—¿Qué le debo?
—A ver. Dejame sacar la cuenta. Son cuatro noches, a veinticinco pesos la noche. Cien pesos. Ponele ciento sesenta por las comidas… no sé si te parece bien.
Aráoz, que está de pie frente a la isla de los surtidores, deja los bolsos en el piso, saca de la billetera el dinero justo y habla cortante.
—Acá tiene.
—Gracias. ¿Necesitás que te haga una factura?
—No. No hace falta. Que le vaya bien.
Aráoz se da vuelta y comienza a caminar hacia la ruta, cortando camino por el pasto. Lépori lo mira alejarse, reclinado sobre el surtidor de nafta. Cuando llega a mitad de camino entre la estación de servicio y el pavimento principal, Aráoz se detiene y se da vuelta.
—¡¿Se puede saber cómo carajo salgo de este puto pueblo?!
La voz le sale estrangulada, porque la indignación y la vergüenza de tener que preguntar le han cerrado la garganta.
—Si hacés dedo para aquel lado —Lépori se descruza de brazos para señalarle el noreste—, te pueden acercar a la estación. Tenés tren a Buenos Aires a las dos de la mañana. Pero el pasaje tendrías que sacarlo ahora para que Belaúnde avise que te paren, porque si no te van a dejar de seña.
Aráoz se pregunta si al viejo todavía le quedan ganas de hacerse el sarcástico o es verdad que tendrá que pasarse el día en la estación esperando el tren. Volver a sentirse —o seguir sintiéndose, para el caso— un imbécil de marca mayor, lo impulsa a vociferar lo primero que le cruza por la cabeza:
—¡Dígale a Perlassi que digo yo que es un viejo choto y cagón! ¡Que no tuvo huevos para bancarse que le preguntase en la cara! ¡Eso, dígale!
Lépori asiente. Su tranquilidad es de por sí una afrenta. Aráoz se acerca unos pasos. Se detiene. Toma conciencia de que su berrinche es patético, pero eso lo enoja y le confunde todavía un poco más las ideas.
—¡Y dígale que igual me voy sabiendo que era un corrupto y un ladrón!
—De acuerdo, muchacho. Como vos digas…
—¡Un carajo, como yo diga! ¡Dígale que es así!
Lépori vuelve a asentir, pero con el semblante preocupado de quien le da la razón a un psicópata armado con un bazooka en la esperanza de que no se largue a disparar. Aráoz, fuera de sí, se acerca a paso redoblado, para quedar plantado casi en el mismo sitio del que ha partido, rumbo a Buenos Aires, hace un minuto y medio.
—¡¿No me va a decir nada?!
Lépori se incorpora apenas, porque se está clavando el pico de la manguera de nafta súper en el hombro. Lo acomoda y vuelve a reclinarse.
—¿Qué querés que te diga?
—¡¿Cómo que qué quiero que me diga?! ¡La verdad! ¡Eso quiero que me diga!
Por delante de la estación de servicio pasa un camión que toca un prolongado bocinazo, y Lépori lo saluda con la mano en alto.
—¿Y a vos te parece que puteando como un forajido te acercás a la verdad?
Aráoz suelta los bolsos y se rasca la cabeza. Ese viejo es intratable.
—No. Supongo que no. Pero me pasé la vida pidiendo las cosas de buena manera y siempre me fue como el orto.
Como las otras veces, se arrepiente de haber dicho más de lo que se proponía. Pero ya está hecho. Cansado, o más bien vencido, se sienta sobre la banquina de la isla, al otro lado del surtidor sobre el que está apoyado Lépori.
—Yo te puedo contar algunas cosas. Pero hay otras que son de Perlassi. Y si él no quiere…
—No va a volver un cuerno, ¿no? Digo… hasta que yo me vaya. Por lo menos dígame eso.
Lépori se sienta. Quedan ambos a cada lado del surtidor, de cara al camino.
—Yo te avisé que Perlassi no iba a querer.
Aráoz suspira, mordiéndose el labio.
—Supongo que sí —se mira los zapatos, que después de una semana en pleno campo lucen a la miseria—. Ahora, atiéndame una cosa: aguantárselo a usted tampoco es sencillo, mire. Usted sabe un montón de cosas. Yo sé que es así. Y si me las dice, Perlassi no tiene por qué enterarse. ¿O usted se cree que voy a andar alcahueteando por ahí? —y como si de pronto reparara en ello, agrega—: ¿Y a quién, aparte? ¿A quién carajo voy a contarle?
Parece que Lépori va a ensayar una réplica pero se contiene.
—Usted sabía de esa charla entre Perlassi y el Tanque, después del partido, ¿no?
—Sí, lo supe. Lo que no sabía es que alguien la hubiera presenciado. Oíme una cosa: capaz que tiene que ser así, algo de ellos, algo que muera con ellos dos, ¿me seguís?
Aráoz se ata los cordones del zapato derecho, que se le han soltado.
—Por lo menos cuénteme por qué carajo el Tanque terminó muriéndose acá en O’Connor. ¿Era nacido acá, como ustedes?
—¿El Tanque? No, nada que ver. Villar era del Gran Buenos Aires, del sur. Sarandí, creo… por ahí. Con Perlassi se habían hecho amigos en el sesenta y seis, jugando juntos en el Social Esgrima.
—Entonces era cierto eso de que se conocían y todo.
Lépori lo mira con cierto disgusto, y Aráoz trata de desandar su precipitación.
—¡Está bien, está bien! Me callo la boca. Siga.
—El Tanque era un tipo… ¿viste esos tipos de los que se dice que son un cacho de pan? Bueno. Ya sé que es una frase hecha, medio estúpida. Pero al Tanque era difícil definirlo de otro modo. Era así. Cayó por acá en el año… ochenta, ochenta y uno.
—¿Y por qué se vino?
—El Tanque jugó en España varios años, eso lo sabrás. Se vino en el setenta y nueve, a mitad de año, me parece —Lépori se interrumpe. Suena incómodo e inseguro de continuar—. Oíme: lo que te voy a decir no quiero que se lo cuentes a nadie. ¿Estamos?
—Sí.
—Pero jamás de los jamases, ¿está claro?
—Sí, de acuerdo —Aráoz repite, ligeramente perplejo. ¿A cuento de qué tanta solemnidad?
—Al Tanque le gustaba la timba. Demasiado, le gustaba —al viejo le cuesta desnudar esa confesión—. Era una enfermedad, sabés. Yo no sé si vos conociste alguna vez un tipo con ese vicio…
—No —«con ese no», piensa Aráoz; pero no lo dice.
—Es jodido. Muy jodido. Era algo de familia, te digo. Parece que el padre había sido igual. No sabés lo que era la historia del Tanque cuando chico. Una vez me la contó, estando acá. Y se te ponía la piel de gallina. Una mierda. Pero él terminó igual que su viejo. Y él lo sabía, ¿eh? Te lo contaba… lo entendía… pero no podía parar. Vos decías la otra vez que Perlassi debía haber hecho buena guita con el fútbol. ¿Sabés la que juntó el Tanque? Con pala, la juntó. Primero acá en Argentina, después en España…
Lépori niega con la cabeza, como si al evocarlo siguiera pareciéndole inverosímil, no tanto el modo en que la había ganado, sino la manera en que la había perdido.
—Es un vicio de porquería, pibe. Terrible. Hacés mierda todo lo que tenés alrededor. La familia, los amigos. Todo. Cuando se fue a España, con Perlassi perdieron contacto. Bueno, en realidad, tampoco en esa época se veían tanto. Eso sí: de guita, cuando volvió, volvió salvado. ¿Viste cuando se dice «éste está salvado»? Bueno; así.
Pasa otro camión, ahora en dirección a La Metódica. De nuevo Lépori responde el bocinazo saludando con el brazo en alto.
—Dos años después, no tenía dónde caerse muerto. Había reventado dos casas, tres autos, lo habían recontracagado en un negocio… Estaba listo. Una mañana se lo vio venir desde la ruta, desde allá —señala el empalme—. Traía un bolso. Era todo lo que tenía. Y bueno, ahí se quedó.
—¿Laburando acá, con ustedes?
—Sí. En esa época todavía funcionaba la fábrica de antenas, y había movimiento de autos, mucho lavado, mucho engrase de colectivos de la empresa que hacía el recorrido Villegas-Rufino, por la 33.
Hace un gesto vago hacia la fosa de lavado que está a sus espaldas y luce un abandono antiguo y atiborrado de cachivaches en desuso. Después se queda un largo rato pensando, antes de continuar.
—A veces me llama la atención esa capacidad de la gente para hacerse daño. Porque no es que el Tanque no supiera… Él sabía. Él sabía mejor que nadie cómo la timba te arruina la vida. Pero no hubo caso. No había manera. Capaz que se vino pensando que lejos de Buenos Aires…, pero no funcionó. Acá le siguió pasando. Juntaba dos mangos… dos mangos que juntara, eh, y salía rajando a jugarlo…
Aráoz evoca la imagen del Tanque que tiene guardada en su recuerdo. Un energúmeno compacto, un búfalo con buen pie para el área, un goleador de esos que no quedan. Le cuesta trabajo pensarlo confundido y derrotado.
Siguen callados hasta que Aráoz carraspea y se atreve a preguntar.
—¿Y de qué murió?
Lépori se demora en una pausa aún más prolongada.
—Ya estaba muy mal. Muy deprimido. Tratamos de darle una mano, acá… Pero no hubo caso.
Aráoz no insiste. Varias veces ha visto el modo en que el viejo desbarata los argumentos ajenos y mezcla a su antojo las pistas del pasado. Pero esta vez casi le agradece que lo preserve de ese pedazo de la verdad. Baja la mirada hacia sus pies encogidos. Un poco al costado, para que no se ensucien en una mancha de gasoil, están sus bolsos, como interrogándolo sobre cómo sigue de aquí en adelante esa expedición de locos en la que lleva embarcado casi una semana. Se incorpora, levanta uno con cada mano y camina sin apuro hasta su pieza.
Aráoz, a los veintiuno, se detiene frente a una librería de la calle Corrientes, casi esquina Montevideo, sobre la vereda de los números impares. Sobre la pared del fondo del local hay un reloj que da las tres y veinte. Observa que en el de su muñeca son las tres y veinticinco y concluye que el equivocado es el del negocio, porque el suyo lo controló ayer con el top de la radio.
Aráoz vuelve de la siesta con los pies hechos un charco. A la ida le pareció ver que el sauce bajo el que había dormido la primera vez estaba en un sitio seco, y varias veces buscó un atajo entre la maleza y el agua que le permitiese llegar hasta ahí. Para cuando se dio por vencido se había embarrado hasta los tobillos. Por suerte la tarde era tibia y el sol viajaba alto en un cielo sin nubes, y pudo dormir un rato con las piernas envueltas en la manta que sacó de la pieza y que es la que usa para abrigarse por las noches.
A la vuelta ve que Lépori está despachando combustible y se le acerca para pedirle papel de diario. Una vez en la habitación hace bollos con las hojas y los va metiendo a presión dentro de cada zapato, como hacía su madre con los mocasines de la escuela después de las tardes de lluvia. Se pone unas chancletas que el viejo le ha facilitado y vuelve adelante para devolver las páginas que le han sobrado.
Mientras camina por la vereda de cemento alisado piensa en su propia imagen: la camisa celeste de oficinista, los pantalones arremangados hasta las rodillas, las ojotas verdes de Lépori, los diarios mal plegados bajo el brazo. «Parezco un colectivero milagrosamente librado de una erupción volcánica o un terremoto en mitad del recorrido», especula. Y como siempre, sonríe sin ganas frente a su propia y cruel caricatura. ¿Qué queda del valiente partisano que partió de Wilde el lunes bien temprano, dispuesto a enderezarse los recuerdos o a perecer en el intento? Nada. Y en su lugar ha vuelto a germinar este apacible y correcto cuarentón que se dirige al frente de la estación de servicio para devolver los diarios inservibles que le han sobrado.
Llega a la isla de los surtidores en el colmo de la furia.
—¿Qué decís muchacho? ¿Te sirvieron?
—Váyase a cagar, Lépori.
—Esta noche hago guiso de lentejas.
—Me importa un reverendo carajo —Aráoz responde ya de espaldas, volviéndose a su pieza.
—Venite temprano, porque hoy el laburo se corta pronto. Lorgio carga mañana, así que en un rato me pongo con la cocina. ¿De acuerdo?
—De acuerdo las pelotas.
Aráoz camina dando una vuelta alrededor de la mesa central, repleta de libros. Tiene que hacer tiempo hasta las cuatro menos diez, o cuatro menos cinco, porque ha quedado con Leticia en verse a las cuatro en punto en la puerta del teatro San Martín. Está muy cerca, de modo que le bastará con salir hacia allí cuatro menos cinco, cuatro menos cuatro.
Aráoz golpea la puerta del parador y aguarda que Lépori lo invite a entrar. La noche es fresca y, con todas las luces exteriores apagadas, al cielo le sobran estrellas. Desde donde está puede oír el televisor encendido y un diálogo en inglés entre varias voces de mujer. Vuelve a golpear, con un poco más de energía.
—¡Pasá, pibe, pasá! —el viejo por fin ha escuchado.
Aráoz obedece. La mesa que ocupan casi siempre está tendida, y desde la cocina llega el aroma sustancioso del guiso de lentejas.
—¿Qué dice?
—Shhhh… —Lépori lo chista con la mano en alto. Está hundido en el sillón que usa para ver televisión, igual que la noche en que se conocieron—. Pasá, pasá, que llegaste en la mejor parte.
Aráoz se sienta al lado del viejo. Ve galopar un jinete por la campiña y, enseguida, a dos mujeres vestidas a la moda burguesa del siglo XIX que arreglan los setos de flores de una casa de campo. «¡Edward!», grita la voz de una chiquilina, y la mención de ese nombre paraliza a las dos mujeres, que abandonan sus labores para mirarse azoradas. Una de las damas es una mujer madura. La otra todavía es joven. Aráoz cree ubicarla de otras películas.
—¿Esa es Emma Thompson, no?
—¡Shhh! —vuelve a chistarlo el otro, queriendo tal vez impedir que le alteren el clima.
Las tres mujeres —la dama, la joven y la niña— entran a la casa de campo casi a la carrera. Allí las espera, de pie, una cuarta, más joven que Emma Thompson. «La chica de Titanic», se dice Aráoz. Las cuatro mujeres se sientan en la sala fingiendo no estar advertidas de la llegada del visitante, que se hace anunciar por la sirvienta. Cuando lo invitan a pasar ellas lo saludan de pie, desde su sitio, con mínimas reverencias que el caballero retribuye con idéntico envaramiento. Aráoz cae en la cuenta de que el actor es el mismo de la película del primer día. Esta vez recuerda su nombre.
—¿Cómo se llama, ese? ¿Hugh Grant, no?
—Llegaste en la mejor parte, pibe —Lépori ignora olímpicamente su pregunta y lo pone en autos del argumento, con frases cortas y directas, aprovechando al parecer que los protagonistas no encuentran por el momento demasiado que decirse—. Ellas están convencidas de que él acaba de casarse con otra. Una petisa insulsa. Por una cuestión de honor. Pero se equivocan —Lépori hace esta advertencia con el dedo en alto, como si Aráoz estuviera aprestándose a formular alguna objeción y él pretendiera disuadirlo—. En realidad, él viene a declararle su amor a Elinor.
—¿Y Elinor cuál es?
—Esa.
Lépori se lo indica aprovechando que en ese exacto momento la pantalla ofrece un primer plano de Emma Thompson. Aráoz, sin proponérselo, repara en la belleza de la actriz.
—Mirá, mirá —advierte el viejo.
Emma Thompson, o sea Elinor, se pone de pie. Con una voz que parece brotarle de la sangre misma, le pregunta a Hugh Grant, o sea a Edward, si de sus palabras debe interpretar que sigue siendo soltero. La mano de Lépori está suspendida en el aire, como si a él correspondiese darle el tempo a la respuesta del galán. «Sí, en efecto», contesta el almidonado héroe, en el preciso instante en que Lépori baja la mano, para ordenárselo. Elinor lanza una exclamación ahogada y se derrumba, embargada por una emoción ingobernable, en una banqueta oportunamente próxima. Su madre y sus hermanas huyen a buen paso fuera de la estancia para que los enamorados puedan decirse a solas lo que consideren necesario. Elinor parece llorar, juntos, todos los llantos del mundo, con la cabeza hundida entre los brazos. Hugh Grant se le aproxima con tímida resolución. Los tacos de sus botas de montar resuenan sobre el piso de madera.
—Escuchá —Lépori sonríe beatífico—. Escuchá cómo se le declara.
Edward se aproxima a hablarle a Elinor casi al oído con una dulzura recién alumbrada, y le ofrece su corazón para el presente y para la eternidad. La música se vuelve más intensa. Aunque la película no ha terminado, Lépori se pone de pie, suspirando. Parece haber rejuvenecido.
—Esta parte ya no la necesito —declara dándole la espalda a la pantalla y encaminándose a la cocina para servir el guiso.
—¿Apago?
—Sí. Traete el vino y el sacacorchos.
Se encuentran a la altura de la mesa tendida; Lépori llevando dos platos rebosantes de guiso de lentejas.
—Ojo que está caliente —avisa mientras se sientan.
—Veo que le gustan las de amor.
Aráoz lo dice haciendo un gesto con el mentón hacia el televisor apagado y Lépori sonríe, como si acabasen de sorprenderlo en una travesura.
—¿Te imaginás, declarándotele así a una mujer?
El viejo tal vez lo pregunta sin pensar, simplemente por seguir el hilo de su propia fantasía; pero Aráoz responde cortante:
—No. No me imagino.
Lépori lo mira con cara de estar a punto de decirle algo, o más bien de dudar sobre si decírselo o callárselo.
—Vos sos todo un caso, también… ¿no, pibe?
Aráoz, que acaba de quemarse el paladar con la primera cucharada, vacía de un trago su vaso de agua.
—¿Por qué? —pregunta, a la defensiva.
—Digo yo… Viniste preguntando por Perlassi, por el partido aquél, con una insistencia y una paciencia como si de eso dependiera que siguiese girando el mundo… —hace una pausa, tal vez esperando que Aráoz responda algo, pero el otro se limita a mirarlo—. Contaste lo de tu señora… y ni una palabra más de nada…
Lépori sirve el vino. Aráoz lo mira hacer, demorando su respuesta.
—Será que hay vidas de las que no hay nada para contar —suelta por fin.
El viejo se rasca la ceja y deja los ojos perdidos sobre una de las mesas vacías.
—No sé. No creo que haya vidas así —y aunque lo dice sin mayor énfasis, se lo nota convencido de lo que dice.
«No sé por qué le hice caso a tu madre», evoca Aráoz, pero calla.
—¿Tanto te importaba enterarte de lo que pasó aquella noche de hace treinta y cinco años? La verdad…
—Sí.
—¿Y a vos te parece que va a cambiar algo si alguna vez te enterás de la verdad?
—No sé.
Las respuestas de Aráoz caen como martillazos, seguidos de largos silencios. Lépori entrecierra los ojos y se toma el mentón, en el ademán del detective que se dispone a encastrar una pieza difícil en el rompecabezas de un caso complicado.
—Vos a tu viejo lo perdiste de chico, ¿no?
A Aráoz la pregunta lo toma desprevenido. ¿A dónde querrá llegar el viejo?
—Sí. Bastante. Once años, tenía. ¿Por?
—No sé, se me ocurrió. Tanto interés en lo que pasó con Perlassi, tanta insistencia en entender el pasado… Se me ocurrió que las dos cosas debían estar relacionadas, sabés.
—¿Y cuál es la relación? —Aráoz se ha puesto rígido.
—Bueno: pensándolo un poco parece como si tuvieras un poco mezclada la imagen de Perlassi con la de tu propio viejo. Yo también fui chico, pibe. Y cuando uno tiene esa edad el padre de uno parece un superhéroe. Un genio, una estrella de cine. No sería nada raro que se te hubiesen mezclado un poco los tantos, y que quieras salvar el recuerdo de Perlassi como una manera de rescatar el de tu propio padre.
Aráoz lo mira largamente, antes de replicar.
—A usted le falta la pipa y la barbita canosa y ya es Freud hecho y derecho —la voz de Aráoz es neutra, pese a la ironía—. O Sherlock Holmes.
—Vos decime, sin hacerte el piola, si estoy demasiado desencaminado. ¿Puede ser que sea algo así, nomás?
Aráoz se toma otra eternidad para responder. Pesa un silencio tan acabado que se escucha perfectamente un crujido que hace el televisor al enfriarse. Los dos hombres han dejado de comer, y se miran por encima de la mesa servida.
—Mi padre no murió cuando yo tenía once. Usted me preguntó si lo perdí, no si se había muerto. Morirse no se murió. Es más: capaz que sigue vivo. Pero cuando yo tenía once él se mandó mudar y nunca más le vimos el pelo.
El silencio que sigue es más largo todavía, tal vez porque Aráoz encuentra, en prolongarlo, una extraña variante del placer o de la venganza.
—Y lo del superhéroe… difícil. Salvo que usted conozca a algún superhéroe que cada dos por tres lo cague a golpes al hijo. Al hijo de seis, de nueve, de diez años. Que lo surta bien surtido con el cinto o nomás a mano limpia. Que lo busque para fajarlo hasta debajo de la cama. Un superhéroe que le avise al hijo —mientras lo surte— que si lo ve llorar lo faja el doble. No sé si usted conoce algún superhéroe así. Yo no, fíjese.
Aráoz hace el gesto de servirse soda, pero el sifón se ha agotado y lo deja en el sitio. Vuelve a levantar los ojos hacia el viejo, que de nuevo le sostiene la mirada.
—Mejor dedíquese a meteorólogo, Lépori. Con eso anda bien. Hágame caso. Con la psicología infantil le va a ir tan como el orto como con la pesca.
Cuentos completos de Julio Cortázar, dice la tapa. Es un volumen de buena encuadernación, con cubiertas duras de cuerina marrón. La sobrecubierta es una cartulina lustrosa en la que predominan los tonos rosados. Aráoz levanta el libro de la mesa. Nunca ha leído nada de Cortázar. Sabe que ha muerto hace poco, y sospecha que la edición que tiene en las manos es una suerte de homenaje repentino.
Vuelven a quedarse en silencio, porque Aráoz no tiene ganas de hablar y Lépori, tal vez por primera vez desde que se conocen, parece no encontrar nada para decir. Aráoz bebe un sorbo de vino y se lleva otra cucharada de guiso a la boca.
—Hasta que me casé, viví veintiocho años en la misma casa —arranca, pero en un tono tan vacío que parece que ni él mismo sabe hacia dónde va con eso—. Desde que nací, en realidad. Siempre en la misma casa. En la misma pieza. Lo único que me llevé, cuando me fui, fue un póster de Perlassi. Eso y la ropa.
—…
—Un póster que salió en El Gráfico. Creo que era del setenta, o del setenta y uno. No, del setenta y uno, tiene que ser. Me lo regaló mi tío. Mi tío Quique siempre les compraba El Gráfico a mis primos. ¿Sabe que cuando lo descolgué, el espacio de pared que dejé al descubierto estaba tan blanco que parecía de otra casa? Desde entonces lo guardé en el fondo de una caja de zapatos con cosas de cuando era pibe. Contra el fondo, para que no se doblase ni se fuera a romper. Bueno. Un poco roto está. Le faltan las cuatro esquinas. El resto está perfecto. Amarillo, un poquito, por el paso del tiempo. Las esquinas se le deshicieron de tanto pegarle cinta adhesiva para mantenerlo colgado.
Lépori lo mira un largo rato. Aráoz, con los ojos bajos, le da vueltas a la cuchara en el plato, para enfriar las lentejas, como le han enseñado que jamás hace la gente bien educada. «¡Viva el rebelde!», se dice para lastimarse.
—Mi tío me lo regaló. Pasó un tiempo hasta que me animé a colgarlo con cuatro chinches en el frente del ropero. Mi viejo lo vio a la noche siguiente, cuando yo estaba acostado con el velador encendido y mirando el póster embobado, y él iba por el pasillo hacia su pieza. Me metió un roscazo que casi me saca la pera. «No ves que marcás la madera, idiota», me dijo. Y lo arrancó. Después pasó la uña por los cuatro agujeritos, y se daba vuelta para mirarme con furia. Yo me quedé sentado en la cama.
Cansado de revolver el guiso, Aráoz empuja su plato hacia el centro de la mesa, apoya los codos sobre el mantel, arma una suerte de cuenco con las manos y deja descansar ahí su rostro. En esa postura, con las manos casi tapándole la cara, su voz suena cavernosa.
—Lo hizo un bollo y lo tiró a la basura. Esa noche habíamos cenado milanesas con puré. Fue una suerte, porque como me encantaban no dejé ni las migas. Distinto hubiera sido si hacían polenta, por ejemplo: cuando tirasen las sobras al tacho iban a ensuciármelo todo. Así que me quedé despierto y cuando supuse que los dos dormían fui a la cocina y lo rescaté.
Aráoz resopla y se echa hacia atrás, cruzándose de brazos, en un gesto que suele repetir en situaciones que le resultan embarazosas; pero igual completa su recuerdo.
—A la mañana siguiente sufrí un poco cuando mi viejo se levantó de la mesa mientras desayunábamos para cambiarle la yerba al mate. Pero levantó la tapa del tacho y no se fijó, ni nada. Por suerte se había olvidado del asunto.
Lépori agarra el sifón y aproxima el pico a su vaso de vino, pero cuando acciona el mecanismo apenas suelta un tenue soplido de gas o de aire. El viejo asiente y vuelve a dejarlo en su sitio, junto a la botella de tinto.
Y como si servirse soda hubiese sido la última excusa que le quedaba en el tintero, y ya no tuviese artimañas para seguir dilatándolo, Lépori comienza a hablar en un tono nuevo, que lleva consigo matices de claudicación.
—Perlassi es un tipo chapado a la antigua… no sé, de otro tiempo… eso tenés que entenderlo… ¿Querés más guiso?
Aráoz declina con un gesto.
—Capaz que de lo que yo te conté te parece que es un viejo loco. Y en realidad siempre fue medio loco. De joven también, era.
—¿Por qué, loco?
—Bueno, no sé si loco es la palabra. Porfiado. Cabeza dura. Cada vez que se le metía algo en la cabeza… Desde chico, eh. Siempre.
—¿Y qué tiene que ver eso con lo que yo vine a preguntarle?
—Mucho.
Aráoz, de pie en la librería, lee. «Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos?».
Aráoz acaba de entender —y no se lo olvidará nunca— que las lámparas de porcelana tienen vientre.
—A veces la gente mira nomás lo que tiene encima de las narices. Más lejos no mira. Más allá no ve un carajo.
Aráoz busca un pan en la panera y lo despedaza para sacar la miga. La aplasta y hace un bollo para pasarlo por el jugo de su plato. Lépori continúa:
—Esa noche, los que estuvieron en la cancha… Esos veinte mil hinchas que fueron a ver el partido: ¿qué vieron? Lo vieron a Perlassi perdonándole la vida al Tanque Villar. Lo vieron seguirlo cincuenta o sesenta metros sin tocarlo. Lo vieron escoltarlo casi desde el medio campo hasta el gol sin pegarle la patada justa que lo frenase a tiempo. Eso solo ya te dice cómo es la gente, cuando quiere.
Lépori se levanta para traer otro sifón desde la cocina, pero sigue hablando mientras va y viene.
—Cuando quiere y cuando no quiere también. ¿Cuántos segundos puede haber durado todo aquello? ¿Diez? ¿Quince segundos? Perlassi había jugado con la camiseta de Wilde durante cinco años, sin contar las inferiores. Los llevó a Primera. Los salvó con la plata de su pase a River. Y antes de retirarse volvió a poner el hombro para salvarlos del descenso. Y sin que se lo pidieran. ¿Digo bien?
No espera respuesta para proseguir.
—Pero el recuerdo de todos los hinchas de Wilde va a quedarse fijo en esos quince segundos. Esos quince segundos de mierda. Perlassi corriéndolo al Tanque sin tocarlo y el Tanque metiendo el gol. ¿Vos pensaste alguna vez lo que deben haber sido esos quince segundos para Perlassi? ¿Sabés lo que le deben haber durado? ¿Lo que le deben haber dolido? No. No sabés. Pero por lo menos dudás. Eso ya es bastante. Es algo, por lo menos. ¿Ves? Los demás no dudaron. Nunca dudaron. Y Perlassi sabía que no iban a dudar. Manga de pelotudos.
Tal vez otros lo han dicho antes, eso de que las lámparas tienen vientre. Pero Aráoz recién hoy puede escucharlo y entenderlo. Aráoz solo puede escuchárselo y entendérselo a Cortázar, que lo hipnotiza desde ese libro de tapas duras de cuerina, desde esas páginas de márgenes estrechos.
El viejo termina de un sorbo lo que le queda de vino y vuelve a servirse la mitad de un vaso.
—¿Sabés qué hacía Perlassi esos quince segundos, mientras le corría en la nuca al Tanque, mientras se le asomaba de un lado y veía que no podía… mientras se le asomaba del otro y se daba cuenta de que no llegaba?
Agrega soda hasta llenar el vaso. El vino se aclara y se puebla de burbujas.
—Lloraba. Eso hacía.
El viejo se detiene a observar al visitante, como esperando una reacción. Como no la hay, resopla en una especie de sonrisa y sigue hablando.
—Capaz que los demás no lo vieron por la distancia, o porque las lágrimas se le mezclaban con el sudor y la mueca de la angustia se parece a la mueca del esfuerzo. Después de todo, son dos formas de sufrimiento, supongo. Pero Perlassi sabía que lo que estaba haciendo, mientras corría, era lo mismo que juntar en una pila todos los recuerdos y todas las fotos y todos los aplausos y prenderles fuego. Por eso lloraba Perlassi. Porque sabía que se estaba cavando la fosa para toda la cosecha.
»Las dos semanas anteriores a esa última fecha se las había pasado rezando para que no existiera una jugada como esa. ¿O por qué te creés que se fue a jugar por la derecha? ¿Por qué te creés que se pasó ochenta y cinco minutos recostado sobre ese lado y gritándole al diez para que le hiciera el relevo?
—Cierto —interviene Aráoz—. En la tribuna más de uno se preguntaba qué hacía Perlassi tan tirado a la derecha.
—Ahí tenés. Pero vos viste cómo es el fútbol. Sale el arquero de ellos con ese zapatazo bajo y Perlassi mira la pelota. Le pasa lejos, porque el balón va directo al círculo central. ¿Sabés las veces que Perlassi va a repasar esa jugada maldita? ¿Sabés las veces que va a imaginarse (al pedo, pero igual va a imaginarse) que en lugar de salir como un cohete hacia el mediocampo se queda quieto, sin mover un músculo, como todos sus compañeros? Si se queda quieto es uno más. Uno de todos los que no atinan a hacer nada, y ven desde lejos cómo el Tanque los manda de jeta al descenso. Pero Perlassi corre. Porque cuando pasa la bola el instinto lo puede y lo manda a correrla. La cagada es que ahí ya no tiene retorno, pibe. Donde se largó a correr está perdido. Ya no tiene caso.
»Aunque tenga treinta y seis años, el tipo corre como una flecha. Cuando se lanza en velocidad, la pelota está alta y a una distancia como de veinte metros. Pero, cuando pica cerca del borde del círculo central, Perlassi ya está a menos de diez. Y ahí se topa con el número nueve de color negro en la espalda del Tanque. Si no fuera para llorar sería para reírse, pibe. Porque Perlassi acaba de meterse solito en la boca del lobo. Y mientras empieza a correr detrás del Tanque, que es diez años más joven y corre como un toro en estampida, y sabe proteger el balón como muy pocos, Perlassi se da cuenta de que está perdido.
»Ahí es donde todos empezarán a pensar mierda, ¿entendés? Todas las mierdas que vos escuchaste, hace treinta y cinco años y ahora. Y todas las que no tuviste tiempo de recopilar. Perlassi corre y corre pero, como no le pega, resulta que está comprado. Es un sucio, es un ladrón, es un vendido. No necesita escucharlos, mientras corre, para saber que eso que están empezando a pensar van a pensarlo toda la vida.
»Además tendrá tiempo de oírlos al final, cuando lo escupan desde el alambrado, a la entrada del túnel, y tenga que pedirles a los canas que dejen salir al equipo por el túnel de los visitantes. También podrá escucharlos por teléfono, veinte veces al día, en su casa, hasta que se harte de escuchar amenazas y puteadas y arranque de un tirón el cable de la pared, con ficha y todo.
»También las va a poder leer, las puteadas. Porque algún alcahuete de la Comisión Directiva (a lo mejor el mismo vicepresidente, Samaritano, que ojalá ahí en el asilo se pudra poco a poco y se muera dentro de mucho) hace circular la dirección de sus padres, acá en O’Connor, y le van a llegar cartitas diciéndole de todo. ‘Vos me cagaste la vida, Perlassi hijo de puta’. Esa la tiene guardada. Está escrita con letra redonda y prolijita. La firma un tal Alberto Gómez, de quinto B, turno mañana, de la escuela Martín Miguel de Güemes de Villa Domínico.
«El trizado apenas se advierte, toda una noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa», lee Aráoz, de pie, junto a la mesa de una librería de la mano impar de la calle Corrientes. Atónito, comprende que si uno tiene que comprar cemento para pegar un jarrón debe hacerlo, indefectiblemente, en una casa inglesa.
—Pero entonces…
—Claro, falta una cuestión importante. El porqué. ¿Por qué Perlassi hace semejante cosa? ¿Por qué se lanza de cabeza al Infierno? Y es esto que te digo de ver lo que tenemos en las narices y punto. No ver más nada. «Perlassi es un vendido». Listo. Suficiente. Y es mentira, sabés. Porque la verdad es que Perlassi no está cobrando por lo que hace. Perlassi está pagando. Perlassi no se está vendiendo. Está saldando algo que debe. Ni más, ni menos. Algo que le debe al Tanque, y que no es plata.
El viejo hace una pausa, pero por la cabeza de Aráoz ni cruza siquiera la posibilidad de interrumpirlo.
—Menos mal, por otro lado, que no es plata lo que Perlassi le debe. Porque, si hubiese sido guita, el Tanque se la habría quemado en una tarde de burros en Palermo o San Isidro. Ninguno de los que está ahí lo sabe. Y si alguno lo sabe, no lo ve, así que es como si no lo supiera.
Toma un sorbo del vino con soda y suspira.
—Perlassi y el Tanque han jugado juntos. Bueno, «jugado» es una manera de decir. Algo te dije la vez pasada. En el sesenta y seis han estado juntos en el Social Esgrima. Vos no te podés acordar, si aparte ese es otro club que se fue al tacho. Pero era un plantel de lujo. «Un club que se anima a pelearle una tajada de la gloria a los grandes», había titulado la revista Goles. Lástima que de técnico traen a un infeliz. A un pelotudo que se cree un adelantado y es una mezcla de muñequito de torta y de aprendiz de nazi. ¿Sabés de quién te hablo?
—…
—Lamadrid, se llama. O se llamaba, no sé. Ojalá se haya muerto. Claro, cómo vas a conocerlo. Quién se va a acordar de él. No lo conoce nadie. Supongo que ese es un lindo castigo. Pero es un bestia. Uno de esos pelotudos que se consideran genios. Ubica al equipo en la cancha del peor modo. Humilla a los pibes. Desprecia a los veteranos. Castiga a los tenaces. Premia a los alcahuetes.
»Una mañana cualquiera, antes de entrenar, coloca al plantel en círculo y les da una filípica como si fuera Moisés con las Tablas de la Ley, y los trata de obtusos y de maricones. Y a Perlassi se le acaba la paciencia. Levanta la mano, pide permiso para hablar, y cuando el otro —a regañadientes— se lo da, le dice: ‘¿Sabe lo que pasa, Lamadrid? Que usted es un pelotudo. Pero un pelotudo tan, pero tan pelotudo, que ni siquiera sabe que es el pelotudo más grande del fútbol argentino’. Qué le vas a hacer. Lo de Perlassi nunca fue la diplomacia.
»La cosa es que el petiso, de entrada, se traba. Se pone rojo y, cuando reacciona, lo echa. Le dice que se vaya a su casa, que está expulsado del plantel. Que en su equipo no tolera la indisciplina, y que no tolera camarillas de los que se creen estrellas. Perlassi agarra los botines y se los echa al hombro. Está conforme con lo que acaba de hacer y de decir. Y se le nota. Y el petiso debe estar dándose cuenta de que el que sale perdiendo, igual, es él. Porque los que están ahí sentados, al que respetan, al que quieren, al que admiran, es a Perlassi. Así lo están mirando desde el pasto. Y Lamadrid entiende que en la puta vida lo van a mirar así a él.
»Y será por eso que termina de engranar. Casi en puntas de pie, y con la voz que se le pone finita de los nervios, grita que ‘cualquiera que esté de acuerdo con el señor Perlassi que se levante y se vaya, que él no necesita ese género de fracasados en el equipo’. Lamadrid sabe que con los sueldos que están cobrando les conviene agachar el lomo. A esa altura de la temporada no van a ficharlos en ningún lado. Y menos si salen de ahí con fama de camarilleros. Por eso Lamadrid está contento, mientras los mira, y ellos no le devuelven la mirada, porque los que siguen sentados se miran los pies o el pasto, mientras repasan todas las excusas que necesitan decirse para no sentirse muñecos de trapo sin pelotas.
»Y entonces el Tanque se pone de pie. Se pone de pie y también levanta los botines y se los echa al hombro. Se echa los botines al hombro y, mientras todos alzan las caras para mirarlo, le dice a Lamadrid: ‘Yo también me voy; porque pienso que Perlassi tiene razón y que usted es un boludo de marca mayor. Y dentro de cuatro fechas lo van a rajar de una patada en el medio del orto, pero me da tanto asco que no puedo esperar al mes que viene’.
»Otro diplomático, el Tanque. Lamadrid está rojo otra vez. O capaz que está blanco, pero lo que es seguro es que ha perdido el color normal de un ser humano. También ha perdido cualquier respeto que pudiera tenerle alguno de esos hombres. Y no va a volver a preguntar, ni mamado. Porque tiene tanto miedo de que se le desbande el plantel que va a preferir quedarse callado.
»Perlassi está contento de verle esa jeta. Después lo mira al Tanque. El grandulón ese acaba de salvarlo. Porque si a Perlassi le tocaba irse solo, Lamadrid, con lo cobarde que era, con lo hijo de puta que era, iba a verduguearlo mientras caminase hacia el vestuario. A sus espaldas, claro. Pero el Tanque le ha desbaratado la idea. Acaba de cagársele en la amenaza. Lo ha dejado en bolas. Por eso Perlassi y el Tanque se sonríen, de un lado al otro del círculo que forma todo el plantel sentado. Algo digno de verse, te juro. Los dos de pie. Los demás sentados. Y el boludo de Lamadrid cada vez más difuso, como si estuviera pintado a la témpera y se estuviese lavando.
»Tardan un poco en irse. ¿Sabés por qué?
Aráoz no sabe, ni tiene la menor intención de preguntarlo. Lo único que quiere es que el viejo siga hablando.
—Si se quedan, si se demoran ahí, de pie, rodeados por todos los demás sentados, es para darle tiempo a Lamadrid para que responda, para que diga algo, que los ataque, que se defienda. Pero pasa el tiempo y nada. El petiso va a quedarse callado. Sigue de pie, en el centro, pero a esa altura ya es nadie.
Aráoz lee el cuento hasta el final y a duras penas puede creer que alguien sea capaz de inventar esa historia. Vuelve sus páginas para leerlo otra vez, ahora desde el principio. «Carta a una señorita en París», se llama. Y para Ezequiel Aráoz será, para siempre, el cuento más lindo del mundo.
—«¿Vamos?», pregunta el Tanque, después de un tiempo.
»Esa mañana Perlassi lleva quince años metido en el mundo del fútbol, y la mayoría de las personas con las que se ha tenido que cruzar son un asco. No le echa la culpa al fútbol por eso. Está seguro de que el mundo de los bomberos, el de los farmacéuticos y el de las amas de casa son, también, un asco, porque en el fondo todos los mundos son pedazos del mismo mundo.
»Y Perlassi lo mira al Tanque porque se da cuenta de que ese tipo es distinto, es mejor, es otra cosa. Por eso, cuando contesta ‘Vamos’, y salen por el pasillito que les abren dos de sus flamantes ex compañeros (dos que se corren apenitas, dos de los diecisiete o dieciocho que se han quedado sentados), Perlassi se da cuenta de que siempre va a estar en deuda con ese grandulón que parece torpe pero tiene un guante en el botín derecho.
»No se lo dice; eso de saberse en deuda. Ni entonces ni después. Perlassi piensa que hay cosas que es mejor no decirlas. Se hacen o no se hacen, pero no se dicen. Por eso caminan los dos, con los botines al hombro atados por las puntas de los cordones, hacia el vestuario que queda en la otra punta del complejo del club. Mejor que quede así de lejos. Eso lo pienso ahora yo, mientras te lo cuento. Lo digo yo porque me gusta esa imagen de dos tipos que caminan sin tener la menor idea de hacia dónde carajo sigue la vida, pero que están seguros y aliviados de haberse ido del lugar en el que piensan que estaba mal quedarse sentados.
Lépori hace otra pausa, y bebe de un trago lo que le queda en el vaso, como si el discurso y el recuerdo le hubiesen secado la garganta.
—En el vestuario se cambiaron, se dieron la mano y se perdieron de vista durante cinco años. Y ojo que a los dos les costó remontar la cuesta. Ese petiso hijo de puta se encargó de embarrarlos todo lo que pudo. A Perlassi le costó menos, porque tenía detrás un poco de fama para protegerse con ella. El Tanque, no. El Tanque tuvo que recalar en un par de clubes de la B, y algunas temporadas terminó jugando en equipos del interior que lograban clasificar para el Nacional que se jugaba entonces. Supongo que podrás imaginarte vos solito cuándo fue que volvieron a verse.
Aráoz no hace el menor gesto. Sigue con los ojos muy abiertos y no pierde palabra de lo que cuenta el viejo. Y sí, puede imaginarse.
—Antes del comienzo del Wilde versus Lanús en esa noche maldita de 1971 se dieron la mano. Y Perlassi se fue a jugar de ocho, porque, desde que sabía que en esa última fecha se definía todo contra el equipo del Tanque, había tenido tiempo de sobra para imaginarse esa noche y para decidir lo que haría y lo que no haría. Y durante ochenta y cinco minutos le funcionó el plan, no creas. Y por esa razón se hizo el boludo todo el partido con los gritos que le pegaba el Gordo Arce para que volviera a ocupar el centro. Pobre gordo. Afónico, quedó. Debe haber pensado que era por los nervios. Pero era por otra cosa. Era por esto que te cuento. Perlassi quería evitar una situación límite, de esas de las que el fútbol está lleno.
El viejo llena el vaso de soda.
—Siempre tuvo como un ojo especial para anticipar las desgracias, sabés. Como un don, pero un don inútil, porque siempre se las rebuscó para detectarlas pero nunca para esquivarlas. La cosa es que cuando salió esa bola alta desde el área de ellos, y Perlassi corrió para cortarle la trayectoria, y vio que el Tanque iba a llegarle primero, supo que todo lo que había temido iba a ser cierto. Por eso lloraba mientras lo corría durante esos quince segundos y esos sesenta metros. Porque había llegado el momento de pagar. Y no es lindo pagar. Quiero decir, no era que Perlassi hubiera decidido dejarlo ganar, ni que se hubiera negado a surtirle una patada en una jugada común y corriente. Eso no. Pero esa era una jugada distinta. Definitiva. Igual de definitiva que aquella conversación en la que el Tanque había saltado a favor de él, con todas las fichas sobre el paño y los bolsillos dados vuelta para afuera y sin un mango. Y Perlassi sabía. Sabía que el único modo de pararlo era hacharlo a traición y desde atrás. Sabía que por las buenas no quedaba el menor resquicio para quitarle la pelota. Sabía que el Tanque iba a tocar suave al segundo palo. Sabía que esa era la noche del Tanque, y que los próximos años eran los años del Tanque. Y a Perlassi no le dio el alma para partirle la gamba y el futuro.
»Sabía todo eso, Perlassi. Y que ese era el momento de pagar, devolviendo lo mismo que el otro le había regalado cinco años antes.
El viejo hace una sonrisa breve, resignada.
—¿Qué podía hacerse? A veces cuesta cara la lealtad.
Resopla, como queriendo quitarle solemnidad a lo que acaba de decir. De nuevo se rasca la ceja antes de continuar.
—Ni más ni menos que eso. Trató de pasarlo por un lado, pero el Tanque lo cerró. Intentó por el otro, y el Tanque le puso la pared de sus cien kilos. A Perlassi le quedaban dos cartas. Serrucharlo o seguirlo. Serrucharlo y salvarse. Seguirlo y pagar. Vos ya sabés el resto.
Por un largo rato no se oye más que el goteo de una canilla que ha quedado mal cerrada en la cocina. Aráoz se rasca la cabeza.
—Mierda —dice por fin—. Pobre Perlassi.
El viejo hace un gesto de resignación.
—Por lo menos una cosa le salió derecha a Perlassi, esa noche del carajo.
—¿Qué cosa?
—Que el Tanque lo entendió.
«Usted habrá advertido —en su infancia, quizá— que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas».
—Después del partido y del barullo, Perlassi se bañó en silencio y se vistió despacio. Cuando terminó, en el vestuario no quedaba ni el utilero. Salió y caminó hasta el auto. Estaba poniendo la llave en la cerradura cuando sintió que lo chistaban de atrás.
—¿Era el Tanque?
—Era. Aunque de entrada Perlassi pensó que era un chorro a punto de afanarle el Torino. «Esta noche vengo meado por una manada entera de elefantes», alcanzó a pensar. Pero no. Se dio vuelta y vio la mole del Tanque Villar, que le tendía la mano.
—¿Y qué hablaron?
Lépori carraspea. Aráoz piensa que algo debe molestarle la visión, porque pestañea varias veces, incómodo.
—Casi nada. El Tanque le dijo «Estamos a mano, Fermín». Y listo.
—¿Nada más?
—¡Nooo! ¡Se abrazaron y lloraron abrazados de la emoción hasta que se hizo de día! ¡Más bien que eso fue todo! ¿Qué más se iban a decir?
Aráoz no se impresiona con esos aspavientos de irónica impaciencia, porque ya lo conoce lo bastante como para darse cuenta de que el exabrupto le sirve al viejo para sobreponerse a su propio embarazo.
—Bueno, no se enoje, Lépori. Pensé que a lo mejor Perlassi le había dicho algo…
El viejo lo escucha apilando los platos y los cubiertos sucios frente a sí, como disponiéndose a levantar la mesa. Aráoz le hace un gesto como para contenerlo y consigue que el viejo permanezca sentado.
—No. Se dieron la mano. Eso fue todo. El Tanque se fue por donde vino, y Perlassi puso en marcha el Torino y también se fue.
El viejo se pone de pie y da la impresión de que se encamina a la cocina con la pila de platos, pero algo se le cruza por la cabeza y se detiene a decirlo.
—No se vieron más, hasta la tarde en que el Tanque bajó del micro acá en el cruce y se quedó a vivir.
Eso lo dice con una mueca de dolor, o de disgusto. Deja los platos de nuevo sobre el mantel y vuelve a sentarse, como sin ganas de seguir. Ahora sí el silencio se hace largo y espeso, y los dos se quedan un rato hundidos en el fondo de sí mismos. Al final, Aráoz pregunta:
—¿Esa es la verdad?
Tiene la voz extenuada e insegura de quien viene de viajar mucho y no está convencido de haber arribado al sitio al que debía. Lépori no habla, pero mueve la cabeza para contestarle que sí.
Aráoz oye una carraspera a sus espaldas. Parece que al vendedor le molesta que este muchacho más bien flaco que entró hace quince minutos con aspecto de estar matando el tiempo se haya zampado, gratis, un cuento completo de Julio Cortázar. Por si acaso, Aráoz cierra el libro y lo deja en su sitio.
En el reloj de la pared Aráoz ve que es casi medianoche y toma conciencia de varias cosas al mismo tiempo. La primera, tal vez porque es la más simple, es que no tiene sueño. La segunda es que carece de sentido que se quede más tiempo en O’Connor. La tercera, que en Buenos Aires lo aguardan su casa, su cama, sus tres atados diarios de cigarrillos de cara al techo esperando la nada o a lo mejor la muerte y listo.
Aráoz resopla. Tamborilea con los dedos de la mano izquierda sobre la mesa. Mira el cielo raso blanco. Todos esos son ritos de distracción, porque acaba de asaltarlo el impulso súbito e imperativo de decir la verdad.
—No se murió. Le dije una mentira.
Aráoz hace el cálculo del dinero que lleva. Siempre es exacto al respecto porque odia los imprevistos. Suma lo de la billetera y lo del bolsillo, que es el vuelto del billete que cambió en el colectivo menos el valor del cospel de subte.
El viejo le dedica una mirada de extrañeza. Aráoz aclara.
—Leticia. Mi mujer. No se murió un carajo.
Se fija en las migas de pan que han quedado sobre el mantel, a la izquierda de su vaso vacío. Son tres y parecen los vértices de un triángulo rectángulo. Mientras toma nota mental de esa circunstancia, Aráoz se hace sitio para maravillarse del modo en que su intelecto es capaz de intercalar imbecilidades en las tragedias. Levanta la miga que está más arriba y la aleja un poco de las otras dos, ligeramente en diagonal. Ahora es un triángulo isósceles.
—Llegué un martes de trabajar y me la encontré sentada en el living, con un par de valijas a los pies. Me dijo que estaba enamorada y que se iba.
Mueve otra vez la miga, ahora unos dos o tres centímetros hacia el centro de la mesa. Equilátero.
—Por lo menos tuve el tino de quedarme callado y no intentar averiguar de quién, o cómo había sucedido semejante cosa. ¿Se imagina el papelón?
Aráoz se pregunta qué pasa si ahora mueve una de las migas de la base. ¿Escaleno, no? Sí, es un escaleno. Base por altura sobre dos. La fórmula de la superficie del triángulo. Qué memoria.
—Igual justo en ese momento sonó afuera una bocina, dos veces, y ella se levantó para irse. Así que no estoy seguro de si mi comportamiento varonil puede calificarse de severo aguante de macho argentino o de simple atolondramiento de idiota.
Alza los ojos hacia Lépori y se pregunta si tiene más cosas para decir. Sí. Tiene. Le queda una.
—Lástima que todavía me faltaba cierta información. Paradita y todo, con la campera ya puesta, juntó las manos como rezando y me dijo que tenía que decirme algo. «¿Algo?», le pregunté, mientras pensaba «¿Y lo de recién qué fue, pedazo de hija de puta?». Eso último no se lo dije. Una pena.
Aráoz se muerde el labio inferior y la cara se le enciende de bronca o de vergüenza.
—Se la hago corta. Estaba embarazada de dos meses, y el padre era el que afuera estaba tocando la bocina.
«Mierda», piensa Aráoz, que muy rara vez se permite, a los veintiún años, pensar las cosas traducidas a insultos. Pero está enojado porque no puede comprarlo. El libro es nuevo y es caro, y si al dinero que le queda le resta las entradas para el cine, de ningún modo va a alcanzarle.
—Es raro eso. Lo más raro de todo. Lo que más me cuesta pensar. No digo el embarazo. Me refiero a cómo de repente alguien puede despegarse de la vida de uno así, como si se lo serrucharan, como si le hacharan un pedazo o…
Se detiene porque piensa que no halla las palabras que necesita para decir lo que está pensando.
—Ajena. Alguien que encastraba con la vida de uno de repente moviéndose en otro mundo. No porque se haya ido con otro. Ajena porque su vida se ha cerrado para nosotros, pero sigue. No es que se ha muerto. Eso lo entiendo mejor… Esto no. Una vida nueva, otra, completa, sellada. Una vida entera sin nosotros… Una vida a la que no le falta nada salvo nosotros. Que en realidad no es que le falte algo, pero a nosotros nos parece como si le faltara… Lo que pasa nomás es que sobramos nosotros. Eso es todo.
Aráoz se pierde en sus propias palabras. Eso no es lo que siente. ¿O sí? Dicho, fijado en las palabras queda tan estúpido… O tal vez lo que ocurre es que el mundo de su dolor y el mundo de las palabras existen apartados e inconexos, y es imposible vincularlos. De todos modos termina:
—Si lo piensa un poco, es algo horrible.
Y eso que al cine van a ir a la sala Leopoldo Lugones, en el San Martín, y allí las entradas son mucho más baratas que las de los cines ordinarios. Pero igual. Y ni hablar de ir a tomar algo con Leticia después de la película. Ni aunque ese «algo» sean dos gaseosas en el Pumper Nic que está a dos cuadras.
Enfrente sigue Lépori, en el más absoluto de los silencios. Aráoz piensa que ahora sí, definitivamente, está vacío y no le queda nada por decir. Por suerte el viejo no ha agregado palabra. Aráoz no congenia con la gente que no puede escuchar cosas espantosas sin intercalar frases de consuelo, de resignación o de esperanza. Gente sin espaldas para aguantar los horrores que carecen de remedio. Ese viejo no se anda con esas. Por eso le cae bien. Por eso entre otras cosas.
—Me voy a la cama —dice Aráoz.
Alguna vez ha fantaseado con que soltar todo ese entripado le iba a servir, en una de esas, para limpiarse, para sacarse toda la mugre que sentía adherida a la piel, del lado de adentro. Como una especie de retorno al estado de gracia que sentía de chico en la capilla, cuando creía en Dios, después de confesarse. Un modo de soltar el lastre del pasado. Pero las cosas no han sucedido de ese modo. Él sigue con el pasado a cuestas. Lo que le sobra es pasado. Lo que no tiene es futuro, y eso no es la inocencia sino todo lo contrario.
—Mañana me vuelvo a Buenos Aires —dice, incorporándose.
El viejo trata de levantarse pero Aráoz no quiere darle tiempo. Eso sí, al pasar a su lado, le da una palmada en el hombro. Camina hasta la puerta y la abre.
Pero es el último ejemplar que hay en la mesa. ¿Y si lo venden, mientras él junta la plata para comprarlo? ¿Y si ese libro —ese ejemplar, ese libro en particular, ese libro con esas hojas y ese olor y esa pequeña imperfección en la cubierta de cuerina, en el borde superior— está destinado a quedarse con él para siempre de ahí en adelante? Vuelve a levantarlo de su sitio y a mirar la tapa, como si la imagen en blanco y negro de Cortázar pudiera darle alguna respuesta. Aráoz odia que las cosas no tengan salida. Sería tan sencilla la vida si hubiese siempre a dónde ir. Cierra el libro. El vendedor va hacia el mostrador del fondo porque lo llama una mujer canosa, de aspecto distinguido, que tiene en la mano un libro de fotografía.
Entonces Aráoz sale disparado como alma que lleva el diablo. En cuatro trancos desesperados llega desde el centro del negocio a la vereda. La luz del semáforo lo favorece. Cruza la avenida como si lo persiguiera la muerte y se pierde por la calle lateral en dirección a Sarmiento. Corre con el libro en la mano. Corre por la vereda de Montevideo hacia el sur a todo lo que le dan las piernas. Corre con desesperación. Y en Aráoz la desesperación, a veces, es un sendero estrecho que conduce hacia alguna forma peculiar de valentía.
Se queda clavado en el umbral. Unas noches atrás (¿cuántas?) ha hecho lo mismo, pero entonces el diluvio lo hizo retroceder a baldazos, mientras que ahora el cielo es azul oscuro y brillan todas las estrellas. Se vuelve hacia el viejo, que lo mira desde el costado de la mesa que han ocupado.
—¿No tengo un carajo, no? —por primera vez en esa semana que lleva en O’Connor a la voz de Aráoz se le prende, como un abrojo, el timbre del miedo—. Digo, por lo menos cuando llegué tenía un secreto. Ahora no tengo ni siquiera eso.
Gira de nuevo hacia fuera. No hay nada más que noche. Es demasiada soledad como para que pueda quedársela mirando. Por eso vuelve a mirar al viejo.
—Bueno —éste, rascándose la cabeza, acaba de pronunciar su primera palabra en media hora. Su voz suena serena. Tiene los platos en la mano, porque está a punto de llevarlos a la pileta—. No sé si es tan así.
—¿Ah, no? ¿Y qué me queda?
—Capaz… capaz que te queda Perlassi corriendo.
Con la puerta abierta se escucha de vez en cuando correr el viento entre las hojas de los árboles recién nacidas. El viejo completa la idea.
—No sé… para arrancar… en una de esas es suficiente.
Aráoz gira otra vez hacia el exterior y se recuesta contra el umbral. Confía en que con la luz difusa, de espaldas, y a esa distancia, el viejo no le vea las lágrimas.