ningún extranjero se aproxime a nuestras playas! ¡Tafua ha muerto y el pueblo está tabuato!