CAPÍTULO III

UN SUPLICIO BÁRBARO

El capitán Carvadho, viendo aparecer sobre la toldilla a Sao-King, jefe de los coolies, a quien todos creían apestado por haber llevado al muerto, se precipitó, como se ha dicho, contra él, empuñando una pistola.

—¡Si me tocas, te mato! —le gritó, con voz enronquecida por el terror.

El comisario, sabiendo con qué hombre tenía que habérselas, y temiendo que la muerte del jefe de los alistados desencadenase el huracán que ya rugía bajo los pies de la tripulación, se adelantó rápidamente, colocándose entre los dos hombres.

—¡Usted no tocará a ese chino! —gritó, poniéndose delante de la pistola—. ¡Un asesinato delante de mí, jamás! ¡Yo represento al Gobierno!

—¡Váyase al diablo su Gobierno! —gritó el capitán—. ¡Ya estoy harto de vuestro Perú!

—¡Le digo a usted que no matará a ese hombre! ¡Está bajo la protección de la bandera peruana!

—Si a usted le gusta coger la peste, acompáñele al entrepuente; ni yo ni ninguno de mis marineros le tocaremos. Además, el trabajo no será largo: una bala en la cabeza; después, y con un gancho, le echaremos a los tiburones. Ya que la peste está a bordo, que no salga del entrepuente.

Ante tan repugnante ferocidad, el señor Ferreira palideció.

—¡Vive Dios! ¡Abajo esa arma! —gritó.

—¡Eh! ¡Eh! —gritó el gigante—. ¡Es usted muy tierno, señor Ferreira, para estos pieles amarillas!

—¡Represento la civilización y a un Gobierno!

—¡Palabras vacías para mí!

—¡Y a la Humanidad también la represento!

—¡Buena cosa!… ¡Acabemos de una vez!… ¡La peste meda miedo!

Levantó de nuevo el arma, apuntando, al chino, pero el comisario, con riesgo de recibir la descarga en pleno pecho, con movimiento rapidísimo le arrancó la pistola y la tiró al suelo.

El gigante lanzó un verdadero rugido:

—¡A mí los malayos! —gritó.

Siete u ocho hombres de color de ladrillo oscuro, con reflejos oliváceos, casi enteramente desnudos, salieron de la muralla, sacando del cinto sus largos puñales de hoja serpenteante, armas terribles en sus manos.

En aquel instante, el joven Ferreira, que hasta entonces había presenciado aquella escena sin hablar, se lanzó con rápido movimiento hacia su hermano, diciendo con voz resuelta:

—¡Encárgate del capitán, Cirilo! ¡De los otros me encargo yo!

Dicho esto, aquel bravo joven, con valor sorprendente, apuntó contra los malayos una pistola, diciendo con increíble sangre fría:

—El primero que se acerque al comisario, es hombre muerto, ¡atrás, bandidos!

Francisco, el viejo bosman, iba a hacer adelantar a los malayos, que se habían armado rápidamente de machetes, cuando otro hombre intervino, haciendo señas a los marineros para que se detuvieran.

Era un joven de veinticinco a veintiocho años, alto, delgadísimo, con la tez muy morena y la barba recortada y negrísima.

—¿Qué quiere el teniente? —murmuró Francisco—. Es amigo de los Ferreira, y se inclinará a su lado. ¡Hum! ¡Las cosas comienzan a ponerse mal!

Viendo al oficial colocarse ante los dos peruanos, el capitán Carvadho hizo un gesto de contrariedad.

—Señor Vargas —dijo—, ¿qué quiere usted aquí? Supongo que uh argentino no querrá ser aliado de estos peruanos.

—Trato de impedir una inútil profusión de sangre, capitán —repuso el oficial, en tono seco—. Estos hombres representan a un Gobierno y debemos escucharlos.

—Estas son cosas que sólo me incumben a mí, señor Vargas. ¡Quítese de en medio, o voy a quitarle el mando!

—Sea; pero no usará usted las armas contra ellos. Aquí valgo también yo.

Carvadho se encogió de hombros, y volviéndose al comisario, preguntó en tono iracundo:

—Señor Ferreira, ¿qué significa esta rebelión?

—No es una rebelión —repuso el comisario—, sólo quiero impedir que cometa un acto digno de un pirata. No olvide usted que navega bajo la bandera de un Gobierno civilizado y que al llegar al Perú podría arruinarle para siempre.

—¡Bien dicho! —dijo el oficial.

—¡Silencio, señor Vargas! —rugió el capitán—. ¡Voy a hacerle poner en la barra!

Volviéndose nuevamente hacia el comisario, continuó:

—¿Qué quiere usted?

—Por lo pronto, que escuche usted a ese chino; es el jefe de los alistados.

—¡Que se lo coman los tiburones!

—¿Qué tiene usted que decir, Sao-King? —preguntó el señor Ferreira, sin dignarse responder al gigante.

El chino había permanecido en absoluto impasible durante aquella escena, como si la cosa no le afectase en lo más mínimo.

Era un hombre de cerca de cuarenta años, y que encamaba el verdadero tipo de la raza.

De estatura mediana, tenía robustos miembros, pecho bien desarrollado, cuello flaco y extremadamente largo, cara plana y ancha, altos los pómulos, los ojos ligeramente oblicuos, y amarillenta la esclerótica.

Su piel era de color amarillo sucio, casi negruzco, y muy larga su negrísima coleta.

Como todos los coolies, llevaba unos calzones muy anchos, que formaban como Un doble pliegue sobre el vientre, y una casaca de tela basta de color azul con las mangas muy anchas, y en los pies, gruesos zapatos con suela de fieltro y la punta cuadrada.

Al oír la pregunta del comisario, formulada en lengua portuguesa, que el jefe de los coolies hablaba admirablemente, se volvió diciendo:

—Sólo pido que se ponga término a los tormentos que nos inflige el comandante. Que nos dé agua y víveres suficientes y que nos permita subir un poco a la cubierta para respirar aire puro; si no, haremos tales cosas, que hundiremos el buque y exterminaremos hasta el último de los malditos hombres que lo tripulan.

Estas palabras, pronunciadas con acento amenazador, en vez de intimidar al gigante, le exasperaron aún más.

—¡Ah! —gritó, palideciendo primero y enrojeciendo después—. ¿Conque pretendéis imponerme condiciones, canallas? ¡Ya veréis dentro de poco cómo la metralla calma vuestros nervios! ¡Francisco, lleva al puente una caja de granadas; y vosotros, preparad un lazo para hacer conocer a éste lo que es la cala! ¡Con un buen lavado le quitaremos la peste de encima!

—¿Qué quiere usted hacer con este hombre? —le preguntó el comisario.

—¡Lo que me dé la gana! —repuso brutalmente el gigante—. ¡Yo le haré ver si a bordo de mi barco el jefe es usted o lo soy yo!

—¡Se lo prohíbo a usted!

—¿Usted?

—¡A mí, marineros! ¡Yo soy el agente del Gobierno! —gritó el comisario—. ¡Quien no me obedezca, sufrirá el rigor de las leyes peruanas!

Fue un llamamiento completamente inútil, porque ninguno de aquella colección de perdidos se movió.

Es más, algunos empuñaron el machete, dispuestos a defender al comandante.

Sólo el oficial argentino dio un paso adelante.

—¿Lo ve usted? —preguntó Carvadho, con voz irónica—. Mis hombres se burlan de las leyes peruanas.

A una señal suya, los malayos se precipitaron de improviso sobre los dos hermanos, quitando al más joven la pistola que empuñaba.

—¡Encerrad a estos señores en su camarote! —dijo Carvadho—. ¡Allí permanecerán hasta que hayan comprendido que el jefe aquí soy yo!

—¡Cuidado, capitán Carvadho! —dijo el oficial—. ¡Podrá usted arrepentirse a nuestro regreso al Perú!

—¡Quitadlos de aquí! —mandó el gigante.

Los malayos, devotísimos de su capitán, no se hicieron repetir la orden.

Agarrando brutalmente a los dos hermanos, los llevaron a popa y los encerraron, a pesar de sus protestas y amenazas.

—¡Apoderaos ahora de ese chino! —continuó el gigante.

Es un apestado, capitán —dijo el bosman.

—¡Cogedle con un lazo, y preparad la cuerda para la cala!

¡Hace mucho tiempo que no nos divertimos, y veremos si este bribón resiste!

Antes que el jefe de los coolies hubiera podido ponerse en guardia, un lazo diestramente lanzado por un marinero le oprimió estrechamente el cuerpo por la cintura.

—¡Iza! —gritó el bosman.

Una cuerda provista de un gancho había bajado en aquel tiempo de la extremidad de la cruceta de la gavia.

Atar la extremidad del lazo y levantar al chino a tres metro del puente, fue asunto de un momento.

Sao-King lanzó un grito de rabia.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó el capitán.

—¿Y los tiburones? —dijo el oficial argentino—. ¿Quiere usted que se lo coman vivo?

—Si no volviese al entrepuente, se irritarían demasiado esos miserables chinos —dijo el gigante después de breve vacilación.

—Tenemos el cadáver para dárselo a los peces —dijo el bosman,

—Es verdad, Francisco. Echad primero al agua el muerto.

Después, sin cuidarse de los furiosos gritos del chino, que se agitaba locamente al extremo de la cuerda, se lanzó a la amura de estribor, mientras dos hombres con pértigas provistas de ganchos hacían oscilar al muerto para sacarlo de abordo.

La tripulación entera se precipitó detrás del capitán, subiendo parte sobre el castillo de proa, parte sobre las amuras o las cofas.

Los tiburones, como si hubieran advertido que una gran presa iba a caer al agua, subieron a la superficie, enseñando su enorme boca abierta, provista de dientes agudísimos.

Eran cuatro, todos gigantescos, y nadaban por el costado de estribor, alzando su agudo hocico y soplando ruidosamente.

Ya habían olfateado la presa, y se disponían a hacerla pedazos.

—¡Largo! —gritaron los dos marineros, que habían impreso al muerto una violenta oscilación.

—¡Prontos a dejar correr la cuerda! ¡Uno…, dos… y tres!

El marinero que tenía agarrado el extremo de la cuerda que sostenía al muerto, levantó a un tiempo las manos.

El apestado, abandonado a su propio peso, cayó al agua, levantando un torbellino espumeante. Pronto se vio a los tiburones lanzarse sobre el cadáver, agitando furiosamente su formidable cola.

—¡Buena digestión! —gritó un marinero.

—¡Y que la peste os mate! —gritó otro.

Los tiburones ya se habían sumergido en el abismo para devorar tranquilamente su presa.

—¡Ahora te toca a ti, Sao-King! —dijo el capitán, volviéndose hacia el chino, que continuaba agitándose en el extremo de la cuerda—. Como salgas vivo, di a tus compañeros que tengo también otras cuerdas para ellos. ¡Ah! ¿Creías que ibas a venirme a mí con amenazas? ¡Por lo pronto, comienza por probar la cala!

Entre tanto, los marineros, especialmente los de origen inglés, que no eran pocos, pusieron manos a la obra, como más prácticos en este género de suplicio.

Aquel cruel tratamiento, lo mismo que el terrible látigo llamado de nueve colas, estaba aún en uso quince años atrás en las naves de guerra de la Marina inglesa, y hasta en no pocos buques de la Marina mercante anglosajona.

¡La cala! Este nombre producía un terror semejante al de la cuerda para ahorcar, porque aquel suplicio causaba con frecuencia la muerte del paciente. Consistía en una simple cuerda que, partiendo de la extremidad de un mastelero y pasando bajo la quilla de la nave, iba a fijarse sobre la amura opuesta en espera del paciente.

Este era atado por debajo de los brazos y precipitado brutalmente al mar, mientras se tiraba rápidamente del otro extremo de la cuerda. El condenado tenía que pasar bajo la nave y contener la respiración hasta su vuelta a la superficie, so pena de tragar agua en abundancia.

El código inglés permitía que se realizara tres veces aquella terrible maniobra, que podía matar a la víctima por congestión cerebral o por asfixia si no era un poderoso nadador acostumbrado a permanecer bajo el agua.

Hasta se cuenta que en la época del viaje a Inglaterra de Pedro el Grande, emperador de Rusia, aquel déspota había pedido al almirante de la flota que aplicase aquel castigo a cualquier marinero, con el fin de adoptar aquella especie de suplicio en sus Estados.

Habiéndosele dicho que por el momento ninguno estaba condenado a la cala, propuso u los oficiales que se sirvieran de un ruso.

El hecho no tuvo consecuencias, porque no quisieron complacerle; pero se dice que el autócrata quedó bastante disgustado al no ser obedecido.

Dos malayos, por orden del capitán, habían atado una gruesa cuerda al extremo del trinquete, y después la tiraron por la proa desde encima del bauprés; la hicieron pasar bajo la quilla, manteniéndola muy tirante para que no se escapase por la popa, y por último la habían sacado por la amura opuesta.

El chino aún no había comprendido de lo que se trataba; pero sí se figuró alguna cosa terrible y continuaba debatiéndose al extremo del gancho, haciendo esfuerzas desesperados para ensanchar el lazo que le oprimía el vientre de un modo atroz.

—¡Ya me las pagaréis! —gritaba, extendiendo los puños hacia el capitán.

—¡Sí —respondía éste, encogiéndose de hombros—, si note comen los tiburones!

Uno de los dos malayos anudó la cuerda bajo los sobacos del chino.

—¿Está todo listo? —preguntó el capitán, que se puso a caballo sobre la obra muerta para no perder nada del espectáculo.

—Sí —repuso el malayo.

En aquel momento, el bosman se aproximó al gigante, diciéndole:

—Capitán, un tiburón ha salido a la superficie, y va a devorar al chino.

—¡Uno menos! —repuso el gigante—. ¡Hay demasiados en el entrepuente!

—Ese hombre vale muchos duros.

—Es hombre muerto, puesto que ha cogido al apestado.

—Pues déjele usted que se muera en el entrepuente, y así evitará tal vez un peligro mayor.

—¿Qué quieres decir?

—Que si no vuelve, los coolies van a ponerse furiosos.

—¡Los calmaremos con metralla!

—El comisario dará parte a las autoridades peruanas, capitán —dijo el oficial acercándose.

Una atroz sonrisa se dibujó en los labios del gigante.

—¿Que el comisario dará parte? —exclamó riendo—. Antes que el Alción llegue a las costas americanas, los hermanos Ferreira habrán sido devorados por los antropófagos.

—¡Capitán, que representan al Gobierno!

—¡Me río del Perú!

Y como el oficial tratase de contestarle, gritó encolerizado:

—¡Basta, o le degrado ante toda la tripulación! ¡El jefe soy yo! ¡Hala! ¿Estáis listos?

—¡Sí! —respondieron los dos malayos.

—¡Pues manos a la obra!

La cuerda que sujetaba al chino por el vientre fue cortada de un solo golpe, y el desgraciado cayó al mar, levantando una gran columna de agua.

Todos se precipitaron hacia la amura opuesta, mientras la nave, de un golpe de barra del timón, se puso a través del viento.

Dos marineros cogieron la cuerda pasada por el extremo opuesto a aquel por donde cayó Sao-King, y tiraban de ella lentamente. En aquel momento, el pobre chino debía de agitarse bajo la quilla, y tal vez estaba tragando agua a grandes sorbos.

En aquel instante, y cerca del lugar por donde debía salir a la superficie, apareció de improviso una cola gigantesca.

El oficial se puso pálido.

—¡El tiburón busca la presa! —exclamó—. ¡Daos prisa, bergantes!

—¡Déjelos usted, señor Vargas! —dijo el capitán—. ¡Se ha vuelto usted demasiado tierno y compasivo para esos pieles amarillas!

—¡No se puede presenciar con indiferencia semejante espectáculo!

—¡Pues vaya usted a salvarle! —gritó el gigante con voz irónica.

Los dos marineros que izaban la cuerda se pusieron a sacarla con furia. La inaudita crueldad del capitán había impresionado sus corazones de bronce, y se daban prisa por salvar al desgraciado chino. De pronto se vio agitarse el agua, aparecer después la coleta del chino, y a poco su cráneo afeitado y amarillo como un melón maduro.

El tiburón no se encontraba entonces más que a diez pasos del chino.

Un grito de horror se escapó del pecho de los marineros; todos creían llegada la última hora del chino. Un momento después, Sao-King había sacado la mitad del cuerpo fuera del agua.

Contra lo que generalmente se esperaba, el jefe de los coolies había soportado felizmente el duro suplicio y había vuelto a la superficie sin asfixiarse.

Viendo aparecer tan próximo el agudo hocico del tiburón, no pudo contener un grito de terror:

—¡Izadme! —gritó con voz angustiosa.

Cuatro hombres se precipitaron en ayuda de los dos que tiraban de la cuerda, mientras el oficial, casi colgado de la obra muerta, empuñaba una larga navaja, como si hubiese tenido la intención de lanzarse al agua.

—¡Pronto, pronto! —gritaban todos.

Sao-King, sacado de golpe del agua por la cuerda que subía vertiginosamente, miraba al tiburón con ojos extraviados, recogido sobre sí mismo para ofrecer menos presa a aquellos terribles dientes.

El monstruo, en tanto, de dos coletazos se colocó bajo el chino, lanzando sobre él una mirada feroz.

Viéndole huir, se encogió de pronto, y con un formidable coletazo se lanzó fuera del agua.

Afortunadamente, había calculado mal el impulso, y en vez de llegar al chino, fue a dar con el hocico contra el costado dela nave, con tal violencia, que cayó aturdido al agua.

Aquel momento bastó a los seis marineros para izar a Sao-King hasta la cubierta.

El oficial, sin reparar en que tocando aquel hombre podría contraer la peste, cortó de un navajazo la cuerda y Sao-King cayó sobre la cubierta.

Apenas sentó los pies sobre ella, dio precipitadamente tres pasos hacia el capitán, le miró por un instante con ojos centelleantes, y alargando luego la diestra hacia él le dijo con voz ronca:

—¡Tú me pagarás este suplicio! ¡Tu nave no llegará a América!

Luego, saltando hacia la escotilla, alzó la reja, que aún no estaba cerrada, y se precipitó de un salto en el entrepuente mientras sonaban terribles rugidos en el vientre de la nave.

—¡Me parece oír tocar una campana de muerto! —dijo el bosman, limpiándose el frío sudor que le bañaba la frente—. Ese chino mantendrá su palabra.