CAPÍTULO X

UN FUEGO MISTERIOSO

La brisa, que se mantenía siempre favorable, continuaba impulsando al Alción hacia el archipiélago de los Amigos, con velocidad, sin embargo, que no excedería de tres o cuatro millas, a causa de la poca lona desplegada.

Durante las horas más cálidas del día aun disminuyó la velocidad; pero a la puesta del sol el viento se hizo más impetuoso, y la nave pudo recorrer cómodamente ochenta millas cada veinticuatro horas.

Sin embargo, el archipiélago aún no era visible. La tempestad había empujado al Alción mucho más a Oriente de lo que el argentino había supuesto.

—Si nos acercamos a Tonga, iremos a las Hapai o a Wauwau —dijo Vargas a Cirilo, que estaba asombrado de no ver surgir tierra alguna en el horizonte.

—¿Wauwau? —exclamó una voz junto a ellos—. Ahí es donde debiéramos ir.

Ambos se volvieron para ver quién hablaba: era Sao-King.

—¿Por qué me dices que vayamos a Wauwau con preferencia a cualquier otra isla? —preguntó el argentino.

—Porque allí encontraremos un jefe que podrá ayudarnos, y hasta defendernos —repuso el chino.

—¿Conoces a alguno en aquella isla?

—Al jefe Tafua, un hombre poderoso, el más temible de la isla, y al cual me une estrecha amistad.

—¿Cuándo le has conocido? —preguntó Cirilo.

—Hace dos años, y en circunstancias dramáticas. Estaba yo entonces a bordo de un buque chileno que transportaba coolies a la isla de Juan Fernández para trabajar en los yacimientos de guano. Arrojados por una furiosa tempestad, nos vimos obligados a buscar refugio en Wauwau, en una hermosa bahía, resguardada de los vientos del Sur. Los isleños se mostraron al pronto muy hostiles contra nosotros, amenazando asaltar nuestro velero. Un día, el jefe Tafua llegó a nosotros, tal vez para declararnos la guerra; pero una ola volcó su piragua antes que llegara a nuestra nave, y todos los que la tripulaban cayeron al mar. En aquel momento un monstruoso tiburón se dirigió sobre el jefe. Podía considerarse muerto, porque al caer al agua había perdido su maza y su jabalina. Sin medir el peligro, y sin pensar que aquel hombre había ido para hacernos la guerra, me lancé al mar y me coloqué entre él y el monstruo marino. De tres o cuatro cuchilladas abrí el vientre al tiburón; cogí a Taína, que estaba medio asfixiado, e hice que me izaran a bordo en unión suya. Al día siguiente se firmó un tratado de amistad entre el capitán del barco y el hombre salvado por mí, recibiendo nosotros de los isleños gran número de regalos. Vi llorar a Tafua cuando nos dimos a la vela, y estoy seguro de que no se ha olvidado de mí. Él nos socorrerá con hombres y víveres.

—¡Eres un hombre admirable, Sao-King! —dijo Vargas.

—¿Vivirá todavía ese jefe? —preguntó Cirilo.

—Entonces era un hombre robustísimo y no de mucha edad —repuso el chino.

—¡Tal vez se lo haya comido alguna tribu enemiga!

—Me reconocerán sus guerreros.

—Pues vamos a Wauwau —dijo el argentino—. El viento nos lleva hacia allí.

——¿Cuándo llegaremos? —preguntó Cirilo.

—Mañana, o tal vez antes.

Durante la jornada ningún acontecimiento vino a interrumpir la monotonía de la navegación. El archipiélago debía de estar próximo, porque multitud de pájaros, no todos marinos, volaban sobre el Océano, y comenzaban a encontrar troncos de árbol arrastrados por las olas.

Algunas horas antes de la puesta del sol, Vargas, que miraba con frecuencia el horizonte con un poderoso catalejo, descubrió hacia el Norte, a distancia de treinta y cinco a cuarenta millas, una línea oscura que se dibujaba claramente.

—¡Ahí está Wauwau! —dijo, volviéndose hacia Cirilo—. Si la brisa no mengua, llegaremos cerca de medianoche.

—¿No aguardaremos al alba?

—Es mejor buscar un refugio mientras los salvajes duermen——repuso el argentino—. Son muy madrugadores, y en cuanto vean nuestra nave nos saldrán inmediatamente al encuentro con sus piraguas. Prefiero evitar su encuentro, al menos por ahora.

—¿Encontraremos una bahía?

—Hay una muy espaciosa al sur de la isla, y nos dirigimos precisamente hacia aquel lugar. Por aquellos contornos hay islotes y escollos, pero sabremos evitarlos.

Las tinieblas habían cubierto rápidamente el horizonte; pero el argentino había observado perfectamente la dirección en que se encontraba la isla, y estaba seguro de llegar a ella.

Iban a ponerse a cenar, cuando Sao-King, que estaba al timón, advirtió hacia el Sur un fuego que brillaba intensamente entre las tinieblas.

—¿Lo ve usted, señor Vargas? —dijo.

—Alguna piragua.

—No llevan fanales, como nuestras chalupas, y, además, una linterna no produciría uno luz tan viva.

—Pues en aquella dirección no hay tierra alguna, de modo que ese fuego arde sobre el mar.

—¿Qué cree usted que sea? —preguntó el comisario.

—No lo sé.

—¿Será algún buque que arda?

—Me parece que no; y, además, vean ustedes otro fuego un poco más al Sur.

—¿Siguen nuestra misma ruta?

—Sí, señor Ferreira.

—¿Serán señales que cambian entre sí las piraguas?

—Tal vez —repuso el argentino, cuya frente se ensombreció.

—Me parece que está usted intranquilo, señor Vargas.

—¿No podrán ser esos fuegos señales de la chalupa del capitán? —preguntó de pronto el argentino.

—¿Habrán logrado salvarse de la borrasca?

—Tal vez se hayan refugiado en la Roca Humeante y después hayan emprendido de nuevo el camino.

—¿Tenían propósito de dirigirse aquí?

—Antes de dejar el buque, el capitán me había dicho que intentaba aproximarse a las Tonga.

—¡Me alegraría extraordinariamente que ese infame envenenador desembarcara en estas islas! —exclamó Sao-King con acento de odio—. ¡No se escaparía, ciertamente, de mi venganza!

—Sólo hacemos simples suposiciones —dijo el comisario—. Veo que los fuegos se debilitan y se apagan.

—¿Sabe usted lo que me figuro que es? —dijo el argentino, después de algunos minutos de silencio—. Que los indígenas están preparando su cena. Las dobles piraguas tienen un puente, como ustedes han visto, y es probable que lo conviertan en cocina, colocando en él piedras para formar un hogar.

—¡Bah! ¡No nos cuidemos de esos salvajes! —dijo Juan—. Están tan lejos que no tenemos que temer nada de ellos.

Volvieron la mirada hacia el Norte, y advirtieron que Wauwau comenzaba a delinearse en el horizonte con menos vaguedad. La isla parecía montañosa, y, a juzgar por su tinte oscuro, cubierta de frondosa vegetación. El argentino, que quería guiar por sí mismo la nave, se puso al timón, mientras los dos peruanos y el chino acudían a maniobrar las velas del trinquete y del bauprés.

La brisa se mantenía, aunque débilísima, y el Alción apenas recorría tres nudos por hora. Una habría pasado, cuando Sao-King, cuya vista era muy aguda, descubrió una profunda ensenada, flanqueada por escolleras.

—¡Señor Vargas! —gritó—. Cuidado: hay peligro de chocar. Marchemos siempre a sotavento.

—También he visto la ensenada, y guío la nave derechamente hacia la boca.

—¡Ah!

—¿Qué ocurre?

—¡Que veo nuevos fuegos!

—¿Como los de antes?

—Sí.

—¿Vienen hacia nosotros?

—Me parece que siguen nuestra ruta.

—¿Será que algunas piraguas vienen a fondear en esta bahía? —se preguntó el argentino con inquietud.

—¡También arden otros fuegos en la costa! —gritó Sao-King.

En efecto; hacia la bahía había aparecido de improviso un punto luminoso, encendido, probablemente, bajo los altos árboles que coronaban la pradera.

—Señor Vargas, ¿qué piensa usted de esto? —preguntó Cirilo.

—Que nuestra nave ha sido ya vista por los isleños —repuso el argentino.

—¿Nos prepararán alguna sorpresa?

—Los salvajes no atacan nunca de noche, y, sin embargo, no estoy tranquilo. Los fuegos que hemos visto en el mar y el que veo sobre la playa me inquietan.

—¿Será que las tripulaciones de las piraguas nos denuncian a los isleños?

—Se me había ocurrido la misma sospecha, señor Ferreira.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Entraremos de todos modos en la bahía, y tomaremos nuestras precauciones para que no nos cojan desprevenidos.

—¡Toda la barra a estribor! —gritó en aquel momento Sao-King—. ¡Hay rompientes frente a nosotros!

El Alción se desvió bruscamente; pero casi en el acto se volvió a oír la voz del chino:

—¡Bancos a babor!

—¡A sondar! —gritó el argentino.

—¡Cinco pies!

—Pues no tenemos agua suficiente. ¡Pronto, a virar de bordo!

Los dos peruanos y el chino se precipitaron a las velas. El Alción, detenido a tiempo, viró por estribor, volviendo casi en el acto al viento.

Multitud de rompientes y bancos se extendían a su izquierda, delatados por el fragor de la resaca. Las altas y pesadas olas del Océano Pacífico rompían con sordo rumor contra aquellos obstáculos, coronándolos de espuma.

Vargas, habilísimo marino, con dos bordadas sacó la nave de aquellos peligrosos parajes, y tomó nuevamente el largo, remontando hacia el Norte, donde suponía que habría un pasaje menos difícil.

—Allí —dijo, volviéndose hacia el señor Ferreira— debe de haber una entrada franca. No la veo, pero la adivino.

—Espérese, Vargas —dijo el peruano—. Veo una piragua que pasa, cerca.

—¿Quién la tripula?

—Una media docena de hombres.

—¿No llevan luz a bordo?

—No; pero… No es una piragua; es una chalupa que se parece a las nuestras. ¿Será posible que estos salvajes tengan balleneras?

—¿No se engañará usted?

—No; mire usted.

El argentino apartó por un momento la mirada de las escolleras, que continuaban amenazando la nave y se inclinó sobre la borda. El peruano no se había engañado. La embarcación que pasaba a menos de trescientos metros de la popa del Alción no era una piragua, sino una verdadera ballenera de elegantes formas, con la proa cortada en ángulo recto, y tripulada por cinco o seis personas que la oscuridad impedía distinguir con precisión.

—¡Rayos! —exclamó el argentino—. ¡Ohé! ¡Ah de la chalupa! ¡Alto!

Nadie respondió a su intimación; por el contrario, la ballenera redobló su marcha, desapareciendo tras una fila de escollos que la ocultaban completamente a las despiertas miradas del oficial argentino.

—¿Serán tal vez los salvajes? —preguntó el comisario.

—¿En una ballenera?

—Pueden haberla robado de cualquier nave, ó recogido de algún naufragio.

—¡No sé qué pensar, señor Ferreira! No veo claro en todo esto. Antes los fuegos, y ahora esa chalupa… ¡Algo nos amenaza! Si hubieran sido europeos, nos hubieran contestado, y hasta se hubieran apresurado a venir a bordo.

—No todos los hombres blancos buscan la amistad de los demás.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿No me ha entendido usted?

—No.

—Las colonias penitenciarias no faltan en el Océano Pacífico, así como tampoco escasean los piratas. Suponga usted que esos desconocidos sean fugitivos de Norfolk, de los presidios australianos o de Nueva Caledonia. ¿Cree usted que habrían venido a nuestro encuentro? De ningún modo, señor Ferreira.

—¿Evadidos aquí, a tanta distancia de Nueva Caledonia y de Australia?

—Distancia relativa, al menos respecto de la primera. Pero he aquí la boca de la bahía.

—El fuego de la playa, en vez de extinguirse, se reaviva. ¿Lo habrán encendido los salvajes?

—Es probable.

—¿Y para qué? ¿Para hacernos encallar?

—Tal vez; pero no seremos tan necios que caigamos en la trampa —repuso el argentino—. Nos aproximaremos a la costa con precaución, y anclaremos lejos de aquel fuego. Entre tanto, que Sao-King cargue los cañones y suba a cubierta cuantos fusiles pueda encontrar.

—Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó Ferreira.

—Medir con la sonda la profundidad del agua. Siempre temo encontrar algún bajo.

Mientras todos se apresuraban a obedecer las órdenes del prudente oficial, la nave, impulsada por ligera brisa, avanzaba lentamente hacia la isla.

El fuego aumentaba a ojos vistas. No era un simple fanal, sino una hoguera de proporciones gigantescas formada por árboles resinosos.

El argentino dirigió hacia aquel punto el anteojo para ver si junto a aquel fuego se distinguían seres humanos.

—¡No se ve a nadie! —dijo—. Tal vez los hombres que lo han encendido estén emboscados. ¡Aquí hay un misterio que querría aclarar!

Dirigió nuevamente el anteojo y recorrió la costa, que aparecía confusamente en la oscuridad, pareciéndole descubrir, un poco al este de la hoguera, una profunda ensenada.

—¡Echaremos el ancla en aquel sitio! —murmuró, añadiendo^—: Señor Ferreira, ¿se levanta el fondo?

—Aún no —repuso el comisario—. Podemos avanzar sin temor a encallar.

El argentino dejó que la nave prosiguiera su marcha en la dirección primitiva, y cuando vio delinearse la costa a poca distancia, la inclinó hacia Levante, para penetrar en la ensenada que había descubierto.

La hoguera estaba a punto de apagarse. Había sido encendida sobre una punta rocosa rodeada de gran número de rompientes. ¡Ay de la nave si hubiera continuado su ruta en aquella dirección! Las agudas puntas y escollos coralíferos la hubieran echado a pique en el acto.

—¡Ah, bandidos! —murmuró el argentino—. ¡Esperaban atraernos a esta costa peligrosa para atacarnos! ¡Por fortuna, no hemos caído en el lazo!

—¡Vargas! —gritó en aquel momento Ferreira—. ¡No tenemos más que veinte pies de agua!

—Estamos ya en la pequeña bahía —repuso el argentino.

—¡Vire usted! —gritó Sao-King—. ¡Tenemos muy cerca una línea de escolleras!

—¡La veo! —repuso el oficial—. Prepárense a soltar las anclas.

—¿Todas?

—No; por ahora, la mediana y la pequeña. Así estaremos dispuestos a zarpar más pronto en caso de peligro.

A babor se descubría una barrera de escollos, contra los cuales se rompían con sordo fragor las anchas olas del Océano Pacífico. El argentino la evitó por medio de una hábil maniobra y dio de pronto la voz de mando:

—¡Largad las anclas!

La pequeña y la mediana cayeron al mar, haciendo sonar las cadenas, y la nave, después de haber retrocedido algunos metros, se detuvo, girando lentamente sobre sí misma.

Las velas fueron amainadas en el acto, aun cuando la brisa era ligerísima.

Apenas habían terminado aquella maniobra, cuando un clamor ensordecedor estalló bajo los altos árboles que cubrían la ribera.

Fue cosa de un momento, sucediendo al griterío un silencio profundo, sólo interrumpido por el rumor de las olas al quebrarse contra las rompientes.

—¡Los salvajes nos esperaban! —dijo el argentino—. ¡Sao-King, apunta un cañoncito hacia la playa!

—Ya está hecho, señor Vargas.

—¿Ves avanzar alguna chalupa?

—No.

—¡Mira bien el agua, no sea que haya en ella nadadores!

El chino corrió a proa, subió al bauprés y miró atentamente. Aunque los árboles proyectaban densa sombra sobre la bahía, podría distinguirse a un hombre que se aproximara ala nave.

—No hay nadie —murmuró el chino—, y, sin embargo, huele a traición.

—¡Sao-King —dijo Juan—, veo puntos luminosos correr a través del bosque! ¿Son luciérnagas o antorchas?

—Las luciérnagas no viven aquí: serán salvajes, provistos de tizones encendidos.

—¿Le parece a usted que les larguemos una andanada?

—No, señor Juan; estos isleños pueden ser guerreros de Tafua, y no nos conviene ponernos a mal con ellos.

—¿Podríamos hacer saber a su jefe que estás aquí?

—No encuentro medio alguno en este momento; pero mañana trataremos de avisarle.

—¿Y cómo crees que nos acogerá?

—De seguro, no se ha olvidado que me debe la vida.

—¡No hay que fiarse mucho de estos comedores de carne humana!

—Pues no todos son malos. ¡Ah! ¿Otra vez?

Una nueva explosión de gritos había partido de debajo de los árboles. Algunos puntos luminosos aparecieron hacia la playa, y después se extinguieron bruscamente al mismo tiempo que los gritos.

—¡Sao-King! —gritó el argentino—. ¡Prepárate a ametrallarlos!

El argentino había abandonado precipitadamente el timón, gritando:

—¡Los salvajes nos espían! ¡Tened listos los cañones!