LOS SALVAJES
El Alción, semejante al ave cuyo nombre llevaba, continuaba su loca carrera arrastrado por el huracán. Sustrayéndose milagrosamente a las espiras del ciclón, en el momento en que iba a ser absorbido por la terrible tromba marina había emprendido de nuevo valerosamente la lucha.
El palo mayor, librado de sus ligaduras por el hacha de Sao-King, había caído al mar, permitiendo así a la nave recobrar su primitivo equilibrio.
El peligro no había cesado, sino, muy al contrario, porque el huracán soplaba todavía con tremenda furia; pero eran mayores las probabilidades de salir incólumes de aquella tremenda lucha contra los desencadenados elementos.
Al cabo de muchos esfuerzos, Sao-King y Juan habían conseguido desplegar un foque del bauprés para dar a la nave mayor estabilidad y más segura dirección.
También habían intentado desplegar la vela del trinquete; pero habían tenido que renunciar a ello a causa de la violencia de las ráfagas.
Entre tanto, el oficial se esforzaba en mantener la nave lejos de las islas Tonga, que de un momento a otro podían surgir en el horizonte con sus peligrosas escolleras coralíferas.
—¡Confiemos en nuestro destino! —dijo al señor Ferreira, que le interrogaba—. Si no vamos a chocar contra cualquier isla, todo irá bien; aunque el buque está quebrantado en su arboladura, el casco es sólido y resistirá el choque de las olas.
—Sin embargo, nos veremos obligados a fondear en alguna parte.
—¡Demasiado pronto, señor Ferreira!
—¿Por qué ha dicho usted demasiado pronto con ese tono desolado?
—Las islas Tonga-Tabú no tienen buena fama, y, sin embargo, hemos de buscar refugio en una de sus bahías —repuso el argentino.
—Aún tenemos los cañoncitos, y las municiones son abundantes.
—¿Qué podrá hacer nuestra artillería contra centenares de salvajes resueltos? ¿Acaso no se han apoderado de naves ocupadas por numerosa tripulación?
—Pues entonces, busquemos otra tierra —dijo el peruano.
—Sería necesario ir mucho más lejos, y el Alción no se encuentra en condiciones de prolongar la carrera. Además, ¿qué ganaríamos con eso? Aunque llegásemos hasta las islas Fidji, no evitaríamos el peligro de ser asaltados y puestos en el asador.
—¡Mala suerte es ésa, señor Vargas!
—¡Pésima, señor Ferreira!
—¡Qué diantre; no hay que desanimarse! El capitán y sus bandidos no se encuentran en mejores condiciones que nosotros.
—¡Que los tiburones se traguen a esos miserables! —exclamó el argentino con acento de odio—. ¡La muerte será un castigo demasiado dulce para ellos!
—Creo que a estas horas ya no estarán vivos. El huracán no los habrá respetado.
—También lo creo.
—¿A dónde vamos, señor Vargas?
—¡Siempre al Nordeste!
—¿Podrá usted mantener la derrota?
—Así lo espero.
—¿Con tan poco velamen?
—El viento nos impulsará lo suficiente.
—¿Resistirá el trinquete?
—Por ahora, sí. Sin embargo, no debemos cargarle más que con el foque —repuso el argentino—. Dígales a Sao-King y a su hermano de usted que no desplieguen más lona, porque con ésta tenemos bastante.
Entre tanto, el Alción continuaba su desordenada carrera hacia el Nordeste, subiendo y bajando la cresta de las olas.
Fuera de la órbita del ciclón, el Océano era menos violento aunque las olas se mantenían siempre altísimas, poniendo adura prueba las costillas de la pobre nave.
De cuando en cuando una ola gigantesca se lanzaba sobre la popa, quebrantando la obra muerta, amenazando derribar al argentino, recorriendo la cubierta hasta la proa y escapándose luego violentamente a través de los mil canales y grietas de las amuras.
Sao-King y los hermanos Ferreira resistían denodadamente los golpes de mar que amenazaban arrastrarlos.
A veces la nave se inclinaba bruscamente, como si fuera a sumergirse para siempre; pero un golpe de timón oportunamente dado por el argentino la levantaba en el acto y la hacía continuar su carrera.
La violencia del huracán disminuía, las ráfagas se debilitaban poco a poco y se rompían las nubes por algunos puntos, dejando filtrar algún rayo de luna. A pesar de ello, el Alción corrió toda la noche grave peligro de irse a pique.
Cuando salió el sol, una calma relativa reinaba en las altas capas del aire.
Si los huracanes del Océano Pacífico son tremendos, en cambio, por regla general, no son de larga duración, al menos en las regiones intertropicales. Se forman con rapidez increíble, estallan con inaudita violencia; pero con la misma rapidez se disuelven o se alejan, para llevar a otra parte su devastación.
—El peligro ha cesado —dijo el argentino al señor Ferreira, después de haber entregado al chino la barra del timón—. Antes que las tinieblas vuelvan a cerrar, las olas estarán completamente calmadas.
—¿Distamos aún mucho de las Tonga?
—Es imposible saberlo por ahora; distaremos algunos centenares de millas, y esta distancia me preocupa.
—¿Por qué, señor Vargas?
—Porque debemos de tener pocos víveres a bordo, ya que el capitán ha envenenado los de la despensa.
—Los encontraremos a popa. El miserable tenía una provisión particular.
—¡Poca cosa, señor Ferreira!
—Ciento cincuenta millas no son tampoco mucha distancia. En un par de días llegaremos a las islas.
—¿Con una nave tan quebrantada?
—La arreglaremos como podamos. Las velas de recambio no deben de faltar aquí.
—Lo que nos falta son brazos, señor Ferreira. No tenemos bastantes para ocuparnos en las maniobras ni para emprenderlos trabajos de reparación. Cuando hayamos encontrado una bahía bien resguardada de las olas y segura contra los vientos, entonces será otra cosa. Todo lo que podemos hacer por ahora será reforzar el trinquete, para que no nos caiga sobre la cabeza.
—Disponga usted también de mí, señor Vargas; mis brazos no están heridos.
—Debe usted estar muy débil.
—¡Bah! Si la cabeza está herida, los músculos, en cambio, son sólidos y funcionan perfectamente.
—Pues se utilizarán, señor Ferreira —repuso sonriendo el argentino.
El mar no se calmó hasta la tarde, concediendo un poco de reposo a los navegantes, que durante cuarenta horas lucharon penosamente contra el Océano embravecido. Sin embargo, no queriendo dejar al Alción abandonado a sí mismo, se relevaban de dos en dos horas: primero hacían guardia Sao-King y Juan, y luego el argentino y Cirilo.
Al día siguiente, tranquilo por completo el Océano, arrojaron al agua todos los víveres de la despensa, para no correr el riesgo de perecer envenenados; aseguraron después el trinquete, muy comprometido por la caída del palo mayor, y desplegaron una vela en el tramo inferior de dicho árbol para aprovechar la brisa, que por fortuna soplaba del Sur-Sudoeste, y que debía llevarlos hacia las islas de los Amigos o de Tonga-Tabú, que así indistintamente se las llama.
Reparada como se pudo la obra muerta, que había sufrido mucho al empuje de las olas, hicieron el inventario de los pocos víveres encontrados en el cuadro de popa. Era poca cosa: dos cajas de bizcochos, algunas latas de conserva, café, azúcar y licores.
—No es bastante para alegrarse por el hallazgo —dijo el oficial argentino—; pero creo que estas provisiones nos bastarán para llegar al archipiélago. Además, me parece preferible llegara aquellas playas más bien delgados que gordos.
—¿Para no despertar el apetito de aquellos caníbales? —preguntó Juan.
—Les gusta extraordinariamente la carne humana, y hasta se dice que tienen preferencia por la blanca; aunque, en general, los antropófagos aseguran que es un poco amarga.
—¡Cómo! —exclamó el joven peruano—. ¿Nuestra carnees peor que la de los negros, mongoles o malayos?
—Tal es la opinión de los consumidores, compartida por otros formidables devoradores de carne humana.
—¿Quiénes?
—Los tiburones.
—¿Conque esos feroces animales desdeñan nuestra carne?
—¡Poco a poco, amigo Juan! No la desprecian, sino todo lo contrario. Pruebe usted a echarse al agua cuando algún tiburón nade en torno del Alción, y ya verá usted cómo no le dejan tranquilo. Sin embargo, está probado que prefieren primero a los negros, después a los malayos y por último a los chinos. ¿Sabe usted por qué?
—No, señor Vargas.
—Porque nuestra carne es muy salada, y los negros consumen muy poca sal; tanto, que los del centro de África ni siquiera la emplean.
—¡Valientes glotones son esos peces!
—¡Qué quiere usted! Son gastrónomos.
—¡Al diablo los tiburones y los salvajes del Océano Pacífico!
—Señor Juan —dijo Sao-King, que desde hacía unos momentos miraba hacia el Norte—, ¿los ha llamado usted?
—¿A quiénes? —preguntó el joven con sorpresa.
—A los salvajes.
—No te comprendo, Sao-King —dijo el argentino.
—Dentro de poco, si no me engaño, vamos a encontrarnos con ellos. Veo un punto negro que se dirige hacia nosotros, y que está coronado por una mancha amarillenta. Debe de ser una doble piragua de los isleños de Tonga.
—Entonces creo que ya estamos muy cerca de ese archipiélago —dijo Cirilo.
—¿Por qué? —preguntó el argentino.
—Si eso es una barca…
—¿Ignora usted que los isleños de Polinesia, aun desprovistos de brújula, emprenden largos viajes? No es raro el caso de encontrarlos a trescientas o cuatrocientas millas de sus tierras. Puede decirse que son los más intrépidos marineros del mundo, superiores hasta a los malayos.
—¿Y con simples chalupas se atreven a alejarse tanto de sus islas?
—Son barcas muy sólidas, hechas de un tronco de árbol, acopladas dos a dos a un balancín, para equilibrarlas mejor, y unidas por medio de un puente. Ahora lo verá usted.
—¿Nos atacarán esos salvajes? —preguntó Juan.
—No se atreverán. Sin embargo, cargaremos nuestros cañones, y si intentan algo, les calentaremos las espaldas con un poco de metralla —repuso el argentino con voz resuelta—. ¡Sao-King, vaya usted a la santa bárbara, y, sobre todo, provéase de clavos! Taladran mejor que los balines.
—Sí, señor Vargas —repuso el chino—. ¡Si se deciden a intentar el abordaje, haremos trizas sus piraguas!
El punto negro se agrandaba a ojos vistas. Los isleños debían de haber visto la nave, y se apresuraban a darle caza, con la esperanza de poder saquearla.
Como Sao-King y el argentino habían dicho, aquella embarcación estaba constituida por dos piraguas de lo menos quince metros de largo, labradas en el tronco de dos árboles colosales, con los extremos muy levantados y unidas por un ancho puente. Llevaban un solo palo, formado por dos largos bambúes unidos por un extremo, y sosteniendo una vela triangular formada por mimbres y hojas entrelazados.
Sobre el puente había diez o doce salvajes casi desnudos, de alta estatura, líneas regulares y piel oscura como la de los malayos, con reflejos cobrizos.
Todos estaban tatuados de negro, y en su cabellera, muy rizada, llevaban largos peines de madera.
Al ver al Alción, empuñaron sus armas, consistentes en arcos, mazas enormes y pequeñas lanzas con punta de hueso.
—¡Parece que se preparan a atacarnos! —dijo Juan, que había cogido un fusil, mientras Sao-King apuntaba el cañón de proa—. ¿Se atreverán a tanto?
—Ahora lo veremos —repuso el argentino con voz reposada—. No serán ellos, ciertamente, los que tengan la pretensión de subir a nuestro buque y meternos en el asador. Tenemos pólvora y balas para todos.
Los salvajes llegaban furiosos, agitando sus armas y lanzando gritos ensordecedores. Al aproximarse el Alción, viraron de bordo y se pusieron a seguirlo, pidiendo con gestos imperiosos que se bajara la escala.
—¡Quieren subir! —dijo Sao-King, que se había inclinado sobre la amura.
—¿Los entiendes tú? —preguntó el argentino.
—Conozco muchos dialectos de los isleños del Océano Pacífico.
—¿Y qué quieren?
—Ya lo he dicho: subir a bordo.
—Prueba a parlamentar con ellos y convencerlos de que nos dejen seguir nuestro camino, si no quieren trabar conocimiento con nuestros cañones.
Los salvajes comenzaron a impacientarse. Con sus mazas percutían fuertemente los costados de la nave, y algunas flechas se habían clavado en la vela del trinquete.
Sao-King se armó prudentemente de un fusil y, después de haber reclamado un poco de silencio, preguntó:
—¿Qué queréis de los hombres blancos?
—¡Subir! —gritaron todos.
—No podemos detenernos.
—Tira una cuerda y por ella subiremos —dijo el que mandaba la piragua, un arrogante anciano que llevaba entre los cabellos una pluma roja.
—Y cuando hayáis subido, ¿qué vais a hacer?
—¡Os comeremos! —repuso el isleño.
—¡Entonces, escucha primero la voz de nuestras armas!
Se volvió hacia Juan, que estaba junto al cañoncito soplando la mecha, y le dijo:
—¡Haga usted fuego!
El joven disparó. Al oír el estruendo y ver agitarse el agua, los isleños se dejaron caer sobre el puente de su piragua, gritando como si hubieran recibido en pleno cuerpo la metralla del disparo.
—¡Y ahora, tomad esto! —gritó el chino—. ¡Cuidado con la cabeza!
Al decir esto, cogió una caja llena de clavos que se encontraba junto a la amura y la dejó caer sobre la piragua, rompiendo el árbol y la vela e hiriendo a tres o cuatro salvajes.
—¡Por esta vez no asaréis carne blanca ni amarilla! —gritó—. ¡Seguidnos si os atrevéis!
Impulsado por la brisa, el Alción continuó su derrotero, mientras la piragua, abandonada a sí misma, se quedó atrás, dejándose llevar por las olas.