Uno de los mejores regalos que me hicieron mis papás cuando era chico fue un velador minúsculo, apenas un portalámparas de plástico negro con una perilla blanca, que atornillamos a la madera de la cabecera de mi cama. Yo dormía en una cucheta, en la litera de abajo. La oscuridad me daba miedo y me costaba conciliar el sueño.
Pero desde que tuve el velador las cosas cambiaron. Le perdí el miedo a la noche. Cuando me mandaban a dormir me arrodillaba sobre el colchón, cerraba unos imaginarios portones corredizos en los cuatro costados del lecho y me acostaba fantaseando que mi cama era un vagón de un largo y lento tren de carga, que traqueteaba suavemente sobre las vías durante un viaje que cruzaba la noche y soltaba un chasquido profundo cada vez que las ruedas pasaban la unión de dos tramos de rieles.
Y a la luz de mi velador leía. Cuentos, novelas, lo que fuera. Los exprimía, los devoraba, los absorbía.
Aprendía, en esos viajes nocturnos, que dentro del mundo caben tantos mundos y tantos caminos como palabras hay escondidas en un libro.
Ojalá estos cuentos le sirvan a alguien para algo parecido. ¿Existe, acaso, para una historia, mejor destino que ayudar a alguien a atravesar inmune la desolación de su noche?