SÁBADO 10 DE OCTUBRE

Cuando se despierta, Aráoz demora un rato mientras acomoda en la conciencia todo lo que le ha ocurrido la víspera. Es curioso, cómo a uno pueden ocurrirle un montón de cosas aunque se pase la noche entera sentado enfrente de un viejo, en la sobremesa de un sustancioso guiso de lentejas.

Se sienta en la cama. A un lado ve los bolsos casi listos, tal como los dejó antes de acostarse. Guarda el libro que llevó para leer en sus ratos de ocio y que no ha tocado en toda la semana, pero antes saca la hoja de revista que guarda, doblada en cuatro, a mitad de sus páginas. La huele. Está convencido de que el olor del papel viejo es uno de los más encantadores que se pueden oler. Después despliega la hoja.

Perlassi, «La perla de la corona», lo mira sonriendo desde el césped de la cancha de Deportivo Wilde. Aráoz pasa el dedo índice por la foto, acariciando la cara de su ídolo, el pasto, el Bols del cartel de la ginebra, la línea de cal del lateral. Durante tres minutos vuelve a tener ocho años y a desear con todo el fervor de su alma llegar a ser el número cinco de Wilde, igualito que Perlassi.

Un sonido raro, distinto de todos los demás, lo saca de sus cavilaciones. Es el rugido de un camión, igual a los otros que cargan gasoil a la vuelta de su pieza. Pero por encima de ese sonido previsible se escucha un laterío infernal como si, de repente, lloviesen miles de chapas de cinc y se estrellaran sobre el suelo con estrépito de tornado. Aráoz comprende y salta de la cama. Tiene que ver cómo ha quedado el camión de los hermanos López antes de irse. Llega al frente de la estación de servicio ajustándose el cinturón y chancleteando el zapato izquierdo mal calzado.

Todo el lado derecho del camión está abollado, lleno de aristas filosas, de raspones, de protuberancias y depresiones que lo cruzan a lo largo. Aráoz comprende de inmediato que los hermanos volcaron sobre ese lado, pero de todos modos se deja llevar por la imaginación y piensa en una manada inmensa de monos chiquitos y chillones, de cola larga, subidos al techo y armados de martillos, puestos a macerar el fuselaje a golpes frenéticos e incansables.

Camina hacia la parte delantera. La cabina ha llevado la peor parte. El techo, al doblarse hacia abajo, ha hecho saltar el parabrisas. La puerta del acompañante tiene también los parantes desviados y le falta el vidrio. La óptica derecha está desencajada de su sitio y sujeta con unas vueltas de alambre. También con alambre está puesta en su lugar, de mal modo, la parrilla. El escudo de la fábrica automotriz se ha perdido sin remedio. Las escobillas del limpiaparabrisas se han salvado, y se yerguen inútiles en el vacío. El vuelco ha arrancado una de las dos largas antenas de radio que salían de los guardabarros delanteros. La restante, del lado del conductor, permanece intacta, y Aráoz tiene la impresión de estar parado frente a un insecto metálico, desmesurado y tuerto.

Escucha un chasquido proveniente del tanque de combustible. Acaba de saltar el tope de seguridad del pico de la manguera para detener la carga y evitar el desborde. Aráoz, con ingenua exaltación, saca el pico del orificio del tanque y lo coloca en su soporte, en el surtidor. Después ajusta la tapa del tanque del camión. «Ya soy un playero de estación de servicio», se burla, porque le da pudor ponerse tan contento por algo tan sencillo.

A sus espaldas se abre la puerta del parador y sale el viejo seguido por los López. En realidad Aráoz deduce que son los hermanos porque ese es su camión después del vuelco y porque los que acompañan al viejo tienen el tamaño de heladeras antiguas; pero esa mañana están irreconocibles bajo un envoltorio de abrigos sucesivos que les ocultan hasta las narices. Pantalones anchos, botas, camperones gruesos, gorros de lana embutidos hasta las orejas, bufandas, guantes, anteojos oscuros. Se mueven con la torpeza de dos astronautas sobre la superficie de la luna. Al pasar por su lado lo saludan con un «Buenas» que suena pastoso bajo la lana de las bufandas que les tapan la boca.

Eladio López trepa como puede a la cabina y se acomoda al volante. Su hermano firma el talonario y trata de subir, a su vez. Forcejea varias veces con la puerta del acompañante, pero como aquella se encuentra totalmente salida de cuadro, parece adherida con pegamento al marco descuajeringado.

—¡Abrime, pelotudo! —grita, mientras sigue porfiando con ademanes de foca enardecida, pero el otro mantiene la vista clavada al frente—. ¡Te digo que me abras, pedazo de boludo!

Tampoco entonces obtiene respuesta. Un gesto del viejo consigue por fin sacar a Eladio de su ensimismamiento. Se vuelve hacia la derecha y comprende lo que se espera de él. Gira sobre el asiento, alza las piernas y las descarga al unísono sobre la puerta, que se abre con violencia. José trepa con movimientos de androide y se acomoda en su sitio como puede. Después cierra la puerta con otro golpazo. Eladio pone primera y suelta el embrague para arrancar pero, como lo hace con demasiada violencia, el motor se apaga como si acabase de morir para siempre.

Nadie dice nada. En el silencio se escucha chillar a un tero. Pasa un largo minuto. Eladio acciona el arranque y el camión sufre un par de sacudidas mientras el motor vuelve a ponerse en marcha. Todas las chapas de la estructura destartalada vuelven también a meter su batifondo.

Aráoz contempla a los hermanos. Metidos en esa cabina, como en una pecera a la que le faltan dos de sus cuatro paredes, cuando salgan a la ruta tendrán que enfrentar una temperatura cercana al punto de congelamiento. Sin embargo, y aunque no se les ve la cara, tienen un porte tan digno que parecen dos expedicionarios decimonónicos a punto de lanzarse a la conquista del polo, o dos mercaderes berberiscos oteando el desierto inconmensurable sobre el lomo de sus camellos.

Eladio pone primera y sale del playón con una suavidad y una pericia tal que parece nacido para conducir camiones de diecisiete metros de eslora. Cuando llegan al empalme de la ruta hacen sonar un bocinazo a modo de saludo, que llega distorsionado y lleno de notas cambiantes y desafinadas. Aráoz concluye que ni la bocina ha salido bien librada del piñazo que se han dado en Chacabuco.

El viejo habla con el tono un poco ausente del que pone en palabras lo que viene pensando para sus adentros:

—Hubo que hablar con Lorgio para que no los echara a la mierda.

La mañana es fresca. Aráoz observa:

—Si van para Buenos Aires tienen viento de frente.

—Ajá. Decí que van bien abrigados.

El camión todavía es visible desde donde están, aunque ya no se escucha el estrépito de cacerolas que mete al andar.

—El gallego aceptó que siguieran trabajando. Pero se negó a arreglarles el camión hasta que no aprendan a manejarlo sin ponérselo de boina.

—¿Y con la policía, y todo eso, cómo hacen?

El viejo se encoge de hombros y lo mira con una expresión tal, que Aráoz se percata de que todavía tiene mucho que aprender.

—Igual están mejorando. ¿Te fijaste lo bien que metió la primera?

—Cierto —Aráoz piensa que al lado de ese hombre uno no puede nunca darse por vencido.

—Aparte te digo que se tienen que dar por contentos con que el gallego no les haya pegado una patada en el culo. Ocho pibes… hubo que correrlo con eso.

Aráoz busca que su tono suene casual cuando pregunta:

—¿Y eso lo arregló Perlassi o lo habló usted?

El viejo demora un segundo en contestar. Escupe a un par de metros y se saca una basurita del mate de entre los dientes.

—Perlassi. Esas cosas las arregla Perlassi. Yo no me meto.

Aráoz sigue mirándolo, pero el viejo deja la vista clavada en el horizonte. El camión ya es una mancha difusa a punto de disiparse. Aráoz niega con la cabeza y sonríe.

—¿Me hizo la cuenta?

—¿Eh? Te la saco ahora. Llegaste el lunes y hoy es sábado. Cinco noches. Ciento veinticinco pesos. Ciento ochenta con las comidas. Pero ayer me diste ciento sesenta. Hoy tenés tren a mediodía. Si querés le pego un llamado a Belaúnde, y le digo que te levante ahora cuando pasa para allá. Dame veinte y quedamos a mano.

—¿Quién es Belaúnde?

—El encargado de la estación de tren. El que te trajo el otro día. Eso sí, aclarale que lo de la represa no corre, porque está desesperado pensando que se queda sin laburo.

—¡Ah! —como una ráfaga, por la cabeza de Aráoz pasa la idea de que seis días pueden durar seis días o seis años, según se mire—. Sí, quédese tranquilo. No sabía que le había contado a usted lo de la represa.

—Qué querés: novecientos cuarenta habitantes, según el censo del 2001. Me llamó la primera noche, desesperado de miedo.

—¿Y usted qué le dijo?

—Que iba a tratar de convencerte de que no era buena idea.

Aráoz piensa un poco.

—Le puedo decir que me encantó la laguna y que me di cuenta de que con la represa la íbamos a echar a perder. Tampoco es cuestión de quitarle a O’Connor semejante atractivo turístico.

El viejo le dirige una mirada apreciativa. El camión definitivamente es un recuerdo en la línea que forman la tierra y el cielo.

—Buena idea. No se me había ocurrido.

Caminan hacia el edificio. Mientras el otro entra al parador para hablar por teléfono, Aráoz pasa por el baño a emprolijarse un poco. Después va a la parte de atrás a recoger sus bolsos y a cerrar la habitación con llave. Echa un vistazo al monte de eucaliptos y piensa que va a extrañar esa vista de los árboles con todo el campo detrás. Lépori lo espera junto a los surtidores. Aráoz le extiende el dinero justo.

—¿Necesitás factura?

Aráoz niega con la cabeza mientras escruta el rostro imperturbable del viejo.

—Dígale a Perlassi que muchas gracias.

El viejo lo mira y finge indignarse.

—¡Ah, sí! ¡Yo te tengo la vela una semana y las gracias se las das al boludo ese que anda de gira!

Aráoz sonríe.

—Tiene razón —concede, y le extiende la mano—. Gracias a usted.

El viejo se la estrecha con firmeza.

—¿Pensaste qué vas a hacer cuando vuelvas?

Aráoz se encoge un poco de hombros, mientras cavila.

—Tengo que colgar un póster. Después veré.

En ese momento los distrae una camioneta que abandona la ruta principal para tomar por el camino que lleva a La Metódica. Es una chata anticuada y pintada de negro, con varios parches de antióxido en la chapa y unos cuantos bollos masillados de mala manera. En la cabina se apiña tanta gente que Aráoz no puede determinar cuántos son. Atrás, de pie en la caja, viene un viejo que abraza con ambas manos un lavarropas enorme y blanco.

Cuando pasan por delante, los de la cabina saludan con un bocinazo y el viejo de la caja hace lo mismo, alzando el brazo. Ellos, desde la estación, les devuelven el saludo. La camioneta se aleja buscando evitar los baches más grandes, y sus barquinazos obligan al anciano de la caja a hacer contorsiones de equilibrista para permanecer erguido y aferrado al lavarropas.

Aráoz y el viejo permanecen en silencio mientras la camioneta sigue avanzando, y sobrepasa la mole oscura de La Metódica.

—Parece que bajó el agua, nomás —acota el viejo, después de un largo silencio.

Aráoz permanece un buen rato masticando esas palabras, hasta que por fin responde:

—Parece que sí.