CAPÍTULO XI

EL ARCHIPIÉLAGO DE TONGA-TABU

En la época en que ocurrían los acontecimientos narrados, este archipiélago se hallaba en estado salvaje y gozaba de tristísima fama, peor aún que la de las Fidji, las Hébridas y las de Salomón.

Hoy, sin embargo, es uno de los más importantes y populosos; pero, a pesar de ello, la civilización ha hecho pocos progresos, a causa del carácter violento y batallador de sus habitantes.

El archipiélago se divide en tres grupos distintos, llamados de Tonga, al Sur; de Hapai, en el centro, y de Wauwau, al Oeste.

Decir el número de aquellas islas es casi imposible. Son muchísimas y de todas las dimensiones, pero las más importantes son: las de Tonga, Wauwau, Hapai, Ena, Amargura, Lafura y Namuca. Todas son de naturaleza coralífera, salvo alguna volcánica como la de Tafua Lao, que es la más alta y tiene su pico central coronado por un volcán humeante.

Aquellas islas son de fertilidad maravillosa, y justamente consideradas como de las más ricas del Océano Pacífico, aunque estén privadas de fuentes y arroyos. Sin embargo, el agua abunda en el subsuelo: basta escarbar un poco la tierra, para encontrar gran cantidad del indispensable líquido sobre la capa coralífera impermeable. La flora de estas tierras es igualmente magnífica, y los bosques las cubren desde las orillas del mar hasta los picos más elevados del interior.

Allí crecen el precioso árbol del sándalo, la caña de azúcar, el cocotero, soberbios plátanos y colosales higueras de cuarenta y más metros de altura. La fauna es escasa, como en todas las islas de la Polinesia, no habiendo más que volátiles, perros, puercos y topos.

Los habitantes, por su belleza, inteligencia e industria, ocupan el primer lugar en la familia polinesia; a pesar de ello, son considerados como los más feroces y crueles, y siempre han dado mucho quehacer a las tripulaciones desembarcadas en sus playas.

Abel Tasman, el descubridor de Australia, fue el primero que visitó las islas de Tonga en 1643, y la llamada Amsterdam. Parece que en aquella lejana época los habitantes eran menos sanguinarios, porque el célebre navegante tuvo entre ellos muy buena acogida. Sólo se dolió de la extremada habilidad de aquellos isleños para el hurto.

Después de Tasman quedó abandonado durante mucho tiempo el archipiélago, sin que nadie lo visitara. En 1773, el ilustre Cook llegó a Ena, siendo festejado por aquellos isleños, pasando después a Hiso y luego a Rotterdam, donde tuvo algunos encuentros con los habitantes para castigarlos por algunos hurtos. En 1777, Cook hizo una nueva visita al archipiélago, tocando nuevamente en Rotterdam y después en Mausa. La Perouse y algún navegante español tuvieron en 1781 muy buena acogida entre aquellos insulares. Diez años después, Wilson desembarcaba a diez misioneros, poniéndolos bajo la protección de un sacerdote indígena; pero poco después fueron atacados y obligados a huir, menos tres, que fueron muertos…, y devorados.

Desde aquella época, los de Tonga aumentaron en ferocidad y concibieron odio implacable contra los hombres de raza blanca.

En 1798, el Argos naufragó en las playas de Niti, y aquellos insulares asesinaron despiadadamente a todos los marineros, a excepción de uno, que fue salvado más tarde por un buque de guerra. Pocos meses después asaltaron el buque The Duke of Portland y mataron a todos los tripulantes, salvo a cuatro jóvenes y a un viejo, y saquearon la nave.

Dos años más tarde abordaron al buque Unión, de, Nueva York, y asesinaron al capitán y tres marineros. El segundo de a bordo tuvo la fortuna de cortar a tiempo los cables para lanzar la nave a alta mar; pero una tempestad la arrastró hacia las islas Fidji, y la tripulación encontró poco honrosa sepultura en los intestinos de aquellos insulares, después de haber sido guisados al uso de su país.

En 1806, el Port au Prince, armado con veinticuatro cañones y tripulado por cien marineros, ancló en Lefonga. Los insulares, con hipócritas demostraciones de amistad, subieron a bordo, y lanzándose sobre la tripulación, la asesinaron y saquearon la nave. Sólo uno, escondido en la santa bárbara, escapó milagrosamente de la muerte y quedó prisionero del rey Finau hasta 1810.

En 1823, Dumont d’Urville se aproximó con el Astrolabio a aquellas regiones, viéndose obligado ametrallar a los habitantes y a bombardear los pueblos de la costa para recobrar a ocho marineros que habían sido hechos prisioneros por los salvajes.

Tales eran las islas en que los supervivientes del buque de los coolies se encontraban, con el objeto de componer la arboladura antes de afrontar la travesía del inmenso Océano Pacífico y volver a las costas peruanas de la América del Sur.

Wauwau, la isla a que se habían aproximado para buscar al jefe Tafua, conocido dos años antes por Sao-King, es la mayor del archipiélago, aunque no la más importante, gozando la primacía Tonga-Tabú.

Es una faja de tierra de diez a doce leguas de largo, con una anchura máxima de cuatro, plegada en dos, de manera que las puntas extremas miran una hacia el Sur y otra al Sudoeste.

Sus costas son muy angulosas y quebradas, y en el centro, entre las dos puntas, se forma un golfo muy amplio en la embocadura, que luego penetra tortuosamente en la tierra, casi dividiéndola.

A la entrada de la bahía está la islilla de Pagai-Modu, no más larga de tres leguas por una de ancha, con playas muy semejantes unas a otras, todas de pequeñas dimensiones y resguardadas por escolleras coralíferas bastante peligrosas.

Hacia Poniente, a una distancia de veinte leguas, está la de Latar, mayor que la primera, y más allá la de Amargura, todas habitadas por tribus belicosas dedicadas al merodeo.

El Alción, impulsado por el viento, había ido a anclar a la embocadura del ante golfo, entre las costas orientales de Wauwau y las meridionales de Pagai-Modu, a cerca de media legua del fuego que ardía junto a las escolleras.

Al oír aquellos clamores, que ya se reproducían atronadores, ya cesaban, reemplazados por un profundo silencio, Juan y Sao-King se precipitaron a los cañones, creyendo que los indígenas se preparaban a atacarlos, mientras el argentino y Cirilo colocaban apresuradamente las armas a lo largo de las paredes del castillo, prontos a servirse de ellas.

Ninguno ignoraba la terrible suerte de tantas naves como habían sucumbido en aquellas aguas, y tenían mucha razón en temer un ataque nocturno.

Sin embargo, no viendo aparecer chalupa alguna sobre las tranquilas aguas que rodeaban la nave, comenzaron a tranquilizarse.

—¿Habrán querido saludamos con esos gritos? —preguntó el señor Ferreira, aproximándose al oficial argentino, que miraba las vecinas playas.

—Tal vez —repuso éste—. Sin embargo, le aseguro que no estoy muy tranquilo; no me explico la razón de que se encuentren aquí los salvajes a hora tan avanzada, porque son las dos de la madrugada.

—Tal vez hayan visto nuestro buque antes de la puesta del sol, y nos habrán esperado.

—Es imposible que lo hayan visto —dijo el argentino——. Estábamos muy lejos.

—¿Y qué deduce usted de todo eso?

—No sé qué pensar; pero siempre recuerdo aquel punto luminoso que vimos sobre el mar.

—¿Cree usted que alguien nos haya seguido a mucha distancia?

—Eso es lo que pensaba en este momento. Aquella chalupa, piragua, o lo que fuese, debe de haber advertido a estos salvajes nuestra llegada.

—¿Teme usted una mala acogida?

—Todo se puede esperar de estos antropófagos, señor Ferreira.

—Entonces, no podemos desembarcar en ninguna tierra de este archipiélago.

—Si hubiéramos ido a las Fidji, aún hubiéramos estado peor.

—Tratemos de abreviar nuestra permanencia en esta isla; nos limitaremos a enderezar el árbol del trinquete, y después nos iremos.

—Pues para hacerlo necesitamos ayuda. Nosotros solos no podremos llevar a término un trabajo tan penoso.

—Es cierto, señor Vargas; pediremos socorros a Tafua.

—Si es que vive aún.

—Si hubiera muerto, no me arriesgaría a desembarcar.

—Y entonces, ¿adónde iríamos con una nave tan quebrantada? ¿Quién osaría atravesar el gran Océano con un solo palo y casi sin víveres?

—¡La situación es difícil, amigo Vargas!

—¡Malísima, señor Ferreira!

En aquel momento gritó Sao-King:

—¿Quién vive?

A estribor de la nave se había oído un golpe sonoro, como si una chalupa o cualquier otro esquife hubiese chocado contra la nave.

Todos lo habían oído; hasta Juan, que se encontraba en la cofa del palo de mesana para espiar las dos riberas.

El argentino bajó del castillo de un salto y, aproximándose a la borda, miró hacia abajo; pero no vio nada sospechoso ni oyó ningún otro rumor.

—¿Nada? —preguntó el comisario, que se le había acercado, llevando en la mano dos fusiles.

—No veo nada —repuso el argentino.

—Sin embargo, hemos oído un choque.

—Y parecía producido por una piragua —añadió Sao-King, que había abandonado momentáneamente su puesto.

—Mira también tú, Sao-King —dijo Cirilo.

—He mirado, y no he visto nada —repuso el chino.

—Y este ruido, ¿de qué procede? —preguntó de pronto el argentino.

Hacia proa se había oído mover una de las cadenas del ancla, y en el castillo de aquel lado se oyó caer algo.

Cirilo se volvió bruscamente, montando uno de los dos fusiles.

Cerca del bauprés apareció una sombra, que se deslizaba sigilosamente por el castillo.

—¡Los salvajes! —gritó Sao-King, lanzándose hacia la proa.

Cirilo hizo fuego. Se vio a la sombra encorvarse, como si hubiera sido herida, luego dar un salto sobre la borda y caer en el vacío, lanzando un grito:

—¡Help!

Luego se oyó un chapuzón, y después nada.

El comisario y sus compañeros quedaron tan estupefactos al oír aquel grito, que no se les ocurrió ni siquiera lanzarse hacia el castillo. Aquella palabra había sido pronunciada en un inglés tan correcto como si la persona herida hubiera nacido en las orillas del Támesis. Todos la habían oído distintamente, de modo que no era posible la duda.

—¡Ese hombre es un inglés! —exclamó el argentino—. ¡Es imposible que sea un salvaje!

—¿Qué misterio es éste? —preguntó Cirilo, que no lograba reponerse del asombro que le produjo aquel grito inesperado.

—¡Un inglés tratando de asaltar nuestra nave!

—¿Sería un náufrago hecho prisionero por los salvajes? —dijo Juan, que había bajado de la cofa.

—¿Has oído tú también el grito? —preguntó Cirilo.

—Sí, hermano.

—¿Nos habremos engañado?

—No, señor —repuso el argentino—. ¡Aún me suena en los oídos!

Help significa socorro.

—¿Será que estos insulares tengan alguna palabra que se parezca al help de los ingleses?

—Su lengua, que yo conozco, es muy distinta para que yo me confunda —dijo Sao-King.

—¿Habremos matado a algún pobre náufrago? ¡No me consolaría nunca! —exclamó Cirilo.

—Si hubiera sido un náufrago, habría contestado a mi grito de alarma —dijo Sao-King—. He gritado en buen español, y no en chino.

—Hay que buscar a ese hombre —dijo el argentino—. ¡Hay en todo esto un misterio que me preocupa!

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo Cirilo y Juan.

—Ya les diré más tarde cuáles son mis temores.

Cirilo se le acercó, y aproximándole entonces los labios a un oído, de modo que los demás no pudieran escuchar lo que decía, le preguntó:

—¿Sospecha usted que sea uno de los marineros del envenenador?

—Sí —repuso el oficial—. Ahora, silencio, y tratemos de coger a ese hombre.