A veces el pasado es un candado de piedra que nos cuelgan del pescuezo, y nos encorva como un lastre y nos golpea en las rodillas cada vez que intentamos dar un paso. Hablo de esos pasados de bronce, esos pasados de gloria que los viejos lustran con esmero y frente a los cuales le exigen a uno respeto y sacrificio, reverencia y silencio. Esos pasados que a uno le gustaría sacarse de encima por lo menos por un rato para ver qué se siente ser un recién nacido con nada más que futuro, un futuro livianito y en blanco por delante.
Nosotros cargábamos con un pasado de ésos. Supongo que si quiero que el lector me entienda tendré que agregar un par de datos. Cuando digo nosotros me refiero a los muchachos del Club Esperanza de Gobernador Flores, un pueblo que a duras penas aparece en los mapas de la provincia. Cinco mil habitantes, una acopiadora de granos, la calle principal, que es un tramo de la ruta, y el club. Eso sí: el club. En esos tiempos, como ahora, el pueblo era insulso, como sus calles y sus casas. No teníamos municipio ni hospital ni regimiento. Pero teníamos el Club Esperanza, que era como un faro que guiaba a nuestra comunidad por el escarpado sendero de la Historia.
Si decíamos en Santa Fe o en Rosario que éramos de Gobernador Flores se nos quedaban mirando esperando aclaraciones, o nos preguntaban dónde cuernos quedaba eso. Pero si se hablaba de fútbol y uno decía que era del Club Esperanza la cosa era distinta. Cualquiera que hubiese jugado alguna vez en la liga sabía de dónde veníamos. Porque el Esperanza era una potencia, una gloria, un templo de hazañas. Dieciséis campeonatos de la liga. Ocho subcampeonatos. Siete amistosos ganados frente al equipo profesional de Newell’s y nueve victorias sobre el de Rosario Central. Pilas de jugadores que triunfaron hasta en Buenos Aires salidos de nuestra cantera.
Las primeras líneas de esta historia me costaron horas, como si hubiese tenido que arrancármelas del alma. Pero cuando llego al Club Esperanza y a sus condecoraciones las palabras salen como catarata, como el avemaría o el padrenuestro; porque es un rezo laico que uno aprendió de chico recitado por su padre y por su tío, y después lo repitió una vez y otra vez, y lo levantó como un amuleto, como un talismán, como un escudo para asombro de los incrédulos y espanto de los enemigos.
Nacer en Gobernador Flores tenía sentido exactamente por eso: porque con el club teníamos la gloria que venía adherida a la camiseta amarilla. Todos los chicos se morían por vestirla. Por supuesto que íbamos a la pileta y al frontón de paleta. Naturalmente intentábamos defendernos con el básquet. Pero todos los corazones latían por lo mismo. En mi pueblo te recibías de estrella sólo si te fichaban en las inferiores de fútbol; de lo contrario tu vida transcurría entre penumbras.
En mi caso hasta me signaba mi apellido. Mi abuelo, José Manuel Lupis, socio fundador y campeón en dos oportunidades; mi padre, Antonio José Lupis, arquero tricampeón de las formaciones de principios de la década del ‘50, y yo, Ignacio Lupis… pero mejor sigo con la historia.
Llegué a primera en 1966, con 17 años. Mentiría si dijese que me deslumbró la tribuna llena, o que materialicé un sueño inalcanzable. En realidad, desde que a los 7 años empecé a entrenar con los más chiquilines me estuve preparando para eso como el hito central de mi destino. Ese sábado le ganamos 2 a 0 a Sport Club Las Tejas. No metí ningún gol, pero como soy marcador de punta nadie pudo reprochármelo. Mi debut fue un paso más en un camino simple, en el que las huellas estaban profundamente grabadas y uno tenía apenas que poner los pies en los lugares precisos.
Eso sí, sinceramente no estaba listo para lo que ocurrió a partir de agosto de ese año. Nadie estaba preparado para eso. Por primera vez en la historia del club perdimos cinco partidos consecutivos. Por primera vez en la historia del club estuvimos dos fechas en el anteúltimo puesto de la tabla. Por primera vez en la historia del club nos salvamos del descenso por milagro. Fue en esos meses cuando empecé a sentir la piedra colgada del cuello y la mirada impaciente de los viejos.
Los dirigentes del club no perdieron tiempo. Contrataron a un técnico rosarino, sin que se les moviera un pelo al echarlo a Cantilo, el entrenador que había ganado cinco títulos en una década. Ese verano el tipo nuevo nos entrenó como si hubiésemos sido comandos para la guerra. Nos habló de fútbol moderno y nos dijo que estábamos anclados en el pasado. Nos hizo un montón de diagramas en un pizarrón que hizo traer de la escuela. Cuando los viejos nos cruzaban en el bufet nos hacían preguntas y nosotros les contábamos. Ellos ponían cara de entendidos y satisfechos, y decían que había que saber cambiar a tiempo y adaptarse al deporte moderno.
Lástima que cuando arrancó el campeonato en marzo perdimos tres partidos al hilo, empatamos uno y perdimos otros tres. El genio rosarino nos juntó una tarde, declaró que no le entendíamos el mensaje y que tenía una oferta para dirigir en primera B en un equipo de Buenos Aires. Nos estrechó la mano y disparó del pueblo.
Los viejos dijeron que era lógico. Que no se podía renunciar a la mística de medio siglo. Que no podíamos jugar de espaldas a la historia que nos había hecho grandes. Y aunque el año en el campo era muy malo y daba la impresión de que en la tesorería del club no quedaba una moneda, los de la comisión anunciaron que, en un esfuerzo titánico destinado a enderezar nuestro destino, habían contratado a otro entrenador que vendría desde Rosario. Éste nos hizo un discurso enfatizando el amor a la pelota, habló de la danza sagrada de la gambeta, archivó el pizarrón y nos mandó a jugar como mejor pudiéramos. De nuevo los viejos nos sacaban charla en el bufet y asentían satisfechos cuando les contábamos los berretines del técnico. Claro, decían, por supuesto, decían, este tipo sí que sabe cómo se siente el fútbol en el Esperanza, decían, este hombre sabe de vestuario y de potrero, decían, ahora el asunto es pan comido.
Pero con éste también fuimos una lágrima. Perdimos tres, empatamos dos y perdimos otros dos. El fulano ni nos avisó que se rajaba. Después de la última derrota en lugar de volver con nosotros en el micro se piró en auto directo a Rosario y si te he visto no me acuerdo.
La comisión directiva cayó en un absoluto desconcierto. Definitivamente no quedaba un peso. Las dos eminencias le habían costado mucho más dinero al club que las diez temporadas del entrenador Cantilo. Por supuesto, como la desesperación es más atroz que la vergüenza, intentaron convencerlo para que volviera. Pero como Cantilo es un señor hizo lo que tenía que hacer y los sacó carpiendo. Después se sentó mansamente a contemplar cómo a los dirigentes les caían en la cabeza los escombros de la gloria.
Los viejos dejaron de acercársenos a charlar en el bufet. Cuando pasábamos cerca podíamos oírlos. Palabras sueltas, porque en general tenían el buen gusto de bajar la voz, pero palabras suficientes: «técnica», «aquellos tiempos», «sangre», «hombres», «pelota al pie». Y «jóvenes», sobre todo la palabra «jóvenes» dicha con los ojos entrecerrados de hastío, con un rictus amargo en los labios, con unas buenas cucharadas de desprecio que nos salpicaban las orejas al pasarles al lado.
Era cierto que éramos jóvenes. Muy jóvenes. En abril dejó de jugar Melo, el goleador del ‘64. Adujo un problema en la rodilla, pero yo sentí que era para no quedar pegado al destino del descenso. Con su partida quedamos nada más que los pibes. O, como seguramente dirían los viejos, nos quedamos «sin verdadera sangre de campeones». Ninguno de los que fuimos titulares durante el resto del catastrófico año 1967 tenía más de veinte años, y ninguno había salido campeón.
Después de los entrenamientos, sentados a la mesa del fondo, con un par de gaseosas de litro entibiándose sobre la fórmica, las manos en los bolsillos y caras de espectros, esperábamos que se hicieran las siete y nos íbamos a casa. Era como si tuviésemos la peste. Nadie se nos acercaba y no nos acercábamos a nadie. Si nos quedábamos hasta las siete era para cumplir con la tradición y para que no nos tildaran de cobardes. Ahí sentado, con el dolor de algún tijeretazo helado venido de la distante mesa de los viejos, me entretenía recitando para mis adentros el credo de nuestros pergaminos: dieciséis campeonatos de la liga. Ocho subcampeonatos. Siete amistosos ganados frente al equipo profesional de Newell’s y nueve victorias sobre el de Rosario Central. A veces, antes de dormir, lloraba.
Consiguieron un técnico ignoto que por unos pesos aceptó cargar con el muerto los meses siguientes. Lo más tétrico era ver la cara con que nos miraba. Se le notaba en la expresión que pensaba que éramos horribles y que no teníamos remedio. Tal vez tenía razón. Pero él también era un imbécil y nosotros nunca se lo dimos a entender con semejante claridad. Ni siquiera el apático ese pudo aguantar hasta el final. Cuando faltaban cinco fechas y el anteúltimo nos llevaba seis puntos, se mandó a mudar. Lástima que no me enteré a tiempo, porque me quedé con las ganas de putearlo en la cara.
A esa altura, el descenso tenía color de certeza. Sin embargo, los genios de la comisión guardaban un as en la manga. Resulta que no se quién era amigo de no sé qué fulano que había estudiado con Onganía, y en plena Revolución Argentina ésos eran contactos provechosísimos. De buenas a primeras se introdujo una ligera modificación en el reglamento de la liga, según la cual el descenso directo del último clasificado se cambió por un partido final y decisivo entre los dos últimos, en cancha neutral. «Cláusula de repechaje», la llamaron. Naturalmente los equipos que venían arriba de nosotros peleando el descenso protestaron ferozmente, pero, como carecían en sus comisiones directivas de personajes que fueran conocidos de otros personajes que hubiesen estudiado con Onganía, nadie les llevó el apunte.
La jugarreta, aunque nos cubrió de mugre, nos mantuvo conectados a esa especie de respirador. Podíamos perder hasta el último partido del campeonato, con tal de que ganásemos el desempate. Nos tomamos muy a pecho eso de perder, porque a duras penas empatamos uno de los cinco que faltaban y terminamos nueve puntos debajo del Atlético Podestá, el penúltimo. Con esa performance, hasta los más fanáticos optimistas se derrumbaron. El amigo del amigo de Onganía sacaba pecho ante quien se le parara enfrente y ponía cara de «Yo ya no puedo hacer más de lo que hice».
Entre la última fecha y el desempate hubo un intervalo de tres semanas. Los de la comisión les pidieron, les rogaron, les imploraron a los técnicos de las divisiones inferiores que se hicieran cargo de los malandras de la primera para ese desempate angustioso. Los tipos contestaron que ni mamados. El Club Esperanza, después de cincuenta años de éxitos y laureles, se iba de cabeza al tacho, y ellos no eran suicidas. Dijeron que se debían a las inferiores, para hacer nacer desde allí un «futuro nuevo». Con eso lo decían todo. Si no hubiésemos estado tan tristes habría sido como para reírse. En el club del pasado, ahora se llenaban la boca con el futuro. Lástima que nosotros estábamos en el medio, como un presente ominoso y detestable.
Entonces fue cuando lo convocaron a Segovia, o más bien le tiraron el equipo por la cabeza, con la orden de que lo manejara esas tres semanas. Augusto Celestino Segovia era el canchero, aunque también era el chofer del micro cuando jugábamos afuera, utilero en los entrenamientos y control en la tribuna popular cuando jugábamos de locales. Era un tipo servicial y silencioso al que nadie conocía demasiado a fondo, aunque hacía como veinte años que trabajaba en el club. Los de la comisión dijeron que le habían ofrecido el cargo por sus méritos y conocimientos futbolísticos, pero todo el mundo sabía que no era cierto. Que se lo enchufaron para que no diésemos más lástima todavía por no tener a alguien que nos dirigiese en los últimos entrenamientos. Y que era demasiado pobre como para darse el lujo de decir que no y quedarse sin laburo. Segovia era el candidato ideal porque no tenía ningún prestigio que pudiese apostar y perder en nuestro naufragio. Dándose aires de estadistas, los de la comisión lo presentaron al plantel una mañana de jueves, como si no lo conociéramos desde siempre. Después se fueron y nos dejaron frente a frente.
Segovia nos miró. Entrecerró los ojos porque el sol de noviembre le caía de frente. Se hizo visera con la mano y recorrió nuestros rostros. Después chistó, escupió al pasto y nos dijo que estábamos jodidos, que en el pueblo nadie daba un peso por nosotros, que nadie tenía la menor esperanza de que mantuviésemos la categoría y que eso no era malo, porque íbamos a jugar sin presiones y en una de ésas hasta embocábamos un gol. Dijo que en los partidos decisivos pasan cosas extrañas, pero aclaró que no nos hiciéramos demasiadas ilusiones porque no son lo mismo cosas extrañas que milagros.
Cuando lo escuché me pasó algo raro. El tipo nos estaba desahuciando antes de la primera práctica. Pero lo hacía sin asomo de burla, ni de hostilidad, ni de soberbia. Entendí que estaba tan solo y tan triste y tan asustado como nosotros, y pensé que era mejor así, después de todo.
En esas semanas nos hizo practicar fuerte, correr mucho y trabajar unos cuantos movimientos defensivos. La idea no era mala. Si lográbamos terminar el partido en cero había alargue y penales. Y pateando desde doce pasos podía irnos bien o mal, pero las chances mejoraban a ojos vistas. Segovia nos hizo practicar defendiendo con cuatro, con cinco, con dos líneas de cuatro y con dos líneas de cinco.
El día del partido decisivo nos juntamos en el club para tomar el micro. El presidente no resistió la tentación y nos arengó en la playa de estacionamiento. Habló de entrega, de pasión, de amor a la camiseta. Y terminó, naturalmente, recitando la letanía atroz de nuestro pasado de bronce: dieciséis campeonatos de la liga. Ocho subcampeonatos. Siete amistosos ganados frente al equipo profesional de Newell’s y nueve victorias sobre el de Rosario Central. El tipo estaba para una película: de pie en el estribo del ómnibus, con el brazo derecho extendido y el dedo índice apuntando al cielo. Parecía uno de esos curas de las películas de vampiros, que levantan un crucifijo para hacer retroceder a los espíritus impuros. Sólo que éste en lugar de cruz te tiraba en la cara todos los campeonatos que el club había ganado y te dejaba la sensación extraña de que el vampiro y el espíritu impuro eras vos, ni más ni menos.
Nos siguieron doce o quince autos. La verdad que dolía. Yo me acordaba del último campeonato que habíamos ganado, el del ‘64, cuando hubo que fletar un tren especial porque nadie en Gobernador Flores había querido perderse la vuelta olímpica número dieciséis en terreno de los visitantes. Teníamos que jugar en cancha de Colonia Benítez, que quedaba tan lejos de nuestro pueblo como del de ellos. Pero de nuestra gente no vino casi nadie, apenas un puñado de familiares y amigos que ocuparon una tribunita baja que daba contra el lateral, junto a una de las áreas.
Con el pitazo inicial salimos a hacer aquello que nos había pedido Segovia que hiciéramos. Salimos a morder en cada pelota dividida, a embarullar el mediocampo, a comerles los tobillos a los rivales para que no hilvanaran dos jugadas. Corrimos como flechas. Trabajamos como esclavos. Luchamos como gladiadores. Aguantamos como mártires. Lástima que todo eso duró cuatro minutos y treinta y ocho segundos, porque a esa altura del partido nos embocaron el primer gol de cabeza y se acabó la epopeya. El gol no fue culpa de nadie y fue culpa de todos. Una de esas distracciones zonzas de las que habíamos cometido setecientas a lo largo de todo el año.
No había que ser un genio para entender que habíamos perdido. En toda la temporada no habíamos remontado un solo resultado en contra. Siempre que nos habían embocado, habíamos terminado con la canasta llena. ¿Iba a ser diferente esta vez, con los nervios crispados y la amargura del descenso pegándonos las patas contra el pasto? Me tocó a mí sacar la pelota del arco y llevarla hasta el medio. No atiné a patearla para acelerar el trámite. La llevé bajo el brazo todo el trayecto. Tenía frío, y eso que era diciembre y una tarde preciosa. Aunque no quería, repetía el rezo laico de los míos: dieciséis campeonatos de liga, ocho subcampeonatos, siete amistosos ganados a Newell’s, nueve ganados a Central. Mi abuelo era José Manuel Lupis, socio fundador y bicampeón. Mi padre era Antonio José Lupis, héroe de las formaciones de la década del ‘50. Y yo era Ignacio Lupis, marcador de punta que participó del descenso de Deportivo Esperanza en 1967. Tenía mucho frío y unas ganas bárbaras de ponerme a llorar, pero me contuve. Mi viejo me había deseado suerte en la cocina de casa, pero no había venido. Miré el banco de suplentes. El arquero lloraba y los demás trataban de consolarlo para que no lo viésemos. Segovia presenciaba el naufragio a dos pasos de la línea de cal, con los brazos cruzados.
Planté la pelota en el círculo central y le saqué a Salvatierra, el número 5. Era un pase de medio metro, pero le erré por dos y la pelota se la llevaron los de Podestá. En otro momento Salvatierra me habría puteado con toda la razón del mundo, pero ese día no dijo nada y se quedó mirando la estampida de rivales que nos pasaban por los costados como un malón de ranqueles. Nos embocaron el segundo gol a los veinticinco y después se tomaron un respiro. Se tiraron atrás y nos regalaron la bola. Eso les servía a ellos para tomar aliento y a nosotros no nos servía para nada. El arco de Podestá nos quedaba tan cerca como las cataratas del Niágara. Podíamos estar así nueve años sin conseguir hacerles un gol ni de chiripa.
Volvieron a enchufarse al comienzo del segundo tiempo. Coparon de nuevo el mediocampo y nos atacaron por donde quisieron cuantas veces se les dio la gana. El 3 a 0 fue a los cinco minutos, y el 4 a 0 a los diez. Miré hacia nuestra tribuna y me entristecí. Si habían venido sesenta, ahí no quedaban más de veinte. Y todavía faltaban como treinta y cinco minutos de agonía. Y faltaba también volver en el micro, y volver al club, y volver a las calles de mi pueblo, y pasar a la historia en el grupo de los palurdos que lograron la hazaña feroz de mandar al Esperanza al descenso por primera vez en su trayectoria legendaria.
Pero a los doce minutos se dio una jugada curiosa. El 4 de ellos remató desde el borde del área nuestra. Dicho sea de paso, a esa altura atacaban hasta con los marcadores centrales, porque sabían que éramos tan peligrosos como un bebé armado con un chupete. La pelota pegó en el travesaño. Picó en el área chica, la cabeceó de palomita el número 9 y la estrelló en el palo derecho. El número 11 la tomó de sobrepique, le dio un sablazo descomunal y la pelota dio de lleno en el otro poste. La terminó sacando el 5 de ellos, que la quiso poner de emboquillada por encima del arquero pero se le fue apenas por arriba. Lo horrible pasó en ese momento, porque lo que se escuchó desde la hinchada de ellos no fue el típico ¡¡¡¡Uuuuuuhhhhhh!!!! que se deja oír en esos casos, sino risas. Los tipos se reían. A esa altura nos tomaban a la joda. Estaban tan relajados, tan seguros, tan a salvo, que lo que estaban viendo ya no era un partido de desempate por el descenso. Era un número de circo, y no hace falta decir quiénes eran los payasos. Ni siquiera nos insultaban. Nos miraban casi con ternura, como uno mira a un perrito haciendo alguna chambonada.
No sé si Segovia sintió lo mismo. Pero algo le habrá pasado a él también con esas risas. Porque se metió un metro adentro de la cancha, él que era tan prudente, y se lo sacó de encima al juez de línea con un empujón que casi lo sienta de culo, él que era tan pacífico, y pegó un grito que sacudió los cielos, él que era tan silencioso: «¡¡¡AGUANTEN, MUCHACHOS, AGUANTEN… QUE ESTOS PELOTUDOS EL QUINTO GOL NO LO METEN NI MAMADOS!!!».
Yo lo miré, asombrado. Su cara oscura estaba roja de la bronca. El nudo de la corbata se le había corrido en el forcejeo. Los pelos engominados se le habían abierto en una especie de paraguas desorganizado. Y como en ese momento nadie gritaba, su arenga se escuchó en todos los rincones del estadio.
Mi arquero me tiró el balón sobre la izquierda, mientras los hinchas de Podestá se preguntaban unos a otros qué había dicho nuestro técnico. La paré de espaldas a la línea y la bajé mansita. El 7 de ellos se dispuso a sacármela como había hecho cada vez que lo había intentado. Pero por primera vez en la tarde me animé. Hamaqué apenas la cintura y la acaricié con la suela derecha. El tipo se comió el caño y pasó de largo. Sentí que el corazón empezaba a latirme de nuevo. Se dio vuelta como una tromba. Lo lindo de no tener nada que perder es eso, que detrás de la ruina se acaba el miedo. Así que le volví a tocar la bola suave, aunque ahora lo tuve que saltar para que no me cepillara, porque me vino con los tapones de punta. Giré y me encaré con el 8. El tipo no estaba listo para que le amagara por afuera y me le escapara por adentro. Levanté la vista. Estaba el 5 con aspecto de muralla. No necesité pensar qué hacer para pasarlo, porque con enorme felicidad, con gigantesca alegría, con descomunal regocijo, sentí que el 7 de Podestá me acababa de hachar desde atrás con una patada feroz a la altura de las pantorrillas, porque se había quedado calentito con el doble caño. «¡ASÍ, LUPIS, ASÍ!», saltó Segovia de nuevo. «¡ENSÉÑENLES A ESTA MANGA DE YEGUAS!» Desde atrás del alambrado los de Podestá empezaban a mirarlo feo.
Para colmo de bienes, ellos tiraron un contraataque fulminante y la pelota le quedó servida al 9 para cocinarlo a nuestro pobre arquero. Pero por primera vez en el partido el delantero tiró al bulto, apurado tal vez por ir a gritarle en la jeta el quinto gol a Segovia. Y como tiró al bulto colaboró con el milagro de que nuestro arquero Martínez la encontrase y la embolsara por primera vez en toda la tarde. Cuando se levantó, Martínez tuvo la ocurrencia de quedarse con la bola bajo el brazo izquierdo, mientras con el dedo índice de la mano derecha le hacía el gestito de que no, de que no, de que no se lo había hecho, mientras sonreía como un arcángel. Segovia lo aplaudió y gritó: «¡DELE, ARQUERO, DELE, QUE ESE NO TIENE HUEVOS!», con lo que logró calentar a todo el banco de suplentes, porque el técnico de Podestá era precisamente el papá del delantero cuyas cualidades anatómicas había puesto en tela de juicio nuestro ahora locuaz entrenador. A los veinte minutos empezamos a hacer tiempo. Nos soplaban y nos tirábamos. Nos rozaban y nos derrumbábamos entre gritos de agonía. Los tipos le vociferaban al árbitro que éramos unos tramposos y que descontara. Y el gil les decía que sí, que se quedaran tranquilos que él iba a adicionar todo lo necesario. Yo ya no tenía frío, y cuando a los veinticinco minutos el 11 de ellos se comió el gol hecho porque se enredó las patas y la pelota le quedó atrás, me le acerqué y le dije que era un boludo, y el tipo me puteó de arriba abajo y yo empecé a sentirme contento.
El técnico/padre gritaba como un poseído para que nos ahogaran en la salida. Segovia más que a indicaciones se dedicaba a hacer bromas sobre las condiciones de los contrarios, y se tuvo que poner una toalla en la espalda porque los de Podestá, colgados del alambrado, le tiraban unos gargajos que parecían una lluvia de meteoritos. Pasamos un par de sofocones más a los treinta y a los treinta y dos, pero el colmo fue el penal que tuvieron a los cuarenta y uno. En realidad fue a los treinta y seis, pero nos pasamos cinco minutos discutiendo como si fuera la injusticia más grande del planeta. El pobre win de ellos mostraba los tapones del botín de nuestro back estampados como un sello a la altura de la canilla, pero hicimos un quilombo inolvidable. Fue el único penal de mi vida que vi rebotar en los dos postes y salir justito para el despeje de un defensa. Lo abrazamos a Martínez como si fuese Amadeo Carrizo, y el pobre 9 se agarraba la cabeza. Al pasar me le reí en la cara y el tipo ni siquiera me insultó, tan grande era la amargura que tenía.
Los últimos cinco minutos faltó poco para que nos colgásemos del travesaño, los once en línea. Segovia nos decía los minutos que faltaban pisando la línea del lateral, y el lineman lo obligaba a retroceder una y otra vez, pero él se lo sacaba de encima y seguía con eso y con gastar a los de Podestá con que el quinto gol no lo metían ni en pedo. El último minuto nos lo pasamos tirándola al lateral, y ellos apurándose para sacar, y nosotros reventándola de nuevo y los tipos otra vez adentro, y cuando sonó el silbato fue todo rarísimo porque nosotros levantamos los brazos y los tipos se quedaron con las manos en la cintura y parecía que los que se habían ido eran ellos y no nosotros, y encima Salvatierra que es un turro se sacó la camiseta y se la ofreció al 5 de ellos diciéndole que se la regalaba para que se secase las lágrimas de amargo, y lógicamente el otro le puso una mano que le aflojó tres dientes y fue como una señal, porque cuando lo vi me di vuelta buscando a alguno de Podestá y justo Dios me puso en el camino al 7 ese que me había bajado después de pasarlo de caño, y le di tiempo para que armara la guardia porque nunca me gustó pegarle a un tipo desprevenido, y donde levantó los puñitos de escuálido desnutrido le surtí uno de los piñones más lindos que coloqué en la vida, y supongo que no sólo iba dirigido al nabo ese sino a todos los de la comisión y a todos los viejos del bufet y a todos los del pueblo y a todos los ilustres miembros de mi familia y a todos y cada uno de los dieciséis campeonatos y los ocho subcampeonatos y los siete amistosos contra Newell’s y los nueve contra Central, y cuando me quise acordar eso era un revoleo de piñas que daba gusto, y entre medio del quilombo lo vi a Segovia dándose con el padre del delantero cuyos genitales nuestro coach había puesto en tela de juicio, y como el otro era un urso como de dos metros me le acerqué a darle una mano, y lo pusimos fuera de combate el tiempo suficiente como para salir pitando para el lado del alambre donde estaban los veinticinco patriotas que se habían quedado a hacernos pata en el segundo tiempo, que a esa altura estaban escalando el alambre para participar también del sano debate cívico que tenía lugar en el verde césped, y me acuerdo de que Segovia se dio vuelta hacia mi lado, mientras corríamos, me sonrió y me dijo: «¿Viste, pibe? Por suerte la vida es más larga que la tristeza», mientras seguíamos galopando con la lengua afuera, y yo supe para siempre que tenía razón.