LA TRAICIÓN
Sao-King y Juan comprendieron que toda observación hecha a aquellos salvajes hubiera sido inútil, y, por tanto, recogieron sus armas y se lanzaron a la orilla. Con gran estupor suyo, ningún salvaje los había seguido, y aun parecía que estaban dispuestos a volver a bajar al río, puesto que habían empuñado nuevamente los remos.
—Pero ¿no nos seguís? —preguntó Sao-King, acometido de terribles sospechas.
—No —repuso el jefe de la piragua, tratando de sonreír—. Ahora vamos a bajar al río para vigilar la chalupa; pero no temáis, porque antes que el sol se ponga volveremos para recogeros.
—¿No nos abandonaréis?
—¿Para qué? De tener esa intención, no os hubiéramos tomado a bordo de la piragua.
—¡Es verdad! —murmuró el chino, algo tranquilizado por el acento del salvaje.
Tradujo a Juan la respuesta del jefe, y viendo al joven hacer un signo de aprobación, creyó inútil insistir.
—Os esperamos aquí —dijo el chino.
Los salvajes impulsaron la piragua hacia la desembocadura, desapareciendo prontamente en una curva que describía el río. Cuando Sao-King ya no los vio, se volvió hacia Juan, que estaba en pie sobre un grupo de raíces, y le preguntó:
—¿Qué me dice usted de este abandono?
—Era la pregunta que iba a hacerte —dijo el joven.
—Tal vez sean infundadas mis sospechas; pero esta maniobra de los salvajes me parece poco clara.
—También me lo parece a mí, Sao-King ¿Habrán querido desembarazarse de nosotros?
—Mucho me lo temo.
—Pero ¿con qué objeto?
—¿Quiere usted que se lo diga? Tengo el temor de que estos salvajes están de acuerdo con los hombres que han hecho encallar nuestro buque.
—¿Lo crees así? —preguntó Juan, palideciendo.
—Sí; y que nos han embarcado a bordo de su piragua para disminuir el número de los defensores del Alción.
—¡Entonces, mi hermano y el señor Vargas están perdidos!
—Eso, no. Allí tienen dos cañones y nuestros compañeros no son hombres que economicen la metralla. ¡Si esos misteriosos hombres blancos quieren apoderarse de la nave, tendrán que roer un hueso demasiado duro para sus dientes!
—¡Me asustas, Sao-King!
—No son más que suposiciones. Podré engañarme y haber juzgado mal a esos salvajes.
—Sin embargo, no estás tranquilo.
—Eso es cierto —dijo Sao-King
—Y querrías estar aún a bordo del Alción.
—Es verdad; pero no precipitemos nuestros juicios, y aguardemos el regreso de los salvajes. Si logramos llegar al pueblo de Tafua, todo habrá concluido, y el Alción volverá a navegar.
—Busquemos un punto donde acampar, y armémonos de paciencia. Tal vez la piragua no tarde en volver.
Atravesaron los rizophora, pasando de raíz en raíz; llegaron a la orilla y se detuvieron bajo un espléndido plátano del paraíso, cuyas gigantescas hojas, cayendo graciosamente entorno del pequeño tronco, proyectaban una sombra fresquísima,
—Aquí encontraremos la cena preparada —dijo el chino, mientras Juan giraba alrededor de la planta, mirándola conviva curiosidad—. No tenemos que hacer más que arrancar aquel racimo gigantesco, y tendremos fruta para alimentamos durante una semana.
—Es una planta preciosa para estas islas, ¿no es verdad, Sao-King?
—Lo mismo que la del coco —repuso el chino—. Estos salvajes hacen enorme consumo de estas frutas, que les sirven hasta para hacer el pan, aunque la harina que de ellas se extrae no sea muy nutritiva. Comen frescos estos frutos, los dejan secar como los higos o los asan entre ceniza. Aun el tronco no es de despreciar, porque si se le hace una incisión, fluye un jugo dulce agradabilísimo que calma admirablemente la sed.
—Pues mientras vienen los salvajes, podíamos cenar, Sao-King. Yo llevo algunos bizcochos en el bolsillo.
—La idea no me parece mal —dijo el chino, riendo—. Mientras usted vigila estos contornos, yo voy a hacer recolección de fruta.
Primero se dirigió hacia la orilla para ver con sus propios ojos que ningún peligro los amenazaba, y luego, mientras Juan recorría las márgenes del bosque, subió sobre el plátano, abriéndose fatigosamente paso por entre aquellas inmensas hojas, y llegó al centro del tronco, Un racimo grandísimo formado por medio centenar de frutos se encorvaba hacia el suelo. Estaba perfectamente maduro, porque la cáscara comenzaba ya a ponerse amarilla.
Sao-King lo hizo caer al suelo de una cuchillada, pues era demasiado pesado para poder llevarlo en el descenso. Estaba para bajar, cuando de pronto oyó exclamar al joven peruano:
—¿Qué es esto?
—¿Ha encontrado usted algún animal? —dijo Sao-King.
—No, un sombrero.
—¡Un sombrero! ¿Se chancea usted? Yo no he visto nunca que estos isleños lo lleven, y hasta creo que ignoran por completo su uso.
—¡Mira, Sao-King!
El joven, saliendo de una espesura en que había penetrado con la esperanza de sorprender algún cerdo silvestre, animal muy común en las islas del Océano Pacífico, llevaba en la mano un amplio sombrero de paja ordinaria, en el cual estaba pintado en negro un número muy visible.
—¡Ciento veinticuatro! —dijo—. ¿Cómo este sombrero está numerado?
El chino se acercó rápidamente, haciendo un gesto de asombro.
—¡Veamos! —dijo con voz alterada.
Se apoderó del sombrero y lo miró atentamente, volviéndolo y revolviéndolo. Juan, que no le quitaba la vista de encima, vio que se preocupaba profundamente.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Me pareces muy inquieto, Sao-King.
—Este sombrero es de origen europeo, o, por lo menos, indio —repuso el chino.
—Y ¿qué importa?
—No es el sombrero lo que me preocupa, sino el número que está pintado en él.
—También hay un nombre en el forro: está un poco borrado; pero aún pueden leerse algunas letras —dijo Juan—. Mira: una n, una u, una e y una a.
—¿Qué lee usted? —preguntó Sao-King con ansiedad.
—«Nuea»; pero falta alguna letra.
—¿Y si fuese Numea, capital de Nueva Caledonia, donde van los deportados franceses?
—¿A dónde vas a parar, Sao-King? —preguntó Juan, que empezaba a comprender.
—A que este sombrero debe de haber pertenecido a algún penado —dijo el chino—. Un hombre honrado no lleva un número en sus prendas de vestir.
—¡Sao-King!
—Hemos hecho un buen descubrimiento. Ya sabemos quiénes son los hombres que han venido a esta isla y que han encallado nuestra nave. Primero tuve sospechas de que fueran presidiarios ingleses escapados de Norfolk; ahora tenemos la certidumbre de tener que habérnoslas con fugitivos del presidio de Nueva Caledonia.
—¡Me asustas, Sao-King! Yo había creído que se trataba de marineros del Alción.
—También lo había creído yo; pero nos hemos engañado.
—Y ¿qué vamos a hacer ahora?
—Esperar hasta la noche el regreso de la piragua; y si no vuelve, correr en socorro de nuestros compañeros —dijo el chino—. ¡Me da el corazón que van a correr grave peligro!
—¿Por parte de los bandidos?
—Sí; esos bribones harán algún esfuerzo para apoderarse de nuestro buque.
—Y ¿para qué lo querrían?
—Para marcharse de esta isla. Así, pues, cenemos y bajemos hasta la desembocadura del río para encontrar la piragua.
Aunque muy inquietos por aquel descubrimiento, comieron algunos plátanos, que les parecieron verdaderamente exquisitos, y después, con el fusil al hombro, se pusieron en marcha a lo largo del río.
La noche se aproximaba. El sol ya había desaparecido detrás de los árboles de la floresta occidental, y las tinieblas comenzaban a condensarse bajo el espeso follaje. Los pájaros, que hasta entonces habían cantado, enmudecieron y se escondieron en las ramas más altas, comenzando a aparecer las aves nocturnas, representadas por ciertos feos murciélagos de la especie de los vampiros, de veinticinco a treinta centímetros de largo, con la cabeza gruesa y armada de fuertes dientes, ojos negros y vivos, cuerpo velludo y alas anchísimas.
La floresta que flanqueaba el río era espesísima y estaba compuesta de extraordinaria variedad de plantas.
Crecían unas junto a otras rodeadas de gigantescos festones de juncos y cañas. Había grupos de plátanos, de cocoteros y de árboles del pan, ya cargados de fruta, mezclados confusamente con enormes cedros y con nogales silvestres.
El chino y Juan se veían obligados a interrumpir su marcha con frecuencia para buscar paso, que no siempre lograban encontrar.
Algunas veces se veían obligados a bajar al agua y pasar sobre las raíces de los rizophora para ganar más abajo la orilla del bosque. De cuando en cuando se detenían para escuchar, temiendo haber sido seguidos por alguna horda de salvajes; pero hasta entonces ningún rumor sospechoso había llegado a sus oídos. Sin embargo, aquella calma no tranquilizaba al chino.
—Sí oyese ruido, estaría más tranquilo —decía a Juan.
Al cabo de una hora de penosa marcha llegaron a la desembocadura del río. A través de un claro del bosque brillaba el mar, iluminado por una espléndida luna llena, y, prestando atención, se oía el monótono ruido de las olas agitadas por la marea y que rompían sobre la playa.
Ambos se detuvieron, mirando atentamente a las dos orillas y a los bancos de arena que obstruían en parte el río.
—¡La piragua no está! —dijo Sao-King—. Esos bribones nos han abandonado.
—¿Se habrán alejado para vigilar la flotilla? ——preguntó Juan.
—Se la vería, y el mar está desierto.
—¡Vamos a la playa, Sao-King!
—Tenemos que atravesar el bosque.
—Una marcha de quince a veinte minutos no nos molestará —repuso el joven.
—¡Sígame usted, Juan!
Abandonaron la desembocadura del río, porque el terreno no permitía seguir la ribera, y penetraron en el bosque marchando casi a tientas, a causa de la profunda oscuridad que en él reinaba.
Procedían con precaución, no ya porque temieran el encuentro con alguna fiera, puesto que no había animales feroces en las islas del Océano Pacífico, sino para evitar alguna sorpresa por parte de los salvajes de la piragua.
De cuando en cuando Sao-King, siempre receloso, se detenía para escuchar, y luego volvía a emprender su camino, deslizándose con ligereza y tratando de no hacer crujir las hojas secas que tapizaban el suelo.
Iban a llegar a la playa, cuando el chino se detuvo bruscamente, diciendo a Juan:
—¡Una hoguera!
—La veo —repuso el joven—. ¿Habrán acampado aquí los hombres de la piragua?
Sao-King no contestó. Se dejó caer al suelo, montó el fusil y comenzó a arrastrarse como una serpiente.
En medio de la floresta, a cerca de doscientos metros, brillaba un fuego que esparcía a su alrededor una luz rojiza; algunas sombras humanas se agitaban en torno a la hoguera.
—¿Quiénes crees que son? —preguntó Juan al chino.
—Salvajes, de seguro —repuso éste.
—¿Los de la piragua?
—No puedo saberlo todavía.
—¿Vas a acercarte para verlo?
—Es necesario —repuso Sao-King, cuya frente se ensombreció—. Estos isleños no tienen costumbre de pasar la noche junto al fuego, y en cuanto se pone el sol se retiran a sus cabañas.
—¿Qué temes?
—No lo sé; pero no estoy tranquilo. Vamos a ver quiénes son esos hombres y qué es lo que hacen. Tírese a tierra y procedamos cautelosamente. ¿Está cargado su fusil?
—Sí.
—¡Pues adelante!
Comenzaron a arrastrarse poco a poco, tratando de mantenerse siempre a cubierto y junto a las plantas más espesas, para poder esconderse fácilmente en Gaso de peligro. A veinte pasos de ellos había un bosquecillo de plátanos que se alargaba en dirección de la hoguera. En él penetraron. Sao-King se detuvo de pronto, conteniendo con dificultad un grito de estupor y de cólera.
Alrededor del fuego había visto a los salvajes de la piragua en unión de su jefe. Y no estaban solos.
Un hombre, europeo a juzgar por el color de su rostro, estaba junto al jefe, teniendo sobre las rodillas una escopeta de dos cañones y una enorme calabaza que contendría pólvora o algún licor.
Aquel desconocido podía tener unos cuarenta años. Era bajo, membrudo, con el cuello muy grueso y ancha espalda. Su cabeza era muy grande, cabeza de bretón, con un bosque de cabellos rojizos; la frente, baja; los ojos, de color azul oscuro, y la boca, grande y provista de agudos dientes. Una ancha cicatriz que le cruzaba el rostro de una a otra oreja le daba terrible aspecto.
Su traje era de tela parda muy burda, ancho y recogido en la cintura por una faja roja, de la cual colgaba un cuchillo. No llevaba sombrero ni botas.
—¿Quién será ese hombre? —preguntó Juan.
—Eso es precisamente lo que deseo saber —repuso Sao-King—. Espéreme aquí mientras yo sigo a lo largo de este bosquecillo para ver si sorprendo su conversación.
—¿No te descubrirán?
—No tema usted. De todos modos, esté preparado para hacer fuego a una señal mía.
—Te espero.
Sao-King atravesó lentamente el bosquecillo de plátanos sin hacer el menor ruido, y fue a esconderse a diez pasos de la hoguera, detrás del tronco de un grueso árbol.
El europeo y el jefe de la piragua discutían animadamente, mientras los demás preparaban la cena, consistente en un pequeño cerdo silvestre que acababan de asar sobre carbones encendidos.
Como ambos hablaban en el idioma de Tonga, Sao-King pudo comprender el diálogo sin perder una sílaba.
—¿Estás seguro de que han quedado a bordo sólo dos hombres? —preguntó el europeo al salvaje.
—Los he visto con mis propios ojos.
—¿No habría otros dentro del buque?
—Ninguno; estoy seguro.
—Mis hombres me han dicho que han visto cañones.
—No sé qué animales serán ésos —repuso el salvaje—. Tú sabes que nosotros no conocemos vuestras armas.
—Y ¿dónde están los otros?
—Me esperan a la orilla del riachuelo.
—¿Lo has preparado todo para sorprenderlos?
—No hacen falta preparativos —dijo el salvaje—; basta embarcarlos, y luego desarmarlos a traición.
—¿Tendrán alguna sospecha? —preguntó el europeo.
—Me parece que no.
—Entonces, apoderémonos de ellos por lo pronto; luego pensaremos en la nave.
—Los prisioneros y el hierro que contenga el buque han de ser pasa nosotros.
—Te lo he prometido —dijo el europeo con ligera ironía que el salvaje no advirtió—. Tu tribu tendrá lo uno y lo otro.
—Y yo pondré todos mis guerreros a tu disposición.
—¡Vamos a apoderarnos de los dos hombres que te esperan!
—Cenemos aprisa, y después subiremos el río para cogerlos. Yo sé a dónde conducirlos para impedirles que escapen.
—¿A dónde? —preguntó el europeo.
—A la caverna de los tiburones.
—Haz lo que quieras, pero que sirvan el asado, pues me parece que está a punto, y comamos aprisa.