EL RULO Y LA MUERTE

La primera reacción del Rulo cuando se encontró cara a cara con la Muerte no fue tanto de pánico como de sorpresa. Se había levantado al mediodía, como casi siempre, y antes de almorzar ya se había puesto levemente en pedo. Comió poco, porque el calor en la casilla era agobiante, pero la sed le hizo tragar varias cervezas.

La Muerte no golpeó a la puerta, por supuesto. Simplemente le dio un empujón seco que hizo chillar las bisagras y penetró en la pieza con paso decidido. El Rulo la vio de costado, iluminada desde atrás por el sol cruel de las dos de la tarde. La Muerte lo buscó primero a la derecha, después giró hacia el otro lado y ahí lo encontró, tirado a la bartola en el sillón destartalado que el Rulo usaba para mirar la tele. Aunque nunca la había visto antes, no le quedaron dudas de que estaba frente a la Muerte, y por eso la sorpresa primero y el miedo después le borraron hasta el último vestigio de mamúa de las venas.

Era alta, ligeramente encorvada, y su cabeza era un cráneo grisáceo que parecía tener una grieta a un costado de la frente, pero el resto del cuerpo, pensó el Rulo, era un cuerpo cuerpo y no un esqueleto. Flaco, flaquísimo, pero un cuerpo con piel y pelos y forma de cuerpo. Su ropa llamaba la atención por lo extraña. Usaba una camisa de vestir, sin corbata. Un saco gastado a rayas marroncitas, un pantalón de jean gastado en las rodillas y mocasines.

—Buenas tardes —saludó la Muerte, y el Rulo respondió en un murmullo porque lo sobresaltó la voz ronca y gastada propia de un hombre, aunque uno hablase siempre de «la» Muerte, como mujer.

El Rulo tragó saliva y preguntó qué necesitaba el señor. La Muerte soltó una risita y dijo que era gracioso eso de llamar «señor» a alguien que trae una calavera en lugar de cabeza, pero después se puso seria:

—No te hagas el tonto, Rulo, que soy la Muerte y vengo a buscarte.

—Mierda —alcanzó a decir el Rulo, pero después se quedó en silencio porque le parecía todo demasiado raro y pensó que a lo mejor se había quedado dormido y eso era una pesadilla.

La ilusión onírica le duró poco porque repentinamente la Muerte alzó una botella de cerveza vacía por el pico y la hizo trizas contra el vidrio de la ventanita del fondo, que también estalló en pedazos. No bien se apagó el estruendo de los vidrios comenzaron a oírse las puteadas del vecino y las súplicas de su mujer que intentaba calmarlo diciendo que el de adelante era un borracho perdido y que no le hiciera caso. La Muerte se volvió hacia él y habló moviendo apenas la quijada.

—No seas pánfilo, Rulo. No puede ser un sueño. ¿O vos ahora soñás con ruidos?

El Rulo tuvo que darle tácitamente la razón porque se dio cuenta de que siempre tenía sueños mudos. La Muerte siguió:

—Yo diría que no perdamos tiempo y vayamos procediendo.

—¿Lo qué? —alcanzó a preguntar el Rulo.

—Hoy te toca a vos, Rulo. No soy «la» Muerte, pero soy «tu» Muerte. Es decir: hoy te toca, ¿qué vas a hacerle? —alzó los hombros como dando a entender que no era algo tan importante, y se sentó en la silla de madera que había junto a la puerta.

El Rulo trató de ordenar sus ideas.

—Atendeme. Atendeme un poquito —empezó diciendo, porque esas eran las palabras que siempre usaba cuando necesitaba ganar tiempo—. ¿Cómo es eso de morirme? —Se puso de pie—. Mirame. Mirame un poco. Si soy un pendejo, fijate, un pendejo. Recién en abril cumplo treinta y cuatro. Y estoy hecho un violín, macho. En serio.

Mientras hablaba hacía ademanes rápidos, con las manos vueltas hacia sí y movimientos veloces de los dedos, en ese gesto universal de quien pretende que su interlocutor lo observe a fondo. La Muerte contestó con serenidad:

—Sí, Rulo, lo que decís es cierto, digamos, pero… ¿qué tiene que ver? ¡O te creés que sos el primero en estirar la pata estando sano y «hecho un violín», como decís vos!

El Rulo volvió a sentarse, derrumbado por el tono sereno, fatal e inexorable de la Muerte, que siguió hablando:

—Bueno, si nos ponemos estrictos todavía te queda un ratito. Se supone que te toca morirte a las 4.03 p.m. en el semáforo de la ruta. Te tiene que pisar un Scania, un camionazo frigorífico que va para Bahía Blanca. El mionca cruza con luz verde pero vos no lo ves venir, cruzás mal y te deja hecho papilla en el asfalto.

El otro palideció. Era cierto que dentro de un rato iba a cruzar la ruta porque había quedado con los muchachos en verse después de la siesta en la cancha de los monoblocks. Se le ocurrió preguntar algo:

—Ah sí, decime un poco, y si me pisa semejante camionazo, ¿cómo carajo me lleva puesto sin que lo vea venir? No puede ser, macho.

—Pero sí, hombre. Te garantizo que te atropella —ahora la Muerte usaba un tono dulce y ligeramente didáctico—. Ocurre que a las cuatro de la tarde vas a estar tan borracho que vas a salir de la casilla y vas a cruzar la villa casi sin darte cuenta. Con el calor que hace, por añadidura, te vas a gastar las últimas monedas en un cartón de vino frío que vas a comprar en el boliche de Chirinos y te lo vas a bajar en cinco tragos. Cuando llegues al borde de la ruta vas a tener encima un pedo cósmico, si me permitís la vulgaridad. Y vas a mandarte a cruzar con el mismo cuidado con el que cruzarías de la pieza al patio. Y ahí, ¡páfate!

La Muerte remarcó la imagen del impacto haciendo chocar un puño en la palma abierta de la mano, y el chasquido le hizo correr al Rulo un sudor frío que le bajó desde la nuca. Pero insistió:

—Y si el fato este es a las cuatro, ¿por qué me viniste a ver ahora que no son ni las dos y media?

—Es cierto, Rulo, es verdad —la Muerte torció los huesos de la cara en lo que pretendió ser una sonrisa—. Pero te cuento algo. Sufro terriblemente el calor, ¿sabés? Y vos viste cómo está hoy: sofocante, verdaderamente inaguantable. Se supone que tengo que apersonarme en el lugar de los hechos con una antelación mínima de treinta minutos.

El Rulo frunció el ceño y la Muerte aclaró:

—Media hora antes, Rulo, media hora antes. Para preparar todo, revisar la rutina, evitar imprevistos, esas cosas. Pero tal como te he dicho sufro el calor de manera horrorosa. Y la sola idea de pasarme treinta minutos ahí, al rayo del sol, calcinándome con una sensación térmica de cuarenta grados, en el cruce de la ruta 3, que no tiene un árbol ni por equivocación, y encima con el reflejo del pavimento dándome en las órbitas, es realmente horrible, imaginate. De manera que pensé que mejor lo arreglábamos acá, en tu casa. Se supone que no puedo alterar el esquema pero, aquí entre nosotros, ¿quién se tiene que enterar? De manera que vos no levantás la perdiz y yo te proporciono un óbito tranquilo, cómodo, sereno, y te libro del despanzurramiento producto de tu colisión alcohólica con el camión frigorífico. ¿Me seguís, Rulo?

El modo de hablar de la Muerte era tan razonable que el Rulo, a pesar de sí mismo, se encontró asintiendo, obediente. Pero se le ocurrió otra objeción.

—Momento, momento. Si me matás en la ruta, ¿cómo vas a estar media hora en el semáforo con esa facha? Alguno se va a apiolar, disculpame, pero sos una cosa medio asquerosa, sin ofender, claro.

—No, Rulo, más allá de lo de asquerosa o no, los demás no van a verme. Hoy soy tu muerte, Rulo. Sólo vos podés verme. Tampoco es cosa de andar por ahí espantando a medio mundo cada vez que hay que bajarle la caña a alguien, imaginate.

—Pero igual decime… ¿siempre vas vestido así?

La Muerte negó moviendo el cráneo hacia los lados.

—Nada de eso, Rulo, en absoluto. Nos vestimos para la ocasión, generalmente. Imaginate que me toque un ministro, o un banquero, o algo de ese estilo. En esos casos uso un traje negro que, aunque esté mal que lo diga yo, y no lo tomes como falta de modestia, me queda que ni pintado. Para situaciones menos solemnes uso uno marrón claro.

El Rulo miró el atuendo de la Muerte, arrugando un poco la nariz, en un gesto de disgusto. La Muerte advirtió su expresión, porque siguió hablando algo ofuscada.

—Ya sé que estoy casi impresentable, Rulo. Pero tené en cuenta el calor que hace y… —pareció dudar sobre decir lo que realmente estaba pensando, hasta que se decidió abruptamente—: Y aparte ¿qué querés? ¿Vos te viste? ¿Qué podés pretender, Rulo?

El aludido bajó la vista para mirarse. Tenía puestas unas alpargatas chancleteadas, un pantalón corto muy sucio y una musculosa más mugrienta todavía.

—Y otra cosa —la Muerte siguió justificando su vestimenta paupérrima—, ¿vos viste lo que es tu «humilde morada», Rulo? No te ofendas, pero vivís en un agujero.

El Rulo, para sus adentros, asintió sin resistencias. La casilla se caía a pedazos. Se la había prestado su hermano Lalo, dos años antes, apenas lo había echado la Graciela. Y al principio estaba buena. No se llovía porque Lalo le había puesto una flor de membrana, y también le había mandado un buen contrapiso con carpeta y todo. La puerta era de chapa, bien gruesa. Pero en esos dos años el Rulo había sido incapaz de poner un peso en la casilla. Cada cosa que se había ido rompiendo, así había quedado. La puerta se había picado toda de óxido por falta de convertidor y el techo se llovía en tres o cuatro sitios. Lalo le había dejado instalado el medidor de luz, pero hacía meses que lo habían dado de baja y se había tenido que enganchar. Cuando Lalo venía a visitarlo a él le daba un poco de vergüenza, pero Lalo era un pan de Dios y nunca decía nada. Si hasta le había conseguido trabajo en la obra de Ramos Mejía. Ni esa excusa tenía el Rulo. Hacía un año que estaba con laburo fijo y todavía tenía para otro año más, por lo menos. Miró el reloj y vio que eran casi las tres, y se dio cuenta de que no quería que ésa fuera la última hora de su vida. Siempre le había costado pedir, pero se sobrepuso y preguntó en un murmullo:

—Y decime, dígame, bah —titubeó un poco más—, ¿no hay modo, yo que sé, de conseguir un poco más de tiempo…? Algo como para despedirse, ¿vio? Un tiempito, no más…

—Ay, Rulo, Rulo. No es mi intención ofenderte, en absoluto, pero… ¿para qué carajo querés más tiempo, si me disculpás la mala palabra? Vos sabés lo que es tu vida, Rulo. Es un asco, muchacho, un vómito por donde la mires…

El Rulo la miró con resentimiento. No le gustaba que hablaran de sus cosas, y mucho menos que le vinieran con reproches. Si seguía dejándola hablar, esa calavera iba a terminar diciéndole lo mismo que la Graciela, quejándose de que era un vago y un borracho que no servía para nada.

—¿Por qué no te metés en tus cosas, pelotudo?

—Ah, no, Rulo. Si te ponés grosero te fulmino a la primera de cambio, ¿eh? Ya que te estás sirviendo agua, ¿me das un vasito? La verdad es que estoy que me derrito.

Cuando el Rulo se lo alcanzó vio con un poco de asco cómo la Muerte derramaba el líquido en el agujero negro de sus fauces, abierto entre los dientes amarillentos. Cuando terminó de beber, la Muerte le alcanzó el vaso, le hizo una mueca de sonrisa y agregó:

—Bueno, Rulo, tenemos que ir procediendo.

—Pará la moto que recién son las tres, carajo —el Rulo estaba pálido—. Aparte… —dudó y por fin terminó la frase— aparte me gustaría despedirme de mis chicos.

—¡Ja! ¡Despedirte! ¡Esa sí que es buena! —la Muerte se golpeó los muslos con las palmas—. Olvidate, Rulo. ¿Te pensás que soy un encargado de relaciones públicas? Además otra cosa, muchacho: no los llamás en la puta vida, disculpame la grosería, no los vas a ver ni por equivocación, ¿y ahora querés hacerte el emotivo y llamarlos? No seas sinvergüenza, Rulo, no seas descarado, hacé el favor.

El Rulo se mordió los labios y pensó que la Muerte decía la verdad, pero igual la miró con odio porque aborrecía que se lo echaran en cara.

—¿Y vos qué sabés? ¿Así que yo no tengo nada de bueno? ¿Quién te dijo, pelotudo, quién te dijo?

—Momentito, Rulo, momentito. Ya te dije que si te vas de boca te dejo seco acá sin tanta diplomacia, no te pasés de vivo —la Muerte lo amonestó, pero su tono de voz era casi divertido—. Y sinceramente, querido, sos patético, un asco, qué querés que te diga. Vivís en una pocilga —la Muerte enumeraba tomándose los dedos de una mano con el pulgar y el índice de la otra—. Te gastás en chupi casi todo lo que ganás, tu mujer te echó por vago, a tus hijos no les pasás ni la hora y tenés trabajo porque tu hermano Lalo es un bendito y en la empresa lo quieren tanto que no se animan a echarte, que es lo que te merecés porque faltás cada dos por tres y no sabés levantar ni dos hiladas de ladrillos como Dios manda.

El Rulo bajó los ojos. No estaba triste porque se fuera a morir, sino sobre todo por morirse sin emparchar nada de lo que la Muerte le decía.

—A ver, Rulo, a ver, contame. ¿Qué sabés hacer? Pero bien. ¿Qué sabés hacer bien, bien? Decime algo en lo que seas bueno en serio.

El Rulo bajó los ojos, enfurruñado. Si no le gustaba que le vinieran con reclamos, menos le gustaba que lo forzaran a hablar de sí mismo. Pero cuando la Muerte insistió, se decidió a contestar.

—Al fútbol. A la pelota juego bien en serio. Llegué a la cuarta de Vélez.

—Ah, ¿sí? ¿Y de qué jugabas? —la Muerte seguía con su tonito divertido.

—De segundo marcador central. Siempre jugué de seis.

—¡Qué tierno, Rulo, qué tierno! —la Muerte lo miraba como examinándolo—. Ahora decime… ¿no sos un poco petiso para jugar de central? Digo, no te ofendas, pero te veo un poco chiquito para semejante puesto. No sé, para ir de arriba, para pechar a los delanteros rivales… Te veo algo livianito, si me permitís.

El Rulo le clavó los ojos. Esa hija de puta no sólo venía a liquidarlo sino que lo gastaba con lo único de lo que se sentía realmente orgulloso.

—Ah, bueno. Ahora vos sabés de fútbol también. Dejame de joder.

La Muerte se incorporó de su silla con un respingo.

—Mirá, flaquito. Para que sepas yo no estuve muerto toda la eternidad, ¿sabés? —Antes de seguir hablando levantó el mentón, desafiante—. Y está mal que lo diga pero siempre fui un arquero más que pasable, por no decir realmente bueno, por no decir excelente.

El Rulo notó, algo sorprendido, que la Muerte se había calentado en serio con ese asunto. Entrecerró los ojos en el gesto que siempre hacía cuando tenía que pensar rápido en algo muy complicado. Cuando supo cómo seguir, atacó:

—Bueh, no te quiero ofender, pero la verdad es que pinta de arquero, lo que se dice de arquero, no tenés ni ahí, macho. ¿Qué querés que te diga?

La Muerte adelantó los brazos con las manos algo levantadas, en el gesto de quien quiere detener una discusión.

—Mirá, Rulo, no sigamos con esto, que yo no vine a discutir sino a llevarte.

—Como quieras, como quieras. Yo no más te digo que tenés tanta pinta de arquero como yo de astronauta.

—Decí que andamos cortos de tiempo, pero no sabés con qué gusto te haría tragar tus palabras y esa sonrisita pavota que tenés, te lo garantizo.

—¡Eh, che, no te calentés, que no es para tanto! —Ahora era el Rulo el que parecía burlón. Pero sólo parecía, porque el corazón le latía con golpes sordos que le retumbaban desde los pies hasta los párpados. Se sorbió los mocos, que era algo que siempre hacía para calmarse los nervios—. Vos decís que yo no tengo pinta de marcador central; yo te digo que vos en la puta vida debés haber jugado al fútbol. Lástima que no tengamos tiempo para un desafío… —respiró hondo. En su mar de nervios estaba satisfecho, porque el discurso le había salido de corrido.

La Muerte se puso de pie y se le acercó. Aunque empezó a temblar, el Rulo sostuvo la mirada a la altura de las cuencas vacías que se le aproximaban. La Muerte se detuvo a diez centímetros de su rostro y le golpeó la nariz con un aliento gastado y fétido.

—¿Adónde querés llegar, Rulo? —interrogó en un tono casi íntimo.

—A ningún lado —contestó con sonrisa inocente—. Te digo un desafío para ver quién es quién, nada más que eso.

La Muerte se dio vuelta y comenzó a caminar por el perímetro de la pieza, juntas las manos detrás de la espalda. El Rulo cerró los ojos porque estaba pensando muchas cosas juntas.

—¡Ni lo sueñes, Rulo! ¡Ya sé para dónde vas, querido! —La Muerte se volvió hacia él y siguió en tono de burla, como emulándolo—: «Si yo gano vos me perdonás la vida» ¿No es eso, Rulo? ¿Vos qué te creés? ¿Que yo nací ayer?

El Rulo negó con la cabeza.

—No. Tenés razón. No puede ser nunca.

Caminó hasta la ventanita destrozada, empujó los vidrios más grandes con la precaución de que ninguno se le clavase en las alpargatas y asomó la cabeza al pasillo de la villa. Y así asomado terminó en un murmullo casi inaudible:

—Cagón…

A sus espaldas la Muerte resopló, como conteniendo la bronca.

—¡¿Qué dijiste?! —la Muerte apretaba las mandíbulas, irritada—. ¿Y a qué querés jugarlo, si puede saberse? —siguió—. ¿Vamos a jugar uno contra uno? ¿O pretendés que arme un equipo de Muertes para enfrentarme a vos y a tus amigotes?

—No. Más bien que tiene que ser algo entre nosotros solos. —El Rulo hizo otra pausa. Experimentaba la extraña sensación de saber lo que estaba haciendo—. Unos penales, digo yo. Tiempo para otra cosa no tenemos, porque ya son casi tres y media. En la canchita que da a las vías. Ya que sos arquero, no me vas a decir que le tenés miedo a un petiso como yo, que ni llego a tocar el travesaño, ¿no te parece?

La Muerte volvió a caminar inquieta por la casilla. Por fin se volvió hacia el Rulo, alzó la mano, lo señaló con el índice y le dijo en tono admonitorio:

—Perfecto. Por penales. Si vos ganás te dejo tranquilo y acá no ha pasado nada. ¿Y si perdés, Rulo?

—No te jodo más y me matás ahí nomás al toque. Nos vamos derechito para la ruta y no te hago más historia.

—¡Ah, sí! ¡Seguro que te la voy a dejar servida en bandeja, pobre de vos! —dijo la Muerte—. Si querés apostar, apostemos en serio.

El Rulo tragó saliva.

—Si te gano yo no sólo te mato hoy mismo, sino que elijo cómo. Y si se me canta un castigo más horrible que el del camión frigorífico, te lo surto como se me antoje. ¿Qué te parece?

El Rulo se mordió los labios. Volvió a mirar a la Muerte. De entrada le había parecido ver que cojeaba un poco de la pierna izquierda, y ahora que la otra se movía a grandes trancos por la pieza confirmó esa observación. Además el calor le jodía, ella misma lo había dicho, y se había tomado como tres litros de agua en ese rato. Le miró los pies y dudó que pudiese patear bien con esos mocasines.

—De acuerdo. Cinco penales cada uno, y si hay empate se define uno y uno.

La Muerte le tendió la mano:

—Es un trato, Rulo. Lamento que te empeñes en retrasar el momento de partir, porque te voy a llenar la canasta.

El Rulo no le contestó. Fue a buscar una pelota casi nueva que guardaba en el primer estante del armario. Mientras revisaba el estante pensó en las largas patas de la Muerte. Si los tiraba altos seguro que la muy turra llegaba cómoda. Pero si los esquinaba bien, a ras del piso, del lado que tenía la rodilla resentida…

Agarró los botines de un rincón y se los colgó del hombro. Se puso a rezar en silencio. Se acercó a la puerta y la abrió de un sacudón. La luz volcánica de las tres y media inundó la pieza. Le hizo un gesto a la Muerte para que pasara primero. Después salieron.