CAPÍTULO XV

LA FUGA

Sao-King sabía ya bastante, tal vez más de lo que había esperado. Tenía la prueba de la traición urdida por aquellos misteriosos hombres blancos, de acuerdo con el jefe de la piragua.

Lo mejor que podían hacer era alejarse más que aprisa de aquellos lugares y buscar a Tafua, que era el único que podía salvar la nave.

El chino se retiró prudentemente, sin mover siquiera una hoja, y llegó adonde estaba Juan, que le esperaba lleno de vivísima inquietud.

—¿Has oído lo que decían? —preguntó el joven.

—Todo. Por ahora, sígame usted sin pérdida de tiempo; aquí corremos grave peligro.

—¿A dónde vamos?

—Hacia el mar; pondremos el río entre nosotros y esos bribones.

Volvieron a ocultarse en el bosque. Sao-King caminaba aprisa y mirando con frecuencia hacia atrás, por temor de ser seguido por algún salvaje. Juan le seguía de cerca, con el fusil dispuesto a hacer fuego, comprendiendo que la libertad de ambos dependía del detalle más insignificante.

Después de veinte minutos de rápida marcha, los dos fugitivos llegaron a la desembocadura del río, a una ribera cubierta por un inmenso plátano, cuyo tronco, formado por otros gruesos troncos entrelazados, no medía menos de treinta metros de circunferencia y cuyas frondosas ramas cubrían un espacio de cien metros cuadrados.

La sombra que proyectaba era tan densa, que no se, podía distinguir una persona a diez pasos de distancia.

—Detengámonos aquí un momento, y después buscaremos un vado —dijo Sao-King.

—Podíamos echarnos a nado —dijo Juan.

—¡No cometa usted tal imprudencia!

—Soy un hábil nadador, y dos o tres kilómetros de travesía no me importarían nada.

—Yo no lo soy menos, señor Ferreira; pero no olvide que cerca de la desembocadura de estos ríos abundan los tiburones.

—No tengo la menor gana de probar sus dientes, Sao-King.

—Ni yo tampoco.

Cambiando luego de tono, puso al joven al corriente de cuanto había oído cerca de la hoguera.

—¡Una traición! —exclamó Juan al oírlo.

—Y organizada por gentes que no retrocederán ante ningún obstáculo —dijo Sao-King—. Nuestra libertad y el Alción están en peligro, lo mismo que nuestras vidas, porque los hombres blancos han prometido entregarnos a los salvajes.

——¿Para hacernos esclavos?

—No, señor; para asarnos —dijo el chino con voz grave—. Estamos entre hombres que tienen una pasión desenfrenada por la carne humana.

—¡Qué infames! —exclamó Juan, estremeciéndose—. ¿Cómo escaparemos del peligro de caer en sus manos?

—Recurriendo a Tafua, que es el único que puede ayudarnos y salvarnos.

—¿Sabrás encontrarle?

—Subiendo siempre al Norte, llegaremos a su pueblo.

—¿Y si no te reconoce?

—No puede haberme olvidado tan pronto. Le prometeremos muchos regalos, y verá usted cómo no se niega a ayudarnos.

—¿No serán presos entre tanto nuestros compañeros?

—Confío en que podrán resistir hasta nuestra llegada. Señor Ferreira, crucemos el río y marchemos hacía el Norte sin perder momento,

—¡Vamos!

El chino cortó de una cuchillada una caña larguísima, bajó a la orilla del río y comenzó a sondearlo.

—¡Creía que era mucho más profundo! —dijo—. La marea baja nos favorece.

—¿Has encontrado fondo?

—Sí; frente a nosotros se extiende un banco que nos permitirá pasar sin mojarnos mucho.

Se inclinó hacia el suelo, escuchó algunos segundos, y, tranquilizado por el silencio que reinaba en el bosque, entró en el río, sumergiéndose hasta las caderas.

Hacia la extremidad de aquel primer banco se extendía otra casi a la misma profundidad, dejando entre ellos un pequeño canal que los dos fugitivos pudieron atravesar fácilmente valiéndose de la pértiga.

Llegados felizmente a la orilla opuesta, la subieron a toda prisa. Iban a lanzarse en el bosque que se extendía hasta aquellos lugares, cuando oyeron hacia el río un chapuzón que parecía producido por un cuerpo muy pesado y voluminoso.

Sao-King se detuvo en el acto, preguntando a Juan:

—¿Ha oído usted?

—Sí; parece que alguien se ha lanzado al río.

—Vamos a verlo, señor Ferreira. No estaría tranquilo si supiera que tenía un salvaje a la espalda.

Volvieron hacia el río y bajaron de nuevo a la orilla.

Ningún nadador surcaba la corriente; pero en la orilla opuesta, cerca del plátano, en un lugar donde el agua aparecía tranquila, tal vez a causa de la marea, que iba a volver, se veían algunos círculos concéntricos que poco a poco se alargaban hasta desaparecer.

—¿Habrá sido algún fruto caído del árbol? —preguntó Juan.

—No hubiera producido un ruido semejante —repuso Sao-King.

—Sin embargo, no se ve a nadie.

—Estos isleños son intrépidos nadadores y pueden permanecer bajo el agua algunos minutos.

—¿Nos habrán espiado?

—Lo temo, señor Ferreira.

—Bajo el plátano no hemos visto a nadie.

—¿Y si se hubiera escondido entre las ramas?

Permanecieron sobre la orilla diez minutos, y como no vieran aparecer en la superficie del agua a ningún salvaje, volvieron a entrar en el bosque, aun cuando no estuvieran enteramente persuadidos de haberse engañado.

Sao-King se inclinó de pronto a la derecha para acercarse al mar. A lo largo de la playa podrían caminar más fácilmente, y, además, el chino esperaba encontrar en algún sitio la piragua de los salvajes.

«Si la descubro, nos embarcaremos en ella —se había dicho—: En el mar tendremos menos que temer que entre los bosques».

Sufrió, sin embargo, una nueva decepción, porque la playa estaba desierta. Si una chalupa hubiese estado anclada en aquel sitio, hubiera sido vista en al acto, porque la noche era clarísima.

—¡No importa! —dijo el chino a Juan—. De todos modos, llegaremos adonde está Tafua.

—¿Habrán escondido la piragua entre los rizophora del río? —preguntó el joven peruano.

—Es probable. ¡En marcha, pues, y no nos detengamos mientras podamos tenernos en pie!

La playa, aunque muy quebrada, se prestaba a una marcha rápida. Los árboles del bosque no llegaban hasta las dunas de arena, por lo cual los dos fugitivos no perdían tiempo en buscar caminos o abrírselo a través de la espesura.

Sao-King alargaba cada vez más el paso, con la sospecha de ser seguido por los salvajes de la piragua. Quería a toda costa que el alba los sorprendiera muy lejos del riachuelo.

Juan le seguía con paso veloz y sin quejarse de fatiga; así, cuando el chino le interrogaba si quería reposar algunos minutos, respondía invariablemente:

—¡Más tarde! ¡Sigamos caminando!

El mar continuaba desierto; ninguna piragua surcaba aquella superficie argentina, iluminada por la luna como si fuese pleno día. Sólo algunos grandes peces emergían de cuando en cuando en la proximidad de las escolleras; eran generalmente gagat, especie de atunes muy comunes en las aguas de aquellas islas y muy buscados por los tongueses, que son hábiles pescadores.

Entre las dunas veían con frecuencia huir enormes tortugas de más de un metro de largo; pero eran tan asustadizas, que se sumergían en el mar mucho antes que pudieran aproximarse a ellas los dos fugitivos.

Buscando entre la arena, tal vez hubieran podido encontrar depósitos de huevos, pues aquellos reptiles tienen la costumbre de enterrarlos, dejando al calor solar la misión de incubarlos; pero Sao-King tenía demasiada prisa para ocuparse en ello en aquellas circunstancias.

—El bosque nos suministrará igualmente la cenadero Juan, que hubiera deseado una buena fritada.

A los primeros albores de la aurora, el chino y el joven peruano, fatigados por la larga carrera, se detuvieron junto a la desembocadura de un segundo riachuelo que desaguaba en el mar por entre dos filas de escolleras.

Necesitaban un reposo de algunas horas.

El chino no podía ya más, y, además, ambos estaban hambrientos.

—Detengámonos aquí —dijo Sao-King—. El bosque está a pocos pasos, y en caso de peligro podremos encontrar refugio en él.

—¿Nos habrán seguido los salvajes?

—No habiéndonos encontrado entre los rizophora del río, seguro que estarán buscándonos. Sin embargo, hemos marchado tan rápidamente, que los hemos dejado algunas millas atrás.

—Busquemos la cena, Sao-King; me muero de hambre.

—Inspeccionemos antes los escollo el chino. Podemos encontrar en ellos crustáceos, y tal vez algún cangrejo grande. Donde hay árboles de coco se los encuentra siempre, y veo algunos de esos árboles a lo largo del río.

—¿Qué relación puede haber entre los cangrejos y los árboles?

—Que a esos gruesos crustáceos les gustan mucho las nueces de coco. ¡Venga usted, señor Ferreira!

Se arremangaron los pantalones, y como el agua era poco profunda, pudieron llegar fácilmente a las escolleras; pero no encontraron en ellas más que un poco de uva marina, del sabor de la acedera, muy buscada por los isleños. Hicieron de ella una pequeña provisión y ganaron de nuevo la orilla del río, recorriendo el frente del bosque y recogiendo algunos ciran, que son una especie de pequeños melones, verdes por fuera y con la pulpa blanca, de dulzura empalagosa, y que tiene un cierto sabor a manteca; mongoi, fruta muy sabrosa de blanquísima pulpa, con el sabor de nuestras cerezas, y algunas nueces de coco, aún no muy maduras, pero ya sabrosas.

Más adelante lograron descubrir un paurer, o árbol del pan, planta preciosísima y muy estimada por los habitantes de las islas de la Polinesia. La pulpa de esos grandes frutos forma la base de la alimentación de los indígenas, con el nombre de popoi.

El fruto fresco tiene sabor dulzaino que recuerda el de cierta especie de azúcar y un poco el de la alcachofa; pero al cabo de algún tiempo adquiere un sabor ácido ligeramente picante.

Para conservar la pulpa de esta fruta, los isleños la ponen al fuego y allí la dejan hasta que la corteza está casi consumida; luego ponen la pulpa amarillenta y maleable en una tinaja y la prensan por medio de una maza o de una piedra. Obtenida cierta consistencia, la encierran en agujeros circulares excavados en el suelo y guarnecidos de hojas, que tapan cuidadosamente. De este modo se conserva muy bien durante mucho tiempo. Para comerla basta meterla en agua o asarla.

Sao-King y Juan encendieron fuego entre un grupo de plátanos y asaron los frutos recogidos después de haberlos cortado en grandes trozos.

Mientras se ponían a punto, comieron la uva marina, los melones, los mongol y las nueces de coco, saboreando de estas últimas el jugo lechoso, dulce y muy nutritivo.

—¿Nos dejarán acabar la cena? —preguntó Juan, que vigilaba el asado del fruto del artocarpo.

—Deben de haber perdido nuestras huellas —repuso el chino.

—Por si acaso, no nos detengamos mucho aquí; tengo prisa por llegar al sitio en donde se encuentra ese jefe amigo tuyo.

—No tengo yo menos prisa que usted. Temo por nuestra nave y por nuestros compañeros.

—¿La habrán asaltado ya esos bandidos? —preguntó Juan con angustia.

—Antes querrán apoderarse de nosotros. El jefe de la piragua sabía que yo quería ver a Tafua para pedirle ayuda, y no se atreverá a emprender nada contra el Alción mientras no se haya apoderado de nosotros.

—¿Estamos aún muy lejos de las playas septentrionales de la isla?

—Tal vez más cerca de lo que usted se figura —repuso Sao-King—. Me parece reconocer estas costas.

—Entonces, tal vez nos encontremos en el territorio de Tafua.

—Lo supongo.

—Si encontrásemos algún guía…

—No tendría confianza en él, amigo Juan. Prefiero guiarme por mí mismo.

En aquel momento terminaban la cena y se levantaron para combatir el sueño, que poco a poco les invadía.

—Emprendamos la marcha —dijo Juan——. Si me detuviese ahora un poco más, me quedaría dormido. ¿Seguimos todavía la costa?

—Sí —repuso Sao-King.

Este quedó un momento escuchando, y luego atravesó el río, alcanzando la orilla opuesta.

En aquel momento se oyó hacia la desembocadura una voz humana que gritaba repetidamente:

—¡Tamadao! ¡Tamadao!

—¡Alto! —dijo el chino a Juan—. ¡Hay alguien en la costa!

—¿Nuestros enemigos? —preguntó el joven, montando precipitadamente el fusil.

—Échese a tierra y sígame. Tal vez se trate de algún pescador.

—¿Por qué te lo figuras?

Tamadao es el nombre de un gran pez que abunda en las aguas de estas islas.

—¿Y si fuese alguno de nuestros enemigos?

—Volveremos en el acto la espalda y entraremos de nuevo en el bosque. ¡Ya los conocemos demasiado bien para engañarnos!