LOS «COOLIES», SUBLEVADOS
La muerte del joven marinero sembró el pánico entre la tripulación.
La terrible plaga, que al principio estaba localizada en el entrepuente, amenazaba a toda la tripulación con su terrible azote.
Todas las ropas pertenecientes al muerto habían sido tiradas al mar, y desinfectado el camarote del cuadro con agua de cal.
Pero ¿serían bastantes aquellas precauciones para contener el mal? Nadie lo esperaba.
Para colmo de desgracias, el Alción estaba detenido por las calmas del Trópico de Capricornio, recorriendo apenas una docena de millas cada veinticuatro horas, y eso con maniobras fatigosas en extremo.
La temperatura era excesivamente cálida: el sol vertía verdaderos torrentes de fuego sobre la desgraciada nave, fundiendo el alquitrán de los cables y de los calafateos de la cubierta.
Los chinos, que se asfixiaban en el entrepuente, lanzaban incesantes gritos de furor, pidiendo aire y agua, mientras la peste seguía haciendo entre ellos nuevas víctimas.
Parecía como si una maldición pesara sobre aquella pobre nave perdida en la inmensidad del Océano Pacífico.
La punta meridional de Nueva Caledonia había sido doblada algunos días antes, y el Alción estaba aprisionado en aquel brazo de mar que separaba la isla citada de la Tonga-Tabú, la Kermedes y el pequeño grupo de Norfolk, terrible penitenciaría de los malhechores ingleses y australianos.
F. 1 comisario del Gobierno y su hermano, no pudiendo resistir el calor que reinaba en sus camarotes, obtuvieron la libertad; pero se guardaron mucho de acercarse al capitán, y hasta trataban de evitar su presencia siempre que le veían aproximarse.
E. 1 gigante estaba, además, muy cambiado. Se le veía dominado por una preocupación terrible. Debemos decir, sin embargo, que no se había mostrado más humanitario respecto de los chinos, y hasta que parecía más encarnizado contra aquellos infelices, a los que trataba de debilitar para impedir que se rebelasen.
Los coolies habían llegado al colmo de la desesperación. Cada vez que se izaba un cadáver a través de la escotilla para lanzarlo a los tiburones, siempre abundantes en torno de la nave, sus gritos y sus amenazas adquirían tal intensidad, que hacían palidecer a todos.
Previendo para un tiempo más o menos lejano una tremenda explosión de furor, el capitán había hecho llevar a cubierta cuatro cajas de rompepiés, y distribuir a la tripulación fusiles y cuchillos, redoblando los centinelas en los puntos estratégicos. Algo le decía que el momento de la revuelta no estaba lejano, y se preparaba a ahogarla en sangre.
—Se la teme y se la espera —dijo un día el comisario a su hermano, mientras otro cadáver caía entre las abiertas fauces de los tiburones.
—¿Crees, Cirilo, que estos chinos intentarán algo serio? —preguntó el joven.
—Sí, Juan, porque ya han llegado a los últimos límites de la exasperación.
—¿Y qué va a pasar?
—Una terrible hecatombe.
—Que costará a los chinos torrentes de sangre.
—¡Quién sabe! Ten en cuenta que son cerca de cuatrocientos.
—Pero debilitados por el hambre y el calor, y, además, sin armas.
—Es verdad; pero piensa lo que ocurriría si esos cuatrocientos hombres, enfurecidos por los malos tratos, lograran subir a cubierta. Tal vez las armas de fuego no bastarían para rechazarlos, ni los rompepiés para contenerlos —dijo el comisario.
—Y tú, ¿no puedes hacer nada para calmarles? Sao-King ha visto cómo has tratado de protegerlos.
—No me escucharían.
—Influye sobre el capitán.
—Ese infame no me obedecería. Ya lo has visto.
—Pero si escapamos de la muerte, tú le denunciarás a las autoridades peruanas, y…
Una carcajada cortó la frase. El capitán Carvadho estaba detrás de los dos hermanos a pocos pasos de distancia, y había oído sus últimas palabras.
—¡Denunciarme! —exclamó—. ¡Corre usted mucho, señor Juan Ferreira! —dijo el gigante—. ¡Parece que han olvidado ustedes que a bordo de mi buque ya no hay comisario!
—¡Ah! —dijo Cirilo Ferreira con ironía—. ¿Me ha dejado usted cesante? ¿Ha recibido usted esa orden de mi Gobierno?
—Yo no necesito órdenes de nadie —dijo el capitán—. El cargo se lo he quitado yo.
—Veremos si el Gobierno aprueba su resolución.
—Si no la reconoce el del Perú, lo hará ciertamente el de Bolivia.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que mi nave no irá más a las costas peruanas. Cederé mis coolies a un amigo mío que tiene grandes plantaciones junto a Bolivia. ¿No ha notado usted que he modificado el derrotero de mi buque?
—¿Y nosotros? —preguntó el comisario con voz sorda.
—En cuanto a ustedes, ya se las arreglarán como mejor les parezca.
—Los chinos se han contratado para las minas de guano del Perú.
—Los chinos harán lo que a mí me dé la gana.
—¡No son esclavos! —gritó Cirilo.
—Los venderé como si lo fueran.
—¡Y yo denunciaré su infamia!
——Hágalo usted —repuso fríamente el capitán—. Pero antes de que el informe llegue al Perú, estaré muy lejos de América del Sur. En resumen, considero a ustedes como dos pasajeros, puesto que no tengo necesidad de un comisario peruano desde el momento en que he resuelto ir a Bolivia.
—¡Oh!
—Además, aún no hemos llegado a América, y, por consiguiente, no saben cuándo podrán denunciarme. Y ahora, ¿quieren ustedes un consejo? No vuelvan a mezclarse en mis asuntos.
—También quiero yo darle a usted otro —dijo el señor Ferreira.
—Hable usted.
—Que tampoco ha llegado usted todavía a las costas de Bolivia, y que no se sabe cuándo podrá usted llegar.
—¿Confía usted en la intervención de algún buque? ¿Por esta parte no pasa, generalmente, ningún buque de guerra?
—Me refiero a la mina que está bajo nuestros pies —dijo el comisario.
—¡Los chinos! Dentro de pocos días ya no habrá nada que temer de ellos —dijo el capitán con feroz sonrisa—. Desde hoy sufrirán sus raciones una nueva reducción.
—¡Están ya medio muertos de hambre y sed, bandido! —rugió el comisario.
—Pues aún los trataré peor, con tal de molestar al señor comisario del Perú.
Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando en el entrepuente se levantó un clamor tan formidable como si cien fieras estuvieran a punto de aparecer sobre cubierta: eran clamores salvajes, terribles, unidos a golpes sordos, como si estuvieran demoliendo los costados de la nave.
El capitán se había puesto pálido.
—¿Oye usted, señor Carvadho? —preguntó el comisario agarrándole por un brazo—. ¡Es la insurrección, que estalla a bordo, y que a todos nos sumergirá en el mar!
En aquel momento los cuatro centinelas se lanzaron a cubierta, gritando:
—¡A las armas! ¡Los chinos derriban las paredes!
Pasado el primer instante de estupor, el capitán lanzó un rugido de fiera enfurecida.
Los clamores aumentaban en tal forma, que no se oían ya las voces de mando.
—¡Muera el capitán! —rugían cuatrocientas voces.
—¡Venganza!
Continuaban los gritos cada vez más potentes, más terribles, y los golpes, que amenazaban derribar la reja.
El capitán Carvadho era inhumano, pero no cobarde. Ya había asistido a otras varias revueltas a bordo de su nave, y había tenido la fortuna de dominarlas con el hierro y con el plomo.
Con un gesto había hecho acudir a los primeros diez hombres armados de fusiles y se precipitó en el cuadro, mientras el bosman hacía destapar la caja llena de bolitas erizadas de puntas para desparramarlas sobre la cubierta, colocando al mismo tiempo a los artilleros en las dos piezas de cañón.
—¡Ven! —dijo Cirilo, conduciendo a su hermano hacia el cuadro—. ¡Tratemos de impedir una horrorosa efusión desangre!
—¡Querría que los chinos subieran al puente! —dijo Juan.
—Ten en cuenta que no respetarían a nadie, querido hermano.
En aquel momento un chino, viendo al comisario a su alcance, le dio tal golpe sobre el cráneo con una de las barras que había pasado a través de la reja, que le derribó desvanecido y sangriento.
Sao-King vio aquello y gritó:
—¡Respetad a ese hombre!
Era demasiado tarde: el golpe había sido dado ya.
Juan se precipitó hacia su hermano, gritando:
—¡Lo han matado!
—¡Llevaos de aquí a este hombre! —gritó el capitán.
Mientras un marinero, ayudado por Juan, transportaba a un camarote del cuadro el ensangrentado cuerpo del pobre comisario, Carvadho y sus hombres habían hecho una descarga a quemarropa contra los chinos.
Cinco o seis hombres cayeron junto a la reja fulminados por las balas, mientras otros, heridos, se arrastraban hacia las paredes opuestas, gritando:
—¡Venganza! ¡Venganza, compañeros!
Los coolies se retiraron espantados, pero sólo por un momento.
—¡Al asalto! —gritó Sao-King—. ¡Muerte a los hombres blancos!
Todos aquellos chinos se lanzaron contra las rejas de proa y popa con mayor rabia, mientras los aterrados marineros retrocedían para librarse de los golpes de barra, que llovían como una granizada, y de los cuchillos que lanzaban contra ellos los enfurecidos asaltantes.
Ya la pared iba a caer por completo, cuando resonaron varias descargas seguidas de gritos de dolor y de imprecaciones.
Los marineros alzaron la reja de la carlinga maestra e hicieron un fuego infernal sobre los chinos, mientras otros disparaban a través de la reja de proa, cogiendo así a los rebeldes entre dos fuegos.
Los infelices fusilados caían a montones por todas partes.
El capitán hizo volver a cargar los fusiles a sus hombres y disparó sobre los coolies, que se deplegaban junto a la reja, abriendo un surco sangriento en aquella masa viviente.
Los chinos se detuvieron, vacilantes.
La voz de Sao-King volvió a sonar:
—¡Apretad detrás de la amura! ¡El último esfuerzo!
Cien hombres se lanzaron entonces como máquinas contra el tabique, ya quebrantado, lanzando un grito ensordecedor.
Los puntales, arrancados de cuajo, oscilaron un momento, cayeron luego, y la pared entera se derrumbó con terrible fragor, derribando a cuatro de los diez hombres del capitán. Un inmenso grito de triunfo resonó en el interior del buque.
¡El camino estaba abierto! ¿Quién detendría a aquellos tigres amarillos, sedientos de sangre y de venganza? Parecía imposible dominarlos.
El capitán Carvadho, que escapó milagrosamente de la muerte, se lanzó hacia la escala, mientras los chinos aniquilaban a los cuatro marineros que quedaron bajo la pared.
—¡En retirada! —gritó.
En pocos saltos atravesó el cuadro y se lanzó sobre el puente en el mismo momento en que el joven Juan y el marinero transportaban fuera al pobre Cirilo, aún desvanecido, para sustraerle a la furia de los asaltantes.
—¡Francisco! —gritó el capitán—. ¡Todos al castillo de proa! ¡El castillo central está perdido!
Volvió con irresistible impulso el cañón colocado en la popa, y se precipitó a cubierta, seguido de sus hombres.
—¡Señor! —gritó Juan, que no pudo seguirlo en aquella retirada tan rápida—. ¡Socorra usted a mi hermano!
—¡Echeselo usted a los chinos! ——repuso el gigante.
Sin embargo, dos marineros más humanitarios acudieron en ayuda del joven y transportaron al herido al castillo de proa, colocándolo sobre un montón de cuerdas.
En un abrir y cerrar de ojos, todos los camarotes fueron desvalijados por los amotinados y las pocas armas que allí se encontraban habían pasado a sus manos. Sólo disponían de media docena de fusiles y aún su número era ocho o nueve veces más considerable que el de la tripulación.
Los que estaban desarmados cogieron traviesas, manivelas y hasta cuerdas gruesas y pesadas, mientras otros se encaramaban en el árbol de mesana y cortaban grandes trozos de madera para dejarlos caer sobre la cabeza de sus adversarios.
Toda aquella masa furiosa se precipitó hacia adelante para asaltar el castillo de proa, sobre el cual se habían reunido los marineros.
De pronto se detuvieron las primeras filas, y retrocedieron luego confusamente, lanzando gritos de dolor.
Sin embargo, del castillo de proa no había salido ningún disparo de fusil, y el cañón seguía mudo.
Eran los rompepiés, que habían detenido el ímpetu del ataque de los coolies.
Los marineros habían vaciado las cuatro cajas llenas de aquellos dañosos artefactos, y los habían esparcido por la cubierta con fragor metálico.
Los movimientos de la nave los hacían correr desordenadamente de babor a estribor, llevándolos hasta las primeras filas de los chinos.
Estos, que iban descalzos, al ver avanzar aquellos objetos saltaron hacia atrás lanzando gritos de furor y aún de dolor, porque algunos ya habían probado los primeros mordiscos de aquellas terribles puntas.
—¡Ya está contenido su asalto! —dijo el capitán, riendo de los gestos que hacían los primeros heridos—. ¡Ya veremos si pueden cruzar sobre esas graciosas monerías!
Alzando luego la voz, gritó:
—¡Volved al entrepuente, u os hago trizas con la metralla!
Sao-King, abriéndose paso por entre sus compatriotas, avanzó hasta las primeras líneas para darse cuenta del Peligro que había detenido a sus hombres. Al verle, el capitán Carvadho apuntó contra él su fusil; pero el contramaestre le hizo bajar el arma, diciéndole:
—¡No, capitán! Los pondríamos aún más furiosos. Tratemos de calmarlos, o nos harán pedazos.
—¡Tengo un deseo loco de ametrallarlos! —repuso Carvadho.
—Piense usted que cada hombre que cae es una pérdida para usted. Esa carne amarilla vale oro; y, además… ¡no seamos demasiado crueles, señor!
—¡Con pieles amarillas! Aprecio tu consejo, porque, al cabo, estos hombres valen dinero. ¡Eh, Sao-King!
El chino se adelantó; pero cinco o seis de sus compañeros se colocaron en torno suyo para hacerle un escudo con su cuerpo.
—¿Os rendís? —preguntó el jefe de los coolies.
—¡Tenéis demasiada prisa! —repuso el capitán.
—Entonces, ¿qué queréis?
—Aconsejarte que vuelvas al entrepuente antes que ocurra una catástrofe.
—¡Nunca! —repuso el chino con firme acento—. Hemos conquistado nuestra libertad a costa de mucha sangre, y la conservaremos.
—¿Qué pedís?
—Que se nos vuelva a China.
—¡Estás loco, Sao-King! —dijo el capitán.
—¿Queréis la muerte?
—Yo seré quien os la dé. Estamos bien armados, y aún tenemos un cañón.
—Lo tomaremos al asalto.
—Probad; pero tened cuidado con los pies.
—¡A mí, amigos! —gritó el chino—. ¡Demos batalla a los hombres blancos!