CAPÍTULO VI

TERRIBLE COMBATE

Con un acuerdo admirable, los chinos, siguiendo tal vez un plan preconcebido, en vez de avanzar, afrontando aquellas terribles bolitas erizadas de puntas, que continuaban corriendo de babor a estribor con un tintineo metálico que estremecía, se retiraron precipitadamente hacia el castillo.

En un abrir y cerrar de ojos, todo el mobiliario de los camarotes, los barriles de las provisiones, los rollos de cuerdas, etcétera, habían sido lanzados de modo que formasen una barricada, y el cañón que el capitán Carvadho había derribado había sido vuelto a colocar en su sitio.

Los chinos procedieron con tanta rapidez, que la barricada se había levantado antes que el capitán hubiese dado la voz de fuego.

—¡Ah, bribones! —rugió—. ¡Saben más de lo que yo creía! ¿Quieren batalla? ¡Pues la tendrán! ¡Fuego en toda la línea! ¡Barredme la cubierta de esos perros amarillos!

Apenas sonó la voz de mando, cuando un huracán de metralla atravesaba la cubierta de la nave, chocando sobre la barricada y matando o hiriendo a una docena de chinos.

El cañón había sido disparado, y por primera vez la sangre había bañado abundantemente la nave.

Un inmenso grito de rabia se alzó entre los chinos, dominado en el acto por la voz tonante de Sao-King.

—¡Tendeos sobre el castillo! —gritó el jefe de los coolies—. El que no tenga armas, que me siga al entrepuente.

—¿Qué querrá hacer ese bandido? —se preguntó el capitán Carvadho, que había oído aquella voz de mando.

—Temo que va a darnos mucho quehacer —dijo el contramaestre—. Sao-King va a jugarnos alguna mala pasada.

—Mientras los rompepiés corran, los chinos no llegarán aquí.

—Podremos diezmarlos; pero han puesto en batería el cañón, y en el cuadro han encontrado fusiles.

—Veo pocos armados. Y el comisario, ¿ha muerto? —preguntó el capitán cambiando de conversación—. Si estuviera vivo, podría tratar de calmar a los rebeldes. Sao-King le protege. Ve a verle. Mientras tanto, yo trataré de desalojar a los chinos del castillo. ¡Fuego, y no economicéis la pólvora!

Mientras los marineros, tendidos sobre el castillo de proa, hacían tronar sus fusiles, Francisco se dirigió hacia el sitio donde estaba recostado el señor Ferreira, asistido por su hermano.

Algunos marineros, más humanitarios que el capitán, habían acumulado frente al herido algunas cajas para formarle un reparo contra las balas de los chinos. El señor Ferreira había vuelto en sí al primer cañonazo.

El golpe de barra le había herido en el cráneo, produciéndole una herida de varios centímetros, sin que por fortuna interesase más que el cuero cabelludo.

Sin embargo, el golpe había sido tan violento, que le había hecho perder el conocimiento, y la pérdida de sangre había sido tan copiosa, que le había dejado extremadamente débil.

Su hermano le había lavado la herida y había vendado la cabeza con la ayuda de un marinero.

Al ver al contramaestre, el comisario trató de levantarse, pero sin conseguirlo.

—No se mueva usted, señor comisario —dijo el viejo lobo de mar—. ¿Cómo se encuentra usted?

—Aún muy débil.

—Has perdido mucha sangre, hermano —dijo Juan—. Has sido la primera víctima de los chinos, a quienes tratabas de defender.

—Era un golpe más bien destinado seguramente al capitán que a mí.

—Es verdad, hermano, porque Sao-King había gritado que te respetaran. ¿Quién le envía a usted, Francisco?

—El capitán.

El señor Ferreira frunció el ceño.

—¿Qué quiere de mí?

—Que trate usted, si las fuerzas se lo permiten, de calmar a los chinos.

—¡Es demasiado tarde! Nadie podrá frenar ya a esos hombres. Si el fuego no ha logrado volverlos al entrepuente, mis palabras no harán más que irritarlos todavía más, puesto que, a excepción de Sao-King, todos me consideran como enemigo. Además, no tengo las fuerzas necesarias para semejante empresa.

—Y aunque pudieses levantarte, te aconsejaría que no dieras ni un paso para sacar de apuros a esa fiera —dijo Juan—. Él ha sido quien con sus malos tratos ha lanzado a los chinos a la revuelta.

—Es verdad, señores —dijo el contramaestre inclinando la cabeza—. Si hubiera seguido mis consejos no habríamos llegado a este punto.

—¿Se defienden los chinos?

—Ferozmente.

—¿Hay peligro de que lleguen a nosotros?

—Si no fuera por los rompepiés, a estas horas ya habrían llegado aquí. ¡Parecen tigres desencadenados!

—¿Qué piden?

—Que se les vuelva a China.

—Pues si el capitán quiere salvar su nave, que acceda a su demanda. Ese es mi consejo.

—Así se lo diré. No trate de levantarse, porque las balas comienzan a silbar por aquí.

Mientras cruzaban aquellas palabras, se había empeñado una ferocísima lucha por ambas partes.

Los chinos, que estaban armados con fusiles, aunque en poquísimo número, habían abierto el fuego contra el castillo de proa, y el cañón que habían puesto en batería había disparado dos veces, hiriendo del primer tiro el árbol de trinquete, y matando tres hombres con el segundo.

Los marineros contestaban, sin embargo, vigorosamente, tratando de desalojar a los chinos del castillo.

Disparaban contra los artilleros que servían el cañón inoportunamente abandonado por el capitán, y contra todas las cabezas peladas que asomaban sobre la trinchera.

Varios chinos habían caído; pero los otros, lejos de espantarse, resistían tenazmente, animándose unos a otros con clamores cada vez más feroces.

Sin embargo, era de temer que hubieran tenido la peor parte, de no haber encontrado el modo de lanzarse al asalto.

Los fusiles de la tripulación no hubieran tardado en triunfar.

Estaban las cosas en este punto, cuando, a riesgo de recibir una bala en la cabeza, el contramaestre pudo llegar a donde estaba el capitán.

—¿Qué hay? —preguntó éste, descargando su fusil contra uno de los artilleros.

—El comisario ha vuelto en sí; pero está tan débil que no puede tenerse en pie.

—¿No quiere intentar nada para calmar a esos condenados?

—No puede.

—¡Que los tiburones se lo traguen pronto!

—Me ha encargado que le dé a usted un consejo.

—Habla.

—Que acceda usted a volver los chinos a Macao.

—¡He aquí cómo son esos agentes gubernativos! —dijo el gigante, con ironía—. Por fortuna, mando yo a bordo, y no dejaré que nadie se me imponga.

—¿Y si los chinos no ceden? —preguntó el contramaestre.

—¡Los mataremos a todos!

—Piense usted que son muchos y que podrá tocarnos perder, porque también comienzan a caer nuestros hombres.

—¡Toma un fusil, dispara y no te preocupes de lo demás!

En aquel momento, gritos ensordecedores se alzaron hacia la popa. Algunos chinos salían del cuadro corriendo, llevando en hombros largas tablas y pedazos de tabique que habían arrancado del entrepuente.

El capitán palideció.

—¡Muerte y condenación! —exclamó, con voz ronca—. ¡Estamos perdidos!

Desafiando intrépidamente el fuego, los chinos comenzaron a lanzar aquellas tablas sobre los rompepiés para hacerse un puente y lanzarse más tarde al asalto del castillo.

Los rompepiés, en los cuales tanto había confiado el capitán para hacer imposible un ataque impetuoso, iban a hacerse inofensivos.

Apenas lanzados los primeros puentes, aparecieron otros chinos con nuevas tablas y nuevas traviesas.

Avanzaban saltando como demonios para impedir a los marineros que los tomasen por blanco y resguardándose detrás de las tablas; luego, desembarazados de la carga, retrocedían precipitadamente, salvándose en el cuadro.

El capitán Carvadho, que veía desaparecer poco a poco de la cubierta las bolas erizadas de pinchos, estaba furioso y maldecía a cada momento.

—¡Fuego! —decía—. ¡Barred la, cubierta!

Los marineros, que comprendían el grave peligro que corrían, no cesaban de disparar, ya sobre el cuadro para desalojar a los pocos que permanecían ocultos tras la barricada, ya sobre los que llevaban las tablas, mientras el cañoncito barría la cubierta con incesantes descargas de metralla.

Algunos, lanzados los puentes para no pisar sobre los rompepiés, habían tratado de avanzar intentando un ataque a la bayoneta, pero se habían visto obligados a retroceder precipitadamente.

Algunos chinos, encaramados en las cuñas, habían lanzado contra sus adversarios las pesadas poleas de la maniobra, matando a dos e hiriendo a cuatro,

—¡Hay que resistir hasta la noche! —dijo el capitán a Francisco.

—¿Qué quiere usted hacer? ——preguntó éste.

—Si no logramos meter a eres perros en el entrepuente, iban don aremos la nave. No debemos de estar lejos de Tonga-Tabú.

—Pero esas islas están habitadas por antropófagos.

—¡Siempre serán menos terribles que esos tigres amarillos! ¿Cuántas chalupas tenemos disponibles?

—No hay más que dos sobre la grúa de proa; las otras han quedado en la popa.

—Podrán bastarnos porque muchos de los nuestros se quedarán aquí, y de seguro no vivos; pero al marchanos prepararemos a los chinos una hermosa sorpresa.

—¿Incendiará usted la nave?

—¡Ah, no: porque espero recobrarla ni tarde! ¿Tenemos arsénico a bordo, Francisco?

—¡Capitán! —exclamó el viejo contramaestre, estremeciéndose—. ¿Qué quiere usted hacer?

—Envenenar la provisión de agua.

—¿Quiere usted cometer semejante crimen? ¡No no lo hará usted!

—¡Silencio! Los chinos vuelven a acometernos. ¡Fuego muchachos! ¡No haya cuartel! ¡Si vencéis, doble paga por un mes y doble ración de aguardiente hasta que lleguemos a nuestro destino!

Los marineros no necesitaban tales excitaciones. El miedo de caer vivos en manos de los chinos los obligaba a defenderse desesperadamente, porque sabían que no les darían cuartel.

Disparaban como locos haciendo fuego sobre los grupos más numerosos, gritando y amenazando.

Los chinos caían a pelotones, pero sin detenerse. Lanzaban tablas sin interrupción, desafiando intrépidamente el castillo de proa para aplastar con su número al de los odiados hombres blancos.

Entre las detonaciones de la fusilería y el fragor de las dos piezas de cañón, se oía siempre la voz de Sao-King, que gritaba:

—¡Adelante, adelante! ¡Venganza a nuestros muertos!

La cubierta de la nave estaba casi toda sepultada bajo montones de tablas, lanzadas sin cesar.

El momento del asalto se aproximaba.

Los chinos del castillo, después de una última descarga que había hecho caer a cuatro marineros, se lanzaron a cubierta.

El capitán contó rápidamente sus hombres.

Catorce habían caído muertos o heridos, pero aún quedaban veintiséis.

—¡Intentaremos prevenirnos! —gritó—. ¡Cuatro hombres al cañón, y que los demás me sigan!

Hizo lanzar dos puentes sobre la última capa de balas, y bajó al castillo seguido por los marineros, divididos en dos grupos.

—¡Cargad a la bayoneta! —gritó.

Los chinos salían en aquel momento, avanzando tumultuosamente. Se habían armado con todo lo que había caído en sus manos.

Los que llevaban fusiles eran poquísimos, como ya se ha dicho; los demás manejaban remos, traviesas y poleas que debían servir como hondas monstruosas, o cuchillos, o simples trozos de madera arrancados de los camarotes.

Algunos, con las puertas de éstos, habían improvisado escudos de extraordinarias dimensiones, demasiado pesados para un solo brazo.

A la orden dada por Sao-King, aquella turba indisciplinada, pero decidida a tirar al mar a toda la tripulación, se había lanzado a través de los puentes emplazados sobre los terribles balines, ya inofensivos.

—¡A muerte, a muerte! ¡Al agua los blancos! —gritaban todos.

—¡Echadlos! —rugió el capitán.

Seguido de los marineros, armados de fusiles con la bayoneta calada y de sables de abordaje, se lanzó contra los asaltantes para rechazar aquella horda tumultuosa.

Sus hombres descargaban las armas a quemarropa, y después se lanzaban contra los chinos con el valor que infunde la desesperación, atravesando pechos e hiriendo cabezas.

Los coolies, sorprendidos por aquel contraataque que causaba estragos en la primera fila, vacilaron, y al fin retrocedieron, empujándose y cayendo en espantosa confusión unos sobre otros.

El capitán Carvadho, valiéndose de su fuerza prodigiosa, empuñó el pesado fusil por el cañón y golpeó furiosamente los pelados cráneos de los coolies, abriéndose por entre ellos un camino sangriento.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Despejad la cubierta y matemos a estos perros en el entrepuente!

De improviso se encontró frente a un obstáculo que no era fácil vencer: los siete u ocho chinos armados de fusiles, a los cuales Sao-King animaba valerosamente para avanzar y dejara los otros que se reorganizaran.

Aquel puñado de hombres hizo una descarga a quemarropa sobre los marineros, derribando a cinco o seis, y luego, ayudado por un pequeño grupo armado de sables y barras, hizo frente a los demás sin retroceder un paso.

Sorprendidos los marineros por aquella inesperada resistencia, y atacados por el frente y por los flancos, retrocedieron a su vez en unión de su comandante, milagrosamente respetado por las balas, pero herido por un tremendo golpe de barra que le arrancó media oreja.

Aquel momento bastó a la indisciplinada turba para reorganizarse,

—¡Adelante todos! —gritó con energía Sao-King, que combatía ferozmente a la cabeza de sus escasos fusileros.

La horda entera se lanzó nuevamente al asalto, hiriendo con puntales, remos y poleas y lanzando por doquiera los cuchillos diestramente manejados.

El cañón del castillo de proa lanzó una descarga de metralla sobre los chinos, aun a riesgo de herir también a los marineros; pero los coolies ya no se contuvieron, y, atacando de cerca a la tripulación, la obligaron a huir precipitadamente ya volver al castillo.

Un grito inmenso saludó la retirada de la tripulación.

—¡Al castillo! —gritó Sao-King.

La noche avanzaba rápidamente. El sol, rojo como un disco de metal incandescente, se sumergía en el horizonte, mientras hacia el Este las aguas se ponían oscuras, y densos nubarrones subían por el horizonte, cubriendo poco a poco los primeros astros de la noche.

Aunque obligados a retirarse, los marineros no habían perdido por completo la esperanza de vencer y no tenían intención de rendirse.

Con prodigiosa rapidez habían vaciado la cámara general, llevando al castillo todos sus enseres y sus cajones, improvisando a su vez una barricada. Hecho esto, cortaron con algunos hachazos las dos escalas que unían el castillo con la cubierta para mejor defenderse.

—¡Tratemos de resistir hasta que la oscuridad ponga término a la lucha! —dijo el capitán—. Más tarde veremos lo que conviene hacer.

En aquel momento, los chinos se precipitaron al asalto, animándose con feroces gritos.

Habían casi llegado al palo mayor, cuando el cañón hizo fuego nuevamente. Agotada la metralla disponible, aquella vez había disparado con bala, trazando un surco sangriento entre los rebeldes. Luego los fusiles le habían hecho eco, lanzando una lluvia de proyectiles.

Los coolies, aun cuando maltrechos por aquel intenso fuego, atravesaron a la carrera la última parte de la cubierta y se reunieron bajo el castillo de proa. Agarrándose a los menores salientes y subiendo unos sobre los hombros de otros, trataron de encaramarse y derribar la barricada.

Los marineros, manejando las hachas y los sables de abordaje, se defendían con furor creciente, y el capitán, con una pesadísima barra de hierro, destrozaba a cuantos se presentaban ante él.

Aquella desesperada resistencia acabó por desconcertar a los coolies. Las pérdidas eran enormes, y ni un solo chino había conseguido subir a la barricada, defendida con obstinación desesperada.

Sao-King, que vio caer a sus hombres a montones, haciéndose matar inútilmente, ordenó la retirada.

—¡Mañana les cogeremos! —gritó—. ¡Todos a popa! ¡El timón está en nuestro poder! ¡Basta por ahora!

Los coolies, que ya vacilaban, se replegaron apresuradamente, sostenidos por el grupo de fusileros, reuniéndose todos hacia popa, donde levantaron una segunda barricada detrás del palo mayor.

Cansados los marineros por aquella larga lucha, que duraba tres horas, y estando además heridos en su mayor parte, cesaron el fuego.

La oscuridad se había hecho tan densa, que no se podía ver a los chinos parapetados detrás de su barricada.

El capitán, vendándose como pudo la herida, ordenó el recuento de sus hombres.

—Faltan dieciséis —repuso el contramaestre—, y, además, hay nueve heridos.

—¡Se acabó! —dijo el gigante, con voz ronca—. ¡Si nos quedásemos aquí, mañana pereceríamos todos!

—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó un viejo gaviero que tenía la frente ensangrentada.

—¡No nos queda más recurso que abandonar la nave! —repuso, iracundo, el capitán.

—Y ¿perderlo todo?

—¡Ya no podremos dominar la revuelta!

—De seguro que no —dijo el oficial argentino—. Los chinos son ya dueños del barco.

—¿Están dispuestas las chalupas, Francisco?

—Sí, capitán —respondió el contramaestre.

—¿Has hecho poner víveres en ellas?

—Para tres semanas.

—¿Y municiones?

—Diez libras de pólvora y bastante cantidad de balas. ¿A dónde vamos?

—Las islas más próximas son las de Tonga.

—Están habitadas por antropófagos —dijo Vargas.

—¡Si nos atacan, nos defenderemos! Bota al agua las chalupas sin que lo adviertan los chinos. Y ahora, ¡que me acompañen los gavieros!

—¿Qué va usted a hacer, capitán?

Un relámpago siniestro brilló en los ojos del gigante.

—¿Creéis que voy a dejar el buque sin vengarme? ¡El arsénico dará buena cuenta de esos perros de cara amarilla!

—¡Deje usted en paz a esos desgraciados, capitán; no cometa usted tan atroz delito!

—¡Sois muy sensibles! —exclamó el gigante——. ¡Compadecer a esos bribones!… ¡A mí los gavieros!

Dos hombres acudieron a aquel llamamiento.

—¿Dónde está el arsénico? —preguntó el capitán.

—En la caja de Moreno —le contestaron.

—¡Pues traedlo, y seguidme a la despensa!

Allí había cajas de bizcochos, harina, azúcar, barriles de carne salada y de cecina, frutas secas y cuatro barriles llenos de aguardiente.

—¡Esto será lo primero que beban! —dijo, con sonrisa atroz—. ¡Que los vacíen y que se pongan alegres, pero han de acordarse del capitán Carvadho! ¡Si rompiera estos barriles o incendiase el buque, los asaría a todos!

Ya había levantado el hacha para desfondarlos, cuando una idea cruzó por su imaginación.

—¡No——dijo—; sería una necedad! Muertos los chinos, podré recobrar el buque y volver a Macao para hacer un nuevo cargamento. No estamos muy lejos de las islas Tonga-Tabú, y más tarde vendré a buscar mi Alción.

Los dos gavieros bajaron llevando un paquete voluminoso.

—¡Aquí hay veneno para hacer reventar a mil hombres! —dijo el capitán—. Mi amigo Rodríguez, a quien se lo llevaba para los topos de su plantación, habrá de pasarse sin él.

Destapó los barriles, vertió en cada uno alguna cantidad de aquellos polvos terriblemente venenosos, y el resto lo echó en los cajones de harina y en los recipientes de carne salada.

—¡Ahora —dijo—, vámonos!