Aráoz sale de la pieza abotagado de sueño y con el cuerpo entumecido de dormir poco y mal. El recuerdo del temporal de la noche anterior va regresando a su conciencia a medida que descubre, en su trayecto hacia el baño, los signos materiales del desastre: las ramas quebradas, el fangal bajo los eucaliptos, los pájaros estrellados y muertos. A diferencia de los días anteriores es una mañana fría, y el cielo sigue nublado con un gris oscuro que presagia más agua todavía.
Cuando acciona la llave de luz y el baño sigue a oscuras se percata de que el apagón continúa. Ahorra toda el agua que puede, porque supone que una vez que se vacíe el tanque no habrá modo de reponerla. Por eso se moja apenas los ojos y las sienes, y se enjuaga la pasta dental con un solo buche. Después de dudar aprieta el botón del inodoro, porque no quiere pasar por mugriento. Al salir se topa con Lépori.
—Buen día, muchacho. ¿Descansaste?
Aráoz se encoge de hombros.
—¿Tiene alguna idea de cuándo puede volver la luz?
El viejo, con las manos en los bolsillos, le hace un gesto veloz ladeando la cabeza, en el ademán de quien invita a otro a acompañarlo. Aráoz lo sigue.
—Estuvieron hace un rato los de la Cooperativa viendo el estropicio. Parece que tienen que mandar un transformador nuevo desde Lincoln; pero llega recién a la tarde.
—Qué macana, ¿no?
—Ajá. Igual, está todo el pueblo en la misma, así que La Metódica no trabaja, y como los camiones no pueden cargar tenemos la mañana en paz. En el peor de los casos, si reponen el servicio a la tarde, empezarán a cargar recién a la nochecita y habrá que trabajar hasta tarde a la noche. Si no, será mañana.
—Bueno, eso salvo que se les ocurra cargar el gasoil en lo de su amigo Manzi, para ir ganando tiempo —Aráoz lo provoca para distraerse un poco.
—Amigo mío no. Ese es amigo tuyo.
La respuesta de Lépori llega montada sobre una mínima ironía, suficiente para que ambos sonrían. Aráoz se alegra de que por lo menos ese frente esté arreglado. Sobre lo otro no está seguro, y teme preguntar.
—También me llamó el viejo Medina.
—¿Ah, sí?
Aráoz, que se ha ilusionado con el «también me llamó», trata de que no se le note el desencanto.
—Sí. Me pidió si podía darme una vuelta por el rancho, porque tiene miedo de que le afanen los postigos de las ventanas.
—¿Los postigos?
—Sí. El tipo está orgullosísimo porque se pasó tres semanas haciéndolos con uno de los hijos, que es carpintero. Bah, carpintero no. Digamos que se da maña con la madera.
—¿Y el lavarropas?
—Callate, que ya lo sacó ayer, ¿qué te creés? Cuando llegaron los bomberos Medina ya estaba esperándolos en la loma, con varios de los hijos y el lavarropas, para que se lo cargaran enseguida.
—No diga…
—Seguro. «Desprevenido no me agarran más», parece que le aclaró a García. El jefe estaba contento porque esta vez pudieron hombrearlo descargado, por lo menos.
—Menos mal, si no…
En el silencio manso que sigue, Aráoz se voltea y nota que han dejado un par de cientos de metros atrás la estación de servicio.
—¿Adónde estamos yendo, don?
—¿No te digo que Medina me mandó a cuidarle los postigos?
—¿Pero en serio se los pueden robar?
—¡Nooo, qué va! Si los vieras. Son cuatro tablas de machimbre mal clavadas, pero Medina los quiere como si fueran su nieto más chico. De paso me fijo si bajó un poco el agua, aunque no creo. Escurre rápido, pero, con toda el agua que cayó, andá a saber.
Pasan frente a la acopiadora. Cuatro silos gigantescos detrás de un playón de maniobras para los camiones, y el perímetro alambrado. Las diez letras de La Metódica en un cartel desvencijado, sobre los silos del centro. Aráoz fuerza el cuello para poder seguir viéndolas mientras se alejan. Siempre, desde chico, lo han cautivado las cosas grandes y mustias. Los edificios a medio demoler, los barcos volcados en el lecho de los ríos, los árboles secos.
—¿Te gusta? —Lépori lo interroga sin detenerse, y con cierto aire de incredulidad.
—Sí. La verdad que sí —Aráoz contesta convencido, aunque no tenga ganas de explicar por qué.
—El otro día, cuando fuimos a pescar, doblamos por acá, ¿te acordás? —Lépori señala una senda que se abre en el yuyal, hacia la izquierda—. Pero ahora vamos a seguir derecho hasta donde termina el asfalto. Será un kilómetro doscientos, trescientos a lo sumo.
—¿Siempre se maneja caminando?
—En general, por acá, sí.
—Qué raro —el otro lo mira con aire interrogativo y Aráoz prefiere aclarar—: Digo, teniendo estación de servicio…
—Con ese sentido, si tuviera carnicería, ¿tendría que moverme en vaca?
Aráoz va a replicar pero prefiere llevar la charla hacia lo que desea saber.
—¿Perlassi le contó cómo le está yendo?
—¿Con el viaje?
—Sí.
—No. No sé. Pero seguro que algo engancha.
—¿De qué? —Aráoz se reprocha su precipitación. Ya el viejo se ha retobado la noche anterior con su curiosidad, y él no desea que se repita la tensión de la víspera. Pero esta vez Lépori sigue conversando como si tal cosa.
—Anda buscando flotas de camiones para que carguen gasoil acá. Les ofrece unos centavos menos por litro, pedal para pagar… cosas así. Alguno siempre engancha.
—¿Es bueno? Vendiendo, digo…
—¿Por?
—No sé. Me cuesta imaginármelo de empresario. Yo me lo sigo imaginando como la foto suya que tengo de El Gráfico. Rulos, bigote, patillas y pantalón corto.
Lépori suelta una carcajada.
—Qué… ¿está muy cambiado? —Aráoz suena temeroso, como si de repente parte de su búsqueda corriese el riesgo de malograrse.
—¿Y qué querés? ¡Tiene treinta y cinco años más! ¡Todos envejecemos!
—Claro, claro —«¿Claro, claro?». Aráoz sigue turbado.
—Bueno, ya no lleva esas patillas a la Facundo Quiroga, ni le queda un solo rulo. El bigote se lo afeitó cuando se convenció de que le agregaba años. Y el pantaloncito corto no creo que le entre ni de muñequera…
—…
—Quedaría ridículo, pobre Perlassi. Un viejo choto en pantalones cortos queda como un bebé vestido de traje, ¿no te parece?
Aráoz no sabe qué contestar, pero viéndolo al otro tan locuaz se atreve a insistir.
—Y si le va bien con este viaje… ¿volverá antes del lunes, le parece? No sé —se ataja—, digo, porque el día que vine usted me dijo…
Lépori enarca las cejas para mirarlo.
—Sí, y también te dije que si le sacabas el tema ese del partido contra Lanús por el descenso del setenta y uno te iba a cagar a escopetazos, ¿o no te lo dije?
Habla sin rencor, con la paciencia y la naturalidad de quien reitera algo ya dicho para que sea mejor comprendido. Aráoz no contesta, y camina un largo trecho con los ojos puestos en el pavimento roto, buscando los mejores sitios para apoyar los pies sin empaparse los zapatos en los charcos.
—Aparte de tu familia… ¿hablaste con alguien más del asunto ese?
Ahora es el turno de Aráoz para mirar de soslayo a su interlocutor, con cierta sorpresa. ¿No es, acaso, la primera vez que Lépori se pone a hablar de aquello sin que él lo fuerce? Se repone rápido y contesta, porque tampoco es momento de andarse con remilgos y dudas.
—Sí. Con alguna gente. Hace poco.
—¿Con quiénes?
—Con gente del club. Gente grande, claro. En esa época eran dirigentes.
—¿No digas?
—Ajá. Una vez que me decidí a saber más de aquello llamé a mi primo y empecé a moverme. Del hecho en sí se acordaban todos. La cosa era dar con alguien que pudiera ir más allá del «Cómo nos cagó Perlassi».
—¿En serio?
—¿En serio qué?
—¿En serio te decían así de Perlassi?
—Sí, todo el mundo —Aráoz tiene un ligero remordimiento. Casi todos han dicho cosas así, pero no todos. Igual no se desdice: le resulta agradable la mácula de rencor que ha aparecido dibujada en el ceño del viejo. ¿No se las da de abogado defensor? Macanudo. Que se haga cargo.
—Mirá vos… ¿Y entonces?
—Bueno. Terminé enganchando a un tal Migliore, que en esos tiempos era tesorero. Ahora es un viejito con cara de bueno. Y otro que está hecho una momia, pero que también entrevisté, es Adolfo Samaritano, que entonces era vicepresidente.
—Mirá vos. ¿Vive ese?
—¿Qué? ¿Usted lo conoció?
—Bueno, por referencias de Perlassi, más que nada. Alguna vez lo vi, cuando me llegaba a Buenos Aires a verlo en algún partido. A Migliore lo mismo. Como era amigo de Perlassi me invitaban al palco y todo eso.
Lépori se detiene a arrancar un yuyo fino y largo, y sigue avanzando mascando el tallo.
—Pero usted me dijo que con Perlassi, «amigos» no eran…
—Ufa, muchacho, ¿siempre sos tan hinchapelotas con las palabras?
Aráoz guarda un silencio tan prolongado que parece haberse ofendido, pero en realidad está madurando su respuesta.
—Sí, la verdad que sí —reconoce al cabo de un buen rato—. Se ve que tengo mis cuitas con ese asunto de las palabras y la verdad.
El viejo se lo queda mirando y tarda en replicar.
—Bueno. Me estabas diciendo que te viste con un par de dirigentes de esa época.
—Sí —Aráoz pestañea veloz un par de veces, como volviendo a sintonizar con la materia—. Samaritano está en un geriátrico. No puede caminar. Pero la cabeza le camina. Creo que le gustó que fuese a verlo.
—¿A él también lo cameleaste con el cuento de El Gráfico?
—¡Pero! ¿Me va a seguir jodiendo con ese asunto?
—¡Ehhh! Te pregunto, nomás. No es para tanto.
¿Por qué Leticia, habiendo unos tres mil millones de mujeres en el mundo?
A veces Aráoz elige lastimarse por esos caminos repletos de números. Dejarse la piel en el filo de esos azares matemáticos. Porque bien mirado —o mal mirado; es decir, mirado con toda la rabia y apretando a fondo para sacar a la superficie todo el pus que sea posible—, el asunto puede reducirse a una cuestión de suerte. Habiendo unos seis mil millones de seres humanos en el planeta (Aráoz tiene ese dato por cierto, aunque no recuerda del todo de dónde lo ha sacado), más o menos la mitad deben ser mujeres. Sobre ese total, ¿por qué Leticia, y que termine pasando lo que pasó? ¿Por qué no alguna de las otras integrantes de ese conjunto de dimensión inverosímil? Aráoz, mientras fuma, resta de esos tres mil millones grandes porciones de ese universo femenino: quita de él a las ancianas y a las niñas, y a las mujeres que viven a más de quinientos kilómetros de Wilde. Aun eliminándolas, el quantum residual es más que apreciable. ¿Qué posibilidades matemáticas hay de que uno gane el premio de una rifa entre tres o cuatro millones de números? Aráoz no sabe nada de estadística, pero el sentido común le dice que son ínfimas. Bien. Siendo tan ínfimas… ¿por qué Leticia? ¿Por qué semejante dolor? ¿Por qué semejante pérdida? Tres mil millones de mujeres, ¿y justo para él, ese final?
—Sí. A los de la administración del asilo les dije que era periodista, porque, no siendo de su familia, era medio complicado justificar la visita. Supongo que ellos se lo habrán trasmitido al viejo. El asunto es que me recibió gustoso. De todos modos no me preguntó cuándo salía la nota, ni nada. Me parece que le alcanzó con tener un rato a alguien enfrente para charlar.
—¿Y qué te dijo?
—De Perlassi me dijo de todo menos lindo. Que los mandó al muere, que fue para atrás, que estaba comprado. «Ese guacho nos mandó al descenso», dijo. «Anotalo, pibe. Fue culpa de ese carnudo».
Lépori se detiene y señala un poste de electricidad caído al costado del camino.
—Mirá. Esa es la línea de electricidad que va al rancho de Medina. Habrá que avisar a la cooperativa, porque al viejo, si no, le va a volver la luz el día de la escarapela.
—Cierto. No va a poder hacer andar el lavarropas.
Los dos sonríen.
—¿Así que Samaritano te dijo eso?
—Sí, palabra más, palabra menos. Dijo que Perlassi largó el fútbol enseguida porque con la guita del soborno le alcanzaba, seguro, para vivir tranquilo toda la vida.
—¿Así te dijo?
—Sí. Me tiró una cifra que no retuve, de lo que según él se había pagado. Habló en pesos nacionales, pero no tenía con qué comparar, y aparte me pareció que se confundía con el asunto de los ceros. Igual, por la cara que puso, me dio a entender que era una montaña de guita.
—Mirá lo que ha crecido el agua. Ya desde acá se ve la laguna.
Aráoz sigue el gesto del mentón levantado de Lépori, que le señala adelante. Entre los yuyos, un poco más allá, se ve una línea gris metálica y horizontal, más dura y más clara que el gris vaporoso del cielo encapotado. Igual no le significa mucho, porque no ha recorrido antes ese paraje y desconoce los límites habituales de la laguna.
—El que me dio el dato de buscar a Perlassi acá en O’Connor fue él, Samaritano.
—¿Por?
—Porque yo a Perlassi me lo hacía en Buenos Aires. No sé por qué, pero me imaginé que estaba allá. Arranqué llamando a los pocos que figuran en guía y nada. Ninguno resultó ser familiar.
—No. Familia no tiene.
—Ahí está. Al final terminé dándome una vuelta por la sede.
Lépori frunce el ceño, como si el dato le produjera extrañeza.
—¿Todavía está la sede?
—Sí. A mí también me llamó la atención. No es la misma sede de aquella época. Todo eso se perdió en el remate. Pero un grupo de socios consiguió alquilar un aserradero abandonado, con un tinglado bastante grande. Les alcanzó para hacer una cancha de papi-fútbol, instalar el buffet atrás y colgar el escudo en la puerta.
Andan otro trecho callados. Aráoz evocando su visita a esa media docena de ancianos ariscos y Lépori, tal vez, tratando de imaginársela.
—Parece mentira, ¿no? Un club que llegó a jugar en Primera A.
La voz del viejo ha sonado entristecida, y Aráoz se pregunta si existirá allí una brecha como para tratar de asaltarle los recuerdos. Los propios y los de Perlassi. Pero teme que vuelva a alzar la guardia y prefiere seguir con el relato.
—Samaritano me dijo que con la plata de la coima Perlassi se había vuelto a su pueblo y se había comprado una estación de servicio de la gran flauta.
—¡Ja! ¡Me estás jodiendo…!
—¡No, en serio! Me dijo eso.
—¡Qué hijo de…!
Aráoz decide que ese sí es un buen momento para preguntar, o por lo menos es menos malo que los anteriores.
—¿A usted le parece que Perlassi, si usted le explica, podría aceptar hablar conmigo? Un rato, aunque fuera…
El viejo alza las cejas y se muerde el labio inferior.
—¿Y para qué? ¿No te basta con lo que te dijeron en Buenos Aires? ¿Con eso que te ha dicho Samaritano?
—No. No me cierra.
—«No te cierra». ¿Y por qué?
—Porque Perlassi había jugado en varios clubes grandes de la A, con varios pases… jugó en Colombia… tiene que haber juntado plata de antes. No me parece que se fuera a ensuciar por unos mangos.
—¿No te parece… o no querés que te parezca?
—¿Por qué no me lo dice usted? No me joda, Lépori, usted tiene que saber lo que pasó.
—¿Yo? —el viejo adopta un tono de inocencia tan artificioso que ni siquiera pretende pasar por verosímil.
—No se haga el gil. A usted Perlassi le tiene que haber dicho la verdad.
—Otra vez vos y la verdad, pibe.
De todos modos ya está. Es inútil —y Aráoz en el fondo lo sabe— remontarse al porqué. Es Leticia y punto. «Fue» Leticia, mejor dicho, y punto. «Fue»: pretérito imperfecto del modo indicativo. No. Pretérito indefinido, bruto. Bachineli, la de Lengua, se sentiría abochornada si lo viese traspapelar de ese modo los tiempos verbales. Pretérito indefinido. Yo fui, tú fuiste, él fue. «Qué cosa», piensa Aráoz mientras fuma su vigésimo cuarto cigarrillo de la jornada, «los pretéritos indefinidos del verbo ser y del verbo ir se conjugan exactamente igual». Si hubiese sido capaz de semejante hallazgo cuando tenía quince años, durante la clase de Lengua, María del Carmen Bachineli le hubiera subido, sin duda, la nota de concepto.
—¿Y el tesorero?
—Con el tesorero fue distinto. No sé…
—¿En qué, fue distinto?
Aráoz piensa bien antes de contestar.
—No sé. En cierto sentido fue mejor. Y en otro fue peor. No sé. Lo ubiqué por Samaritano, que se acordaba de que Migliore había tenido panadería. Una panadería importante, de esas bien tradicionales. Quedaba en la esquina de 3 de Febrero y Rivadavia. Bueno, no importa. Me fui hasta la panadería. Sigue existiendo, aunque no es de Migliore. Pero como es el dueño del local, esta gente le alquila y me dio el teléfono de su casa. Vive en una casona vieja, revieja. Con la hermana. Ah, y no me hice pasar por periodista. No hizo falta.
—Yo no te dije nada, pibe. No te atajés.
—Me recibió a la hora de la siesta. Se ve que no duermen.
—Casi todos los viejos duermen poco y nada, pibe.
—Bueno, si es por eso, yo soy una momia.
—¿Y por qué decís que no sabés si fue mejor o peor? Vení. Bajemos por acá, que estamos llegando.
Fue Leticia, entre otras cosas, porque se conocieron tan jóvenes que Aráoz tuvo la certeza de que podía llegar a saberlo todo de ella. ¿Cuántos secretos podía guardar una chica de quince años? Y de esos secretos, ¿cuántos no habría de revelar en los años sucesivos de noviazgo y matrimonio? En Leticia no habría secretos, o no habría secretos tan profundos que no pudiesen tarde o temprano develarse.
El asfalto termina en una huella de pedregullo que tuerce casi en U y baja en pendiente. A los costados crecen unas cañas altas que cierran la visión y ocultan la laguna y todo lo demás, salvo un pedazo de cielo. Aráoz pisa una piedra floja que se suelta y rueda bajo su suela, pero consigue recuperar el equilibrio y sigue adelante.
—Migliore de entrada me habló maravillas de Perlassi. Me dio datos que yo no tenía: que Perlassi llegó a Buenos Aires y lo ficharon en Wilde con edad de Quinta y que se hizo en el club.
—Cuarta.
—¿Qué?
—Que Perlassi llegó al club con edad de Cuarta División, no de Quinta. No importa, no viene al caso. ¿Y?
—Y que cuando lo vendieron a River fue una bendición para el club. Acababan de lograr el ascenso a Primera gracias a él, y con la plata del pase pudieron reforzarse para no descender enseguida. Y que hasta les sobró para construir la tribuna nueva, la de hormigón. Yo le conté que con mi padre iba a la lateral, la de tablones.
—¿Siempre ibas con tu viejo a la cancha?
—Migliore me dijo que para Perlassi no tenían más que palabras de gratitud. Sobre todo (y eso yo tampoco lo sabía) porque cuando volvió de Colombia, años después, resulta que se apersonó (me causó gracia eso de «apersonarse», porque me sonó a un soldado reportándose con su sargento, pero el viejo lo dijo así) en el club y se reunió con él, por esto de que era el tesorero. Migliore me dijo que se sorprendió, y que medio tuvo miedo de que viniese a reclamar algún dinero, alguna prima que se le debiera de antes.
—¿Y?
—No, nada que ver. Parece que Perlassi le dijo que tenía cuerda para un par de años más todavía, y que le encantaría jugar en el club que lo había visto nacer…
Aráoz se abstrae un instante, hundiéndose en su propio recuerdo. Después continúa:
—Y Migliore lo atajó diciéndole que no creía que pudieran pagarle lo que él estaba acostumbrado. ¿Y sabe qué le dijo Perlassi?
—Sí.
Aráoz, sorprendido, se vuelve a mirar al viejo.
—Perlassi me lo contó.
—¿Se da cuenta? —el tono de Aráoz ahora es enérgico—. Un tipo que viene a jugar gratis al club no puede ser que se venda por un partido de mierda…
Se interrumpe y gira de nuevo la cabeza para ver la expresión de Lépori, que le devuelve la mirada, con gesto interrogativo.
—¿Y? —se impacienta Aráoz.
—¿Y qué?
—¡¿No me va a decir nada?!
—¿De qué?
—¡De la vaquita de San Antonio, Lépori! ¿De qué va a ser? ¿Me va a decir que usted no sabe nada?
—Yo nunca dije que no supiera, te dije que… Mierda, por Dios…
Acaban de salir del corredor de cañas, y el borde de la laguna está a veinte metros de sus pies. Se nota la crecida en lo sucio de la orilla; en la mezcla de yuyos y de ramas. Más lejos es lindo de ver, porque no sopla viento y parece un espejo gris, o una bandeja de plata. Aquí y allá sobresalen las copas de árboles frondosos, cuyos troncos han quedado medio ocultos por la crecida. Detrás de los árboles más lejanos, a cien o ciento cincuenta metros, debe ubicarse el límite habitual de la laguna, porque desde ahí hacia atrás la lisura es perfecta, sin árboles náufragos. Cuando ya lleva un buen par de minutos contemplando el desastre, Aráoz nota, más o menos una cuadra adelante, una línea horizontal y rojiza, como si algo grande flotase acostado en el agua. La señala y le pregunta a Lépori qué puede ser aquello.
—El techo del rancho de Medina.
Aráoz, pasmado, intenta concebir la imagen de la casa entera sumergida en el agua, pero se le hace difícil.
—Qué viejo pelotudo, este Medina. Otra que los postigos —la voz de Lépori expresa un dolor contenido y sincero—. Qué viejo pelotudo, que lo parió. Me cago en él.
Aráoz se da cuenta de que no tiene sentido decir nada y se queda callado.
Fue Leticia, entre otras cosas, porque se conocieron tan jóvenes que Aráoz tuvo la certeza de que podía construir las coartadas suficientes para tergiversar su propio pasado sin que ella lo advirtiese. Tal vez edificarse un pasado que contarle a Leticia fuese una manera de alumbrar un pasado para sí mismo, un pasado sumiso que no le llenara las noches de desvelos.
Permanecen mirando ese mar gris y quieto un rato largo, hasta que se larga a llover con gotas grandes y sueltas.
—Decí que acá el agua escurre rápido —reflexiona Lépori—. ¿Vamos?
—Vamos.
Remontan en silencio el sendero de las cañas. Aráoz llega arriba resollando y mira al viejo esperando verlo cansado. No parece, aunque tiene la expresión gastada.
Fue Leticia, entre otras cosas, porque se conocieron tan jóvenes que Aráoz supo que contaba con la ventaja de poder moldearla a su antojo. Ella tenía quince años y un pasado escaso y previsible, y él tenía dieciséis y sentía que el dolor lo había envejecido de tal modo que no le llevaba un año sino un siglo. ¿No decía su madre, cada dos por tres, que él era un chico muy maduro?
—Che. Seguime contando —le indica Lépori, y Aráoz tiene la impresión de que quiere sacarse de la cabeza el espectáculo tenaz del rancho hundido, o el de la cara de Medina cuando tenga que decírselo. Igual le complace pensar que su historia, o él mismo, se hayan convertido para el viejo en una compañía.
—Y bueno, eso que le digo. Que a Migliore le parecía ridículo que Perlassi se hubiera vendido, porque había vuelto al club a jugar por nada. Y si viene a un club que está fundido, y con el riesgo adicional de quedar pegado al fracaso de irse a la B…
—Bueno, en Colombia había hecho un dinero, eso es cierto. En esa época los argentinos hacían escuela, allá. Les pagaban bien…
—También me dijo que cuando lo comentó en la reunión de Comisión Directiva casi festejan a los saltos, y el director técnico casi se pone a llorar de la emoción.
—¿Tan así?
—¡Sí! Me dijo el nombre, y traté también de ubicarlo, pero no pude… ¿Armas… puede ser?
—Arce. El Gordo Arce.
Fue Leticia, entre otras cosas, porque era hermosa y buena. ¿Tres meses tirado boca arriba en su cama y no encuentra dos mejores adjetivos que «buena» y «hermosa» para definir a la que fue su novia durante ocho años y su esposa por espacio de otros diecisiete? Definitivamente la profesora Bachineli tendría motivos para sentirse defraudada ante semejante pobreza de vocabulario.
—Eso: Arce. Estaba chocho. Más que nada porque el plantel de esa temporada era de medio pelo para abajo, parece. Traté de ubicarlo, a este Arce, pero no pude, me dijeron que había fallecido.
—Uh…, sí, el Gordo murió hace una pila de años. Año setenta y cuatro… setenta y cinco, como mucho. Tenía muchos problemas de corazón. Era muy gordo, no se cuidaba…
—Espere… ¿Arce era un tipo gordo, grandote, que usaba siempre un saco verde?
—Sí. El saco de la cábala.
Aráoz se golpea la frente.
—¡Pero claro, si yo lo vi! ¡Lo tenía totalmente olvidado! ¡Era un gordo enorme, con un saco que le quedaba casi por los codos, y gritaba siempre como un forajido!
—Ajá. Ese era el Gordo Arce.
—¡Pero sí… si lo habré visto, desde la tribuna, claro…!
Aráoz habla con la alegría ingenua de quien recupera un pedazo, aunque sea ínfimo, de un pasado que aprecia.
—Migliore me contó que cuando Wilde ascendió a Primera A al técnico lo trataron como a un héroe, y cuando lo salvó de descender el primer año lo miraban como al Mesías recién resucitado. Y que después pasó lo de siempre. La gente se acostumbró a lo bueno. Y, cuando en el setenta y uno quedó claro que Wilde se volvía de cabeza a la B, empezaron a cagarlo a puteadas hasta los vendedores de panchos. Suena lógico que se haya entusiasmado con Perlassi.
Lépori, mientras escucha, se pasa la mano por la cara para despejarla de agua. La lluvia se ha convertido en una llovizna densa que el viento del sur les trae de frente.
—Cuando llegó Perlassi —corrobora el viejo—, ganaron un par de partidos y pareció que se salvaban. Bueno, de hecho consiguieron llegar a la última fecha un punto arriba de Lanús. ¿Cierto?
—¿Usted estuvo, esa vez, en la cancha?
Lépori lo mira con cierta extrañeza.
—Digo, como usted contó que a veces lo invitaban…
—Guarda ahí adelante que está flojo y te vas a embarrar hasta el cuello. Vení por el costado. No, yo no estaba. Me contó después Perlassi.
—¿Y qué le contó?
El viejo sonríe con una mueca torcida.
—No, pibe. Ya te veo venir. No creas que voy a pisar el palito y te voy a contar lo que Perlassi prefiere que se quede callado.
Aráoz acusa el impacto. Por un rato ha querido creer que Lépori está más flojo, más abierto. Se ha equivocado. Camina callado hasta que vuelven a pasar frente al poste de luz derribado que han visto a la ida.
—Che, tampoco te enculés…
—No, para nada.
Aráoz contesta rápido porque no quiere que se le note la bronca. Tiene ganas de mandarlo al carajo, pero son unas ganas tan feroces que teme que si las deja salir lo coloquen en una posición desde la que sea imposible el retorno. «Otra vez», piensa. Tragarse la bronca por miedo a vomitarla de mal modo. ¿Y lo del hombre nuevo, dispuesto a cagarse en todo y en todos?
—Me estabas contando del Gordo Arce.
—No. Usted me habló de él.
—¿Y de dónde salimos hablando del Gordo?
—Yo le estaba contando lo que me dijo Migliore de cómo Perlassi se ofreció para jugar gratis.
—Ajá.
—Migliore vive con la hermana. Resultaba raro verlos juntos. Como si fuera el mismo viejo en dos versiones, una con peluca canosa y la otra pelada. Me invitaron a tomar el té y me quedé. La hermana se acordaba de Perlassi, también. Dijo que era tan buen mozo, tan atento…
—Le voy a contar, así se pone contento —interrumpió Lépori sonriendo—. Ahora que el pobre es una ruina. Seguí contando.
Aráoz no hace caso enseguida porque se distrae de nuevo contemplando la mole de los silos. Con ese cartel de chapas a medio pudrir, y las paredes desconchadas y el color gris sucio y el silencio, parece parte de un mundo abandonado. Como para contradecirlo, desde el fondo aparecen, lanzados a la carrera, dos perros altos y famélicos que se ponen a ladrarles, enfurecidos, pegados al alambre. Con aire distraído, Lépori se agacha a recoger un cascote suelto del asfalto. Mide su puntería y se lo arroja con tanta dirección que la piedra pasa entre los rombos y le da en el lomo al perro más oscuro, que recula con un aullido. El otro perro parece sacar sus conclusiones, porque se llama a silencio y se aleja detrás del primero.
—Estos cuzcos de mierda me tienen podrido.
—Mire que hay que tener suerte para pasar ese cascote así, limpito sin tocar el alambre —se admira Aráoz.
Lépori chista.
—Cierto. Lástima gastarse la suerte en una pelotudez como esta. ¿No te parece?
¿Qué era lo que lo había cautivado de Leticia? Porque así se había sentido. Cautivo. La palabra «cautivo» tiene que ser un derivado del latín… del latín… ¿De cuál latín? ¿De qué palabra latina deriva «cautivo»? Tres años de latín en el Colegio Normal. Qué cosa útil, Dios santo. Qué cosa útil. Cautivo. Ligado para siempre a ella. Así se había sentido. ¿Ligado? ¿Siempre? Idiota.
Son más de las dos de la mañana cuando el último camión termina de cargar gasoil y se aleja de la estación de servicio hacia la ruta. Apenas el vehículo pone la segunda marcha y sale del playón, Lépori baja la llave general y deja el lugar a oscuras, como Aráoz lo encontró la primera noche. Echa mano a una escoba y mira alrededor, pero enseguida la deja en el mismo sitio, tal vez disuadido por el cansancio.
«Falta que saque la basura y le dé de comer a la mascota», ironiza para sus adentros Aráoz, que lo mira desde el ventanal del parador. El viejo maneja ese sitio como si fuese una casa, antes que un negocio. ¿Perlassi será igual? Supone que no. Si anda de recorrida tratando de abrochar algún negocio debe ser un comerciante más avispado que su socio. ¿Socio? ¿Son socios o Lépori es nomás un empleado? Es taimado, este viejo. Habla cuando quiere, dice lo que se le canta y oculta lo que le da la gana. Y para colmo lo pone a hablar a él, a Aráoz, como una radio de tres bandas. Hasta lo distrae, en ocasiones, de su nueva personalidad de hombre recio y emocionalmente refractario o hasta pérfido. De nuevo la ironía. «Viejo choto», concluye, justo cuando Lépori entra al parador, lo saluda con un gesto y sigue de largo para derrumbarse en uno de los sillones del rincón.
—Tengo listo el mate. ¿Quiere?
—Ah, esto es vida, pibe. Que te reciban así. ¿Viste que te avisé? Cuando dieran la luz esto iba a ser un quilombo. Qué paliza, por favor. Tendría que quedarme pasando las boletas a las cuentas corrientes, pero no tengo ni mierda de ganas. Quedará para mañana.
—Si quiere mañana le doy una mano. Tengo experiencia en laburos contables.
El viejo lo mira. Por detrás de su cansancio se le adivinan las ganas de divertirse.
—No sé, muchacho. Me parece que sería injusto de mi parte degradarte de ese modo. ¿Me entendés? De periodista de El Gráfico a simple empleado de oficina. No me da el corazón para hacerte semejante cosa.
Aráoz le pone cara de «qué gracioso» y va hasta la cocina.
—Decime una cosa, pibe… ¿Hasta cuándo pensás quedarte?
—Hasta que vuelva Perlassi, ¿por?
Aráoz ha contestado de inmediato y con la mayor naturalidad. Ya ha tenido suficiente, aguantándole los tiempos a ese anciano. Vuelve con la bandeja y la apoya en la mesa baja que hay entre los sillones. Se sienta frente a Lépori y espera que el otro hable.
—¿No te das por vencido nunca, vos?
Como otras veces, Aráoz piensa cabalmente su respuesta.
—Al contrario. Yo siempre me doy por vencido.
Se produce un silencio embarazoso, porque la sinceridad de Aráoz ha quebrado el clima de jolgorio incipiente.
—Terminá de contarme lo del tesorero —sale del paso Lépori—. Te faltó decirme qué tuvo de malo, porque ya me dijiste lo que tuvo de bueno.
—Ah… —Aráoz se interrumpe, entrecierra los ojos, alza un poco la cabeza y estornuda con energía.
—¿Te resfriaste?
—También, si me cagué mojando, esta mañana, con esa excursión a la que me llevó.
—Flojito, habías salido… Contame, así me distraigo del sabor de tus mates.
—Fue raro —arranca Aráoz, pasando por alto el sarcasmo—. Ya le conté el asunto de cómo volvió Perlassi de Colombia. Por eso me dijo Migliore, ahí durante el té, con la hermana, que lo del soborno le parecía ridículo. Y la hermana aportaba lo suyo. Meta y meta con eso de que era un caballero, un señor, etcétera.
—¿Y?
—Bueno. Todo el rato así. Hasta que en un momento la hermana se levanta a atender el teléfono. Ahí Migliore baja la voz, se me acerca y me dice: «Hay algo que no le conté, muchacho. Algo que es el día de hoy y sigo sin entender».
—Upa. ¿Y qué era?
Aráoz recibe el mate vacío que le tiende Lépori. Acomoda la bombilla en la yerba y ceba para sí, antes de proseguir el relato.
—Me dijo que la noche del partido fue uno de los últimos en irse. A él le tocaba supervisar el estadio antes de cerrar, sabe. Controlar los accesos, pagarles a los policías, esas cosas. Por suerte la gente, al final, se había tranquilizado. Habían puteado en el momento, pero, cuando se enfriaron un poco, la cosa no pasó a mayores. No como ahora, que están todos locos y capaz que rompen todo o prenden fuego los vestuarios. No. La gente se fue en paz. Triste. Enojada. Pero tranquila. Cuando dijo eso medio que se rio, pero sin ganas. Cuando le pregunté por qué, me dijo algo que yo no había pensado, pero creo que tenía razón.
—¿Qué te dijo?
—Que la verdad no sabía con qué quedarse, si con la locura de ahora o con esa rabia silenciosa y perpetua que habían incubado todos entonces, y que les iba a durar para siempre.
—¿Tan mal se lo tomaron?
—Según Migliore, sí. Por lo menos la gente del club. Los socios, digo. Claro que en esa época todo el mundo era socio. Lo que pasa es que desde entonces todo fue un desastre. Nunca más levantaron cabeza. Un descenso tras otro, y los últimos años fueron como una tumba en la que recostarse a esperar que llegara la muerte.
—¡Upa! ¿Eso de la tumba se te ocurrió ahora a vos o te lo dijo el tesorero?
¿Es impresión de Aráoz o la voz de Lépori, por detrás de la ironía, se está cargando de fastidio?
—No. Lo dijo él. Pero supongo que me impresionó, porque cuando se lo escuché me pareció cierto.
«También porque en ese momento pensé en mi propia cama, y yo tendido en ella durante seis meses, después de lo de Leticia», piensa Aráoz, pero se cuida muy bien de decirlo.
—¿Sabe qué impresión me dio en ese momento? Que Migliore iba repasando para adentro todo lo que había vivido el club, todo lo que había perdido, todos los fracasos que había acumulado, y que lo que veía se parecía mucho, demasiado tal vez, a su propia historia, a la de Migliore, y que darse cuenta de eso lo llenaba de melancolía.
—¿Eso le pasó al tesorero mientras charlaba con vos, o te pasó a vos mientras charlabas con él?
—Sonamos. Se recibió de psicólogo por correspondencia y soy su primer paciente.
Aráoz ha encontrado una veta para devolverle aunque sea una parte del sarcasmo. Lépori se ríe.
—¿Y entonces?
—Bueno. Migliore me dijo que recorrió las cabinas de transmisión, los vestuarios, y después controló que estuvieran cerrados los accesos. Y que cuando encaró para el estacionamiento de autoridades le llamó la atención escuchar voces, porque a esa altura no tenía que quedar ni el loro.
—¿Y?
—Perlassi tenía el auto ahí. Se había comprado un Torino, creía Migliore. Y lo dejaba estacionado ahí.
—¿Y el que hablaba era Perlassi?
Aráoz asiente.
—Me dijo que se asomó por una ventanita, porque la puerta que daba al estacionamiento ya estaba cerrada, porque era un playón exterior que quedaba abierto una vez vacío. Y el que estaba ahí hablando era Perlassi. Estaba casi a oscuras, parado al lado de su auto.
Aráoz se detiene. La voz y la cara se le han endurecido.
—Y el otro era el Tanque Villar. El que hablaba con él, ahí, como en secreto, a las mil y una de la noche.
El motor de la heladera se apaga con un chasquido y un silencio absoluto y redondo se abre paso hasta ocupar todos los rincones.
—¿No te dijo nada más?
—No.
—Bueno. ¿Y entonces?
—¿Entonces qué?
Lépori se acomoda en el sillón.
—Entonces que es lo que pensás vos…
—No sé. No sé qué pensar.
—¿No sabés qué pensar o no te gusta pensar lo que pensás?
—Oiga: parece que se tomó en serio lo del psicólogo por carta, ¿eh?
El viejo no responde pero se lo queda mirando. Y lo hace con tal expresión de serenidad que a Aráoz le da la impresión de que al mismo tiempo le está advirtiendo: «Hacete el malo todo lo que quieras, que igual, tarde o temprano no te va a quedar otra que contestarme, porque el que quiere hablar de esto sos vos».
—Mire. La verdad que cuando hablé con él de entrada me alegré, porque le tapaba la boca a Samaritano, con lo del soborno. A Samaritano y a todos los otros. Pero eso de que hablara con el Tanque, a última hora, en un estacionamiento a oscuras, después de que ya había pasado todo, como si tuvieran un chanchullo aparte… No sé. Y quiero saber. Para eso vine. Porque no me queda otra que preguntarle a Perlassi. Intenté ubicarlo al Tanque, pero no pude. Pregunté por todos lados, pero no hubo manera. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra.
—¿Pareciera, no?
Lépori habla mostrando algo parecido a una sonrisa, pero muy triste, muy vencida. Se restriega los ojos, como si de repente le hubiese caído encima todo el cansancio, mientras asiente.
—¿Por qué me dice que sí, como dándome la razón?
—Porque es cierto que se lo tragó la tierra. Al Tanque, digo. Lo tenemos enterrado acá en O’Connor.
Aráoz queda aturdido. Lépori se levanta, camina hacia la puerta y habla sin darse vuelta.
—Mañana nos vemos, muchachito. Hoy, la verdad, estoy fundido. Si te cuadra, podés pegarte una vuelta por el cementerio del pueblo. Es chiquito. La tumba del Tanque está entrando, nomás, a la izquierda. Haceme el favor de apagar la luz cuando vayas a acostarte. Ahí tenés el control remoto de la tele, por si querés ver algo.
Una sola vez el padre le dice «vení, vamos a la plaza». Y van y primero le compra pochoclo y después le paga cinco vueltas en la calesita, que se hacen seis porque en la cuarta saca la sortija. Y antes de volver a su casa le dice si quiere comer una manzana con caramelo y, aunque a Aráoz no le gusta demasiado la manzana con caramelo, dice que sí y esa vez le encanta, porque vuelven caminando por Belgrano para el lado de su casa y él viene comiendo la manzana y el padre se compra otra y vienen los dos por Belgrano comiendo cada uno una manzana.
—Hijos de puta. Hijos de mil puta. Hijos de recontramil puta. Los tres. Hijos de puta.
La letanía de Aráoz sube hacia el techo de la habitación a oscuras. Deben ser las cinco y media o seis. Hace rato que ha perdido la noción exacta del tiempo, pero con lo que lleva dando vueltas en la cama, y habiendo vuelto del parador pasadas las tres, tiene que ser más o menos esa hora.
Lépori. Ese viejo retorcido se le ha estado cagando de risa en la cara. Durante toda esa semana. Sabe todo. Todo, lo sabe. Seguro. Y todo está más que claro. El maldito arreglo entre Perlassi y el Tanque Villar es la pura verdad. Deben haber sido primos, amigos de la infancia, alguna boludez de esas. Se la han cocinado para ellos. Es clarísimo. Con veinte mil boludos en las tribunas, ellos han armado una comedia a su gusto. Falta saber el porqué, en concreto, pero… ¿qué cambia?
En el fondo, no cambia nada. A lo mejor se pusieron de acuerdo para repartirse la guita ellos dos, dejando afuera a los otros, a los compañeros de Perlassi. Tranquilamente, pueden haberlo hecho. Ninguna de las personas con las que Aráoz ha hablado del asunto ha siquiera imaginado que existiese una relación personal entre el Tanque y Perlassi. Nadie.
Siente que le han cambiado absolutamente el enfoque. Nunca jamás, hasta que el tesorero le habló de esa conversación en el estacionamiento, se había imaginado que Perlassi conociese al tipo cuya carrera fatal debió detener y no detuvo. «Fatal». Fatal un cuerno. Ninguna fatalidad. Puro acuerdo, puro arreglo, pura trampa, pura mierda.
Cuando el tesorero lo puso al tanto de esa charla en el estacionamiento Aráoz se sintió desorientado. Pensó —quiso pensar— que el Tanque se había interesado porque los jugadores de Wilde hubiesen salido bien librados del tumulto del final del partido. En ese caso era lógico —había creído, había querido creer— que cruzase un par de palabras con el capitán del equipo.
No era la única interpretación posible. Era, sí, la más conveniente. Conveniente para qué, puede preguntarse, y se lo ha preguntado, una y otra vez Aráoz, tirado de cualquier manera sobre su cama de dos plazas con la mitad vacía, la mitad más cercana a la ventana.
Aráoz no quiere que el mejor pedazo de su historia sea un fraude. Pero tampoco puede darle la espalda por miedo a que lo sea. Y es un correrse la cola perpetuo. Un correrse la cola inmóvil, en la cama. De nuevo viendo avanzar el sol desde el alféizar hasta el placard. De nuevo quieto, después de unos días de haber salido a preguntar por el pasado.
¿Por qué no se habrá ido diez minutos antes de lo del tesorero Migliore? Habría sido tan sencillo. Tan claro. Tan bueno. «No, pibe, quedate tranquilo. Perlassi estaba hecho. Perlassi era un señor. Perlassi era un gigante. Perlassi era todo lo bueno que vos sentís que era, que vos querés que haya sido». ¿Por qué mierda tuvo que sonar el teléfono y la hermana levantarse a atenderlo? ¿Por qué carajo Migliore se inclinó hacia él con ademanes de confidente y le contó lo otro? Aráoz, de cara al techo, siente que está subido al último peldaño de una escalera apoyada en ningún lado.
Ha hecho el papel de boludo. Él, ahí, ganándose al viejo Lépori, ilusionándose con que le sirviera de aliado para llegar a Perlassi. Y en realidad —es claro, es conchudísimamente claro— el viejo se le ha cagado de la risa en la jeta todo ese tiempo. Seguro que los dos hablan todos los días del idiota que tienen alojado en la estación de servicio, y especulan apostando cuánto va a aguantar antes de tomarse el buque y volverse por donde vino.
Así que el Tanque está muerto y enterrado allí. ¿Qué eran? ¿Trillizos, esos tres hijos de puta? No. Amiguitos de la infancia. Seguro. Y él, como un boludo. Y todos los demás, los del setenta y uno, también una manga de boludos. Veinte mil boludos en la cancha, creyéndose que lo corría en serio, que trataba de marcarlo, que quería impedir que se fueran al descenso.
Vienen los dos por Belgrano, comiendo cada uno una manzana acaramelada, y se cruzan con el enano Díaz, su compañero de quinto grado; y Aráoz lo saluda mientras piensa que está contentísimo de haberse topado con el otro y que los haya visto así, a los dos. Así, a su papá y a él volviendo de la plaza y comiendo cada uno una manzana.
¿Habrán ido hablando, los dos, mientras corrían hacia el área? Aráoz, por mortificarse nomás, se dice que seguramente sí. «Dale, Tanque, no seas boludo. Corré un poco más rápido que, si no, te alcanzo». ¿Así le habrá dicho Perlassi? O a lo mejor… «Tocala a la izquierda, al segundo palo. Dale que no llega. Así, muy bien. Así». Y en la tribuna todos agarrándose la cabeza, pensando que iba en serio. Le da lástima por el tío Quique. Tuvo razón al gritarles «hijos de puta». Se equivocó un poco, nomás. No era a todo el equipo al que había que putear. Era a Perlassi. A Perlassi y a su amigo el Tanque.
Gira por centésima vez sobre el colchón. En el fondo es su propia culpa, y no de esos viejos fulleros. ¿Qué ha ido a hacer ahí? Esa es la única pregunta que tiene sentido formularse. Y no puede contestarla.
O sí. En O’Connor no ha encontrado nada porque no hay nada que encontrar. Punto. En O’Connor no hay nada, como en Buenos Aires no hay nada, por la sencilla razón de que no hay nada en ningún lado, y él es un boludo por ignorarlo o peor, es un boludo por saberlo y hacerse el que no lo sabe.
Fue hace tiempo, y una sola vez, lo de la plaza. Pero Aráoz todavía se lo acuerda.