CAPÍTULO VIII

LA NAVE DE LOS MUERTOS

Abandonada a sí misma, la nave de los muertos, que así podía llamarse, se deslizaba a través de las ondas con su fúnebre carga. El Océano comenzaba a rugir sordamente, y de Poniente soplaban a intervalos ráfagas que poco a poco adquirían mayor violencia, silbando entre las cuerdas de la nave.

Hacia el Sur, relampagueaba y rodaba el trueno.

Algunas olas se levantaban ya con horrísono bramido, pasaban bajo la nave con sordo fragor 3 la levantaban impetuosamente, haciendo rodar a los chinos muertos y que se hallaban revueltos sobre la cubierta.

Algunas aves marinas pasaban veloces entre la arboladura; escapaban lanzando gritos estridentes; hubiérase dicho que tenían miedo de aquella nave llena ce cadáveres, siniestramente iluminados por antorchas fijas en las bordas.

Sao-King, sentado entre los muertos, parecía no haber advertido que avanzaba el huracán.

Con los ojos desencajados, la cara descompuesta y los brazos cruzados convulsivamente sobre el pecho, parecía la estatua del dolor; mientras los dos hermanos y el oficial, agrupados junto al castillo contemplaban tristemente aquella hecatombe. También parecía que habían olvidado que el huracán los amenazaba.

Un relámpago intenso que los demás, seguido de un trueno ensordecedor y de una ola que hizo cabecear violentamente la nave, sacó al oficial de su inmovilidad. El hombre de mar se despertaba ante la proximidad del peligro.

—¡Vaya —exclamó—: Esto ha concluido, y ninguno podrá volver a la vida a esos desgraciados! ¡Pensemos en salvar el buque!

—¿Será una verdadera tempestad? —preguntó Juan.

Sí, y temo que se desencadene con inaudita violencia —repuso el argentino—. Veo hacia el Sur una masa oscura que aumenta a ojos vistas, desplegando por todas partes sus tentáculos como un inmenso pulpo. Es un ciclón que gira en las altas regiones del aire.

—¿Y qué podremos hacer, señor Vargas, sin brazos suficientes para hacer maniobrar una nave tan grande? —preguntó el comisario.

—Amainaremos todas las velas y no conservaremos más que la gran gavia. Juan y Sao-King podrán encargarse de la maniobra, mientras yo me pongo al timón. Como no podemos hacer frente al huracán, trataremos de escapar.

—¿Dónde nos encontramos en este momento?

—A mediodía estábamos a cuatrocientas millas de las islas Tonga-Tabú.

—¿De qué parte avanza el ciclón?

—De Occidente.

—Entonces iremos a dar con las Tonga-Tabú —dijo Cirilo.

—Trataremos de evitarlo, señor Ferreira.

—¿Y estos muertos? ¿Debemos tirarlos al mar? —preguntó Juan.

—Las olas se encargarán de barrerlos de ahí.

—También nos llevarán a nosotros —dijo el comisario.

—¡Confiemos en Dios, señor Ferreira!

Pasando entre los cadáveres, se aproximó a Sao-King y le puso una mano sobre el hombro.

—Venga usted —le dijo con voz dulce—. No podrá resucitarlos.

—¡Es verdad! —repuso el chino con voz sorda.

—El mar nos da la batalla, y tenemos que defendernos añadió el comisario.

—¿Para qué?

—¡Hay que vivir para vengarnos!

Al oír aquellas palabras, el chino se puso en pie de un salto.

—¡Sí! —dijo con ira reconcentrada—. ¡Hay que vengarlos! ¿Qué hay que hacer? ¡Mande usted lo que sea!

—¿Usted ha sido marinero en otro tiempo?

—Mandaba un junco de mi propiedad.

—Entonces, sabrá maniobrar una vela.

—Como un gaviero.

—Es necesario amainarlas todas. No conservaremos más que la gran gavia.

El chino, que había navegado varios años antes de ser jefe de coolies, comprendía perfectamente que no había tiempo que perder. Las primeras ráfagas llegaban ya, haciendo crujir las velas que habían permanecido desplegadas durante la revuelta, exceptuados los foques y contrafoques, que habían sido plegados la noche precedente.

Mientras el oficial acudía a popa para ponerse al timón, donde ya le había precedido el comisario para ayudarle en la medida de sus fuerzas, Sao-King y Juan habían comenzado a amainar las velas.

El joven peruano, aunque no era verdaderamente un marinero, tenía todas las condiciones de tal y había aprendido fácilmente la maniobra durante los viajes que había hecho con su hermano. Dotado de extraordinaria agilidad y de fuerte musculatura, a pesar de su poca edad, podía competir con el chino.

Muy pronto hasta las velas del trinquete y la maestra fueron amainadas, no quedando desplegadas más que la gran gavia y una trinqueta en el bauprés.

Apenas habían terminado aquella fatigosa maniobra, cuando las ráfagas comenzaron a aumentar en violencia. La nave de los muertos había variado de bordo lentamente, para volver la popa al ciclón, y huía hacia el Sudeste para mantenerse lejos de los peligrosos parajes de las Tonga-Tabú y de las Fidji, situadas un poco más al Norte.

A lo lejos, cuando callaban los truenos y las ráfagas se hacían menos intensas, se oía de cuando en cuando un rumor extraño y sordo: era el «reclamo» del mar.

Entre tanto, el Océano se volvía cada vez más amenazador: las olas se hacían más frecuentes y violentas y se cubrían de espuma; extrañas luces, producidas tal vez por la presencia de alguna bandada de gliisitus fulgiidi o de otros peces fosforescentes, aparecían y desaparecían, rompiendo por un momento la oscuridad que reinaba.

La nave saltaba desordenadamente con su lúgubre carga sobre las crestas de las olas, mientras las ráfagas se sucedían con mil ruidos y hasta con rugidos que dominaban a veces el fragor del trueno; sus costados, percutidos incesantemente, dejaban oír quejidos lamentables; los puntales se conmovían y las tablas chirriaban.

Sobre cubierta, los cadáveres, a impulsos de aquel continuo vaivén, se deslizaban de una borda a otra, haciendo entristecerse aún más a los supervivientes, que luchaban contra el huracán y contra la muerte.

—¡Si al menos pudieran llevárselos las olas! —dijo el señor Vargas al comisario, que se aferraba desesperadamente para resistir las desordenadas sacudidas de la nave.

—No tardarán —repuso éste—. El agua ya salta sobre la obra muerta.

—¡Y apenas han comenzado a levantarse, señor Ferreira!

—¿Es realmente un ciclón lo que nos amenaza?

—Sí.

—¿Podremos mantener nuestra ruta?

—Lo espero. El viento nos empuja hacia el Sudoeste.

El chino alzó la cabeza, y después la bajó, mirando al mar.

—¡Mala tempestad! —dijo—. ¡Se diría que va a estallar un tifón semejante a los que devastan el Mar Amarillo!

—Es un verdadero ciclón.

—¿Cuántas horas hace que se ha marchado el envenenador?

—Cuatro.

—¡Tal vez este huracán destruya las chalupas! —exclamó Sao-King con sonrisa siniestra.

—¡A la maniobra, Sao-King! ¡Juan te ayudará!

—¿Y el comisario?

—Por el momento no nos servirá; está muy débil.

—¡Es verdad! ¡Me había olvidado de su herida!

—¡Démonos prisa! El ciclón se acerca a pasos de gigante. ¿Oyes ese rugido que viene de allá lejos? Es lo que los ingleses llaman «reclamo» del mar. ¡Mal signo, Sao-King!

—¿Resistirá la nave?

—¡Confiemos en Dios! ¡En sus manos estamos!

—Me parece que la nave sostiene bien el viento.

—Sí, señor Ferreira; por ahora, sí; pero ¿y luego? El ciclón aún no ha descargado sobre nosotros.

—¿Y las chalupas de esos infames que nos han abandonado?

—Dudo que puedan resistir. Si no han encontrado algún refugio, naufragarán.

—¿Hay alguna isla próxima a nosotros?

—Sí; un escollo llamado la Roca Humeante.

—¿Se habrán dirigido a esa islita? —preguntó Ferreira.

—Lo supongo; mas por ahora no digamos nada a Sao-King. Más tarde, si logramos escapar de la muerte que nos amenaza, buscaremos al envenenador y…

—¿Le matará usted?

—Lo he jurado, como lo ha jurado Sao-King.

—¡Calle usted!

En el aire se oían tremendos rugidos que se aproximaban, mezclados con un espantoso ruido que parecía formado por millares de voces.

—¡Es el ciclón, que está a punto de caer sobre nosotros! —dijo el argentino, palideciendo—. ¡Tratemos de no ser cogidos entre sus espiras!

El mar engrosaba rápidamente.

Ya no se veían sus olas anchas e imponentes; parecía hervir como una caldera gigantesca caldeada por volcanes submarinos.

Las olas levantaban el buque impetuosamente, le hacían caer hacia el abismo, y luego tornaban a lanzarlo sobre las crestas de las olas, como si fueran a chocar sus palos contra las nubes.

Como había predicho el comisario, las olas invadieron la cubierta por todas partes. Después de haber chocado contra las márgenes de la obra muerta, cayeron sobre cubierta, la atravesaron y escaparon por el otro lado, arrastrando la lúgubre carga.

Cadáveres, barriles y cajas desaparecían.

El Océano se los llevaba. Las antorchas se apagaban; pero no por eso la noche era más oscura.

Las nubes, que parecían suspendidas sobre las crestas de las olas, eran de fuego, como si en vez de vapor de agua fuesen llamaradas de un incendio intenso.

En el cénit brillaba un espacio iluminado por una luz lívida, cadavérica: debía de ser el vértice del ciclón.

Alrededor de aquel punto luminoso todo eran densas tinieblas. Debajo, el Océano se levantaba espantosamente, como si quisiera unirse a los vapores que giraban en torno de aquel ojo siniestro. Allí se encontraba el centro del ciclón y la nave corría a su encuentro, impulsada por el huracán.

Después de haber amainado la trinquetilla, Sao-King y Juan se refugiaron en el castillo. Un vivo terror se retrataba en sus rostros, y miraban con ansiedad aquel foco luminoso, que parecía deber aspirar el agua del Océano y la nave a un tiempo.

Las olas se agolpaban en todas las direcciones, corriendo en torno de la nave de los muertos y mugiendo espantosamente.

Los vientos, ya sin dirección fija, rugían horrorosamente, torciendo las cuerdas de la nave y haciendo crujir y oscilar los palos como si de un momento a otro hubieran de ceder a la violencia de las ráfagas y precipitarse sobre la cubierta.

La gavia mayor, derribada de golpe, esparcía sus trozos de tela como blancos pájaros.

—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Ferreira, que se mantenía agarrado a la rueda del timón para ayudar al argentino—. ¿En el infierno, o dónde?

—¡En el centro del ciclón! —repuso el oficial.

—¡Entonces, estamos perdidos! Esta es una tromba marina. ¡Seremos aspirados! ¡Mire usted: la nave da vueltas y no obedece ya al timón!

—¡Cállese!

En lo alto, hacia el foco blanquecino, se oían mil espantosos fragores. Parecía que el granizo, impulsado por un viento furioso, golpeaba sobre las paredes sólidas. ¿Qué ocurría en las altas esferas de la atmósfera?

La tromba giraba con velocidad increíble, arrastrando las olas a una carrera loca y aspirándolas.

Estas se levantaban siempre como si quisieran unirse a las nubes y desaparecer a través de aquella terrible boca. De pronto, todos aquellos rugidos y silbidos estridentes cesaron como por encanto, y las olas se aplacaron casi de golpe.

Sobre el Océano se había establecido la calma; pero una calma angustiosa que daba miedo. Sólo en lo alto continuaba la tromba girando, aproximándose a la cima de la columna de aire, cuya base ocupaba la nave de los muertos.

¿Qué iba a suceder? Los cuatro supervivientes se estrechaban unos contra otros, aferrándose desesperadamente a la rueda del timón.

De pronto, Sao-King lanzó un grito.

—¡A los cañones!

¿Se había vuelto loco? No; el chino, que había afrontado tantas veces los espantosos tifones del mar de su país, se había acordado de que a veces basta un estampido para truncar aquel terrible meteoro.

A pesar de los movimientos desordenados de la nave, se lanzó a través de la cubierta, ya limpia de cadáveres; subió al castillo de proa, abrió los dos fanales, encendió un trozo de cuerda alquitranada y prendió fuego al cañón que había quedado en batería y estaba aún cargado.

La detonación resonó sordamente entre las paredes del cono, moviendo vigorosamente las capas de aire.

Entonces ocurrió un fenómeno extraño: el eje del ciclón se ensanchó, las paredes vaporosas del cono se hundieron y un torbellino de agua cayó sobre la nave, sumergiéndola, mientras horribles truenos resonaban en lo alto.

Por un momento, el argentino, los dos peruanos y el chino se creyeron tragados por las aguas. Oyeron confusamente grandes crujidos, y después una masa enorme cayó sobre la cubierta, rompiendo las bordas: era el palo mayor, que había caído por la violencia del viento, o tal vez por algún rayo; perola nave no había cedido.

Volvió a subir sobre la cresta de las olas y huyó desordenadamente, arrastrada por los vientos, que la lanzaron hacia el Este con espantosa velocidad.