LA FURIA HUMANA
Un rugido inmenso, terrible, que parecía salir de las fauces de cien, fieras enfurecidas, brotó como un trueno de la profundidad de la estiba, haciendo huir precipitadamente a las aves marinas que se habían posado sobre los mástiles de la nave.
Al oír aquel rugido, que parecía el anuncio de una tormenta | horrible, más tremenda que las que suelen conmover los mares, los marineros esparcidos por proa y popa interrumpieron las maniobras y se miraron con ojos espantados.
Hasta el capitán, que paseaba por la pasarela, se detuvo bruscamente y una intensa palidez se difundió por su tez, quemada por el sol de los trópicos.
Un joven marinero que se encontraba en el castillo de proa dejó escapar la escota de trinquete y lanzó una rápida mirada sobre el mar.
—¡Los tiburones acuden a devorar otro hombre! —exclamó.
—¡Pues es el décimo!
—¡Eh, bosman! ¡Ya puedes preparar otra hamaca y otra bala de cañón!
El viejo marinero de encorvadas espaldas, con el pecho desnudo y velludo como el de un mono y el rostro cubierto de pelo casi hasta los ojos, se acercó vivamente a la obra muerta.
—¿Los ves, bosman? —preguntó el joven que había anunciado la presencia de los tigres del mar—. ¡Han olfateado otro muerto!
Tres enormes peces-perros, del género de los charcharias, de cinco a seis metros de largo, sacaban su cabezota monstruosa y enseñaban los dientes triangulares que guarnecían su inmensa boca semicircular.
Sus pequeños ojos, casi redondos, con el iris verde oscuro y la pupila azulada, se fijaban con intensidad en la amura de babor, como si desde allí debiera caer entre sus mandíbulas la presa largo tiempo esperada.
—¡Canallas! —exclamó el viejo, amenazándolos con el puño—. ¡Ya os habéis tragado diez!
—Y ¡quién sabe los que acabarán en el vientre de esos malditos charcharias! —dijo el joven marino, que se había acercado.
—¡Si algo peor no acaba antes con nosotros! —murmuró el viejo, rechinando los dientes.
—¿Qué quieres decir, bosman?
—Que la peste que hace estragos a bordo puede ser menos peligrosa que la peste amarilla que está en el entrepuente —repuso el viejo—. ¿Oyes cómo rugen? Pueden ser peores que las bestias feroces. ¿Me comprendes, Frasquito?
—¿Lo crees así? —preguntó el joven, palideciendo.
—Creo que acabaremos mal y que no será la peste lo que nos haga caer en el vientre de los charcharias.
—¿Estaremos cogidos entre dos fuegos?
—Sí; entre la peste, que mata, y los amarillos, que nos harán pedazos.
Una nueva explosión de gritos, más formidables, más salvajes, más imponentes, resonó en el interior del buque, haciendo temblar hasta las tablas de la toldilla.
—¡Aire!… ¡Aire! —rugían todas aquellas bocas, con acento preñado de amenazas—. ¡Aquí nos morimos!
El capitán descendió apresuradamente del puente de mando, con el rostro contraído y la diestra convulsivamente apoyada en la culata de la pistola que llevaba al cinto.
El capitán Carvadho, comandante y propietario de la nave, era un gigante que sabía hacer temblar a toda la tripulación con una sola mirada.
Era un verdadero lobo de mar, rudo, brutal, incapaz de hacerse querer, pero muy temido.
Tenía cincuenta años y, sin embargo, ¡cuánta fuerza quedaba aún en aquel torso de hipopótamo, irregular y robusto como el de un gorila!
Era uno de esos hombres que se jactan de matar un buey de un puñetazo y de derribar un toro sin esfuerzo.
Medía casi seis pies. Tenía espaldas de Hércules, brazos que parecían troncos de árbol, una cabeza maciza cubierta por cabellos aún negros, con frente estrecha y rugosa, y dos ojos que lanzaban relámpagos aterradores.
Al oír aquellos clamores, que aumentaban rápidamente en intensidad, aun oleada de sangre le afluyó a la cabeza, dando a su piel, curtida por el sol y por el viento, un tinte de bronce.
—¿Qué querrán todavía esos perros? —rugió—. ¿Quieren metralla? ¡Pues a bordo la tenemos en abundancia!
El viejo marinero se adelantó, mientras los demás se retiraron prudentemente, en previsión de que estallara la ira del gigante.
—¡Capitán! —dijo el anciano.
—¿Qué quieres, Joaquín?
—Los tiburones han acudido.
—Pues ¡que se ahoguen!
—Es que han olfateado otro muerto.
—¡Que se lo coman!
—Habrá que dárselo.
—¡Ve a cogerlo!
—Los chinos están irritadísimos y me harán pedazos.
—¿Tienes miedo? —preguntó el capitán.
El viejo marino se puso pálido.
—Señor —dijo, en tono firme—, hace veinte años que me han nombrado bosman, y he dado veinte veces la vuelta al mundo.
—¡Para acabar teniendo miedo a un puñado de chinos! —dijo el capitán, con acento de burla.
—Son cuatrocientos.
—¡Bastarán doce cargas de metralla para diezmarlos! —dijo el comandante, con atroz sonrisa.
—Eso será si se le permite a usted tal atrocidad —dijo una voz detrás de él—. Parece que ha olvidado usted que hay algún representante del Gobierno peruano.
El gigante se volvió con la rapidez de una fiera, oprimiendo la culata de la pistola.
Un hombre que había salido en aquel momento del cuadro de popa llevando de la mano a un joven de dieciséis a diecisiete años, se aproximó silenciosamente al capitán pronunciando aquellas palabras, que habían producido el efecto de un latigazo sobre el brutal lobo marino.
El que había hablado era un arrogante hombre de treinta años, de distinguido aspecto, vestido elegantemente de franela blanca, y llevando en la cabeza un amplio panamá, de esos que hasta en la América Central no se pagan a menos de trescientas o cuatrocientas pesetas.
Era un verdadero tipo de aquella hermosa raza hispanoamericana que se hace admirar en todas las ciudades de la costa. De estatura media, robusto y al mismo tiempo ágil; ojos negrísimos, aterciopelados y en forma de almendra; rizados y negrísimos cabellos, con reflejos como las alas del cuervo; piel ligeramente bronceada y manos y pies pequeños.
El joven que le acompañaba se le parecía muchísimo: era también moreno y muy robusto para su edad, con los cabellos tan largos que se le escapaban bajo el sombrero de paja, desparramándosele por los hombros; ojos espléndidos y labios demasiado carnosos y de color rojo vivo.
Como hemos dicho, el gigante se volvió con el ímpetu de una fiera que va a lanzarse sobre su presa.
Viéndose frente a aquellos dos hombres tranquilos y sosegados, hizo un gesto y luego dijo:
—¿Qué quiere usted, señor Cirilo Ferreira? ¡Parece que se mezcla usted demasiado en mis asuntos!
—Le decía que hay aquí alguien que impediría que se cometa esa barbaridad —repuso con voz firme el interpelado— y que este alguien es comisario del Gobierno del Perú.
—Es verdad —dijo el capitán con ironía—; me había olvidado de que el Gobierno me ha puesto aquí un comisario para vigilar el transporte de los coolies. Desgraciadamente para usted, el Gobierno se ha olvidado de advertirle una cosa muy importante.
—¿Cuál? —preguntó el comisario, palideciendo.
—Que su poder no llega hasta el centro del Océano Pacífico.
—Y ¿qué quiere decir con eso, señor Carvadho?
—Que a bordo de mi barco no manda nadie más que yo —repuso el gigante, cruzando los brazos en ademán de reto.
El señor Ferreira permaneció mudo y como asombrado por aquellas palabras.
—Señor —dijo luego, adelantándose—, yo represento aquí al Perú.
El capitán se volvió hacia los marineros, que asistían impasibles a aquella escena, y dijo:
—¡Arriad la bandera peruana, e izad la brasileña, que es la mía!
Luego, mirando fijamente a su interlocutor, continuó:
—Y ahora, señor, ya no está usted bajo la protección de su bandera, y para mí no es usted más que un intruso a bordo de mi Alción, Si en la primera tierra que encontremos quiere usted desembarcar en unión de su hermano, es usted muy dueño de hacerlo; pero le advierto que en Nueva Zelanda hay salvajes que tienen verdadera pasión por los asados de carne humana.
El señor Ferreira levantó rápidamente el brazo, dispuesto a abofetear al gigante; pero éste, veloz como el rayo, levantóla pistola, diciendo:
—¡Si da usted un paso, le mato!
—¡Pirata! —gritó el peruano.
—¡Mi piel es más gruesa que la de un elefante para sentir la ofensa! —dijo el capitán encogiéndose de hombros.
En aquel momento, el joven estrechó fuertemente la diestra de su hermano, diciéndole:
—No expongas la vida contra este negrero. Daremos parte al Gobierno.
—Es usted muy dueño de hacerlo, señor don Juan de Ferreira —dijo el capitán, mirando al jovenzuelo—; pero ya veremos si ese informe y ustedes pueden llegar al Perú.
Volvió la espalda a los dos hermanos y subió de nuevo al puente, gritando:
—¡Artilleros, a las piezas! ¡Doble carga de metralla a los cañones! ¡Izad el muerto y tiradlo a los tiburones!
Después de una breve vacilación, cuatro marineros se acercaron a la escotilla principal, mientras otro hacía bajar de una grúa una cuerda provista de un sólido gancho de acero.
Al propio tiempo, los dos cañones situados en los castillos de proa y de popa fueron apuntados de manera que cruzaran sus fuegos en el centro de la nave, mientras los marineros se parapetaban a lo largo de las bordas empuñando machetes y garfios.
El bosman se aproximó a la escotilla, diciendo a los cuatro marineros:
—¡Cuidado con tocar al muerto, si no queréis coger la peste!
—Nos pondremos lejos de esa carroña —dijo uno de ellos—; que la peste se quede entre los chinos.
A una señal del bosman se descorrió la escotilla, apareciendo debajo una robusta reja de madera sostenida con clavos de dos dedos de grueso.
Gritos terribles que terminaron en un rugido inmenso, ensordecedor, brotaron a través de aquella abertura, y cincuenta manos se agarraron a las crucetas de madera sacudiéndolas furiosamente y tratando, aunque en vano, de romperlas.
—¡Qué diablos! —exclamó el viejo marino—. Si todos estos chinos pudieran salir a cubierta por cinco minutos, no quedaría de nosotros ni un pedazo de carne más grueso que un paquete de tabaco.
Bajo aquellas manos aparecían caras amarillentas, espantosamente alteradas.
Miradas llenas de odio se fijaron en el bosman, mientras centenares de voces roncas y estridentes gritaban en todos los tonos:
—¡Aire!… ¡Aire!…
—¡Que nos morimos! ¡Que aquí perecemos!
—¡Muera el pirata!
—¡Que nos den su cabeza!
—¡Hijos del diablo, abrid o hundimos el barco!
—¡Silencio, papagayos amarillos! —gritó el bosman.
—¡Muera! —vociferaron algunos centenares de prisioneros.
Las manos se agarraron con mayor fuerza a los travesaños de la reja, con furor creciente, y las miradas adquirían reflejos de odio incontenible.
Alrededor de aquellos grupos de condenados, el fragor, en vez de apaciguarse, aumentaba de un modo espantoso, de proa a popa, en todo el entrepuente.
Aquellos clamores nada tenían de humano: eran rugidos de fiera, ruido de cadenas golpeando contra las paredes, y golpes sordos, como si algunos arietes golpearan poderosamente los costados de la nave.
—¡Silencio! —gritó el bosman, con voz de trueno—. Pasad al muerto por la reja, o le dejaremos que se pudra entre vosotros. ¡Fuera las manos, u os las hago cortar con los machetes!
Aquella amenaza, lejos de calmar a los chinos, los enfureció todavía más, si era posible.
De pronto, una voz atronadora vibró en el entrepuente, dominando todos aquellos clamores salvajes:
—¡Paso a la muerte!
Como por encanto, cesaron los gritos, y las manos soltaron los travesaños de la reja.
—¡Sao-King ha hablado! —dijeron cincuenta voces.
—¡Alzad la reja! —dijo el bosman a los marineros.
Uno de éstos enganchó en la grúa una de las traviesas y quitó los clavos que la sujetaban.
La pesada reja fue izada por un lado, y una segunda cuerda armada de un gancho fue bajada al entrepuente.
Apareció un hombre llevando sobre sus hombros un cuerpo humano inmóvil, con el rostro contraído y los ojos desmesuradamente abiertos.
El desnudo pecho estaba cubierto de manchas encendidas y un poco inflamadas.
—¡Tomad! —dijo el que lo había sacado.
—Amigo —dijo el bosman con atroz sonrisa—, tú has cogido la peste al llevar esta carroña. Mañana tendremos que coger tus restos, que los tiburones están esperando.
—¡Con tal que no te quite yo tu vieja piel! —repuso el chino con voz sorda.
—¡Ah, tú eres Sao-King, el jefe de los coolies! —exclamó el bosman, sintiendo correr un escalofrío por todo el cuerpo—. ¡Ohé! ¡Izad!
El gancho, pasado por el cinturón de piel que llevaba puesto el muerto, lo levantó en el aire, haciéndolo oscilar al extremo de la cuerda.
—¡Izad más! —gritó el bosman, retirándose precipitadamente, por miedo de que el muerto le tocase.
—¡Cuerpo de una fragata! —exclamó el marinero—. ¡Cómo pesa este muerto! ¡Se diría que tiene plomo en el vientre!
—¡Es el pavor, que te debilita los brazos, amigo Nobre! —dijo el bosman, agarrando a su vez la cuerda para ayudar a sus compañeros.
—¡Listos para cerrar la reja en cuanto el muerto llegue al puente!
Con algunos esfuerzos, los cinco marineros izaron el cadáver, que a todos pareció de un peso extraordinario.
—¡La reja! —gritó el bosman.
El marinero a quien hemos oído llamar Nobre se lanzó a desengancharla y a dejarla caer, cuando sus compañeros le vieron retroceder lanzando un grito de terror.
Con el cadáver había subido también el hombre que le había llevado hasta debajo de la reja, Sao-King, el jefe de los coolies.
Antes de que los asombrados marineros hubieran pensado en volverle al entrepuente, el chino soltó el cinturón del muerto y de un salto se lanzó a la toldilla.
Toda la tripulación, en vez de lanzarse sobre el chino, se alejó precipitadamente de él, refugiándose a proa y a popa.
Hasta el bosman y sus compañeros habían huido después de haber dejado caer la reja para impedir a los chinos encerrados en el entrepuente que se aprovechasen de aquel imprevisto suceso y se lanzaran sobre cubierta como una legión de demonios.
—¡Que ha tocado al muerto! —gritó el bosman—. ¡Está apestado!
En aquel momento, el cadáver, abandonado a sí propio, se precipitó con sordo rumor sobre la reja, replegado sobre sí mismo.
Sao-King miró a su desgraciado compañero con profunda conmiseración, y aprovechando luego el vacío que se había formado a su alrededor, dio algunos pasos hacia el capitán, que le miraba con ansiedad suprema, pálido como la cera.
—Tengo que hablarle —dijo Sao-King.
—¡No te acerques! —gritó el gigante con voz angustiada—. ¡Tú llevas la peste!
—¡Tengo que hablarle! —repitió el chino con energía.
—¡Matadle! ¡Matadle! —gritó el capitán, con los cabellos erizados.
Y como ninguno se atreviera a moverse, montó precipitadamente la pistola y apuntó al chino, que avanzaba sonriendo despreciativamente.