CONTINUA EL MISTERIO
Dejando de guardia a Juan en el castillo, junto al cañón, que había sido apuntado contra la playa de Wauwau, el argentino, Cirilo y Sao-King, armados de fusiles, se dirigieron hacia la proa, inclinándose sobre la borda.
Las aguas estaban aún agitadas por el cuerpo que sobre ellas había caído; pero no se veía a nadie nadar en las inmediaciones del buque, ni tampoco chalupa alguna.
Sólo a unas cuantas brazas a estribor podía distinguirse una masa negra casi a flor de agua, que parecía el tronco de un árbol muy grueso.
Del herido, ni la menor huella. ¿Había muerto y estaba sumergido, o, nadando entre dos aguas, había podido alejarse, ganando la frondosa ribera de Wauwau o la de Pagai-Modu?
Esto era lo que se preguntaban ansiosamente el comisario y su compañero.
—Si ese hombre no hubiese tenido malas intenciones, no se hubiese tirado al agua tan pronto —dijo Sao-King—. ¿Habrá creído que están aún a bordo los coolies?
—¿Qué quieres decir, Sao-King? —preguntó Cirilo.
—Lo que ya saben ustedes —repuso el chino sonriendo—. Mis sospechas son iguales a las suyas.
—Pero ¿qué es lo que crees?
—Que el envenenador y sus marineros nos han seguido de lejos, y que luego nos han precedido en esta isla.
El argentino y el comisario cambiaron una mirada.
—¡Confiesen la verdad! —dijo Sao-King.
—¡Has acertado! —repuso Ferreira.
—¡Entonces, vengaremos a mis compatriotas! —dijo el chino con voz sorda—. ¡Lo he jurado!
—Yo iré a buscar al jefe Tafua, e insistiré cerca de él para que nos preste auxilio.
—No te fíes demasiado de estos salvajes, que siempre han tenido pasión irresistible por el saqueo de los buques. Además, el capitán puede haberse hecho amigo de ese jefe.
—Aun cuando así fuera, iría a buscar a Tafua —repuso el chino con extraordinaria firmeza.
—Ante todo, ¿sabes dónde se encuentra?
—En aquella época mandaba las tribus de Pagai-Modu.
—¿De la isla que tenemos delante? —preguntó Ferreira.
—Sí, señor comisario.
—Ten en cuenta que aquel fuego estaba encendido precisamente en la costa de esa isla.
—¿Suponen ustedes que el capitán se encuentra en las orillas de Pagai-Modu?
—Sí, hasta que se pruebe lo contrario.
—Amigos —dijo Cirilo—, ¿les parece a ustedes que levemos anclas y nos volvamos al mar antes de ser atacados? Podremos buscar refugio en la costa de cualquier otra isla.
—Y ¿no vamos a castigar al envenenador? —preguntó Sao-King, rechinando los dientes—. No, señor; yo mantendré mi juramento, ya que el diantre le ha puesto al alcance de mi mano.
—Y, además, sería demasiado tarde para hacer otra cosa ——dijo una voz junto a ellos.
Volviéronse y vieron a Juan. El joven parecía presa de gran excitación.
—¿Qué ocurre, Juan? —preguntó Cirilo.
—¿No se han enterado ustedes de que la nave ha derivado, y nos encontramos sobre un banco coralífero?
—¡Imposible! —exclamó el argentino estremeciéndose—. ¡Nuestras dos anclas han tomado fondo!
—Sin embargo, la nave ha sido arrastrada hacia la playa de Pagai-Modu, y ya no sufre las ondulaciones de la marea alta —dijo Juan—. Ahora lo he advertido.
El argentino y sus compañeros se precipitaron hacia la borda de babor, y un grito de rabia se escapó de sus pechos. La nave, que había sido anclada en medio de la bahía, se encontraba entonces a cuatro cables solamente de la playa de Pagai-Modu, con la proa apoyada en un banco semisumergido.
—¿Habrán cedido las anclas? ——exclamó el argentino—. ¡Es imposible! ¡Aquí se ha cometido una infame traición!
—¡Vamos a verlo! —dijo Sao-King.
Subieron precipitadamente al castillo y tiraron de la cadena del ancla mediana, la cual cedió sin esfuerzo.
—¡Maldición! —exclamó Sao-King—. ¡Han quitado la cabilla de un eslabón de la cadena, y hemos perdido el ancla!
—¡Muerte y condenación! —gritó el argentino—. ¡A la otra!
También la segunda cadena, que debía sujetar el ancla pequeña, había sido cortada de la misma manera.
Los cuatro hombres se miraron entre sí con terror.
—Esto no puede haber sido obra de los salvajes —dijo por último el argentino—. Sólo marineros expertos han podido quitar las cabillas para romper las cadenas.
—¿Hemos encallado? —preguntó Cirilo con angustia.
—Mucho me lo temo —repuso el oficial.
—¡Pues yo temo algo peor! —dijo Sao-King.
—¿Qué? —preguntó el argentino.
—Que hayamos sido arrastrados hacia el banco por los hombres que se esconden en los bosques de la costa.
—¿De qué lo deduce usted?
—Espere usted, señor Vargas.
El chino subió al bauprés y se bajó a lo largo de una cuerda.
Un momento después volvía a subir cuchillo en mano, mientras se oía caer algo en el agua.
—¡Ya se lo decía a ustedes! —exclamó—. El hombre que han herido o muerto, después de haber quitado las cabillas, había atado una cuerda a la trinca del bauprés. Nuestra nave ha sido arrastrada hacia ese banco, y en él está encallada.
—¡Infames! —exclamó Cirilo—. ¿No podremos volvernos a alta mar?
—Al alba veremos cuál es la posición de la nave —repuso el argentino—. La marea apenas ha comenzado a subir.
—¿Están ustedes convencidos de que esta traición se debe a la tripulación de Carvadho? —preguntó Juan.
—No tengo la menor duda —repuso el argentino.
—Ni yo tampoco —respondieron a un tiempo Cirilo y Sao-King.
—¿Cuál puede haber sido su objeto?
—Inmovilizarnos para apoderarse de la nave —dijo Vargas.
—Entonces, pronto los veremos acometernos —dijo Cirilo.
—De eso estoy seguro. Vigilemos atentamente y no economicemos metralla.
—Vuelvo a mi proyecto —dijo Sao-King.
—¿De buscar a Tafua?
—Sí, señor Vargas. La noche es oscura y puedo llegar a tierra sin ser descubierto.
—Y yo estoy dispuesto a acompañarte —dijo Juan con voz firme.
—¿Tú, hermano? —exclamó Cirilo.
—Considéreme ya como a un hombre hecho y derecho.
—Hay mil peligros que afrontar —dijo el argentino.
—Los afrontaremos, ¿verdad, Sao-King?
—Sí —repuso el chino—. Hay que decidirse; a cada minuto que pasa puede aumentar el peligro.
—¡No! —dijo el oficial—. Sería una imprudencia abandonar en estos momentos la nave. ¿Qué podremos hacer el señor Ferreira y yo contra una treintena de bandidos resueltos y armados de fusiles?
—Vengan ustedes también —dijo Sao-King.
—Y ¿hemos de abandonar la nave al envenenador?
—Más tarde la reconquistaremos.
—Seguramente no esperarían nuestra vuelta. No, Sao-King.
Aguardemos a que amanezca; y si vemos que toda defensa es inútil, mañana por la noche abandonaremos el Alción.
—Por otra parte —añadió el comisario—, aún no tenemos pruebas patentes de que tengamos que vérnoslas con el capitán Carvadho y sus bandidos. Se me ha ocurrido otra sospecha.
—¿Cuál? —preguntaron con ansiedad Sao-King y el argentino.
—La penitenciaría de Norfolk no está muy lejos, y de cuando en cuando se escapan algunos reclusos, abandonándose al viento y a las olas. ¿Quién asegura que, en vez del capitán Carvadho y sus marineros, los autores de esta traición no sean algunos de esos peligrosos bandidos?
—Sea como fuere —exclamó el argentino—, no serán mejores que los otros, y haremos bien en vigilar sin tregua ni descanso. Cada cual a su puesto, y apuntemos los cañones hacia la costa de Pagai-Modu.
Se dividieron en dos grupos: Sao-King y Juan se apostaron tras la borda del castillo, mientras el argentino y Cirilo vigilaban en el castillo de popa.
Desde el disparo de fusil del comisario y el grito del inglés ningún otro rumor había turbado el silencio que reinaba en la bahía. Sin embargo, esto no era motivo para confiarse; es más: aquel silencio era para los cuatro tripulantes del Alción más sospechoso que un ataque.
El instinto les advertía que entre las densas sombras de la noche se preparaba alguna otra traición.
La nave, fuertemente encallada sobre el banco a causa de la evolución realizada por los desconocidos enemigos, permanecía inmóvil.
Sólo de cuando en cuando se oían ligeros ruidos bajo la quilla.
La marea que venía de alta mar empujaba cada vez más al buque hacia delante sobre el banco. ¿Sería posible desencallarlo? Esto es lo que se preguntaban ansiosamente aquellos cuatro hombres.
Vargas había tratado de darse cuenta exacta de la situación de la nave; pero la oscuridad se lo había impedido. Habría podido hacer echar a popa un ancla para impedir a la marea seguir empujando el buque contra el banco; mas para aquella operación hubiera sido necesaria una chalupa; a bordo sólo había quedado una, y ésta, desgraciadamente, había sido deshecha por uno de los cañonazos disparados por la tripulación durante la lucha con los coolies.
—Usted está muy intranquilo por el Alción —le dijo Cirilo, viéndole inclinarse nuevamente sobre las bordas para reconocer el banco.
—Es verdad —contestó el oficial—. Este accidente puede sernos fatal.
—¿No podremos volver al Océano?
—No hay que desesperar. Tal vez se encuentre en buena posición, y la marea alta puede ponerlo a flote.
—¿Y si no se moviese? —insistió el comisario.
—Construiríamos una balsa, e intentaríamos llegar a las costas orientales de Australia.
—¡Mala navegación haríamos con semejante barco!
—A veces son preferibles las balsas a las chalupas de pequeñas dimensiones —repuso el oficial—. Pero ya le he dicho que no hay que desesperar tan pronto. Mañana veremos lo que se puede hacer.
—¿Nos dejarán tranquilos nuestros misteriosos enemigos?
—Mucho lo dudo —repuso el argentino.
—Lo que no me explico es cómo no aprovechan esta oscuridad para atacarnos.
—También es eso para mí un misterio, señor Ferreira.
—¿Querrán tal vez saber el número de los defensores?
—Lo supongo.
—¿Vamos a engañarlos?
—¿Cómo?
—Improvisando muñecos armados.
—¡Ah; magnífica idea! —exclamó el oficial—. ¡Señor Ferreira, a mí no se me hubiera ocurrido!
—Pues aprovechemos la oscuridad. Los vestidos no faltan a bordo.
El argentino llamó al chino y a Juan, y les comunicó la sorprendente idea del comisario.
—¿Tendremos tiempo? —preguntó Sao-King.
—Faltan dos horas para que amanezca —repuso el oficial.
—¡Pues manos a la obra! —dijo Juan—. ¡La mascarada va a producir gran efecto!
Pocos minutos después, el argentino, los dos peruanos y Sao-King se ponían febrilmente al trabajo.
Palos y vestidos abundaban, especialmente estos últimos, puesto que habían quedado a bordo todas las cajas de la tripulación y las de los coolies.
Para engañar mejor a los misteriosos enemigos tendieron un toldo sobre el castillo de proa, y debajo colocaron una porción de palos vestidos con vistosas casacas y cubiertos con los anchos sombreros de fibras de rotang de los coolies.
Para completar la ilusión colocaron cerca de las bordas dos pabellones de fusiles, de modo que pudieran verse desde las orillas de la isla. Desde cierta distancia, aquellas dos docenas de muñecos parecían realmente chinos agrupados bajo el toldo y de guardia en el castillo.
Animados por aquel primer resultado, los dos peruanos, el argentino y Sao-King colocaron un segundo toldo cerca del árbol de mesana, y allí emplazaron una docena de muñecos vestidos de marineros, agrupándose alrededor de uno de los dos cañones.
Como soplaba un poco de brisa, los muñecos se agitaban en todos sentidos, por lo cual parecía que estaban discutiendo animadamente.
Apenas habían terminado aquella singular mascarada, cuando empezaba a amanecer.
Hacia Oriente, los astros comenzaban a palidecer, y se difundía una luz rosada, que se hacía rápidamente rojiza.
Ya se sabe que bajo los Trópicos y el Ecuador no hay, por decirlo así, alba ni crepúsculo; el sol se levanta rápidamente, y de igual modo se pone.
Las playas de Wauwau y de Pegai-Modu se delineaban con rapidez increíble, mientras las tinieblas desaparecían vertiginosamente.
Los dos peruanos, el argentino y Sao-King, inclinados sobre las bordas fusil en mano, miraban atentamente la playa de Pagai-Modu, que no distaba más de cuatrocientos metros. Aquella costa estaba cubierta de bosques, quebrada por pequeñas ensenadas y defendida por rocas coralíferas erizadas de agudas puntas. Espléndidos árboles se inclinaban graciosamente sobre la bahía, mostrando sus anchas hojas, que la brisa matutina agitaba levemente con un susurro armonioso.
Allí había cocos, nueces moscadas silvestres, altísimas higueras, plátanos de inmensas hojas de color verde brillante, y enormes cañizales de bambúes de quince o más metros de altura, coronados por un caos de hojas largas y sutiles.
Papagayos de todas clases, rojos loros, blanquísimas cacatúas con penachos dorados, y otras mil aves de hermoso aspecto que al despertar el día revoloteaban en la espesura, lanzando al aire el canto de sus amores.
Ninguna cabaña se veía sobre la costa y ninguna canoa surcaba las sosegadas aguas de la bahía. Los misteriosos enemigos que durante la noche habían hecho encallar la nave parecían haber desaparecido.
—¡No se ve a nadie! —exclamó el argentino, en el colmo del estupor—. ¿Qué significa esto?
—Que se han ocultado entre las plantas y nos espían —respondió Juan.
—Lo mismo creo —repuso Cirilo—. ¿Ves algo tú, Sao-King, que tienes la vista más aguda que nosotros?
—No —repuso el chino—; en las costas de Wauwau no veo cabañas ni piraguas.
—¡Es extraño! —exclamó el argentino—. Sin embargo, no confiemos en esta calma, tal vez más aparente que real.
—Cuidémonos por ahora de nuestro buque —dijo Cirilo—. Si pudiésemos ponerlo a flote, en poco tiempo nos iríamos con mucho gusto.
—La marea comienza a bajar —dijo el argentino—. Temo que por el momento no podamos hacer nada.
Después de haber dirigido otra mirada a las playas de Wauwau y de Pagai-Modu, se dirigieron a proa para enterarse de la situación del buque.
Justamente frente al espolón se extendía un banco coralífero de unos cien metros de largo por veinte de ancho, cubierto en gran parte por espléndidas tridacnias de casi un metro de diámetro, con las valvas semiabiertas, de tinte azul pálido, y gorgonias en forma de abanico.
El Alción, arrastrado por los misteriosos enemigos y empujado por la marea, se había detenido sobre el banco, frente a una aglomeración coralífera erizada de puntas. Si hubiese avanzado más, indudablemente su carena se hubiera destrozado contra aquellas puntas, resistentes y duras como el acero.
—¡Hemos encallado! —dijo el argentino—. Pero no desespero aún. Con una buena maniobra y algunas anclas se podría salir del atolladero.
—¿Es operación larga? —preguntó Cirilo.
—Y muy fatigosa. Además, hay que contar con el viento.
—Que falta por completo en este instante —agregó Sao-King.
—Eso sin añadir que los misteriosos enemigos podrán aparecer de un momento a otro —añadió Juan.
—¿No puede intentarse nada? —preguntó Cirilo.
—Tenemos que esperar la marea alta —repuso el oficial.
—¿Cuánto tardará?
—Ocho horas; el descenso del agua no durará más que hasta las cuatro.
—Y ¿saldremos?
—No puedo asegurarlo, señor Ferreira; tanto más cuanto que carecemos de fuerza: cuatro hombres son demasiado poco para tal maniobra.
—Harían falta más brazos, ¿verdad? —preguntó Sao-King.
—Sí —repuso el argentino.
—Entonces voy a pedirlos al jefe Tafua —añadió Sao-King.
—Es una empresa peligrosa —dijo Cirilo—. Los enemigos pueden estar ocultos en estos contornos.
—Entonces, ¿qué hacer? —preguntó el oficial—. Nuestra situación amenaza convertirse en desesperada, y quizá…
Un grito de Juan le interrumpió bruscamente.
—¡Una piragua! —había exclamado el joven peruano.
Todos se lanzaron hacia el castillo.