EL ENVENENADOR
Cuando volvió a subir a cubierta, los marineros ya habían botado al agua la chalupa, la canoa grande y la vela, sin hacer ruido, a fin de no llamar la atención de los chinos, que vigilaban detrás de la barricada.
Los víveres ya habían sido colocados en ella, lo mismo que las municiones.
Sólo faltaba embarcarse.
Antes de dejar el buque, el capitán se adelantó hacia el borde del castillo para ver si los chinos avanzaban.
La cubierta, hasta el palo mayor, estaba despejada. Sólo en las dos barricadas se veía confusamente moverse alguna que otra sombra.
—¡Buena suerte! —murmuró con diabólica sonrisa—. Y, sobre todo, ¡bebed con abundancia de mi sabroso aguardiente!
Se volvió hacia sus hombres y les dio la orden de bajar a la chalupa, dándoles el ejemplo.
Mientras los marineros ocupaban sus puestos, el oficial fue a buscar al comisario, el cual estaba dormido junto a su joven hermano.
—¡Señor Ferreira! —dijo, sacudiéndole para despertarle.
En aquel momento se oyó al capitán gritar:
—¡Señor Vargas! ¡Señor Vargas!
El oficial se inclinó sobre la amura, mientras Juan obligaba al herido a levantarse.
—¿Qué quiere usted? —preguntó.
—¡Baje usted pronto!
—Estoy ayudando al comisario.
Una risa siniestra llegó a su oído.
—¡Que se queden a bordo esos majaderos! —dijo el capitán—. ¡Estoy harto de ellos!
El oficial hizo un gesto de furor.
—¿Ha olvidado, usted que están los chinos a bordo? —preguntó con ira.
—¡Que se las arreglen ellos con los coolies!
—¿Sería usted capaz de cometer semejante infamia?
—¡O baja usted, o hago cortar las cuerdas!
—No bajaré sino con el comisario y su hermano.
—¡Estúpido! ¡Que el diablo le lleve! —gritó, furioso, el capitán—. Por última vez, ¿baja usted?
—No, señor. Yo no cometeré jamás una villanía semejante.
—Entonces, ¡buenas noches! ¡Cortad las cuerdas!
Vargas lanzó un grito de rabia y cogió rápidamente un fusil que había quedado abandonado en el castillo.
—¡Pirata! —gritó—. ¡Muere!
Un relámpago rompió las tinieblas, seguido de un disparo de un grito de dolor.
—¡Te alcance, envenenador! —rugió el argentino.
Una carcajada estallo en las tinieblas.
—¡Buenas noches, señor Vargas! —gritó una voz irónica. Era la del capitán Carvadho.
Al ruido del disparo los centinelas chinos que vigilaban en la barricada se habían levantado, gritando:
—¡A las armas!
Entre tanto, el comisario, ayudado por Juan, había logrado levantarse y se sujetaba a la amura.
—¿Qué pasa, señor Vargas? —preguntó
—¡Que esos malvados nos han abandonado!
—¿Quiénes? ¿Los marineros? —exclamó el señor Ferreira con doloroso estupor
—Y también el capitán.
—¡Miserables!
—¡Y he errado el tiro! ¡Si al menos le hubiera matado!…
—¿De modo que estamos solos?
—Solos contra todos los chinos.
——Y usted, ¿no los ha seguido?
—Me he negado a dejar a ustedes abandonados. No he querido hacerme cómplice de semejante villanía.
—Tal vez Sao-King no quiera matarnos.
—Al menos te respetará a ti —dijo Juan—. Recuerdo que cuando aquel chinó se disponía a herirte, gritó: «¡No toquéis a ese hombre!».
—Entonces, tampoco se meterá conmigo —dijo a argentino—. Yo sé guiar la nave, puedo ser útil a Sao-King. ¡Ah! ¡Ya vuelven a avanzar! ¿Habrán advertido la fuga de la tripulación? Señor Ferreira, coja usted también un fusil. Ahí cerca he visto uno. Y usted señor comisario, no se mueva de aquí hasta que conozcamos las intenciones de Sao-King.
Algunas sombras se deslizaban a lo largo de las bordas, tratando de acercase al castillo.
El oficial y el joven Ferreira apuntaron con sus fusiles, gritando:
—¡Alto, o hacemos fuego! ¡Al alba nos rendiremos!
Al oír hablar de rendición, lanzaron los chinos un inmenso grito de triunfo.
Sao-King, avisado en el acto, se adelantó.
—¿Quién habla? —preguntó—. ¿Es el capitán Carvadho?
—No; soy su lugarteniente —repuso el argentino.
—¿Quiere usted rendirse?
—Sí; hemos decidido capitular.
—¿Dónde está el capitán?
—Ha huido.
—¡Cuidado, que como nos tiendan un lazo no perdonaremos a ninguno!
—Te digo que ha huido, Sao-King, y que a estas horas deben de estar lejos.
—¿Está usted solo?
—No —repuso el oficial—; también han quedado aquí el comisario y su hermano.
—¿No ha muerto el señor Ferreira? —preguntó, interesado, Sao-King.
—Sólo está herido, y no de gravedad.
—Me alegro mucho. Y ese disparo que acabo de oír, ¿qué significa?
—He disparado yo contra el capitán.
—¿Usted? —exclamó el chino, con estupor.
—Quería castigarle por habernos abandonado.
—Nada tiene usted que temer por nuestra parte —dijo Sao-King—. Yo no me olvido de los que han tratado de defendernos contra la brutalidad del capitán. Depongan las armas y vengan a mi encuentro. ¡Que nadie toque a estos hombres blancos, que son mis amigos! Traed luces, y festejad la conquista de nuestra libertad y del buque.
Un grito ensordecedor acogió aquellas palabras.
—¡Viva Sao-King! ¡Viva nuestro capitán!
Un momento después, quince o veinte hombres salían del cuadro llevando antorchas encendidas y seguidos por toda la turba, aún armada de cuchillos, manivelas y sables.
Al verlos avanzar como una tropa de demonios desencadenados, el oficial argentino vaciló.
«¿Nos habrá prometido Sao-King la vida —se dijo— para cogernos desarmados? No nos dejaremos matar como corderos; y si hemos de morir, moriremos todos juntos».
En el castillo había aún dos barriles de pólvora de cuarenta libras cada uno, que los marineros no habían podido embarcar. Coger un hacha y abrirlos fue cosa de un momento.
—¿Qué hace usted, señor Vargas? —preguntó el comisario.
—Tomo mis precauciones, señor Ferreira —repuso el argentino.
Dicho esto, cogió uno de los dos fanales reglamentarios y lo encendió, manteniéndolo abierto.
Los chinos estaban entonces bajo el castillo y se preparaban a escalarlo.
—¡Alto! —gritó el oficial, con voz tonante—. ¡Si dais un paso más, hago saltar el buque!
Sao-King se adelantó
—¿Qué significa esa amenaza? —preguntó con asombro.
—Veo que tus hombres van aún con armas…dijo el argentino, y, por tanto, no debemos creer ciegamente en tus promesas.
—Haces mal —repuso d chino—, yo juro solemnemente cumplir lo prometido: nada tenéis que temer de nuestra parte.
Volviéndose luego hacia la turba, dijo en tono que no admitía réplica:
—¡Dejad las armas! ¡La nave es nuestra y la batalla ha terminado!
Mientras los chinos obedecían sin hacer la menor observación, Sao-King subió al castillo, estrechó la mano al oficial y a Juan y luego se acercó al comisario, que estaba sentado sobre un rollo de cuerdas.
—Señores —dijo con cierta nobleza—, mucho siento que uno de mis hombres haya herido al señor Ferreira; pero todos tendremos cuidado de él, y deseamos vivamente su curación.
—Gracias, Sao-King —repuso el señor Ferreira—. Nos habíamos engañado al dudar de tu agradecimiento.
—No he olvidado el día en que usted y su hermano afrontaron, por defendernos, las iras del capitán. Dele usted que mis hombres le lleven a su camarote.
—Le llevaremos nosotros, Sao-King —dijo el oficial—. Ayúdeme usted, señor Juan.
Cogieron en brazos al herido y por una de las escalas que había vuelto a ser colocada atravesaron la cubierta para conducirle al cuadro.
Los chinos abrieron respetuosamente sus filas; pero apenas le vieron desaparecer, todos aquellos hombres se lanzaron vociferando por toda la nave. Parecían colegiales en vacaciones. Se esparcieron por todos lados; subían hasta las crucetas y volvían a bajar para entrar en los camarotes y en la cámara común.
De pronto resonó un grito.
—¡A la despensa!
Un aluvión de hombres se lanzó hacia proa y se precipitó en el almacén de provisiones.
Un grito de triunfo anunció a los que quedaban sobre cubierta que habían sido encontrados los víveres. Ca: as y barriles fueron sacados y abiertos a hachazos, mientras cuatro chinos colocaban los dos toneles de aguardiente sobre dos cajas volcadas.
—¡Compañeros! —gritó una voz—. ¡Bebamos el tafia del capitán!
¡El tafia! ¡Qué fiesta para aquellos desgraciados, que desde su embarco no habían probado ni una gota de licor!
Todos se lanzaron hacia los dos barriles, alargando las manos, mientras otros volcaban sobre cubierta las cajas de bizcocho y de harina, los barriles llenos de carne salada y de fruías secas y las latas de conservas alimenticias.
Los dos barriles fueron perforados con un puntero, y dos chorros color de ámbar cayeron de los recipientes de las tazas y escudillas y aun en las latas apenas vaciadas.
¡Era una orgía, un delirio!
Sólo Sao-King, en pie en el castillo de proa, permanecía impasible y no tomaba parte en la fiesta. El improvisado capitán velaba por la seguridad de todos. Temía un ofensivo retorno de las chalupas y miraba ansiosamente al mar, que murmuraba profundamente, distendiendo sus anchas olas sobre los peces. Sus compatriotas ni siquiera habían advertido su ausencia. Los desgraciados tragaban el veneno a oleadas y saqueaban con avidez las provisiones: bacalao seco, cerdo salado, conservas, frutas secas, todo desapareció entre aquellos millares de dientes formidables.
Al cabo, después de tantos días de hambre podían saciarse y beber aquel delicioso tafia que abrasa la garganta e incendia las entrañas.
De pronto, un grito de desesperación partió del cuadro.
—¡Desgraciados! ¿Qué habéis hecho?
Aquel grito se había escapado de los labios del oficial argentino, que apareció en aquel momento sobre cubierta después de haber curado la herida del señor Ferreira.
Viendo a los chinos vaciar los barriles de aguardiente, se había acordado de que los víveres y los licores habían sido envenenados por el capitán.
Se lanzó como un loco entre aquellos infelices, ya casi ebrios, gritando:
—¡Alto! ¡Bebéis la muerte!
Ninguno comprendió el verdadero sentido de aquellas terribles palabras, porque todos tenían el cerebro nublado por el licor fatal.
Hasta algunos, al verle acudir, sacaron los cuchillos, creyendo que trataba de oponerse a la orgía.
Sao-King, sin embargo, había comprendido vagamente que un grave peligro amenazaba a sus compatriotas. De un saltose lanzó fuera del castillo, dirigiéndose rápidamente al oficial argentino.
—¡Señor! —exclamó al verle pálido y con el rostro descompuesto—. ¿Qué le pasa?
—¡Sao-King! ¡El veneno!… —gritó el argentino, con voz conmovida—. ¡Ah, desgraciados!
—¿Qué veneno? —gritó el chino, que tenía miedo de adivinar.
—¡Haz tirar los barriles de aguardiente!
El chino había acabado por comprender.
Derribando con ímpetu irresistible a los bebedores, cogió los dos barriles; pero los dejó caer en el acto, lanzando un grito de desesperación. ¡Ya estaban casi vacíos!
—¡Maldición! —gritó—. ¡Capitán Carvadho, he de arrancarte el corazón!
Se lanzó luego hacia el argentino, que parecía embobado contemplándole.
—¡No es posible! —exclamó—. ¡No puedo creer en tanta infamia!
—¡Tus hombres están perdidos! ——sollozó el oficial.
—¿No hay algún medio de salvarlos?
—¡Han tragado arsénico!
—¿Quién lo ha puesto en los barriles?
—El infame Carvadho.
—¿Está usted seguro?
—¡Mira! ¡Tus compañeros comienzan a retorcerse bajo los primeros ataques del terrible veneno!
Sao-King se volvió con el rostro alterado por un dolor inmenso.
Algunos hombres, que habían bebido más que los otros, o que eran más débiles, habían caído en torno de los barriles, agitándose desesperadamente.
Roncos gemidos se escapaban de sus labios; pero sus compañeros parecían no haber advertido nada. Estaban vaciando las últimas gotas del fatal licor, sordos a las indicaciones de Sao-King, y devorando las provisiones esparcidas por la cubierta.
—¡Sálvelos usted! ¡Trate de hacer algo por ellos! —exclamó el jefe de los coolies.
—¡Nada puedo hacer por ellos! —repuso con voz alterada el oficial argentino—. ¡Todos están condenados!
—Vamos adonde está el comisario; tal vez pueda salvarlos de la muerte.
—¡No podrá hacer nada. Sao-King! ¡Ninguno de los que han bebido el veneno puede salvarse!
—¡Venga usted; se lo ruego!
El oficial, tal vez por sustraerse al espectáculo de aquella hecatombe, le siguió al cuadro. El señor Ferreira, que había oído el grito desesperado del oficial, estaba levantándose ayudado por su hermano. Cuando vio al chino y a su compañero aparecer con los rostros descompuestos y los ojos fuera de las órbitas, comprendió que algo muy grave ocurría a bordo.
—¡Sálvelos usted, señor! —gritó Sao-King precipitándose a su encuentro.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Ferreira, alarmado, lleno de inquietud.
—¡Mis compatriotas perecen!
—¿Quién los ataca? —gritó el comisario, alargando la diestra hacia una pistola—. ¿El capitán?
—¡El veneno! —exclamó el oficial—. ¡Han bebido aguardiente en el cual el infame Carvadho había echado arsénico!
—¡Dios mío! —gritaron juan y su hermano.
—¡No los deje usted morir! —gritó Sao-King.
—Si han bebido el aguardiente, los desgraciados están perdidos —balbució el señor Ferreira.
—¿Se puede intentar algo? —preguntó el argentino.
—¡Nada! —repuso el comisario—. ¡El arsénico no perdona!
Apoyando luego una mano sobre la cabeza del chino, que sollozaba, añadió:
—¡Nosotros los vengaremos, Sao-King! ¡Es todo lo que podemos hacer!
Ayudado por Juan, atravesó el camarote y se detuvo sobre la escala del cuadro.
La cubierta de la nave, iluminada por veinte antorchas, presentaba en aquel momento un atroz espectáculo. Más de trescientos cincuenta cuerpos humanos se retorcían como serpientes.
Gritos desesperados, sordas imprecaciones y profundos gemidos se escapaban de los labios de aquellos desgraciados. De cuando en cuando, después de reiterados esfuerzos, alguno se ponía en pie, permanecía un momento en equilibrio, agitando los brazos en el vacío, y luego se desplomaba sobre la cubierta como herido por un rayo.
—¡Es horrible, es horrible! —balbució el señor Ferreira con voz entrecortada.
—¡Hermano, huyamos! —exclamó Juan—. ¡Esta es la nave de los muertos!
En aquel instante, un cegador relámpago, seguido de un trueno lejano, brilló entre las negrísimas nubes que se habían levantado poco antes de que el sol se pusiera.
El oficial lanzó una mirada al cielo. Ningún astro brillaba en él.
—¡La tempestad! —dijo, estremeciéndose.
—¡Triste noche! —murmuró el señor Ferreira, dejándose caer sobre un rollo de cuerdas.
Sao-King, que hasta entonces había permanecido mudo mirando con espanto a sus infelices compatriotas, que se debatían entre las convulsiones de la agonía, tendió la diestra hacia las nubes tempestuosas, diciendo:
—¡Que la nave de los muertos se vaya a pique, y nosotros con ella!