CORREO

La mujer entró jadeando, cruzó el local, apoyó los codos en el mostrador alto de madera oscura y saludó con un «Buenos días» que pareció pronunciado con su último suspiro. Un hombre canoso que se hallaba encorvado sobre un escritorio enorme alzó los ojos para verla por encima de sus lentes y le respondió el saludo, sonriendo apenas.

—Es insoportable el calor que hace —la mujer habló mientras se abanicaba con una revista que había sacado de su bolsa de compras.

Antes de responder el hombre consideró si valía la pena iniciar una conversación que tuviera que ver con el calor que hacía. En lo que iba de la mañana había tolerado una docena de esas charlas y sospechaba que para lo único que servían era para provocar más calor aún. Por su parte prefería sobrellevar con aire resignado el horno del pueblo al mediodía, sin gastar tiempo ni saliva en hipótesis sobre la fecha y hora de la próxima lluvia. No obstante, era un hombre cortés y le pareció poco educado echar en saco roto las palabras de la señora. Por eso pensó un momento y escogió la contestación que seguramente la dama estaría aguardando.

—En la radio dijeron que iba a llegar a 39 grados.

—¿Vio, don Matías? ¿Vio? —El rostro de la mujer, encendido por el sudor y por el interés en la tragedia inminente, le anticipó al hombre que no sería sencillo cambiar de tema. La otra continuó—: ¡Y la sensación térmica! ¡Seguro que de 46 o 47 no baja!

Montes, en lugar de responder, acompañó la congoja termométrica de la dama abriendo mucho sus ojos claros, como dando a entender que le resultaba casi inverosímil que el sufrimiento humano pudiese llegar a tanto. Le causaba un poco de gracia (aunque en sus días malos la gracia se le transformaba en fastidio) ese afán masoquista de sufrir con la sensación térmica. Antes los fríos y los calores se medían en un sencillo termómetro y a nadie le había parecido necesario aumentar el desconsuelo de la gente agregando viento al frío o humedad al calor, o vaya uno a saber qué otros extraños enjuagues de esa gente del pronóstico. Ahora, gracias a esta novedad, las personas como doña Nella, dispuestas a sufrir y a hacer sufrir a los demás con el frío y el calor, tenían un arma atroz que amenazaba con prolongar y enriquecer esas conversaciones climáticas más allá de todo límite tolerable. Sin dejar de abanicarse, la mujer agregó:

—Me han dicho que existe probabilidad de chaparrones y tormentas para la tarde o noche.

Al hombre le causó gracia el léxico técnico, pero jamás se hubiese permitido manifestarlo abiertamente.

—Habrá que ver, doña Nella, habrá que ver. —Hizo una mínima pausa como para que la mujer no se sintiese ofendida al ser arrancada de una conversación tan fecunda, y luego se incorporó, tapó la lapicera fuente que tenía en la mano, se acercó al mostrador quitándose los lentes y la interrogó—: Usted dirá en qué puedo servirle, señora.

—Ah, sí… —la mujer pareció recordar repentinamente el motivo de su visita a la estafeta postal—. Venía a despachar esta carta para mi Agustín, a Rosario.

El encargado tomó el sobre, miró el reloj de pared entrecerrando los ojos para distinguir la posición de las agujas y chasqueó la lengua antes de contestar.

—Lo lamento, doña Nella, pero ya lo mandé a Carlitos con la bolsa de despacho a Arrufó.

La mujer adoptó un ligero gesto de contrariedad, miró a su vez el reloj y preguntó:

—¿Y salió hace mucho?

—Hará unos veinte minutos, señora. Usted sabe. Va en bicicleta por la ruta. Si tiene alguien que la lleve, capaz que lo alcanza…

Ella miró largamente el sobre, mordiéndose el labio, y por fin habló como para sí.

—No, no vale la pena… Si no era nada de cuidado. Que salga mañana, nomás. Total, día más, día menos…

Montes temió que de un momento a otro la dama se lanzase a hablar de «su Agustín», que estaba estudiando para ingeniero «allá en Rosario». Había soportado con entereza la charla sobre el clima, pero no se creía capaz de tolerar ésta que parecía avecinarse acerca de las virtudes del querubín de doña Nella.

Por eso se apresuró a pedirle el sobre. Le encajó los sellos, le cobró el timbrado y le deseó un buen día a la señora con una franca sonrisa. La mujer se agachó a recoger las manijas de la bolsa de los mandados y comentó algo sobre el precio del tomate redondo. Montes, que había vuelto prestamente al escritorio, dio un respingo algo sobreactuado acompañado de un «¿Eh, cómo dijo?», propio de quien ha sido interrumpido durante una ardua y farragosa tarea. La mujer pidió disculpas y salió.

El hombre vio en el gran reloj que eran las doce y veinte. Calculó que su ayudante llegaría a Arrufó a la una menos cuarto, dejaría la bolsa en la oficina de correos, recogería el reparto y se encontraría con Aranguren a la una en punto en el cruce con la ruta 23 para que lo trajera en la chata. Era una suerte lo de Aranguren, porque aunque Carlitos era un muchacho joven y sano, a Montes no le causaba gracia que tuviera que mandarse esos cotidianos periplos ciclísticos a la peor hora de sol. Por suerte con Aranguren salvaba el viaje de vuelta con la bici montada en la caja de la pick-up. Así estaba de regreso antes de la una y media, y podían dejar acomodado el reparto antes del almuerzo. Se hacía tarde, por cierto. Cuando le echaba llave a la puerta vidriada de afuera y caminaba por el pueblo hasta su casa, parecía uno de esos sitios fantasmas que aparecen en las películas. Sobre todo con esos calores del demonio.

Antes, cuando el camión de correo se llegaba hasta el pueblo, la cosa era más simple. Pasaba entre las diez y las once, y ellos podían cerrar a las doce y media como todo el mundo, con el trabajo bien armado para la tarde. Pero no. Con la privatización los habían convertido en estafeta clase B; eso significaba no más camión y Carlitos por la ruta con su bici hasta Arrufó, que por esos extraños designios de los organigramas había conservado su rango clase A.

Subió la radio para distraerse, porque esas ideas lo malhumoraban. Los del informativo dijeron que la temperatura había trepado a los 37° y que la máxima superaría holgadamente los 40° durante la tarde. Pensó que doña Nella tendría tema de conversación para el resto del día. Se abrió la puerta con un rechinar de bisagras. Montes se dijo que debería engrasarlas pronto. Era Lisandro Benítez, el de la agencia de lotería.

—Buenas, don Matías, ¿cómo va eso? —Cuando él contestó sonriendo el otro continuó—: ¿Vio la calor que hace? Anuncian como 50° para la tarde.

Montes, resignado, advirtió que debería seguir charlando sobre el clima. Para colmo Benítez se había arrimado hasta allí únicamente para matar el tiempo, porque no traía cartas para despachar. A esa hora acababa de bajar la persiana y hasta las cinco no tenía nada que hacer. Benítez vivía quejándose de lo mal que andaba todo y formulando oscuros pronósticos para el futuro propio y ajeno, pero Montes sabía que exageraba. Era cierto que vendía un billete de lotería de tanto en tanto, pero levantaba quiniela clandestina que era un contento: en las tardes del pueblo no había muchos otros modos de pasar el rato que apostando unos billetitos.

—¡Qué bien que se está acá, don Matías! ¿Cómo hace para tener todo tan fresquito?

Montes no contestó, pero no pudo evitar echar una mirada orgullosa a la oficina de correos. Era amplia, sombría, de techo muy alto. El piso y las paredes estaban recubiertos de madera oscura, antigua y cuidada. Los muebles eran pesados y lustrosos. El sector de atención al público estaba separado de los escritorios por una baranda de madera de nogal, de barrotes torneados, firmes y sólidos. Ese lugar era su orgullo. En los treinta y cinco años que llevaba trabajando en el correo había consolidado pacientemente ese reducto. Había salvado el viejo mobiliario de sucesivas inspecciones que pretendieron renovarlo con cachivaches de fórmica y otras yerbas. Se había opuesto tenazmente a cambiar los pisos y los revestimientos. El escritorio que usaba lo había rescatado de una demolición y lo había pagado de su bolsillo. Las puertas altas y estrechas las había vuelto a su cedro original después de rasquetearlas amorosa y obsesivamente durante semanas, para removerles el esmalte sintético gris que algún supervisor idiota les había zampado muchos años atrás. Montes nunca se había detenido a pensarlo, pero en más de tres décadas de esfuerzos titánicos había llevado esa oficina de correos a la apariencia opulenta y serena que él mismo había conocido en su niñez, cincuenta años antes. La madera apagaba los sonidos estridentes, entibiaba los inviernos y refrescaba los veranos, y además perfumaba los papeles y las ropas.

Vaya si daba trabajo mantener así ese sitio. Cada dos años debía dedicar varios fines de semana a lijar todo de punta a punta, para después barnizar y lustrar. Terminaba extenuado, aunque feliz del resultado. No era un hombre de mandarse la parte, pero como el otro había sacado el tema se atrevió a llamarle la atención sobre los ventiladores de techo. Eran dos y eran enormes. No tenían nada que ver con los aparatos modernos. Contaban con una sola velocidad, pero el tamaño de sus aspas y la cadencia de su movimiento bastaban para mantener fresca la oficina. Eran muy antiguos, aunque Montes los había instalado apenas cuatro años atrás. Los había rescatado de la estación de tren, cuando cerraron el ramal y clausuraron las dependencias del ferrocarril. Había ido a despedirse de Carranza, el jefe de estación. Hablando de bueyes perdidos Montes le había elogiado los ventiladores y el otro le había ofrecido que se los llevase, con un gesto vago y ausente. En otro momento Montes hubiese saltado de alegría. Pero era tanta la desolación de Carranza ante la clausura del ramal y ante la jubilación abrupta que le tiraron por la cabeza, que el otro no tuvo ocasión casi de sentirse a gusto con el obsequio. Hasta se sintió turbado, como profanando una tumba, cuando al día siguiente se presentó con la caja de herramientas y una escalera para descolgarlos.

Benítez, como Montes había temido, venía con ganas de charlar. Para disuadirlo sin ofenderlo, él siguió encorvado sobre el escritorio, con los lentes calzados sobre la nariz, manipulando la enorme planilla que tenía allí extendida. El quinielero preguntó de qué se trataba y Montes le explicó que era un resumen semestral de envíos. Un cuadro estadístico en el que debía volcar los totales, semana a semana, de todos y cada uno de los tipos de correspondencia que se habían despachado, encomiendas, giros y telegramas incluidos. Había columnas para asentar las unidades y otras para volcar el dinero recibido. En total era un gigantesco cuadro de doble entrada en el que había que escribir con lapicera fuente y estaba prohibido borrar, de manera que si se equivocaba debía empezar todo de nuevo. Cuando el otro preguntó si no era más fácil hacerlo con computadora Montes recordó la imagen de Carlitos pedaleando hasta Arrufó y jadeando para llegar al encuentro de la chata de Aranguren, y no pudo evitar una sonrisa triste. Lo peor era que él mismo desconocía qué hacían con todo ese trabajo. Se limitaba a enviarlo, siempre varios días antes de la fecha límite. Jamás, en los veinte años que llevaba confeccionando esas estadísticas, había tenido noticias, desde la superintendencia provincial, del sentido de aquella labor.

Cuando terminó la explicación, Benítez pareció impresionado y un poco cohibido ante la seriedad del asunto. Consultó su reloj pulsera y se despidió hasta la tarde. Montes se alegró módicamente de quedarse solo, porque temía distraerse, cometer un error y echar a perder todo el asunto.

A la una y media volvió Carlitos. Montes lo supo sin levantar la vista, porque escuchó el ruido metálico de la bicicleta al topar con los escalones de la vereda. El auxiliar entró en silencio. Era extraño, porque el muchacho era extremadamente locuaz. Montes alzó los ojos hacia él esperando que de una buena vez por todas se largase a comentar sobre los 50° de sensación térmica. Pero no ocurrió. Permaneció un largo instante de pie, recortado en el suplicio brillante del sol de la calle. Metió la mano en el bolsillo del pantalón, titubeó y le alargó a Montes dos sobres arrugados.

Montes no necesitó calzarse los lentes para advertir que eran dos telegramas. Buscó el destinatario. Estaban dirigidos a ellos. El de Carlitos estaba abierto. Fue el primero que leyó. Rasgó el sobre del suyo. El texto era prácticamente idéntico. Montes apoyó los telegramas en la mesa, se recostó en la silla y dejó que los anteojos quedaran colgando sobre su pecho. Alzó la vista y se encontró con la mirada ansiosa de Carlitos.

—¿Qué significa prescindir, don Matías?

Montes, que en general se ofuscaba con la ignorancia de su ayudante, se avino a explicarle con paciencia. Cuando terminó, Carlitos se derrumbó sobre su silla. Permanecieron largo rato en silencio.

—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió por fin el chico.

Montes demoró en contestar.

—Llevate el reparto ahora. Así no tenés que volver por acá para arrancar a la tarde.

—¿Seguro, jefe? Mire que no me cuesta nada.

—En serio te digo.

—Como quiera, don Matías. ¿No se va a comer a su casa?

Montes se rascó la oreja y suspiró. Al fin dijo:

—No. No tengo hambre. —Después agregó, como si acabase de ocurrírsele—: Además acá está más fresco.

—Eso sí —convalidó el otro—. Y encima parece que hoy va a llegar como a 50 grados.

Montes sonrió, melancólico, mientras el otro cerraba la puerta y montaba en la bici. Se incorporó para acercarse a la ventana. Movió la cortina y vio el asfalto calcinado de la calle principal. Aun con todo cerrado le llegaba el ruido áspero de las chicharras. Volvió a sentarse. Acomodó la planilla gigantesca y retomó la labor donde la había dejado.

Sólo cuando terminó con la última anotación de la última columna levantó la mirada hacia el reloj. Eran las cuatro. La oficina estaba oscura y supuso que el cielo se había nublado. De nuevo fue hasta la ventana. Era cierto: el cielo se había puesto gris y oscuro, pero el calor seguía siendo de plomo.

Le dio la espalda a la ventana y miró toda la extensión de la oficina. Se detuvo en los escritorios, en el parqué del sector del público, en la baranda oscura, en el retrato de San Martín, en el afiche de propaganda de las cajas para encomiendas. Una sensación de vacío le subió desde los intestinos, le revolvió las tripas y le anudó la garganta. Redactó a las apuradas una nota en la que decía que en el horario de la tarde la oficina estaría cerrada.

La clavó con una chinche en el marco de la puerta. No había caminado veinte metros por la vereda cuando el calor se le impuso como una marea turbia que lo ahogaba. Sonó un trueno solitario y volvió el silencio de la siesta. El pueblo seguía inerte. Pese al sofocón que sentía, Montes se apresuró para no cruzarse a nadie en el trayecto hacia su casa. Era raro, porque aunque había vivido cincuenta años en ese pueblo, todo le parecía distante, ajeno, desconocido. Como si desde esa mañana al pueblo lo hubiesen cambiado por otro.

Su casa estaba pasando la loma. La subió como pudo, agitado, sudado, moviendo los brazos como para hacerse lugar en el aire hirviente. Cuando estuvo arriba vio adelante su casa. Se dio vuelta. A sus pies, allá abajo, estaba el pueblo. La calle asfaltada, las pocas manzanas a los lados, la plaza pobre. Montes comprendió que el pueblo era el mismo de siempre. Él era el distinto. Se detuvo a mirar la oficina del Correo. Ahí estaba, a unas pocas cuadras, algo borrosa por la reverberación de ese calor infame. Sonó otro trueno, más cercano que el anterior, pero Montes presintió que no iba a llover.

Se escucharon algunos truenos más durante lo que quedaba de tarde. Pero al caer la noche un viento caliente sopló un rato, levantó el polvo de las calles y se llevó hasta el recuerdo de las nubes. Casi a medianoche salió la luna. A la una había trepado lo suficiente como para iluminar el pueblo y el campo, y dos siluetas que volvían hacia la loma. Eran dos hombres que venían a buen paso. Cada uno cargaba un enorme bidón en cada brazo. Se detuvieron en lo alto de la subida y se dieron vuelta para ver el pueblo.

En la noche clara se veía la cinta gris del asfalto que bajaba y dividía el caserío con un tajo que terminaba en la ruta, del otro lado. Los dos hombres esperaron, de pie en la calle de tierra. Cuando arrancó la sirena de los bomberos, las llamas subían un buen par de metros sobre la altura de las terrazas.

—Lindo fuego —comentó Carlitos, con los ojos grandes y fijos en la mancha incandescente que ahora, bajo el agua de las mangueras, había dejado de crecer.

—Cierto —respondió Montes. Después agregó—: Y también qué querés. Con toda esa madera.

Siguieron un rato con la vista clavada en el incendio.

—Vamos —dijo Montes, al fin. Dieron de nuevo la espalda al pueblo, aferraron los bidones y bajaron la loma hacia la casa.