CAPÍTULO IV

LOS ESTRAGOS DE LA PESTE

El Alción había vuelto a emprender su camino por aquel mar que bañaba por un lado la costa oriental de Australia y las occidentales de Nueva Caledonia, para llegara las islas Kedmadei antes de comenzar la travesía del inmenso Océano Pacífico.

Después de aquel acto cruel, que parecía deber desencadenar la furia de los chinos encerrados en el entrepuente, volvió la calma a bordo; pero una calma que no tranquilizaba a ninguno.

La amenaza del chino no había sido olvidada, y si los coolies por el momento se mantenían tranquilos, eso no era motivo para creer que hubiera renunciado a su venganza: hasta en aquel silencio veía la tripulación un peligro mayor.

Realmente, aquella tranquilidad, después de los clamores de los días precedentes, no era natural.

Hasta el capitán había comenzado a perder la confianza en sí mismo y a arrepentirse, demasiado tarde, de su crueldad.

Conocía por instinto que algún terrible acontecimiento se maduraba en el entrepuente entre aquellos cuatrocientos demonios reducidos a la desesperación por los malos tratos y por la peste, que continuaba desarrollándose entre ellos, segando cada día cuatro o cinco vidas humanas.

—¡Estamos sobre un polvorín! —decía con frecuencia el bosman.

Para no ser sorprendido, había dado orden de tener los dos cañones cargados de metralla, y había hecho llevar a cubierta cajas de rompepiés.

Estos son tal vez más terribles que la metralla.

Son bolitas de hierro erizadas de agudas puntas, que se esparcen por la toldilla frente al castillo de proa.

Como los coolies iban casi todos con los pies descalzos, aquellos pequeños objetos les presentaban un obstáculo insuperable, y contenían en absoluto sus asaltos.

Por esta razón, casi todas las naves encargadas del transporte de chinos llevaban siempre a bordo gran provisión de estos objetos.

No creyéndose aún seguro, el capitán Carvadho trató de parlamentar a través de la reja con Sao-King, ofreciéndole mejorar la suerte de sus compañeros si se obligaba a mantenerlos tranquilos hasta el desembarco; pero el chino se había mantenido en desdeñoso silencio.

—¡Acabaré matándoos a todos! —gritó furioso el capitán—. ¿Queréis la guerra? ¡Pues vais a tenerla!

Y dio orden de reducir las raciones de agua y de comida, a pesar de las prudentes observaciones del bosman y del oficial.

—Cuando los hayamos debilitado por completo, veremos qué es lo que pueden hacer —respondió.

—Llegaremos a América con la mitad del cargamento —dijo Vargas.

—¡Siempre ganaremos lo suficiente!

—¿Y el comisario? ¿Se ha olvidado usted de él?

—Ni él ni su hermano estarán entonces a bordo. Que continúe el centinela frente a su camarote hasta que los desembarque.

—¿Va usted a dejarlos en alguna isla? ¡No lo haga usted de ningún modo!

—No encontraremos pocas en nuestro camino.

—¡Va usted a comprometerse, capitán!

—¡Haré callar para siempre a esas cornejas!

—¡El Gobierno peruano hará una información!

—Se dirá a su representante que el comisario y su hermano han muerto de peste.

—¡Es una acción infame, capitán!

El gigante se encogió de hombros y le volvió la espalda, emprendiendo de nuevo sus paseos.

Entre tanto, el Alción, favorecido por brisas constantes, continuaba su carrera hacia el Sudeste acercándose rápidamente a las costas de Nueva Caledonia. El mar se mantenía bueno, aunque ya dos veces nubes amenazadoras habían aparecido hacia el Norte, indicando un cambio de tiempo más o menos próximo.

Aquello, sin embargo, no inquietaba a la tripulación, acostumbrada a resistir las terribles tempestades del Océano Pacífico.

El 20 de abril, el Alción daba vista al cabo septentrional de Nueva Caledonia, y se inclinaba ligeramente hacia el Oeste para evitar los muchos bancos coralíferos que se extienden en las inmediaciones de aquellas playas.

Nueva Caledonia no era en aquella época la floreciente colonia francesa de hoy. Puede decirse que aún se encontraba en estado salvaje; era poco conocida, y la poblaban tribus ferocísimas de antropófagos.

Aquella isla es una de las más notables que se encuentran en el mar que baña las costas orientales de Australia, pues tiene una longitud de sesenta leguas por una anchura máxima de catorce.

Desde el puente del Alción podían distinguirse claramente las montañas que la atraviesan en toda su longitud, áridas en la cima, pero verdosas en la base, con zonas ricas en árboles del pan, cocoteros, plátanos, higos, naranjas y dátiles.

—Hay que mantenerse lejos de esa tierra —dijo el bosman al timonel, un mozalbete más alto que el capitán Carvadho—. Se corre peligro de acabar en el asador.

—Con tanto más motivo, cuanto que aquí son frecuentes y repentinos los saltos de viento. ¿No es verdad, bosman? —preguntó el timonel.

—Y que los bancos de coral son traidores —agregó Francisco—. ¡Mira allá! Hay unos curiosos que dejan la bahía de Nhou para correr tras de nosotros.

—Por fortuna, son pocos, y nuestra nave corre como el pájaro cuyo nombre lleva.

De una profunda ensenada habían salido de improviso dos grandes embarcaciones, formada cada una por dos piraguas unidas por un sólido puente provisto de balaustrada y de dos grandes velas triangulares. Varios salvajes ocupaban las embarcaciones, y parecían tener la intención de dar caza a la nave.

Prevenido el capitán, subió inmediatamente a la cubierta.

—¡Ya es hora de que os coman los tiburones si os empeñáis en seguirme! —dijo.

La amenaza quedó sin efecto a causa de la rapidez del Alción. Las dos embarcaciones quedaron pronto muy atrás, y acabaron por volverse a la bahía, que se prolongaba hacia el Sur.

—¡Qué necio soy! —exclamó de pronto el gigante, dándose una palmada en la frente—. ¡Hubiera podido entregar a estos bravos salvajes a los hermanos Ferreira!

—¿Y hubiera usted tenido valor para ello, capitán? —preguntó el bosman, con acento de reproche.

—Sin que yo se lo hubiera propuesto, habían manifestado ya su deseo de abandonar mi buque para no presenciar mis crueldades, como llaman a mis precauciones. Sin embargo, la costa está a la vista, y si lo desean pueden desembarcar. Será asunto de media hora. ¿Qué te parece, Francisco?

—Que eso sería condenarlos a una muerte horrible; ya sabe usted, como yo, que los neocaledonios son antropófagos.

—Pues, ¿dónde querrán tomar tierra?

—Se dice que en Nueva Zelanda han desembarcado los ingleses.

—No tengo intención de tocar en aquellas islas. Vuelta la punta meridional de Nueva Caledonia, marcharé directamente hacia el Este. Además, antes que los ingleses se apoderen de aquellas islas, han de pasar muchos años. Quiero dirigirme hacia las Tonga-Pabu.

—También allí hay antropófagos, capitán.

—¡Que se las entiendan con ellos los hermanos Ferreira! Haz que traigan a cubierta al comisario.

—Pero…, ¡capitán!

—¡Basta! ¿Quieres tú también darme lecciones? ¿Te ha instruido ese enojoso Vargas?

El bosman, que, como todos los demás de la tripulación, temía las iras del violento brasileño, se fue a cumplir la orden recibida. Poco después, el comisario se encontraba frente al capitán.

Estaba palidísimo, y se notaba que le costaba mucho trabajo reprimir la cólera que le bullía en el pecho.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó con los dientes apretados.

—Quiero comunicarle que mi nave está a la vista de Nueva Caledonia, señor comisario —repuso el gigante con ironía.

—¿Y qué quiere usted decir con eso?

—Que si desea usted desembarcar, pongo a su disposición una de mis chalupas, provista de armas, municiones y víveres para algunas semanas.

—¿Y cree usted que soy tan necio que vaya a hacerme devorar por esos salvajes?

—Los encontraréis lo mismo en todas las islas del Océano Pacífico, señor comisario del Gobierno peruano. Como ha manifestado ya otras veces su propósito de dejar mi nave, estoy resuelto a satisfacerle. Será para usted una verdadera suerte, porque de ese modo se librará de la peste que a todos nos amenaza.

—¿Y cómo explicará usted a mi Gobierno mi desaparición?

—¡Buen Dios! Durante las largas navegaciones se corren muchos peligros. Un hombre puede caer al mar y ahogarse; otro, caer de un mástil y romperse el cráneo, y, además, ¿no está la peste a bordo? Puedo decir que os ha atacado y que he tenido que sepultaros en los abismos del Océano Pacífico.

—¿Y vuestros marineros?

—Ellos jurarán y afirmarán todo lo que yo quiera, señor comisario.

—Sin embargo, bastaría que uno dijese la verdad, para que le ahorcaran a usted. Tenga entendido que el Gobierno peruano toma estas cosas muy en serio —dijo el señor Ferreira con acento amenazador.

—Es que ese uno no existiría. ¡Acabemos! ¿Quiere usted desembarcar?

—¡No! —dijo el comisario, en tono resuelto.

—¿Y si emplease la fuerza?

—¡Pruebe usted! —dijo el comisario, con acento de desafío y dando dos pasos hacia el gigante.

—No lo haré —dijo éste después de vacilar un momento—. De modo que vuelvo a daros la libertad con tal que no volváis a mezclaros en mis asuntos. Dejadme que me las entienda con mis chinos.

—¡Me niego!

—Como usted guste. Francisco, vuelve a conducir al señor comisario a su camarote, y que sea custodiado como antes.

Dicho esto, volvió la espalda al señor Ferreira y se dirigió hacia proa, murmurando:

—¡He aquí un hombre que va a darme más quehacer que los coolies!

Luego añadió con voz sorda:

—Por fortuna, aún estamos lejos del Perú, y antes de llegar ya encontraré medios de desembarazarme de él.

Iba a subir al castillo de proa, cuando vio a un hombre agarrarse desesperadamente a una cuerda de] trinquete, hacer un esfuerzo supremo por mantenerse en pie y caer luego pesadamente, retorciéndose de un modo convulsivo.

El capitán se detuvo pálido como un muerto, y luego dio rápidamente dos pasos atrás, gritando:

—¡Acudid, marineros!

Algunos hombres se lanzaron hacia el castillo; pero en el acto se detuvieron sin atreverse a tocar a su camarada, que continuaba retorciéndose y lanzando sordos gemidos.

—¡Capitán! —exclamó uno de ellos, con voz temblorosa—. ¡La peste!

Un atroz exabrupto se escapó de los labios del gigante.

El viejo bosman también había acudido.

—¡Ha sido atacado por la peste! —exclamó—. ¡Si la epidemia estalla sobre cubierta, estamos perdidos!

—¡Lleváoslo de aquí! —dijo el gigante con acento de terror.

Ninguno se atrevió a acercarse al apestado, que permaneció solo, agotándose entre las cuerdas amontonadas en la base del bauprés.

—¡Lleváoslo de ahí! —repitió el capitán, manteniéndose siempre a prudente distancia.

—¿Y quién ha de tocarle? —preguntó el bosman—. Además, ¿a dónde le llevamos?

—¡Adonde sea! ¡Echadlo al mar!

—Tenga usted en cuenta que es uno de los nuestros, y la tripulación no le perdonaría a usted semejante crueldad —dijo el oficial argentino.

La cosa era tan evidente, que el capitán no tuvo aliento para rebatir las observaciones del viejo contramaestre.

—Entonces, ¿qué me aconsejan ustedes que haga? —preguntó después de algunos instantes.

—Tratemos de curarle —repuso el argentino.

—Nadie querrá encargarse de ello; y, además, no tenemos medicinas a bordo. El botiquín está vacío hace mucho tiempo, y no me he cuidado de reponerlo.

—Pues hay que intentar alguna cosa, capitán —repuso el contramaestre.

—¿Y dónde colocar al enfermo? ¿En la cámara común? Todos moriríais.

—Hay un camarote vacío sobre el cuadro de popa.

—¿Y quién lo llevará allí?

—Yo mismo.

—Pues cogerás la peste, Francisco.

—Ya soy viejo, capitán —dijo el contramaestre, sonriendo.

Y al decir eso, se lanzó al castillo, exclamando:

—¡Fuera de aquí, miedosos!

Se inclinó sobre el marinero, que continuaba agitándose sobre las cuerdas y lanzando desgarradores quejidos. El desgraciado estaba lívido, tenía los labios cubiertos por una espuma sanguinolenta y sobre su pecho semidesnudo se veían anchas manchas amarillas.

—¡No te asustes, camarada! —dijo el contramaestre—. ¡La peste no siempre mata!

—¡Soy hombre muerto! —murmuró el apestado—. ¡Esos malditos chinos son los que han traído la peste a bordo!

—Eres joven y robusto, y puedes curar.

—¿Qué haces, Francisco? —preguntó el enfermo al ver al contramaestre querer levantarle.

—Te llevo al camarote del cuadro.

—Te contagiaré la peste.

—¡No te cuides de eso! Además, el jefe de los coolies ha llevado los muertos, y, sin embargo, vive.

Dicho esto, levantó al desgraciado entre sus robustos brazos y lo transportó al camarote.

Aquella misma tarde, el marinero era lanzado al mar envuelto en su hamaca y con una bala de cañón atada a los pies.

—¡Esperemos ahora que me toque a mí! —dijo tristemente el viejo contramaestre al verle desaparecer entre las aguas ya los tiburones lanzarse sobre su presa—. Vamos a tomar un sorbo de aguardiente, y suceda lo que quiera.