EL RETORNO DE VARGAS

Cuando esa noche tórrida el doctor Villalba decidió que había que convencer al viejo Vargas para que volviese, a todos nos pareció una idea brillante. Sostenido por el entusiasmo de la comisión directiva en pleno, y por el calor y la algarabía de esta juventud maravillosa que veníamos a ser nosotros, decidió constituirse en la casa de Vargas ipso facto. Se incorporó secundado por los honorables miembros de la comisión directiva y abandonó el bufet con paso resuelto. Nosotros los seguimos después de vaciar en tragos apurados los vasos altos del vermut y capturar al voleo las sobras de la picada que nuestros prohombres acababan de abandonar. Era una noche atroz, como suelen ser las noches de enero en mi pueblo, cuando la humedad del río, caliente y pegajosa, queda flotando sobre las calles y las casas y nos envuelve y nos sofoca.

El que iba adelante era el doctor, naturalmente, y los que íbamos atrás, los más chicos sobre todo, no podíamos menos que quedarnos admirados. El traje a medida, la corbata brillante, el pañuelo al tono en el bolsillo del saco, el pelo tirantísimo y duro de fijador, los anteojos negros elegantes. Y ese paso de tipo ganador que se lleva todo por delante, con esos trancos largos y elásticos como de tigre. Caminamos las ocho cuadras a buen paso y terminamos ensopados de sudor. Todos salvo el presidente, que parecía flotar en una burbuja fresca y traslúcida que lo exoneraba de todo.

La casa era sencilla. Un chalet con tejas a dos aguas y una galería al frente, algo elevada, a la que se llegaba a través de cuatro o cinco escalones de laja. Con un ademán el doctor Villalba mandó que tocaran el timbre. Los demás formamos una especie de escuadra improvisada a sus espaldas. Yo estaba excitadísimo porque me imaginaba la cara de Vargas cuando se topara con semejante comitiva, y me sentía parte de la historia grande de mi club y mi pueblo. Pero la que abrió la puerta fue una mujer pequeñita y nerviosa que preguntó qué queríamos. Volvió dos minutos después para decir que podíamos pasar. Entró el presidente, luego los de la comisión, por fin nosotros. Vargas esperaba en el amplio comedor que daba a la calle sofocada de la que veníamos. Hacía dos años que no lo veía, desde la tarde tumultuosa en la que había dirigido su último partido. Estaba igual: un gordo serio y retacón que usaba un bigote espeso y canoso. Nos recibió sentado ante una larga mesa y sin apresurarse se puso de pie cuando entramos. Estrechó todas las manos pero no sonrió.

El presidente Villalba se le sentó enfrente y los de la comisión se repartieron a cada lado. Así dispuestos daban la impresión de una mesa examinadora en la que el doctor dirigía el tribunal y Vargas era el alumno. Los jóvenes nos quedamos de pie, porque nadie nos invitó a sentarnos, porque no cabíamos todos y porque la atmósfera solemne y difícil del encuentro nos tenía cohibidos. Cuando me cansé de estar parado rígido y firme, me recosté con disimulo sobre un modular cuyos estantes estaban llenos de chucherías, adornos hechos con caracoles marinos, mates y platos de esos que se venden como recuerdo de Mar de Ajó y Santa Teresita.

El presidente fue al grano sin demasiado prólogo porque, según afirmó, no eran tiempos para sutilezas literarias, ya que el club estaba en una situación desesperada. Dijo que si no se tomaban medidas drásticas podía derrumbarse el esfuerzo titánico del último lustro, ese que había permitido a la institución ascender dos categorías, trascender al nivel nacional y ubicarse en el escalón de privilegio que por derecho propio le correspondía. Que era un tiempo tormentoso que exigía timoneles experimentados y que el clamor popular (que no se equivocaba jamás y que era un juez justísimo e inapelable) tenía puestos sus ojos y sus esperanzas, sus miras y sus convicciones en don Inocencio Pedro Vargas, el héroe conductor del plantel más exitoso en la historia del club.

Cuando terminó, algunos de los más jóvenes estuvieron a punto de ponerse a aplaudir, pero se contuvieron. Entró la mujer que nos había recibido, se acercó a su marido con pasos cortos y sonoros y le dijo algo al oído. Vargas preguntó si todos tomaban café, y Villalba aceptó por él y por el resto. La mujer volvió a la cocina. Al cerrar la puerta sentí un soplo de aire fresco que venía del otro lado y caí en la cuenta de que en el comedor el aire se había convertido poco menos que en vapor de sopa.

El doctor le ofreció un Benson a Vargas, que negó con la cabeza y sacó un paquete de Jockey cortos del bolsillo de la camisa. El otro sonrió y evocó en voz alta una imagen que todos recordábamos: Vargas de pie junto a la línea de cal, con la boina azul bien calada y el cigarrillo colgado en la comisura de los labios, gritando de tanto en tanto alguna indicación a sus dirigidos. Todos sonrieron al recordarlo, porque esa estampa nos llevaba a los tiempos gloriosos del doble ascenso, cuando el equipo parecía una máquina indestructible.

El único que no sonrió fue Vargas, que cruzó las manos sobre la mesa con el cigarrillo humeando entre los dedos y preguntó serenamente qué había pasado con aquello de la modernización y la filosofía del éxito y los jugadores de la Capital y el nuevo técnico húngaro.

El doctor Villalba se puso serio y dijo que así como el crecimiento es sinónimo de cambios, a veces es sinónimo de errores y hasta de dolor. Y que así como las plantas que crecen alzan sus ramas en todas direcciones y luego algunas se secan castigadas por el sol o arrancadas por el viento, así los hombres edifican sus sueños en terrenos hostiles y problemáticos, y que a veces los mejores proyectos y las más saludables intenciones naufragan en los mares turbulentos del azar y la perfidia, máxime en esferas tan volátiles e impredecibles como las arenas del deporte.

Entró la mujer sosteniendo la bandeja del café y volvió el silencio. Villalba se apresuró a ponerse de pie para ayudarla a repartir los pocillos. Vargas permaneció sentado y agradeció con una inclinación de cabeza cuando le alcanzaron el suyo.

Vargas preguntó con qué jugadores iba a disputarse el próximo campeonato porque, según sus cálculos, del plantel del ascenso no quedaba nadie salvo un marcador lateral y el arquero suplente, y todas las incorporaciones de los dos años anteriores habían sido préstamos.

Villalba alzó ambas manos, bajó la cabeza y dijo que se rendía ante la capacidad de análisis y la velocidad de anticipación de las dificultades que demostraba cabalmente Vargas. Dijo que le sacaba las palabras de la boca y que era digno de un estratega el modo en que advertía las dificultades que se erguían en el horizonte. Dijo que eran tiempos de una gravedad insólita, precisamente porque el club enfrentaba una situación económica desesperante. Que ciertamente esos muchachos ilustres, artífices de la hazaña del doble ascenso, habían dejado su sitio a las nuevas estrellas llegadas de la mano del húngaro, y que justamente el dinero ingresado por sus pases había permitido afrontar el ambicioso proyecto del último bienio. Pero que el descenso reciente obligaba a replantear las estrategias del club si lo que se pretendía era retornar a las pretéritas abundancias, y que los tiempos que se avecinaban eran de entrega y sacrificio, hechos a la medida de hombres con espíritu de titanes, hombres capaces de forjar a jóvenes de acero, porque precisamente ésa y no otra sería la tarea impostergable del futuro inmediato: extraer de la cantera de las inferiores las joyas, las alhajas, los eslabones de una nueva cadena de éxitos que hicieran olvidar rápidamente el descenso y colocaran al club de nuevo en la senda del triunfo. Y que no había, ni en el pueblo ni en la provincia toda, un formador de hombres, un forjador de jugadores como él, como don Inocencio Vargas.

El doctor había sido tan vehemente en este tramo de su discurso que un mechón engominado le resbaló sobre la frente, aunque se apresuró a ordenarlo con un ademán veloz de la mano izquierda. Entró la mujer con la bandeja vacía. Recorrió la mesa retirando los pocillos. No tardó demasiado, porque a los que estábamos de pie no nos habían servido. Cuando terminó se acercó a su marido y de nuevo le habló al oído. Salió. Vargas dijo que en la vereda se estaba juntando gente. Uno de los muchachos que estábamos de pie corrió apenas una cortina y, volviéndola enseguida a su sitio, dijo que eran como cincuenta personas. Vargas sonrió por primera vez en la noche y comentó que en este pueblo los secretos duran lo que un pedo en una canasta. El presidente fue el primero en festejar el comentario, aunque dudo que le haya gustado la grosería. Todos lo imitaron. Vargas no esperó a que se callaran los últimos para retomar el hilo del asunto, concluyendo que entonces, según entendía, deberían jugar recién descendidos con un grupo de muchachos sin experiencia ni en primera ni en esa categoría.

El doctor Villalba volvió al tono solemne y contrariado. Dijo que sí, que la verdad cruda es un remedio a veces detestado pero siempre preferible al engaño dulce de los placebos. Y que en ésa, la hora más difícil, sólo había sitio para la sinceridad más descarnada. Y que era precisamente la urgencia atroz del momento la que lo señalaba a él, a Inocencio Vargas, como el único salvador posible de esa nave en mares de zozobra, porque, aunque no quería ser ave de mal agüero, la categoría en la que habrían de jugar era sumamente difícil y cabía la posibilidad horrorosa de que la campaña terminase en un nuevo descenso. Mirándose las manos dijo que eso significaría echar por la borda el esfuerzo mancomunado de los últimos cinco años, porque la institución volvería al lugar ignominioso en el que había yacido sumergida, y eso era justamente lo que había que impedir, y que ése era todo el motivo por el cual se había constituido esa comitiva que él tenía el orgullo de encabezar, para pedirle que no desatendiera el llamado de la historia y el clamor de quienes lo admiraban y lo querían bien.

Entró la mujer. Se la veía nerviosa, pero esta vez no se acercó a su marido. Lo miró fijo mientras recorría la mesa y los muebles vaciando los ceniceros en un tachito. Salió y cerró la puerta. Vargas encendió un nuevo cigarrillo. Soltó hacia el techo una gran bocanada de humo. Entre el calor y el hedor de los cuerpos y el tabaco, el tufo era de náusea. A nadie se le había ocurrido encender el ventilador de techo, pero los únicos que parecían dotados de habla y movimiento, como para hacer ése o cualquier otro gesto, eran Vargas y el doctor. El viejo se levantó para sacar del cajón del modular un nuevo paquete de Jockey cortos. Cuando iba de nuevo hacia la mesa se detuvo ante la ventana y espió tras la cortina. Mientras se sentaba haciendo crujir la silla de roble comentó que afuera se habían juntado ya más de doscientas personas. Yo ya lo sabía, porque aun sin asomarse uno se percataba del gentío por el rumor de voces que llegaba desde la vereda. Me extrañó un poco ver que los ojos de Vargas brillaban.

Esta vez, y aunque el viejo permaneció en silencio, Villalba demoró en hablar. Cuando arrancó le había dado a su tono apesadumbrado un dejo intimista. Dijo ese refrán de que cuentas claras conservan la amistad. Agregó que el prestigio de la institución no podía permitir que las antiguas deudas quedaran impagas. Y que, si en el frenesí modernizador de los últimos dos años el club había cometido el descuido de no cancelar la deuda de sus honorarios como entrenador, no debía atribuirlo a mala voluntad o ingratitud, sino únicamente a las desprolijidades propias de un organismo vivo que quiere crecer aunque lo haga tumultuosamente, como el club al que todos los presentes amaban. Y que la primera medida administrativa que iba a tomar el lunes por la mañana sería abonar los compromisos que con él tenía la institución, porque sus autoridades comprendían perfectamente la completa licitud del reclamo que en varias ocasiones don Inocencio les había hecho llegar, y que nada puede construirse en el largo plazo si no es a partir del respeto escrupuloso de los compromisos contraídos.

Entró la mujer. Tosió varias veces mientras movía la mano frente a su rostro, como si la sofocase el humo que saturaba el ambiente. Miró de nuevo al marido, ahora con una evidente expresión de disgusto de la que Vargas no se dio por enterado. Avanzó hacia las ventanas, descorrió todas las cortinas y encendió el ventilador. Como si se hubiese tratado de una señal, los que se apiñaban afuera empezaron a aplaudir y a improvisar algunos cantos. De comedidos, algunos de nosotros nos asomamos e hicimos señas para que guardaran silencio. Adentro todavía faltaban cosas por decir y por hacer, y la tensión que nos rodeaba nada tenía que ver con el espíritu festivo que empezaba a cocinarse afuera. Nos hicieron caso.

Por primera vez los ojos de Vargas se posaron en los míos, mientras volvía a ocupar mi puesto junto al modular. Me preguntó si había mucha gente. Sin exagerar, dije que eran como quinientos. Me atoré un poco con las palabras porque me ponía nervioso tener como interlocutor a semejante prócer. Noté de nuevo el brillo que había adquirido su mirada.

Vargas se puso de pie. Miró a Villalba directamente y con tono afable dijo que seguramente no había que dejar esperando a tanta gente, en ese calor sofocante, sin dar a conocer las buenas nuevas. La expresión del presidente pasó de la tensión al alivio y del alivio a la alegría. «Venga esa mano, mi amigo», dijo el doctor irguiéndose también. La sonrisa le iba de una oreja a la otra y se le veían los dientes blanquísimos. Los demás también se levantaron e improvisaron una fila para saludar a Vargas. Yo, que estaba cerca de la puerta de la cocina, vi que la mujer la abría y se quedaba de una pieza contemplando el desparramo de bromas, felicitaciones, apretones de manos, abrazos y palmadas. No sé si por timidez o por bronca, volvió a cerrarla poco a poco. Pero por la mirada que tenía clavada en su marido me pareció que era lo segundo.

Enseguida el presidente dio la vuelta alrededor de la mesa, apoyó la mano sobre el hombro del viejo y lo condujo hacia la puerta, mientras con un gesto perentorio le indicaba al chico que estaba más próximo al umbral que la abriese de par en par.

Fue impresionante el barullo que metió la gente cuando los vio aparecer juntos. Algunos flashes disparados en la noche, en el momento en que se asomaron a la galería, hicieron que pareciera una escena de las que se ven en las películas. Yo casi me vi obligado a adivinar esa parte del asunto, porque detrás del presidente y de Vargas se amucharon los miembros de la comisión, que rodearon a los dos protagonistas en el porche. Quedé atrás de todo, al lado del marco de la puerta abierta, casi dentro de la casa.

Vi los brazos en alto del doctor, que pedía silencio. La gente hizo caso de inmediato. No recuerdo exactamente lo que dijo, porque ahí afuera las palabras se perdían en el aire denso de la noche. Sonó como un resumen de lo que había dicho adentro. Habló del lustro de la gloria, de la modernización traumática, de la hora del sacrificio, del turno de los jóvenes, del peligro inminente, de la grandeza postergada, del futuro de fábula. La gente lo escuchaba como en trance. Lo único que se oía, además del arrullo tronante de la voz del presidente, era el golpeteo incendiado de los bichos contra las bombitas de luz. Terminó hablando de los próceres que escribían las páginas definitivas de la historia, de esos hombres diferentes cuyo destino era abrir caminos para que los demás sigan los rumbos trazados, de la soledad trágica de esas vidas proféticas. Y dijo que el único hombre sobre la tierra que podía salvar al club de su caída era don Inocencio Pedro Vargas, director técnico desde el próximo lunes por la mañana.

Los aplausos no arrancaron enseguida, como si el hechizo de su voz profunda tardara en disiparse. Pero bastó que alguno de la comisión empezase para que una ovación creciente y duradera se contagiara y sonase como un torrente caudaloso.

Después volvió el silencio. A mis espaldas vi que la mujer entraba a la sala desde la cocina, hacía caso omiso del alboroto de la multitud que palpitaba en la vereda, y comenzaba a barrer bajo la mesa y las sillas mientras meneaba tristemente la cabeza.

Vargas, afuera, carraspeó aclarándose la garganta. Miró concienzudamente al público, o al menos a la porción de curiosos que podía verse desde el porche. Después giró para alcanzar con la mirada a los de la comisión, que guardaban sus espaldas. Por último detuvo sus ojos en el doctor Villalba, antes de volver la vista al frente. Cuando todos suponían que iba a hablar, encendió un cigarrillo. Se tomó su tiempo para aspirar un par de pitadas. Dejó el cigarrillo en la comisura de la boca. Recién después, con su voz algo cascada, con una expresión dulce en el rostro y una sonrisa tímida apenas dibujada en los labios, dijo que él no era un hombre de grandes discursos y que por lo tanto iba a ser breve. Volvió a pitar. Dijo que por cierto era un momento especial también para él y que, pensándolo bien, tenía únicamente una cosa que decir a los allí presentes, y fundamentalmente a los señores miembros de la comisión directiva y al señor presidente del club.

Se sacó el cigarrillo de los labios. Lo pisó contra las baldosas del porche. Miró al presidente, a la comisión, al resto de la comitiva, al enjambre de curiosos. Y nos mandó a todos a cagar a los yuyos. Pegó media vuelta y cerró con un portazo.