El anciano abrió los ojos con la sacudida que dio el auto al abandonar la ruta pavimentada. El camino era ahora un sendero de pedregullo que corría entre una doble hilera de robles hasta donde alcanzaba la vista. Avanzaron despacio durante otros cinco minutos y se detuvieron sobre una gran explanada de adoquines, frente a un edificio antiguo de fachada amplia y elegante. Un hombre de traje azul y una mujer de chaquetilla blanca salieron del edificio, bajaron los escalones de la entrada y se acercaron. Ambos sonreían ampliamente. El anciano prefirió mirar hacia otro lado porque le molestaba que lo hicieran centro de una atención que siempre le parecía desmedida. Buscó y halló los ojos del chofer en el espejo retrovisor.
—Lindo lugar, ¿no? —el conductor hizo un gesto que pretendía abarcar no sólo el edificio sino la enormidad del campo que lo circundaba.
—Lindo… es cierto. —Y luego de pensar un momento el viejo agregó como para sí—: También, con lo que va a costarme más vale que sea lindo.
La puerta del auto se abrió desde afuera y un doble «Buen día, señor» vino del lado de la sonriente pareja de anfitriones. El anciano contestó con una inclinación de cabeza. Tomándose con dificultad del respaldo delantero y del marco de la puerta giró sobre el asiento y apoyó los pies en los adoquines del patio. Antes de bajar dio un par de palmadas firmes en el hombro del chofer, que lo miraba sonriendo.
—Cuidate, pibe, y no te mandés ninguna macana.
El otro bajó los ojos húmedos. El viejo estiró la mano hacia el piso del auto. Tomó el bastón, lo apoyó con cuidado en la unión de dos adoquines y se incorporó resoplando. Saludó a los que habían salido a recibirlo con un flojo apretón de manos. Contestó distraídamente las preguntas sobre su salud y el largo viaje que acababa de culminar, y caminó con cuidado hasta la parte trasera del vehículo. Un muchachito de overol gris acababa de abrir el baúl y miraba el interior.
—Le encargo mucho los dos baúles, m’hijo. Por la valija despreocúpese.
El chico asintió. Bajó primero dos pesados y antiguos baúles de cuero negro y los apoyó cuidadosamente en el piso. Después sacó una valija más bien pequeña y bajó la tapa metálica del auto con un chasquido. El coche arrancó y emprendió el regreso por el camino de robles.
El muchacho de gris levantó el primer baúl, resopló bajo su peso y caminó hacia la entrada del edificio. Subió los cuatro escalones y adelantó una pierna para empujar la puerta vaivén sin que ésta rozara el baúl que cargaba. Sólo la soltó cuando hubo pasado. El viejo, que había seguido con atención los movimientos del chico, aprobó en silencio.
La mujer vestida de enfermera emprendió la marcha y el hombre de traje azul, que evidentemente era el administrador, acomodó su paso a la lenta marcha del recién llegado.
—Tenemos todo listo según su pedido, señor. Su sobrino vino personalmente la semana pasada a supervisar que todo estuviese en orden, señor.
—Sí, sí, ya me puso al tanto —el viejo contestó distraído. Iba concentrado en cada sitio en que apoyaba el bastón y sus pies, temiendo tropezarse.
Antes de llegar a los escalones de la puerta el hombre de traje azul volvió a hablar. Su tono de voz era una mezcla de precipitación, ansiedad y timidez, como si temiese disgustar a su interlocutor.
—Disculpe la pregunta, señor… no lo tome a mal… no pude evitar prestar atención a su apellido cuando hicimos los trámites de alojamiento. —El viejo alzó los ojos hacia él, como invitándolo a que acabara por fin de decirle lo que quería—. Disculpe, pero… ¿tiene algo que ver con aquel jugador de hace tantos años…? Porque mi padre me contaba que era brillante…
—No, muchacho, no. —El anciano sacudió levemente la cabeza—. Simplemente compartimos el apellido. Pero su padre no le mintió, según creo. Ese con quien usted me confunde parece que era un gran jugador, es verdad.
—Ah, ya entiendo —El administrador pareció decepcionado, pero siguió sonriendo—. Ocurre que como no es un apellido para nada corriente, yo supuse…
—Claro, claro —el anciano dio por terminado el asunto.
Se apoyó en el brazo que el otro le ofrecía para subir los escalones. Mientras tanto la mujer de blanco sostenía la puerta vaivén para que no se le fuese encima. Entraron a una amplia sala con sillones verdes. El piso de madera clara olía a cera y desde algún sitio llegaba un aroma delicioso a café recién hecho. Al fondo había un escritorio. Sentada detrás, una mujer joven y bonita ordenaba papeles. Levantó los ojos, se incorporó y se acercó sonriendo. Sus zapatos de taco bajo sonaban rítmicos mientras se aproximaba. Le tendió la mano al recién llegado y se presentó como la encargada matutina del servicio. El hombre le devolvió la sonrisa, acompañada por una ligera inclinación de cabeza, y se presentó con su nombre y apellido. La muchacha pareció dudar un instante. Lo contempló con los ojos apenas entrecerrados y por fin se atrevió a hablar.
—Disculpe, señor, mi impertinencia, pero… ¿es posible que usted sea aquel jugador de fútbol famosísimo del cual me hablaba mi abuelo?
El viejo la miró con una amplia sonrisa.
—No, m’hijita, te has confundido. Pero no te preocupes, porque me ha pasado un montón de veces.
Mientras ella se despedía y volvía a su puesto, el anciano pensó que era muy bella. Entonces pasó veloz el muchacho de overol gris en busca del segundo baúl y el administrador le dio la mano, se excusó y giró hacia una amplia escalera de mármol por la que desapareció subiendo los escalones de dos en dos. La mujer de la chaquetilla blanca le pidió que lo esperara unos minutos en los sillones, mientras ultimaba unos detalles con los papeles. El anciano se dejó caer en el más cercano. Comprobó que eran mullidos y confortables, pero como eran bajos y blandos temió que fuera a costarle un buen trabajo ponerse de pie. Mientras aguardaba, desde un corredor lateral se acercó una mujer vestida con una bata rosa y chinelas del mismo color. Usaba el pelo blanco recogido en un rodete sobre la nuca y era casi tan anciana como el recién llegado. Lo saludó a la distancia con un breve «Buen día» y se sentó en un sillón doble que estaba frente al del anciano.
Sobre una mesa baja con tapa de cristal estaban las secciones algo desordenadas del diario del día. Él se inclinó, las acomodó, puso el diario sobre su regazo, sacó unos gruesos lentes del bolsillo interior de su saco, los limpió un poco en la corbata y se los puso. Hojeó las páginas de la sección principal y de la de deportes, pero no se detuvo a leerlas en detalle. Cuando plegó de nuevo el periódico vio que la anciana de enfrente se había puesto de pie y se le había acercado. Se apresuró a dejar el diario en la mesa y se incorporó tan rápido como sus articulaciones se lo permitieron, mientras se disculpaba por su descortesía. La mujer parecía haber estado esperando por algunos minutos. Sonrió y alzó la mano para dar a entender que no había de qué disculparse. Después habló en un murmullo.
—Disculpe que lo haya interrumpido, caballero. Ocurre que no pude evitar observarlo en este rato y me preguntaba… —la mujer envolvía sus palabras en ademanes suaves, y sus mejillas se habían enrojecido—. Bueno, su rostro me resulta extremadamente familiar, y mi difunto esposo, que en paz descanse… él era un simpatizante muy ferviente del fútbol y solía hablar maravillas de un goleador de aquella época, un jugador excepcional de la selección, y yo me preguntaba si por casualidad…
De nuevo el anciano negó suavemente con la cabeza mientras sonreía. Contestó en voz baja:
—No, señora, cuánto lo lamento. Pero desafortunadamente no soy quien usted supone.
En ese momento pasó de nuevo el muchacho cargado con su segundo baúl. Era el más grande y pesado. El chico resoplaba bajo la carga, pero se esforzaba por manipularla con extremo cuidado. El anciano cambió algunas frases más con la dama del rodete hasta que volvió la mujer de blanco para conducirlo a su habitación. El hombre se disculpó hasta otro momento y, mientras estrechaba la mano de la anciana, le daba la espalda y empezaba a caminar hacia uno de los corredores, pensó que las mujeres verdaderamente hermosas lo son durante toda la vida.
Mientras avanzaban al lento ritmo de sus pasos, la mujer de blanco le iba indicando las comodidades del lugar y la ubicación de las distintas dependencias, aunque de nuevo el hombre parecía distraído. Iba en realidad observando las pinturas que ocupaban las paredes que separaban las puertas de las habitaciones. Le gustó particularmente el retrato de un niño sentado con los pies juntos en el umbral de una alta puerta de madera. Por el pasillo volvió a cruzarlos el muchacho de las valijas, que se apresuraba hacia la salida para recoger el equipaje restante.
La mujer lo hizo pasar a una habitación que estaba casi al final del corredor, y el anciano se tomó un largo minuto para inspeccionarla. No era demasiado grande y estaba pintada de color tiza. Los muebles eran escasos. Una sencilla cama de hierro, una cómoda oscura y una silla de respaldo recto ocupaban casi la mitad del espacio. A un costado se abrían la puerta del baño y al otro la del placard. Sobre la pared restante, opuesta a la entrada, había un amplio escritorio de roble, con tres cajones por lado y una silla de espaldar alto y brazos afelpados que parecía confortable. Sobre el escritorio había un block de hojas blancas, un juego de lapiceras y una bandeja con un termo, dos tarros y un mate de calabaza.
Hasta ahí todo estaba en orden. Se acercó y corrió las gruesas cortinas tras el escritorio. Dejaron al descubierto un enorme ventanal que iba de pared a pared, desde la altura del mueble hasta casi la del techo. El anciano vio el campo y al fondo el monte de eucaliptos y álamos y tilos que le habían prometido. Vio los distintos verdes que ofrecían en diciembre e imaginó los ocres oxidados del otoño y los grises desnudos del invierno, y supo que nunca iba a aburrirse de mirarlos desde ese escritorio y esa ventana.
Por fin se volvió sonriendo hacia la mujer y le dijo que todo estaba perfecto. Ella debió haber estado aguardando ansiosa durante el examen, porque al escucharlo aflojó la tensión de su cuerpo y su expresión se abrió en una sonrisa complacida. Le rogó entonces que se pusiera cómodo y que considerara ese lugar como su casa, le ofreció cualquier auxilio que considerara necesario y le recordó el horario del almuerzo.
Cuando se halló solo, el viejo se quitó el saco y lo colgó de una de las perchas vacías del placard. Se aflojó la corbata y desató los correajes del primero de los baúles negros. Golpearon a la puerta. Al abrirla vio al muchacho de gris que traía la pequeña valija marrón que completaba su equipaje. La recibió, la apoyó a un lado y metió la mano en el bolsillo. El chico se apuró a adelantar su mano en un gesto negativo.
—No, por favor, don. No se moleste —dudó un segundo y por fin agregó—: Para mí es un honor que alguien como usted viva con nosotros. En serio.
El viejo lo miró fingiendo un fastidio que no sentía.
—Dale, dale, no seas pavote que la fama no se come.
El chico volvió a insistir pero el anciano lo forzó a aceptar un billete nuevo y crujiente. Cuando lo tuvo en la mano, el muchacho no pudo evitar la sorpresa y el hombre disfrutó su alegría avergonzada, pero lo despidió con cierto apremio, porque no quería que se sintiese obligado a rebajarse a una gratitud demasiado servil y prolongada.
Cerró la puerta y se volvió. Midió los límites de lo que sería su hogar en adelante y decidió que era un buen lugar para esperar sin prisa que le llegara la muerte sencilla con la que siempre había soñado.
Se arremangó la camisa, se inclinó sobre el baúl, cuyas correas había aflojado, y levantó la tapa. Estaba lleno hasta el tope de gruesas carpetas colmadas de papeles y recortes. Había carpetas amarillas que en el lomo tenían un letrero que decía «El barrio y las inferiores». Las otras eran celestes y decían solamente «Selección». Seguramente en el otro baúl estaban las verdes que decían «Partidos oficiales». Sacó la carpeta más antigua y la apoyó con cuidado sobre el escritorio. Comprobó que el termo tenía agua caliente y preparó el mate. Se acomodó en la silla. Cebó dejando caer un delgado hilo de agua caliente sobre la bombilla plateada. Una columnita de humo se elevó desde la yerba. Alzó los ojos y vio el campo y la arboleda. Abrió la carpeta. Se calzó de nuevo los lentes gruesos. La hoja inicial estaba muy amarilla, y la recorría la letra redonda y cuidadosa de un niño. Las primeras palabras eran una fecha y once nombres y apellidos. En voz alta, en el silencio de la pieza, entonó esos nombres dándoles forma de equipo, como debía ser: «Galíndez. López y Luccini. Pescio, Garra y Ramírez. Gómez, Echegoyán, yo, Sánchez y Sepúlveda». Cebó otro mate, mientras entrecerraba los ojos para que volviesen a su memoria los rostros de ese equipo formidable de los nueve años. Cuando los tuvo aferrados, apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y empezó a recordar.