CERANTES Y LA TENTACIÓN

Cuando Marcelo Rodolfo Cerantes abrió las persianas del dormitorio su expresión adquirió el color turbio de la tristeza, porque era una mañana espléndida. El aire de octubre chorreaba los tibios olores de las flores y de la gramilla brotando por todos lados. Los pájaros cantaban. El barrio dejaba escuchar esos gritos alegres propios de los sábados, mezcla de afilador, churrero y trenes lejanos, sobre un fondo de máquinas de cortar el pasto. Cerantes asumió que era una mañana preciosa y que así las cosas iban a ser mucho más difíciles. Tal vez si hubiese sido uno de esos días insulsos de junio, fríos y llovidos. Pero no, justo tenía que tocarle el aniversario en un día semejante, en una jornada de fiesta del universo, me cacho.

Arrastró los pies hasta el baño. Se afeitó. Por primera vez en años se afeitó un sábado a la mañana. El doctor se lo había aconsejado: «Algo fundamental, mi amigo, es que cambie sus hábitos cotidianos. De lo contrario, es imposible que sostenga el esfuerzo a lo largo del tiempo. Porque de entrada le va a ser fácil, con el susto fresquito como lo tiene, pero después…». El médico lo había dejado así, en suspenso, y había levantado las cejas, como dando a entender que con el correr de los meses… Igual, el discurso del médico mucho no le estaba resultando: eso de «De entrada le va a ser fácil». Un cuerno fácil. Pero por eso mismo decidió darles bolilla a esos consejos del galeno. Cambiar los hábitos cotidianos. Por eso se metió en el baño para afeitarse. Igual, Marcelo Cerantes tuvo cuidado de no mirarse a los ojos en el espejo mientras se afeitaba. Temía ver en ellos la debilidad y la flojera que podían conducirlo de nuevo al pantano de la perdición y del abismo.

Sorbió su café con leche con los ojos fijos en el jardín. Su esposa le preguntó qué le pasaba, que estaba tan serio. Sin mirarla, Cerantes le dijo que ese día se cumplía un año. Alejandra no contestó enseguida, y cuando habló sólo dijo que se le hacía tarde para el supermercado. La notó tensa. Por algo había esquivado responder a su recuerdo. Nada menos que ella, que solía someterlo a interrogatorios sanguinarios para sonsacarle la verdad sobre sus sentimientos. Tal vez su mujer no quería escarbar por miedo a que la voluntad de Cerantes estuviese flaqueando.

¿Era cierto? ¿Estaba a punto de quebrarse? No, se dijo. De ningún modo. Estaba sensible por la fecha, eso era todo. Mañana todo volvería a la normalidad. Absolutamente. Y que Alejandra tuviese sus momentos de duda era natural después de todo. No podía reprocharle nada. ¿Acaso no había sabido ella capear sus bajones anímicos, el tedio del prolongado tratamiento, la amargura de sus reiteradas claudicaciones? Se quedó sentado largo rato, mirándose las manos inútiles, inmóviles, con los dedos entrelazados sobre la fórmica de la mesa. El silencio se posaba sobre cada cosa, y aunque quería evitarlo lo atrapaban una vez y otra las mismas cavilaciones. ¿Y si a medida que pasaban los días, en lugar de olvidarlo, el asunto se le imponía como una obsesión, como una idea fija, como un aguijón que le taladrara los huesos del cráneo y le envenenase el cerebro?

Mientras Marcelo Rodolfo Cerantes, una hora después, empujaba el carrito de las compras junto a la góndola de lácteos, se dijo que el destino guarda para los hombres dardos insospechados. Si alguien le hubiese dicho a él, un año antes, que un sábado al mediodía iba a estar recorriendo uno de los lugares que más odiaba en el mundo, pidiendo permiso con cara de ángel, aguardando con prudencia a que se disolvieran los congestionamientos, dejando pasar galantemente a las señoras mayores, se habría reído a carcajadas. Cerantes levantó los ojos al cielo buscando respuestas, pero se topó con los tubos fluorescentes y con los carteles indicadores del pasillo 14, azúcar y endulzantes dietéticos. Su mujer iba unos metros adelante, invitándolo a no perderla de vista en medio del gentío. Cerantes iba incómodo, temiéndose un idiota, un animalito doméstico, una mascotita dulce y mimosa que recorría los pasillos atestados con una serenidad propia de Charles Ingalls, el de la serie que veía de chico. Ese no era su sitio. O no lo era un sábado a esa hora. De ningún modo. No pensar, no pensar, se dijo. Se prometió lograrlo. No podía ser que él, Marcelo Rodolfo Cerantes, no fuera capaz de sobreponerse a su pequeñez y su vicio. Otros habían podido. El médico le había dado ejemplos de sobra. Pero mientras intentaba recordarlos una vieja lo embistió desde atrás, a la altura de los riñones, con un changuito lleno hasta el tope, y para peor, cuando Cerantes se volvió a mirarla, en lugar de ofrecerle una disculpa la vieja se hizo la estúpida, repentinamente interesada en unas sopas instantáneas. La tranquilidad que había estado construyendo tenía bases endebles y se desintegró en el acto. En efecto, Cerantes le preguntó a los gritos por qué no se iba a la mierda, vieja maleducada, y su mujer tuvo que sacarlo del pleito a fuerza de tironearlo una y otra vez de la ropa.

«¿Se puede saber qué te pasa?», le preguntó ella a la altura de las cajas. Cerantes no respondió. A todas luces, el día iba a ser una pesadilla. Sobre todo con ese sol alto del mediodía y ese cielo azul profundo y el viento tibio, me cacho. Trató de nuevo de controlarse. Esos reproches sólo lo conducirían a echar por la borda todo el esfuerzo. El médico se lo había adelantado. Nada bueno saldría de remover heridas viejas. No debía compadecerse. Debía concentrarse en lo que había ganado, no en lo que había perdido. «Cuando se sienta flaquear acuérdese de la pesadilla por la que pasó, Cerantes. Acuérdese.» Así decía el médico, y él se acordaba. De veras se acordaba. Y su mujer también. Por algo ella volvía en el auto con el gesto adusto y sin dirigirle la palabra.

Almorzó sin ganas. Sus hijos le pidieron permiso para pasar la tarde en lo de unos amigos. Cualquier otro sábado Cerantes no habría tenido inconveniente alguno. Pero esta vez tuvo que hacer un esfuerzo para no echarles en cara el abandono al que querían someterlo. Al fin dijo que sí, porque sentía el alma tan adelgazada por la angustia, tan carcomida por la melancolía, que le faltaban fuerzas para discutir con dos adolescentes belicosos.

Angustia. Melancolía. Dos sentimientos peligrosos, según el médico. «Actividad, Cerantes. Salga de los momentos de flaqueza sometiendo a su cuerpo a un esfuerzo físico que lo fatigue y lo ponga en caja.» Tal vez fuese cierto eso del médico, de que una vez que superase una primera fase de angustia iba a encontrar placeres nuevos, ocupaciones edificantes, pasatiempos enriquecedores. ¿Por qué no? Él podía conseguirlo, sí señor, se dijo en una embestida de confianza.

Salió casi corriendo al lavadero. Sacó a empellones la máquina de cortar pasto, la bordeadora, las tijeras de podar, la escalera de metal. Atacó los ligustros como si fuesen los culpables de sus flaquezas. Arrancó los yuyos como si hubiesen sido los artífices de sus dudas. Finalmente recorrió el jardín cortando el césped en líneas paralelas para dejarlo bien parejo. Cuando concluyó y vio el resultado de su labor, el pasto parejo, verdísimo, oloroso, tuvo que reprimir un grito porque sintió que la tentación le crecía como una hidra dentro del torrente sanguíneo.

Volvió a los tumbos al lavadero. Guardó las herramientas. Sudaba frío y tenía palpitaciones. Sin quererlo —«¿Sin quererlo?», habría interrogado el doctor— echó un vistazo subrepticio al estante más alto. Ahí estaba el paquete. Oculto casi por algunos trastos. Pero ahí estaba. Bien envuelto. Invitándolo. Seduciéndolo.

Salió con un portazo. En la cocina bebió dos vasos de agua. Pensó en llamar al médico, pero lo detuvo el pudor. ¿Cómo justificar el tamaño de su debilidad, después de todo lo que había pasado por culpa de aquello? Tal vez, arguyó Cerantes ante sí mismo, si lo llamaba y era sincero el otro entendería. ¿Acaso no podía entenderlo? Evocó la imagen del médico. Su piel muy blanca. Sus manos suaves. Su pelo ordenado y su andar sereno. No. Seguramente el médico jamás había pasado por experiencias como la suya. Y lo aconsejaba desde el pedestal estéril de no haber deseado nunca lo que Cerantes, rabiosa y casi carnalmente, deseaba.

Estaba al borde del naufragio y lo sabía. Como nunca antes lo había estado en ese año desdichado. Necesitaba algo que lo sacara del trance. Rápido. Miró el reloj y vio que eran las tres. Qué tramposo puede ser el propio cuerpo, se dijo. Como si el muy maldito supiese exactamente la hora a la cual debía empezar a acosarlo con sus urgencias. Falta más de media hora, pensó. ¡Nada de falta media hora, idiota!, se respondió de inmediato. Dentro de media hora estaría allí, en su casa, como debía, leyendo un libro, esperando que Alejandra se despertase de la siesta, y después seguiría deshojando esa tarde que se empeñaba en ser eterna. La noche sería más fácil. Seguro. La noche tendría algo de cosa irrevocable que terminaría por apaciguarlo.

Empezó a leer, y lo hizo durante un tiempo que le pareció una eternidad. Alzó los ojos hacia el reloj del living. Las tres y cinco. Decidió ponerse en movimiento. El doctor se lo había repetido, y también el terapeuta: algo al aire libre, un ejercicio metódico y relajante, nada brusco, nada tensionante. Pensó en caminar. Lo descartó por aburrido. Se acordó de la bicicleta. Casi la desechó de entrada porque la suya estaba en llantas, tanto hacía que no la usaba. Estaba la de Alejandra, pero era un tanto femenina: el cuadro bajo, el color fucsia rabioso y unos moños blancos que su nena, Agustina, le había colgado por todos lados.

Pero al salir al jardín enfiló hacia el lavadero. Antes de encerrarse ahí miró hacia atrás, como un fugitivo, un sospechoso, un criminal que se dispone a cometer un acto horrendo. Cerantes trató de decirse que si daba el siguiente paso el esfuerzo atroz de esos doce meses iba a ser al pedo. Y que todos los cuidados de Alejandra, todas las angustias de su vieja y todas las precauciones del médico iban a ser letra muerta, una inútil pila de buenas intenciones sobre las que él parecía dispuesto a escupir sin remedio y sin retorno. Se quedó un par de minutos con las manos a la cintura, preso de la indecisión. Hasta que en un gesto arrebatado alcanzó el paquete semioculto en el estante más alto. Lo metió en un bolso gastado y cerró de un tirón el cierre. Se detuvo a escuchar. Nada, salvo su propio jadeo. Todo era igual, salvo él mismo. Salió del lavadero con ademanes sigilosos. Se trepó a la bicicleta y abrió la reja, que chirrió sobre sus goznes. Miró el reloj. Tres y cuarto. Perderse no le había tomado más de diez minutos.

Momento. ¿Por qué perderse? ¿Tan débil era, al fin y al cabo? ¿Tan escasa era su fuerza de voluntad que ese solo gesto podía condenarlo? Había tomado el paquete y lo había ocultado en el bolso. Cierto. ¿Y qué? Iba a lograrlo. Iba a llevar ese paquete consigo. Iba a pasearlo por todo Ituzaingó, sin que se le moviese un músculo. En ese paquete no había nada que fuese más fuerte que él y su deseo de cambiar.

Salió pedaleando. El aire de la tarde le sentó bien. Era más tibio y oloroso aun que el de la mañana. Dejó que el sol le calentara las mejillas. Iba con los ojos semicerrados, disfrutando el acompasado movimiento de la bici. Decidió ir más rápido. Sintió que las piernas respondían sin esfuerzo y eso le gustó. Se apresuró aún más. Tal vez esto del ciclismo sea una buena alternativa, pensó. Aire libre, ejercicio. Lástima el silencio, se lamentó. Una pena la soledad, se dijo.

Lástima nada, imbécil, se amonestó de inmediato. ¿Qué más podía pedirle a esa tarde maravillosa de octubre? Lástima eso, justamente. Lástima tener que estar pensando y pensando, cuando lo otro era tan fácil justamente por eso, porque era no pensar, no discernir, simplemente palpitar ese placer sin tiempo.

¡Basta!, volvió a exigirse. Ahora que estaba bien, por supuesto que aquello parecía un paraíso libre de complicaciones. El doctor bien se lo había advertido: «No hay más remedio que enfrentarlo; cuando el cuerpo dice basta, cuando emite una señal de alarma, hay que estar atento y no pasarla por alto, mi amigo». Así le había dicho. Y él, Cerantes, había asentido, porque tenía razón.

Pero ahora, mientras pedaleaba y con la mano izquierda palpaba el bolso en el portaequipaje trasero para asegurarse de que seguía ahí, se acordaba de que mientras lo escuchaba no había podido evitar pensar si él, el médico, sabía bien cómo venía la mano. Si él también lo había probado. Si él sabía lo que se sentía. Por eso de las manos tan blancas y el pelo tan ordenado. Por supuesto que en el momento no había abierto la boca. Pero ahora se le agolpaban las preguntas que entonces no se había atrevido a formularle. Porque si el doctor ese había sido capaz de renunciar, vaya y pase. Que diga lo que quiera, que no le falta derecho. Pero ¿y si no? ¿Y si el tipo hablaba por boca de ganso? ¿Y si el fulano no tenía ni idea de lo que significaba eso para él y para tantos otros como él? Porque no había modo de transmitírselo. De eso Cerantes estaba seguro. Si mil veces había intentado explicárselo a Alejandra, sin conseguirlo. Si ni él mismo sabía muy bien cómo era ese asunto. Y con los tipos que eran como él no lo hablaba. De esas cosas no se habla. Se hacen y punto.

Un poco. Probar un poco, despacito, no podía provocarle daño alguno. ¿Quién iba a enterarse? Salvo que el tarado de Adolfo o de Gabito le fueran con el cuento a Alejandra. La última señal de la continencia le dijo que se detuviera: tipos como Adolfo o como Gabito eran lo último que necesitaba en circunstancias como ésa. También de eso habían hablado con el doctor: «Las viejas compañías son el pasaje directo a la reincidencia». Lo recordaba patente.

Basta. O parar ahora o sucumbir. Trató de disculparse ante sí mismo. Había hecho la rehabilitación. Había obedecido las órdenes. Había intentado terapia. Había tratado con hipnosis. Había experimentado con acupuntura. Había ensayado hasta el láser, aunque el propio especialista le había dicho que no era aplicable en casos como el suyo.

Ya pedaleaba como un enloquecido. Empezó a reconocer los hitos antediluvianos que lo conducían hacia su oscuro destino. El corralón de materiales, el puente de Gaona, la torre de agua. Se suponía que debían ser las marcas de la antesala del infierno, pero para esa hora para Cerantes se parecían cada vez más a la hojarasca nacida del Paraíso. Avanzó otro kilómetro y aguzó el oído. Ahí estaban las voces. Ahí se perdía el silencio. Tocó de nuevo el bolso sobre la parte trasera. Pensó en su apariencia: bermuda de jean gastado, musculosa desteñida, ojotas, montado en una bicicleta de señora color fucsia y atiborrada de moños coquetos. Pero no tuvo vergüenza porque estaba empezando a tenerse fe.

No tenía que ser tan drástico. Esta vez podía ser distinto. Y se sentía perfecto, a pesar de la pedaleada. No le dolía ni un músculo. Dio vuelta la última esquina como si fuera la última curva en el velódromo. Cruzó el portón a los tumbos, porque las lluvias habían poceado mucho la entrada de tierra. Los vio a lo lejos y el corazón le saltó de alegría. Mientras se acercaba los fue reconociendo. Ellos por fin se distrajeron y se volvieron a mirarlo.

El primero en acercarse, haciéndose visera con la mano, fue Carlitos. Cerantes sintió que ya no importaba nada. El otro se plantó a unos diez metros y le gritó por toda bienvenida:

—¿Se puede saber dónde carajo te habías metido, pedazo de boludo? ¡Hace un año que no venís!

Cerantes demoró la respuesta. Sonrió.

—¿Me extrañaste, pelotudo?

—¡En serio, nabo! ¡Estabas desaparecido en acción!

Por toda respuesta, Cerantes giró flexionando levemente las piernas, en puntas de pie. Señaló los dos costurones atroces que lo atravesaban desde las pantorrillas hasta los talones. Los otros callaron y contemplaron absortos las cicatrices. Después habló como en una clase de biología, mientras la profesora le abre la panza al sapo.

—Tendón de Aquiles; la segunda vez el izquierdo. Y ya me había roto dos veces el derecho.

—¿Y si se te corta de nuevo? ¿No te vas a hacer mierda, Cachito?

Tardó en contestar, porque se dio cuenta de que acababa de recuperar uno de sus nombres. Ahí era Cachito, como San José era San José y la Chancha era la Chancha. Había tipos de los cuales ignoraba hasta el apellido, aunque los conociera desde diez años a la fecha. Ahí no se hablaba de laburo ni de guita ni de nada que no fuera aquello que los unía. Sospechó que el cielo debía parecerse a eso, pero desechó rápido la idea porque tuvo miedo de emocionarse y empezar a moquear delante de los veinte forajidos. Por fin contestó medio a los gritos, para destrabarse el nudo de la garganta.

—No pasa nada… —dudó, y por fin agregó—: Estoy curado.

—A ver, ustedes dos, par de pelotudos. ¿Van a jugar o vinieron a charlar boludeces? —desde el mediocampo se oían voces impacientes.

—Pará, animal —Carlitos hablaba con tono criterioso—, ¿no ves que Cachito vuelve de una lesión, tarado?

Varios de los otros se acercaron a saludar y a contemplar morbosamente las heridas. Cerantes repitió la explicación, con un tibio y secreto orgullo.

Por fin se dignó acercarse la Chancha, que trataba infructuosamente de que la camiseta bajara más allá de su ombligo. Seguía usando la camiseta de Holanda por afuera del pantalón. Con esa busarda parecía una carpa de las que se usan en la Antártida para que se vean en la nieve.

—¿Qué decís, Cachito? Pensamos que te habías muerto.

Cerantes lo contempló dulcemente.

—¿Cuánto estás pesando, Chancha? Aflojá con la verdurita que en cualquier momento te desintegrás en el aire.

La Chancha lo ignoró, magnánimo. Se volvió hacia los otros.

—Muchachos, si no es molestia… ¿podrían ir hacia el medio, que estamos eligiendo? O si prefieren quédense acá, y me aguantan un momento que traigo la máquina de picar boludos. La tengo en el baúl, no tardo nada.

—Cortala, Chancha, ya vamos —le dijo Carlitos.

—Vayan, vayan, que yo me voy a vendar como la Momia —Cerantes los echó porque quería poner manos a la obra.

Se inclinó sobre el bolso. Sacó el paquete y lo abrió. Extrajo el linimento y se frotó las rodillas y los muslos. Enrolló paciente las vendas y con gestos de experto se las puso. Se subió las medias largas y se las ajustó con dos gomitas, debajo de las rodillas. Sacó los botines y notó, sorprendido, que estaban lustrados con esmero. Uno de los que elegían los equipos le gritó desde lejos:

—¡Che, Cacho! ¿Te elijo o estás hecho mierda? ¡La Chancha dice que no podés parar a nadie!

Cerantes bajó los ojos y sonrió.

—Elegime, pescado. Elegime y va a ver.

Se ajustó los botines apresurado, porque estaban esperándolo.

—Me paro atrás, hasta que agarre un poco de ritmo —dijo al entrar.

Se ubicó de seis. Se prometió arrancar de a poquito. Nada de pierna fuerte ni de saltar en los centros. Eso lo tenía claro. Después de todo era un tipo grande, que sabía cuándo decir basta. ¿Era? Decidió que sí, que era. Se acordó de las advertencias del médico, pero las hizo a un lado sacudiendo la cabeza. Mucho más tardó en quitarse de la mente a su mujer. ¿Qué iba a decirle a la vuelta? No tenía perdón, y lo sabía. Le iba a decir la verdad, que fue a jugar pero livianito, levantando apenas las patas del pasto. Que no fue a saltar en ninguna. Que sacó la pierna en todas las pelotas divididas. O no. Capaz que no le decía nada y se quedaba callado hasta que a ella se le pasase la calentura, que por lo que sospechaba Cerantes iba a demorar dos o tres milenios.

Tal vez si le dijera la verdad, la verdad en serio. Pero no podía, porque ni él sabía qué era lo que lo llevaba una vez y otra vez a estar ahí, con la panza en ciernes pero ahí, escupiendo los pulmones pero ahí, con las patas en ruinas y cruzadas de cicatrices pero ahí. Seguro que lo que decía el médico tenía sentido. Seguro que había otros modos de pasar los sábados a la tarde. Por supuesto que tenía que establecer un orden de prioridades y respetarlo. Sin duda que había mil maneras de tener una vida feliz. Pero Cerantes no conocía ninguna que no incluyera esto. Esto de cortar un par de pelotas bien parado de último. Esto de sentir las voces cálidas de los suyos. Esto de ir tomando confianza y salir con pelota al pie. Esto de trepar por el mediocampo sintiéndose mejor en cada pique. Esto de decirle al ocho que te aguante atrás porque vas a ir a buscar el córner. Esto de esperar un poquito afuera para poder tomar impulso cuando venga el centro. Esto de saltar con todas las fuerzas y la cara crispada por el esfuerzo allá, bien allá, bien arriba, en el fresco, y esperar al balón como a una novia.