LA TRATA DE CHINOS
La proclamación del fin de la infame trata de negros africanos y el famoso bill Aberdeen, votado en 1845,por el cual se concedían a los cruceros plenos poderes para seguir a los buques negreros por todas las aguas, capturarlos, incendiarlos, echarlos a pique y ahorcar a las tripulaciones después de una simple comparecencia ante un tribunal militar, hirió de muerte a las opulentas colonias americanas.
Las inmensas plantaciones de cacao, café, azúcar y algodón de América central y meridional, privadas de los robustos brazos de los negros, decayeron rápidamente, arruinando a sus propietarios.
Los riesgos que corrían los barcos negreros eran tales, que se suprimió casi de golpe la exportación de negros.
Aquella raza de intrépidos, pero crueles corredores del mar, había desaparecido poco a poco.
La multitud de estaciones inglesas y francesas escalonadas a lo largo de la costa de África, en la desembocadura de los grandes ríos del Congo y de Bengala, y en las costas de Guinea, después de haber dado a los negreros terribles lecciones, habían logrado por fin poner término a la trata.
Los plantadores, que veían esterilizarse sus propiedades trataron entonces de buscar un remedio: suprimida la exportación de la raza negra, pensaron en dirigir su explotación sobre otra raza.
China, con su exuberante población, podía suministrar brazos a poco precio. Una sangría a cuatrocientos cincuenta millones de habitantes no era cosa que alarmase a las naciones europeas, y mucho menos al apático Gobierno chino.
Así fue inventada la trata de los coolies, trata que, hasta cierto punto, debía poner de nuevo a flote inmensas plantaciones que estaban casi del todo abandonadas por falta de brazos. El chino, aun cuando no tiene la robustez del africano, es, sin embargo, un buen trabajador, paciente, resistente a los climas más ardientes, a las fiebres y aun a las fatigas.
Concebida la idea, se puso inmediatamente en ejecución. Sólo se trataba de engañar a los guardianes del tratado de Aberdeen, y el engaño se encontró de esta manera: no se hablaba de trata sino de simple emigración. ¿Qué podían hacerlos comandantes de los cruceros cuando se les mostraba un verdadero contrato firmado y aprobado por los emigrantes?
Así, pues, desde 1847 aparecieron los primeros buques encargados de transportar a América chinos contratados con destino a las plantaciones de la América central y a los propietarios del guano de las minas del Perú. Agentes chinos y portugueses recorrían las costas de China recogiendo prisioneros de guerra, abundantísimos entonces a causa de las hostilidades existentes entre las tribus del Kuangtung occidental, entre los Hakka y los Punte, y los reunían en la isla portuguesa de Macao, encerrándolos en grandes barracones.
Otros cogían agricultores o pescadores por medio de barcas tripuladas por chinos y portugueses, o comprando a precios irrisorios aquellos pobres diablos que, arruinados en las casas de juego establecidas de intento, vendían hasta su propia persona, cosa permitida por las ridículas leyes chinas.
Por medio de terribles amenazas les hacían firmar contratos por ocho años, obligándose a trabajar para sus propietarios por la módica recompensa de cuarenta liras al mes, manutención y traje.
Cuarenta pesetas, comida, vestido y calzado era una verdadera ganga para aquellos pobres diablos, y en verdad las amenazas resultaban superfluas.
Firmado el contrato, la jugada estaba hecha, y las autoridades portuguesas de Macao, ya compradas, no tenían nada que ver. Para ellas se trataba de un simple contrato entre el vendido y su futuro patrón.
¡Que vengan los cruceros! Los contratos estaban en poder del comandante del buque, y bastaba mostrarlos para satisfacer a los más exigentes cazadores de negreros. Además, no se trataba de negros, sino de chinos.
Cierto día, un buque apareció frente a Macao, embarcó cuatrocientos o quinientos contratados, los metió en el entrepuente como sardinas en barril, se puso en regla con las autoridades, hizo visar los contratos, desplegó las velas y se fue tranquilamente a través del Océano Pacífico.
El reclutador había pagado doscientas cincuenta pesetas por cada uno, y los vendió al capitán en seiscientas o setecientas, el cual a su vez los revendería por el doble o el triple en el lugar de desembarco. Como se ve, el negocio era espléndido.
Pero aquí era cuando el pobre chino comenzaba a darse cuenta de las manos en que había caído. La trata de negros se había convertido simplemente en trata de amarillos.
Aquellos desgraciados, medio asfixiados en el entrepuente, hacinados como fardos, mal alimentados y aterrados por continuas amenazas, lloraban pronto la libertad perdida.
Ya no eran seres humanos, sino bestias sometidas a los más feroces y brutales lobos de mar de ambos mundos.
Los comandantes, para tenerlos dominados y para economizar los víveres, los trataban como a bestias feroces, dejándolos hambrientos y sedientos con objeto de debilitarlos, para impedirles la rebelión. A la más pequeña señal de resistencia, los fusilaban sin piedad o los apaleaban, a fin de dominar por el terror a los otros.
¡Cuántas terribles tragedias han ocurrido en las naves encargadas de transportar a esos desgraciados! La lista sería muy larga.
Y ¿cuántos de aquellos contratados llegaron vivos a los puertos de América?
Las enfermedades aparecían siempre a bordo, especialmente allí donde se hacinaban tantas personas que en materia de higiene dejaban mucho que desear, y entonces, ¡qué terribles vacíos se producían entre aquellos infelices!
No eran únicamente las enfermedades las que exterminaban a esos desgraciados, sino también el plomo y la metralla.
Reducidos a la desesperación por los malos tratos, el hambre y la sed, los infelices se rebelaban ferozmente contra la tripulación y su capitán.
¡Qué hecatombes entonces! ¡Qué horrendas carnicerías!
Citemos algunos de estos hechos.
En el Napoleón Canevaro y en la Dolores Ugarte, los coolies, antes de sufrir los malos tratos, incendiaron las naves que los transportaban y se dejaron quemar todos.
Venganza inútil, porque las tripulaciones lograron salvarse en las chalupas.
En la Marta y en la Teresa, los coolies, más afortunados que los anteriores, mataron a parte de la tripulación, y después de larga y peligrosa navegación, lograron volver a China, desembarcando en las costas del Kwangpun.
En otra nave que salió de Macao con quinientas personas, los coolies intentaron ganar la cubierta para vengarse de la inhumanidad de la tripulación; pero el capitán, durante dos horas, los hizo fusilar desde el entrepuente, matando a trescientos y arrojando los heridos al mar.
¡Y cuántas víctimas ocasionan también las tempestades y los tifones tremendos del mar de la China y del Tonkín!
Aún se recuerda la Dora Temple, que partió de la costa de Annam y se sepultó en las aguas con ochocientos cincuenta contratados que se hallaban en su entrepuente.
***
El capitán Carvadho, comandante del Alción, nave de mil quinientas toneladas, habiendo sabido las grandes ganancias que lograban sus compañeros dedicados al transporte de coolies, había creído conveniente imitarlos.
En su tiempo fue negrero. Durante muchos años había visitado cada seis meses los pequeños puertos de la Costa de Oro, transportando a las haciendas brasileñas gran número de negros y eludiendo siempre felizmente la vigilancia de los cruceros.
Cuando creció el número de aquellas naves armadas de excelentes cañones y de tripulaciones aguerridas, el capitán Carvadho, que estimaba mucho su propia piel y que sentía horror profundo por las cuerdas de nudo corredizo colgadas de las vergas, se despidió un día de las costas africanas y se fue a los mares de la China.
«¡Bah! —se decía—. ¡Si no puedo ya embarcar negros, iré a coger amarillos! En vez de esclavos, tomaré contratados. No se trata sino de cambiar los colores de las pieles».
Y comenzó a transportar coolies a la costa del Perú, donde en aquella época hacían gran falta para emplearlos en el fatigoso trabajo de los depósitos de guano.
Tres viajes felizmente realizados le habían hecho embolsarse unos cuantos millares de dólares. Verdad es que casi siempre llegaba a su destino con la mitad del cargamento; pero eso ¡qué importaba!
Sí durante la travesía los chinos morían de hambre o de sed, o por enfermedades, tanto peor para ellos. Los beneficios que dejaban los otros eran bastante importantes, y el inhumano capitán no pedía más.
El Alción estaba, pues, en su cuarto viaje.
El 24 de marzo de 1848 había salido de la isla de Macao con cuatrocientos veinte contratados destinados a los depósitos de guano del Perú.
El Gobierno peruano, sin embargo, no había querido esta vez dejar carta blanca al ex negrero.
Viéndole llegar siempre con cargamentos tan diezmados, y sabiendo con qué especie de bandido tenía que habérselas, le había obligado a llevar consigo al señor don Cirilo Ferreira en calidad de comisario gubernativo.
Amenazado con privarle de su patente, el capitán Carvadho, contra su voluntad, había tenido que embarcar al representante del Gobierno cuya misión era vigilar el transporte de los alistados y poner freno a las inhumanas crueldades del exnegrero.
El Alción, por tanto, partió con sus cuatrocientos veinte alistados y sus treinta marineros, reclutados entre la peor canalla, parte portugueses, parte americanos, con algunos malayos, que seguramente eran viejos piratas del archipiélago Sululano. La travesía había sido felicísima hasta las costas septentrionales de Nueva Guinea; pero cuando el Alción estaba próximo a alcanzar las islas del mar de Coral, estalló de improviso la peste a bordo, esparciendo el terror entre los tripulantes y poniendo furiosos a los chinos.
El señor Ferreira, que había presenciado, sin poder evitarlos, los malos tratos infligidos a aquellos cuatrocientos veinte desgraciados, reclusos como bestias feroces en el entrepuente y que con gritos terribles pedían desde por la mañana hasta por la noche aire, agua y víveres, había tratado de inducir al capitán a que mejorase la suerte de aquellos desgraciados, a fin de combatir la epidemia.
El gigante repuso, sencillamente, esta frase brutal:
—¡Que mueran! ¡Siempre me quedarán los bastantes para pagarme el trabajo!
Y el Alción continuó su ruta hacia el Sudeste, dispuesto a atravesar la enorme distancia que le separaba de las costas dela América Meridional, mientras los muertos eran lanzados todos los días como pastos a los tiburones, inseparables compañeros de los buques negreros y de los transportes de coolies.