LOS ANTROPÓFAGOS
Una piragua, hecha probablemente con el tronco ahuecado de algún enorme cedro, de doce metros de largo y casi dos de ancho, embocaba en aquel momento el canal de entrada de la bahía. Estaba tripulada por trece salvajes, casi enteramente desnudos. De ellos, doce remaban, y el último, probablemente el jefe, estaba sentado a popa, empuñando un largo remo que debía de servirle de timón.
Al ver la nave, aquellos salvajes se detuvieron a cerca de cuatrocientos metros de la popa, mostrando su estupor por medio de gestos muy expresivos y lanzando agudos gritos.
—¿Serán súbditos de Tafua? —preguntó el argentino.
—Invitémoslos a aproximarse —dijo Cirilo.
—No son más que trece, y tenemos el cañón en batería.
Sin aguardar orden alguna, Sao-King había subido sobre el coronamiento de popa y agitaba un trapo blanco, haciendo al mismo tiempo gestos amistosos.
Los salvajes, después de una larga conferencia entre ellos, volvieron a empuñar los remos y avanzaron hacia el buque. Sin embargo, procedían con desconfianza, deteniéndose a cada quince o veinte metros, como para consultar antes de llegar al barco.
Cuando llegaron a medio cable soltaron los remos, empuñaron los arcos y colocaron en ellos las flechas de cañas con puntas de madera durísima.
Eran todos arrogantes, pues la raza polinesia es muy superior a la malaya y a la australiana. Eran de alta estatura, de esbeltas formas, ancho pecho y miembros musculosos. Su rostro oval, sus bellísimos ojos y sus líneas, poco diferentes dela raza caucásica, nada tenían de salvaje ni de feroz. Su piel, de tinte algo oscuro y con rojizos reflejos, tampoco producía desagradable efecto.
Iban todos casi desnudos, pues su traje consistía en un taparrabos y algunos brazaletes de blancas conchas, tejidos con pelos de perro.
Sólo el que estaba al timón llevaba una especie de capa formada por fibras leñosas y aparecía pintado de rojo.
Al ver que los hombres del buque continuaban haciendo señales de amistad, dejaron los arcos y las flechas y llegaron hasta la popa del Alción, atando su piragua a una cuerda que Juan dejó caer.
Sao-King probó a interrogarlos en la lengua que había aprendido del jefe Tafua.
—¿De dónde venís?
—De Hifo —repuso el que parecía jefe.
—¿Dónde se encuentra ese pueblo?
—A tres horas de aquí.
—¿Conoces al jefe Tafua?
—Sí —respondió el salvaje—; somos súbditos suyos.
—Nosotros somos sus amigos.
El salvaje hizo un gesto de asombro, y luego, con una sonrisa que le hizo mostrar los dientes, agudos como los de un tigre, preguntó:
—¿Habéis venido a traer hierro?
—Sí —repuso Sao-King.
—Un hombre que mandaba a muchos hombres blancos y que tripulaba una piragua semejante a la vuestra me ofreció mucho para fabricar puntas de flechas y de lanzas.
—¡Yo soy ese que dices! —exclamó Sao-King, sin vacilar—. Sube a nuestro barco y lo verás, y, además, te daremos de comer.
El jefe de la piragua interrogó a sus compañeros en una lengua desconocida, y después preguntó:
—¿No me comeréis?
—¡Los hombres blancos no han comido nunca carne humana! —repuso Sao-King—. Por el contrario, te haremos varios regalos.
El salvaje, tranquilizado por aquellas palabras y animado por aquellas promesas, se agarró a la cuerda y con agilidad de mono subió hasta el coronamiento de popa.
Aquel isleño era el más alto y el más fuerte de todos los que montaban la piragua. Multitud de tatuajes dispuestos en varias líneas le cubrían la parte del pecho, y tenía la nariz perforada por una espina de pescado de unos diez centímetros de largo.
Se detuvo un momento sobre la borda, mirando con asombro el puente de la nave, y luego saltó ligeramente sobre el castillo.
Su primer acto fue acercarse al cañón, diciendo:
—¡Bum! ¡Conozco estos grandes rayos!
—¿Dónde has visto otro semejante? —preguntó Sao-King.
—En una nave que naufragó hace muchos años en las costas meridionales de Wauwau.
—Y sus marineros, ¿se salvaron?
El salvaje le miró con recelo, y luego hizo con las mandíbulas un movimiento muy expresivo.
—¡Han sido devorados! —dijo el argentino, que sintió un violento escalofrío—. Este bribón se ha explicado con bastante claridad.
—Preguntémosle si hay hombres blancos en esta isla——dijo Cirilo—. Tal vez sepamos quiénes son nuestros misteriosos enemigos.
Sao-King interrogó al salvaje.
—¿Hombres blancos? —exclamó el jefe—. Sí, hay algunos.
—¿Dónde? —preguntó vivamente el chino.
—En Wauwau.
—¿Cuántos hay?
—No lo sé.
—¿Cuándo han venido?
—Hace mucho tiempo.
—¿Por qué los habéis respetado?
—Porque han traído hierro.
—¿Vinieron en una piragua tan grande como ésta?
—Sí —repuso el salvaje, después de un momento de vacilación.
—¿Ha naufragado su nave?
—Creo que sí.
—Y ¿no los habéis visto en Pagai-Modu?
—Nunca —repuso el jefe en el acto.
—Sin embargo, anoche uno de esos hombres blancos ha intentado subir a nuestra nave.
El salvaje miró al chino por algunos instantes, y luego dijo:
—No sé nada de eso: en Pagai-Modu no hemos visto hombres blancos.
—¿Hay algún pueblo por estas costas?
—Sí; el de Hapai.
—¿Está muy lejos?
—En medio de los bosques; por allá —dijo el jefe señalando las costas meridionales de la isla—. Sus habitantes están en guerra con Tafua.
—¿Por qué causa?
—Porque le han comido un hijo.
—¿Y tú…?
—¡Basta! —dijo el jefe—. Tú me has prometido hierro; aún no me lo has dado, y mis hombres tienen hambre.
—Démosle de comer —dijo el argentino después de haber oído la traducción de aquellas palabras—. Luego volveremos a interrogarle.
—Trataré de inducirle a que me lleve donde está Tafua —dijo Sao-King.
—¿Te fías de ese antropófago? —dijo Cirilo.
—Sabiendo que soy amigo de Tafua, no se atreverá a tocarme —repuso el chino.
—Yo te acompañaré —dijo Juan—. Entre los dos será menor el peligro.
Vaciaron una caja que contenía unas cuantas docenas de bizcochos y se los ofrecieron al salvaje.
Apenas éste los vio, cogió uno con avidez, lo devoró y luego echó algunos a sus hombres, que estaban en la piragua.
Sao-King, que quería hacerse amigo suyo, le ofreció también un pedazo de jamón salado y media botella de aguardiente, mientras el argentino subía a cubierta varios trozos de hierro que formaban parte del lastre.
El antropófago no se había visto nunca en un banquete tan suculento. Sus dientes, duros como el acero, trituraban los correosos bizcochos con una fuerza prodigiosa, y arrancaban gruesos trozos del jamón. La media botella fue luego vaciada de un solo trago.
—¡Qué voracidad! —exclamó Juan—. ¡Puede apostárselas con un tiburón!
Mientras el jefe devoraba, Cirilo, el argentino y Sao-King discutían animadamente sobre lo que habían de hacer y sobre las respuestas obtenidas. Lo que más les preocupaba era la presencia de aquellos hombres blancos. ¿Quiénes serían? ¿De dónde habían venido? ¿Eran ellos los que habían varado la nave o los habitantes de Hapai? ¿Quién era aquel inglés que había desamarrado todas las cadenas de las anclas y que tanto les perjudicó?
—En conclusión —dijo el argentino—, parece que el capitán Carvadho no ha venido por aquí, y que no tenemos que habérnoslas con sus bandidos. El salvaje ha hablado de una nave, y la tripulación iba en chalupas.
—¿Serán penados evadidos los blancos que se encuentran en Wauwau? —preguntó Cirilo——. Si no fueran tales, aquel inglés no hubiera soltado las anclas para lanzar la nave sobre el banco.
—Déjenme ustedes ir a ver a Tafua para buscar ayuda, y tratemos de salir de estos parajes lo más pronto posible —dijo Sao-King—. Si estos hombres blancos son presidiarios, no podremos esperar de ellos más que desagradables sorpresas.
—¿Quieres intentarlo? —preguntó Vargas.
—Sí —repuso el chino con acento resuelto.
—¡Sea!
—Y yo iré contigo —dijo Juan.
—¡Hermano!… —exclamó Cirilo.
—Estos salvajes no me dan miedo —repuso el valeroso joven.
Volvieron todos a donde estaba el salvaje, el cual examinaba los trozos de hierro que le habían regalado, y Sao-King le hizo la proposición de que le llevase adonde estaba Tafua.
—Sí, con tal que me regales uno de tus cuchillos —repuso el jefe—. Nuestras hachas de piedra cortan mal los asados.
—Te daré dos —dijo Sao-King—. Y cuando vuelvas a traerme aquí, te regalaré uno de estos tubos que echan llamas y que truenan.
—Y ¿me enseñarás a manejarlo? —preguntó el salvaje con cruel sonrisa.
—Te lo prometo.
—Entonces mataré al jefe Oro y me lo comeré.
—Entonces harás lo que quieras —dijo Sao-King—; pero te advierto que si alzas una mano contra nosotros, lanzaremos el rayo contra ti.
—Tengo mucho miedo a vuestras armas.
—¡Partamos! —dijo el chino resueltamente—. Mañana, si nada ocurre, estaremos de vuelta con Tafua y sus guerreros.
El comisario, más conmovido de lo que aparentaba, abrazó a Juan, teniéndolo mucho tiempo oprimido contra su pecho.
—¡Tiemblo por ti! —le dijo con voz emocionada—. ¡No querría que te marcharas!
—Sao-King es valeroso, Cirilo —dijo el joven—. Además, permaneciendo aquí no lograremos nunca poner a flote el Alción. Tal vez corras tú más peligro que nosotros.
—Tenemos dos cañones.
—Tal vez esos hombres blancos tengan siniestros proyectos sobre el Alción.
—Velaremos.
Se estrecharon la mano por última vez, y luego el joven, saludando al argentino, saltó por la borda y se dejó resbalar a lo largo de la cuerda.
El chino le había precedido llevando dos fusiles, dos hachas, abundantes municiones y varias chucherías para regalárselas a Tafua.
El jefe de la piragua hizo un signo a sus hombres y los remos se hundieron en el agua.
Desde lo alto del castillo, Cirilo y el argentino seguían con la mirada a sus compañeros, ya lejanos. Ambos eran presa de viva emoción.
En cambio, Sao-King y Juan parecían tranquilos y confiados en el buen éxito de su misión.
Se habían sentado a proa con los fusiles entre las rodillas, prontos a servirse de ellos al primer indicio de peligro.
Los tongueses, encorvados sobre los bancos, remaban con vigor, haciendo marchar rápidamente la piragua. Cuando salieron del canal, se aproximaron a la playa de Pagai-Modu. manteniéndose a una treintena de metros de las primeras puntas coralíferas. El agua estaba tranquila, protegida por una doble fila de escolleras madrepóricas, y tan limpia que podía distinguirse fácilmente el fondo de la bahía.
Miríadas de peces de brillantes colores escapaban delante de la veloz piragua, describiendo rapidísimo zigzag y ocultándose entre los huecos de la madrépora, mientras más abajo gruesos pulpos alargaban sus tentáculos llenos de ventosas.
Sobre la fina arena del fondo aparecían tropas de chaeto-dintidae de extrañas formas y de tintas rojas, verdes, amarillas y negras; de los agujeros de la madrépora surgían espléndidos anélidos con las braquias en forma de pluma, semejantes a cintas azules y verdes, mientras a flor de agua vagaban medusas en forma de campana.
Doblada una punta que penetraba muy adentro en el Océano, la piragua se aproximó vivamente a tierra, desfilando ante soberbios bosques compuestos Casi exclusivamente de árboles del pan y de plátanos que formaban inmensas manchas verdosas.
El jefe se levantó y miraba con particular atención aquellos bosques, como si tratase de descubrir en ellos algo sospechoso.
—¿Qué miras? —preguntó Sao-King
—Sé que por estos lugares vagan las bandas de Hapai —repuso el jefe.
—Y ¿cómo en vez de alejarte tratas de aproximarte a tierra?
—¡No temo a esos guerreros!
—Una flecha se dispara pronto, y no tengo la menor intención de combatir.
—¿No tienes las cañas que truenan? —dijo el salvaje.
—No me he embarcado para hacer la guerra. Aléjate de tierra, y haz redoblar la marcha de tu piragua.
El jefe, murmurando, dirigió la embarcación al medio del canal, pero no dio orden a sus hombres de apresurar el movimiento de los remos, aunque la marcha había sido notablemente disminuida.
—¿Tienes alguna sospecha? —preguntó Juan al chino.
—No lo sé.
—Me parece que estos salvajes comienzan a fastidiarnos. Hay algunos que nos miran de un modo que no me gusta.
—Tienen demasiado miedo a las armas de fuego para tratar de engañarnos. Si advirtiera algo no vacilaría en meterles una bala en la cabeza.
—No procedamos precipitadamente y sin fundamentos, que tal vez las ideas de traición no existan más que en nuestra imaginación.
La piragua continuó su carrera durante otra media hora, doblando varios promontorios cubiertos de bosque, y luego, de improviso, se detuvo frente a un pequeño curso de agua que desembocaba a través de una hendidura de la costa coralífera. El jefe y sus hombres hicieron ademán de levantarse, interrogando al horizonte y dando muestras de viva agitación.
—¿Qué os pasa? —preguntó Sao-King, montando su fusil.
—¡Por ahí avanzan piraguas enemigas! —repuso el jefe.
—¿Dónde?
—Aún están lejos.
—Yo no veo nada, y, sin embargo, mis ojos son tan perspicaces como los tuyos.
—Todos nosotros las hemos visto —repuso el salvaje—. Se han ocultado ahora detrás de aquel promontorio que se columbra allá abajo.
—Está tan lejos que no se puede distinguir una piragua, ni aun una escuadra entera.
—¡Tú no tienes la vista tan fina como nosotros! —repuso el salvaje en tono colérico.
—Y ¿qué piensas hacer?
—Buscar un refugio dentro de este arroyuelo, y esperar a que pasen las piraguas.
—No llegarán aquí hasta por la tarde —replicó Sao-King.
—Pues zarparemos esta noche. Hifo no está muy lejos.
—Pues vamos al riachuelo —dijo, por último, el chino, viendo que todo hubiera sido inútil para hacer desistir de sus intenciones a aquel obstinado salvaje.
La piragua viró de bordo, superó fácilmente la barra formada por escollos a flor de agua y bancos de arena, y penetró en el riachuelo. Era éste un pequeño río de siete a ocho metros de ancho y encajado entre dos riberas cubiertas de vegetación. Enormes higueras cuyos troncos medían treinta o más metros de alto crecían en las orillas mezcladas con cocoteros y plátanos, proyectando todos ellos densa sombra.
Las ramas se entrecruzaban sobre el río, formando una bóveda compacta que impedía que penetrasen los rayos del sol. Algunas palomas silvestres atravesaban velozmente el riachuelo, huyendo ante la piragua, mientras en las orillas saltaban grupos de pequeños cerdos silvestres.
El jefe indio hizo que la piragua subiera unos trescientos metros contra la corriente, y luego la dirigió hacia la orilla derecha, donde había enormes grupos de rizophora mangle, planta provista de raíces innumerables y finas que sostienen troncos de mediano grosor.
Estos vegetales, que se encuentran en la tierra polinesia y cerca de la desembocadura de los ríos, concurren con las madréporas a agrandar las islas del gran Océano Pacífico. Sus raíces recogen y retienen los restos vegetales que el mar transporta de lejos, los cuales, aumentados incesantemente, hacen desaparecer la planta primitiva originando con el tiempo una flora muy diversa. De tal modo se adelantan hacia el mar, que acaban por unir el suelo de la isla al de las escolleras e islotes, agrandando la tierra primitiva.
El salvaje, habiendo encontrado paso entre aquellas paredes de verdura, hizo ocultar allí la piragua, y después mandó desembarcar.