Encontramos los papeles de Romero acomodados con esmero sobre el enorme escritorio de madera renegrida. Impresionaba el contraste: la casa desvencijada, los rincones sucios, los muebles destartalados, las goteras innumerables, y ese escritorio en perfecto orden. En el centro, la máquina de escribir Remington. Atrás dos portarretratos: uno con una foto de casamiento muy antigua, otro con una instantánea de una mujer joven y sonriente, apoyada en un pilar junto a una vereda. Adelante las cinco pilas de papel oficio, cada una con su carátula encima y sus títulos cursis, en el mejor de los casos, risibles en el peor.
Pero no nos reímos. Tal vez porque el esfuerzo del hombre vuelve digna hasta la más extraña de sus empresas. O tal vez porque la muerte torna solemnes obras y acciones que en vida tachamos de intrascendentes.
Los trabajos no tenían fecha, aunque era posible establecer su orden por el grado de deterioro del papel. El más antiguo tenía las páginas tan amarillas que en algunas se hacía difícil la lectura. El último se veía muy reciente, y sus hojas (mucho más numerosas, además) lucían un blanco brillante que delataba que Romero acababa casi de terminarlo. Todos los informes, los cinco, con cierta candidez algo escolar, lucían su título encomillado y, al pie, el rótulo «Evaristo Leopoldo Romero. Escritor».
No nos resultó sencillo encontrar un hilo conductor que vinculase los distintos trabajos de Romero. Los primeros cuatro informes encontrados eran más bien sucintos (ninguno superaba los cincuenta folios) y su deterioro visible indicaba fechas de redacción bien distantes. El más extenso de los cuatro se titulaba Cómo reparar cortinas de enrollar a bajo costo. Giraba en torno de algunas ideas sencillas y reiteradas sugerencias alusivas a la utilización de materiales de precio suficientemente accesible. Su extensión —42 páginas— se debía tal vez a que Romero no había incluido gráfico alguno, con lo que las descripciones de los distintos tipos de cortinas de enrollar, el muestrario de sus posibles dificultades y las pautas a seguir para las módicas reparaciones aconsejadas se prolongaban interminablemente a lo largo de páginas y páginas de tediosa lectura.
El segundo era el más breve: un opúsculo titulado Diez argumentos para demostrar que las mujeres escasamente dotadas de busto resultan escasamente atractivas al poco tiempo de conocerlas. El lector nos dispensará de brindar mayores detalles. Bástenos caracterizar esas quince páginas como un intento por demás chabacano de adentrarse en el terreno de la filosofía práctica para justificar (por otra parte sin conseguirlo) la afirmación contenida en el encabezado.
Los otros dos tampoco guardaban relación ni con los anteriores ni entre sí. Uno rezaba en su portada Informe sobre las virtudes alimentarias del huevo crudo y era una endeble defensa de las bondades nutricias del citado alimento que fatigaba al lector a lo largo de veinticinco carillas pésimamente escritas. El fanático esquematismo del autor le permitía afirmar en las conclusiones que un ser humano adulto podía llevar una vida perfectamente saludable gracias a la ingesta diaria de veinte huevos crudos como único sustento. El restante informe llevaba por título Métodos artesanales para el control de plagas hogareñas. En él, con la misma superficialidad en los procedimientos e idéntica arrogancia en las afirmaciones, se describían unos cuantos métodos para aniquilar hormigas, cucarachas, polillas y babosas domésticas. Al tema, francamente repugnante de por sí, Romero le agregaba macabras descripciones. Sostenía, básicamente, que la inteligencia de los insectos solía ser subestimada por los seres humanos y que sus niveles de percepción, por ejemplo, eran casi idénticos a los nuestros. Afirmaba entonces que los métodos artesanales unían, a la ventaja inmediata de evitar la contaminación química de los vegetales de jardines y quintas (nacida del uso abusivo de plaguicidas), la conveniencia a largo plazo de amedrentar a las plagas con castigos ejemplares que disuadían a los insectos sobrevivientes y los inclinaban hacia la opción del éxodo masivo. De ahí a justificar las torturas a los insectos hay un paso, y Romero no dudaba en darlo. Efectivamente, sostenía que si una hilera de hormigas es perseguida con el haz de luz incandescente originado por una lupa correctamente enfocada, no hace falta aniquilar a toda la colonia: bastan los despavoridos relatos de las sobrevivientes para expulsarlas en masa. Idéntico resultado tendría, según Romero, la exposición pública de tres o cuatro cadáveres de cucarachas despanzurradas a chancletazo limpio, o el sacrificio aterrador de una babosa mediante una aleccionadora lluvia de sal fina sobre su gelatinosa anatomía.
Ahora bien: esta dispersión temática se vuelve menos caprichosa si vinculamos estos escritos con la oscura experiencia biográfica de Evaristo Leopoldo Romero. Desde esta perspectiva, cada uno de esos cuatro ensayos guarda estrecha relación con una etapa de su existencia, y el quinto atraviesa toda la vida adulta de Romero, como la espina dorsal de su paso por el mundo. Expliquémonos.
Nuestro ensayista nació en el Hospital Ferroviario en 1940 y vivió siempre en esta casa de Lomas del Mirador que su padre, peón de estación, construyó para habitar con su mujer y su único hijo, y que nosotros hemos estado desmantelando estos días. Evaristo Romero completó sus estudios primarios en la Escuela N.º 65 de La Matanza y dejó inconclusa su educación secundaria a poco de comenzarla. A los quince años se empleó en un taller metalúrgico cercano a su casa y trabajó ahí durante décadas, como aprendiz y luego como oficial tornero.
Pudimos establecer que el informe más antiguo, aquel alusivo a las características anatómicas de las damas, databa de 1977. Charlas que mantuvimos con los vecinos permitieron establecer que por ese entonces Romero protagonizó un tormentoso noviazgo con Rosa Carmela Chanelatto, la dependienta de la peluquería de señoras de Provincias Unidas y Piedras. Esa relación tuvo un final abrupto cuando la mujer abandonó el barrio en compañía del marido de su patrona. Al parecer, la fugitiva (apodada Rosita) podría ser incluida en las características tipofísicas ventiladas por Romero en su informe. Se trataría entonces de un ataque tangencial motivado por el despecho (no se tome el uso del vocablo como un juego de palabras de pésimo gusto) que la actitud de la señorita en cuestión habría ocasionado en Romero.
Lo sigue cronológicamente el referido al delirio alimentario de los huevos crudos. En este caso la fecha es menos precisa, aunque todo parece indicar que fue redactado en 1983 o 1984. El informe está emparentado con una fallida intentona comercial de Romero que lo hizo poseedor de doscientas gallinas ponedoras que, en cortísimo plazo, inundaron la casa del aturdido y bisoño productor avícola con miríadas de huevos frescos. La idea original de nuestro ensayista habría sido la elaboración de un folleto de promoción de su sobreabundante mercadería, pero su gusto por la prosa habría desbordado rápidamente aquella idea primitiva.
El tercer trabajo, el atinente a las cortinas de enrollar, posterior en un par de años al antedicho, vio la luz en 1988, época en la que Romero abrió en el garaje de su casa un tallercito de reparaciones con el cual buscaba hacerse de un ingreso que le permitiera pagar las deudas contraídas en la manutención de las doscientas aves mencionadas. Las fuentes consultadas coincidieron en afirmar que Romero temía un nuevo fracaso comercial. Su idea del manual de reparaciones partía del supuesto de que así iba a poder llegar a un público masivo. Parece que Romero recorrió infructuosamente una decena de editoriales que rechazaron el manuscrito que finalmente encontramos sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, antes de desechar su plan imprimió en mimeógrafo unos ochenta ejemplares que distribuyó gratuitamente en el barrio. El resultado fue ambiguo. Pese a un estilo tedioso y algo sobrecargado, y a la ya apuntada negativa a incluir gráficos o diagramas de ninguna especie, parece ser que las explicaciones eran claras y las sugerencias interesantes. Tanto es así que muchos potenciales clientes de su taller encontraron preferible acudir a ese escrito para solucionar las dificultades mecánicas de sus cortinas de enrollar, comportamiento que sin duda aceleró el tan temido colapso del centro de reparaciones.
El nuevo giro temático de principios de los años ‘90, esta vez hacia la extinción de las plagas hogareñas, obedece a la catástrofe laboral que se abatió sobre Romero en la misma época. La quiebra de la tornería que lo había empleado durante casi treinta años lo dejó desocupado. Tuvo que malvender las gallinas sobrevivientes y las instalaciones del taller de reparaciones. El informe sobre los insectos habría sido redactado a partir de sus experiencias cotidianas en la persecución de las plagas que azotaban su propia casa despedazada por el olvido y los años de desatención. Varios vecinos recordaron sus pacientes patrullajes por el parque enmalezado, su figura esmirriada con la diestra en alto, en el acto de enarbolar los más variados elementos contundentes capaces de propinar castigos ejemplares a los insectos díscolos.
Ahora bien, en lo que va de nuestro relato no hemos abordado aún la cuestión del informe final, ese quinto ensayo que, el día que penetramos en la casa de Evaristo Romero, descansaba a la derecha de los restantes sobre el escritorio de roble.
Evidentemente Romero había mejorado su capacidad de narrar en esos años de monstruosas aberraciones ensayístico-literarias. La redacción es más cuidadosa que la de los anteriores textos. El lenguaje aparece más pulido, la presentación de los temas más acotada, las conclusiones menos apresuradas. Tal vez sea una suerte que el mejor Romero, el más refinado, el más llevadero, el más ágil, haya sido ese que emprendió la angustiosa tarea de hablar de sí mismo y que lo hizo casi a modo de testamento, de despedida.
Aquí no fue necesario recabar informes entre sus conocidos. En un extenso prólogo que ocupa las doscientas cinco páginas iniciales, Romero narra una vieja historia de amor que lo tiene como desdichado protagonista. La crónica se inicia en 1966, cuando al vecindario se muda Dolores Inchausti, hija de Artemio Inchausti y de Rosa Benítez. Al parecer Romero la cruzó por primera vez en la panadería y se sintió transido por un amor de epopeya. En su texto continúa diciendo que aunque en la siguiente semana no volvió a verla, le escribió diecisiete cartas encendidas. Se cruzó por segunda vez con ella en misa de doce en la parroquia de San Marcos. Siguen ocho páginas en las que Romero, con una puntillosidad tal vez innecesaria, describe con lujo de detalles otros veinte o veinticinco encuentros callejeros falsamente casuales. No abundaremos aquí ni en esos ni en otros detalles, tanto porque pueden aburrir al lector como porque sospechamos que prodigarnos en esa dirección sería casi como violar la intimidad de Romero.
Si bien el susodicho consiguió entablar diálogo con ella y frecuentarla en la vereda de vez en cuando, lo cierto es que más temprano que tarde sus arranques amorosos se estrellaron contra la verdad demoledora de que Dolores estaba de novia desde los catorce años con un muchacho de su antiguo barrio de La Cantábrica.
Al parecer Romero no se dio por vencido. Optó por visitar la casa de Dolores, en plan de amigo, y la muchacha aceptó ese trato. Nuestro héroe, erróneamente, imaginó que una presencia pertinaz sería capaz de erosionar el antiguo compromiso de su amada. Pero lamentablemente, tal como confiesa el propio Romero en el quinto capítulo de su prólogo, sólo sirvió para alimentar sus propios sentimientos de adoración desesperada.
En algún momento Romero acarició la idea de provocar los celos de Dolores. Así, su aventura con la ayudante de la peluquera no fue sino un intento de despertar el enojo de su verdadero amor. Pero nada indica en el texto de Romero que haya tenido éxito. Sí en cambio lo ganó el desencanto cuando la ya mencionada Chanelatto decidió fugarse con el marido de su jefa. Según expone en la página 115, su ego varonil sufrió esa pérdida, primero porque no contó con el natural desahogo a sus pasiones de hombre que la tal Rosita mal que bien satisfacía, y segundo porque le resultaba hiriente haber sido despreciado por una dama que, si hemos de tomar literalmente el juicio de Romero, «era más fea que un alacrán».
Romero avanza en la descripción de sus vanos intentos y se acerca cada vez más al presente. Nos enteramos del matrimonio de Dolores sólo por referencias tangenciales, como si explayarse en la narración sirviese únicamente para aumentar su desolación y su desconsuelo. Así, en la página 140 refiere que Dolores y su prometido han construido una casita atrás de la de los padres de ella y allí se instalan de recién casados en 1971, y en la página 157 Romero alude al nacimiento de su primer hijo. Hacia la página 190 la prosa se vuelve definidamente sombría: el marido de Dolores acaba de acertar al Loto y todo indica que no van a seguir viviendo por mucho tiempo en la zona. Efectivamente, sobre el final del prólogo (página 195) Romero escribe entre lamentos e imprecaciones que Dolores se muda a vivir a un barrio privado de la zona de Pilar, con su esposo y sus dos hijos adolescentes.
Al parecer es entonces cuando Romero termina de dar forma a su proyecto, que titulará Libreto para película de amor con final que no es para cualquiera. Sabe que el suyo es un amor sin esperanzas, pero se niega a rendirse. Por eso concibe su propia historia de amor, sólo para seres «infinita e inquebrantablemente dispuestos a seguir esperando» (la cita es textual). Al argumento del filme propiamente dicho no le da la menor trascendencia. Deja ese detalle en manos de cualquiera dispuesto a aventurarse en la empresa. Su única prescripción es que debe tratarse de un romance triste y fracasado. Debe ser una bella historia. Pero los amantes deben distanciarse en la última escena del filme. Nada original hasta entonces. Pero ahí se inicia el verdadero proyecto de Romero. Sus indicaciones para el libreto, de aquí en adelante, sí se tornan específicas.
La última escena debe cerrarse con una típica situación de despedida. La protagonista, por ejemplo, se deshará del abrazo de su amado, con el rostro bañado en llanto, y tomará un taxi. El hombre la contemplará, exánime, con los brazos rendidos a los costados del cuerpo y una mirada de infinito dolor y tal vez una lágrima. La cámara comenzará a alejarse y a elevarse. «Esos son códigos fílmicos terminantes», afirma Romero. El protagonista quedará de espaldas, cada vez más pequeño al pie de la pantalla. La cámara, desde las alturas, hará centro en el techo del taxi que se aleja, que se mezcla en el tránsito, que se hunde en la marea de la ancha avenida. Los créditos del filme empezarán a correr. El mensaje es definitivo. Aquí Romero llega al punto que verdaderamente le interesa. El instante en que las luces del cine comiencen a encenderse, y las palabras sobreimpresas suban por la pantalla, y las figuras de la trama se vuelvan más y más borrosas. Si la película ha tenido un desarrollo aceptable —Romero confía en que así sea— el público estará sensibilizado. Las mujeres enjugarán sus lágrimas con los pañuelos. Los hombres, más remisos a las exteriorizaciones, pestañearán velozmente para quitar los rastros de las suyas. En su mayoría (Romero subraya estos términos en el original) se pondrán de pie, mirarán un poco turbados en torno y se encaminarán a la salida.
Sin embargo, y aquí Romero desemboca en la noción que lo obsesiona, algunos permanecerán en sus asientos hasta que termine el último de los créditos. ¿Por qué lo harán? ¿Por comodidad y por pereza? ¿Para evitar el congestionamiento en la salida de la sala? Romero es tajante en la respuesta: nada de eso. Los que permanezcan en sus asientos lo harán con la secreta esperanza de que la película termine de otro modo. Su sensibilidad no les permitirá reconciliarse con la idea de que semejante historia de amor culmine de una manera tan terrible y dolorosa. Serán diez, doce personas a lo sumo. Pero todas tendrán los ojos fijos en la pantalla. No importa si lloran o no. Para el caso da lo mismo. Pero seguirán absortas mientras la sala se vacía a su alrededor, indiferentes a las miradas curiosas de los que salen, de los que se ponen los abrigos, de los que encienden los teléfonos celulares, de los que se han dado definitivamente por vencidos. Continuarán con los ojos clavados en ese taxi que apenas se adivina en la marea de techos amarillos y de carteles chillones y de gente que camina.
El final será para ellos, para los elegidos. Sólo ellos verán, cuando terminen de pasar los últimos letreros, el súbito embotellamiento causado por un taxi que acaba de detenerse en plena avenida. Sólo ellos advertirán que la cámara ha cesado de elevarse y que empieza a bajar de manera casi imperceptible para hacer centro en una mancha roja y brillante que se mueve entre los autos detenidos. Sólo ellos terminarán por reconocer el abrigo de ella, su pelo negro al viento, sus ademanes frenéticos llamando a su amado. Sólo ellos, los eternos esperanzados, tendrán el privilegio de ver el verdadero final de la película. Mientras los otros se agolpen, vencidos, en el hall del cine, ellos se regocijarán en el banquete de la reconciliación de los amantes, que de ningún modo deberá ocupar el primer plano de la pantalla. En eso Romero es inflexible. Nada de claves sencillas. Nada de trucos evidentes. El final es sólo para los elegidos. Los que no han quitado la vista desde que aparecieron los carteles. Nada de primeros planos que adviertan a los últimos desertores, esos que echan una última mirada antes de abandonar la sala. En el mar de autos y de techos y de carteles, dos manchas, una roja y una amarilla, ella y él. Y luego, sí, la pantalla súbitamente negra.
El informe termina ahí. Luego de más de doscientas páginas de prólogo, apenas quince de desarrollo. No hay conclusiones. Apenas un pedido postrero para aquel que se anime a filmar esa película. Sobre el fondo negro del final Romero pide que aparezca esta leyenda: «Para Dolores, de parte de Evaristo, que nunca dejará de amarla».
Según la historia clínica que hallamos en el Hospital Pirovano, la salud de Romero se había agravado considerablemente desde agosto a la fecha. Que Romero sabía acerca de su estado es evidente. Por algo se había apresurado, antes de fin de año, a legar su casa desvencijada a un sobrino.
Más allá de nuestros intentos nos fue imposible ubicar a la citada Dolores Inchausti. Desconocemos (Romero guarda al respecto un empecinado silencio en el prólogo) si ella supo que su vecino siguió adorándola por espacio de tres décadas, luego de su matrimonio. Cuando cerramos definitivamente la casa decidimos llevarnos los informes.
Releemos las páginas escritas hasta aquí y lamentamos que nuestra torpeza narrativa, nuestra vulgaridad literaria, nos obliguen a detener la crónica en este punto. Escritores más diestros, mejor dotados, podrían tal vez aprovechar estas emociones laceradas de Romero para conducir a los lectores a un nivel superior de compromiso, de identificación, tal vez de tristeza. Existe, pese a todo, una posibilidad que nos excede y que a su modo está poblada de promesas. Es probable que algún lector esperanzado, dispuesto siempre a arriesgar una última ilusión más allá de todas las evidencias, esté dispuesto, como los hipotéticos espectadores de la película de Romero, a buscar más allá del espacio en blanco que da por finalizada esta historia. Tal vez estas líneas lleguen a manos de algún ser de esta especie, uno de esos optimistas empedernidos que siempre consideran plausible una salvación postrera. Un lector que intuya que, volviendo la página, encontrará otro final, un final sólo para los elegidos. Un final donde Romero no muera y se reencuentre con su amada; o un final en el que su amada llore su muerte por el resto de sus días, convencida de haber perdido al verdadero hombre de su vida; o un final donde el propio Romero se devele como autor de esta crónica y se felicite de encontrar en ese único lector a otro miembro de esa extravagante raza de individuos condenados siempre a la esperanza.