El viejo chupa con fuerza y después le alarga el mate, con un gesto de aprobación. Aráoz lo recibe e inclina un poco el termo para volver a llenarlo. Piensa que el agua de la zona debe ser buena, porque la yerba demora en lavarse. Se lo dice a Lépori y el viejo asiente.
—Así es, muchacho. En O’Connor no hay un carajo, pero agua para el mate tenemos en abundancia. Agua buena: eso hay de sobra.
—Ayer usted me dijo algo de que al pueblo le habían cambiado el nombre, y es cierto. Yo en el archivo lo tengo a Perlassi como nacido en Hermandad, no en O’Connor.
—Es lo mismo, pibe. Es el mismo sitio.
El viejo hace un largo silencio, como si estuviese rumiando sus propias palabras.
—Bueno. Habría que ver si es el mismo. Hace años ésta era una zona próspera. Rica, capaz.
—¿Y ahora no?
Lépori lo mira como si estuviese preguntando una obviedad, pero igual le responde.
—Ahora nos caímos del mapa, muchacho. Alguno de los viejos te diría que la culpa la tiene justamente el asunto ese de haberle cambiado el nombre al pueblo.
Mueve la caña de pescar hacia delante y hacia atrás, y se acomoda en el banquito plegable. No han pescado absolutamente nada, aunque llevan ahí tres horas largas.
—Bueno. Pensándolo bien los viejos ya somos nosotros. Los que eran viejos en mi época ahora ya andan tocando el arpa. No viene al caso. La cosa es que este pueblo se llamaba «Colonia Hermandad». Sí, ya sé que suena raro. La fundaron unos gringos que vinieron acá hace una pila de años: 1890, 1900, ponele. O antes todavía, quién te dice. Anarquistas, los tanos. Por eso el nombre. Los abuelos nuestros eran esos tanos. Si te fijás, hay pocos apellidos criollazos, acá. La mayoría tenemos apellidos de fideos. Bueno, le entraron a dar a la tierra. Vos viste cómo eran esos tanos. Y la cosa anduvo, más o menos. Y se llamó así por un montón de años, Colonia Hermandad. O Hermandad a secas, para abreviar. Pero nunca falta un infeliz, muchacho. Un infeliz con ganas de complicar las cosas.
—¿Por?
—Porque de buenas a primeras a un fulano que nombraron en La Plata como coordinador de no sé qué… el cargo no me lo acuerdo. Te hablo de la época de Fresco… Ese que era gobernador de los conservadores, no sé si lo ubicás. Bueno: a ese amigo suyo que no me acuerdo el apellido, por suerte, y ojalá que esté asándose en su tumba, le pareció que ese nombre era peligroso, antiargentino, comunista, apátrida, qué sé yo. Y le dio manija al tal Fresco con que había que cambiarle el nombre, que no podía ser que tuviera ese nombre de revolucionarios…
—¿Y?
—Bueno, habrá sido a fines de los treinta, no sé, yo era pibe. Pero vino el golpe del cuarenta y tres y durante el peronismo el asunto quedó en veremos. Bah, en realidad no es que lo pararon sino que le dieron una vuelta de rosca al proyecto, porque se les dio por ponerle Colonia Evita, pero no llegaron a tiempo porque los agarró la Libertadora y echaron todo para atrás. Y siguió siendo Colonia Hermandad. Pero después, cuando Onganía, resulta que al fulano aquel amigo de Fresco le dieron un cargo importante. No sé, tendría más años que una momia, pero seguía dando vueltas, se ve. Y colijo que le había quedado la espina clavada, porque lo primero que hizo, pero lo primero, ¿eh?, cuando asumió el cargo (que el cargo no recuerdo bien cuál era), fue firmar un decreto, una ordenanza, algo así, cambiándonos el nombre. «O’Connor» y a otra cosa.
—¿Y eso de dónde salió?
—Shh… hacé silencio.
El viejo, de buenas a primeras, parece volcar todo su interés al tacto de sus dedos sobre la caña de pescar, como si a través de las yemas pudiese leer lo que ocurre en la profundidad de la laguna. Durante más de un minuto se mantienen los dos bien quietos y callados. Por fin Lépori chista con fastidio y da por terminada la acechanza:
—Se va a la mierda. ¿Qué decías?
—O’Connor, que de dónde…
—Ah, sí. Resulta que antes de que se fundara la colonia, estos campos, toda la zona, eran de un irlandés que criaba ovejas y se llamaba así. Parece que llegó a tener… no sé, una ponchada de animales. Si hasta el tren se le acomodó a su gusto. Te digo que si vos mirás el trazado de la línea hace como una curvita para abajo. ¿Ves? Así.
Se ayuda en la explicación con la caña, usándola como puntero sobre un pizarrón imaginario. El flotante salta sobre la superficie del agua y forma ondas circulares que se agrandan hasta la orilla. Aráoz piensa que si quedaba algún pez en las inmediaciones Lépori está asegurándose de ahuyentarlo.
—Viene recta —sigue el viejo— hacia arriba, como para Córdoba, y hace esa vueltita. Bueno; eso lo hicieron para llegar a las tierras del irlandés y poder cargar la lana. Imaginate la de ovejas que tendría. El asunto es que el tipo, el tal O’Connor, de buenas a primeras liquidó todo y se mandó mudar. Así nomás. Algunos dicen que se volvió con la plata a Europa y se compró media Irlanda, o que se fue a dar la gran vida a la Capital. O que se llevó las ovejas a la Patagonia y allá perdió todo porque lo estafaron. El asunto es que de acá se las tomó y no se le vio más el pelo. Lo de los italianos anarquistas vino después de eso. El asunto es que, sin comerla ni beberla, pasamos a llamarnos así: nos cambiaron nuestro nombre libertario por el de ese irlandés que se tomó el aliscafo. Qué vas a hacer…
Recoge la línea y revisa el anzuelo. La carnada ha desaparecido. La reemplaza en dos movimientos y vuelve a lanzar.
—Y mirá que es creer o reventar. Fue cambiarle el nombre y se empezó a ir todo al mismísimo carajo. Tampoco fue de un día para otro. Pero igual. No te digo el campo. El campo, vos viste cómo es. Vienen buenas y vienen malas. Me refiero al pueblo. A esa altura medio pueblo trabajaba en la fábrica de antenas.
—¿Antenas?
—Sí. Antenas de tele, de radio… Sobre todo las de radio. ¿Viste esas que se alargan y se acortan, plegándolas? Esas de varios tramos. Bueno, de esas. De entrada, no. De entrada no se notó. Pero después cuando volvieron los milicos… con ese orejudo con cara de amargo de ministro…
—Martínez de Hoz —acota Aráoz, sintiéndose un apuntador histórico.
—¡Ese! —convalida Lépori, repentinamente enardecido, como si refrescar el nombre le actualizara la bronca—. Qué hijo de una gran… —el insulto se le disuelve en los labios—. Ese fue el que dejó entrar importada hasta la manteca, ¿no? Bueno. Ahí sí que se complicó la cosa, porque nos tuvimos que meter las antenas ya sabés adónde…
—¿Usted trabajaba en la fábrica?
—No, yo no. Pero pará, que falta. Después de los milicos, mal que mal, la cosa se acomodó. Un poco, aunque andábamos a los saltos con la inflación… Pero se acomodó un poco. Pero cuando vino Menem… —Lépori hizo un gesto de barrer todo, de lado a lado— ahí quedamos con el culo apuntando al norte… Otra que manteca importada… Manteca quedamos hechos nosotros… no sabés…
—¿Y qué hicieron?
El viejo lo mira, como tratando de determinar si Aráoz pregunta por interés o por aburrimiento.
—Nada. ¿Qué íbamos a hacer? Jodernos. Los que todavía tenían algo de campo trataron de aguantar, pero también les fue como el culo. Ahora un poco levantó. Con lo de la devaluación y todo eso se respira un poco. Por la soja. No sé si te fijaste que hay soja plantada hasta en los techos de los ranchos. Con eso se va tirando… algo es algo.
—¿Y Perlassi?
—¿Perlassi qué?
—Ya había vuelto de Buenos Aires, para esa época…
—¡Ah! Y sí… dejame ver… ¿cuándo dejó el fútbol?
—El último partido oficial lo jugó en julio de 1971.
Aráoz habla con el tono circunspecto de un alumno torpe pero aplicado que quiere asegurarse de no perder la oportunidad de responder bien la única pregunta que realmente sabe. El viejo lo mira con esa cara que a Aráoz le suena a sarcasmo o a compasión.
—Estos periodistas… —soltó—, ¡qué memoria! Y bueno. Entonces Perlassi se volvió al pago con el nombre recién cambiado, porque apenas largó el fútbol se vino para acá, y con los mangos que había juntado compró la estación de servicio.
Aráoz se dispone a jugar ligeramente al detective:
—Claro, con el éxito que tuvo habrá juntado sus buenos pesos…
—No te creas… Mirá que en esa época se movía mucho menos plata que ahora. Si a veces me hago una mala sangre viendo cada patadura que no se puede creer, jugando en Primera, y después resulta que los venden a Europa por una montaña de guita. Por eso ni miro fútbol. Así no me amargo.
—¿Perlassi sí?
—¿Eh? No, tampoco. Piensa lo mismo que yo, en eso. La cosa es que con los mangos que juntó compró esta cosa. Yo creo que lo vio como una inversión, le pareció que era un negocio sencillo…
—¿Y no era?
—Sí. Tú lo has dicho. «Era». Si las cosas andan más o menos bien, es una pavada. Recibís combustible, despachás combustible, listo. Con los lubricantes y el lavado podés tener alguna historia, pero ni siquiera. Ahora, si la cosa viene mal, agarrate. Porque la nafta se paga toda de contado, pero acá no te queda otra, con un montón de clientes, que abrirles cuenta corriente y te pagan cuando venden la cosecha, porque hasta ahí están secos como pastel de polaco. Así que arriesgás una ponchada de pesos. Pero si les decís que no, se te ofenden y se mandan mudar y encima te dejan el clavo. Es un quilombo.
—¿Y usted empezó enseguida con él?
—Ajá. De movida, nomás.
—Por eso de que eran amigos desde chicos…
El viejo lo mira un largo instante. Ahora es indudable que lo hacía con sarcasmo.
—Y dale con lo de los amiguitos, vos.
—Bueno, porque «se conocían» desde chicos…
—Atendeme: para que largues otro mate, ¿hay que matarte o alcanza con pedírtelo?
El día centésimo quincuagésimo tercero de su reclusión voluntaria Aráoz no espera a quedarse sin cigarrillos para incorporarse de la cama. Ni siquiera es de noche. Ni siquiera la raya de sol ha empezado a subir por la pared opuesta a la ventana.
No podrá, en los días sucesivos, dar cuenta del encadenamiento exacto de pensamientos o emociones que lo conducen a levantarse poco antes de las cuatro de la tarde, caminar hasta el placard, empinarse en puntas de pie y sacar la caja de cartón que guarda al fondo del estante más alto. La deposita sobre la cama. En la operación se ensucia los dedos de polvo porque lleva en ese estante siete años: los transcurridas desde que Leticia y él se mudaron al dúplex. Adentro hay varios objetos de esos que Aráoz ha guardado para que le sirvan como muescas para señalar los hitos del tiempo. No los ve, ahora. No desea verlos. Teme que le produzcan más dolores que los que ya carga encima. Hay una sola cosa que está dispuesto a buscar en esa caja. Ahí está. Una hoja de revista plegada en cuatro.
—Decime una cosa, muchacho… Los periodistas deportivos, como vos… ¿son hinchas de algún cuadro? Esperá. Te lo pregunté mal. ¿Vos sos hincha de algún equipo o al trabajar de eso se pierde esa cuestión apasionada de los hinchas, y todo eso?
Vuelven caminando de la laguna sin haber pescado absolutamente nada. El viejo, portando un balde vacío en la mano izquierda, abre la marcha por una senda marcada por anteriores caminatas. A los costados los pastizales alternan el amarillo del invierno con algún verde claro propio de octubre. Aráoz camina detrás, cargando la caja de pesca y los banquitos plegables. La pregunta del viejo lo toma por sorpresa y tiene que demorarse un segundo para armar una respuesta verosímil.
—Bueno, vea —está hecho todo un chacarero, con eso de «vea», ironiza para sus adentros. Siempre se le pegan los modismos de la otra gente—. No puedo hablar por los demás. Por mi parte no soy hincha de ningún cuadro.
—¿No?
—No. De chico era hincha de Wilde. Iba siempre a la cancha. Con mi familia.
Iba a decir «con mi padre». Jamás lo nombra como «papá», y eso a la gente a veces le choca. Y en ocasiones se trabuca intentando cambiar un término por otro en plena charla. Mejor así. «Mi familia».
—¿No digas? ¿Sos de la zona?
—Ajá. Me crié a quince cuadras de la cancha. Y ahora vivo por ahí, también. A dos cuadras de la avenida Belgrano.
—Ah…
Aráoz agradece mentalmente el silencio que sigue. No siente el menor deseo de andar hilvanando recuerdos de infancia. Pero de sopetón le entran ganas de disipar una duda.
—¿Y Perlassi de qué cuadro es hincha?
—No. Perlassi no es de ningún cuadro. Yo tampoco. A mí el fútbol…
Aráoz siente ese «yo tampoco» como un ligero reclamo. Se reprocha no haberle preguntado por él, antes de hacerlo por Perlassi. Tal vez está a tiempo de corregirlo.
—Y a usted, ¿por qué no le gusta?
—No, el fútbol me gusta. Pero me voy a ver los partidos de la Liga. El que no me gusta es el fútbol profesional, sabés. Aparte, con las cosas que se ven desde adentro, las que se pasan… Te digo por lo que cuenta Perlassi… —hizo una pausa—. La verdad que te quita las ganas.
A Aráoz la tristeza se le posa sobre los hombros. ¿Y si escarba ahora en el asunto, y listo? Recuerda el axioma materno: «Lo malo mejor saberlo pronto». Tal vez el viejo hable. Pero Aráoz no se atreve. Además, al fin y al cabo, los axiomas maternos lo han conducido propiamente a la loma de la mierda, concluye.
—Con Perlassi ocurre otro tanto. Fútbol de aquí… todo lo que quieras. Alguna vez les hizo la gauchada de dirigirles el equipo y todo. Pero donde corre plata, plata grande…, no gracias. Eso dice Perlassi —agregó al final—. Claro: si vos trabajás de eso tendrás que tener una opinión distinta, si no…
Aráoz se pregunta, a la pasada, si no le hubiera convenido presentársele al viejo como experto en astrología o en cría de chinchillas. Habría sido menos complicado, pero ya no puede echarse atrás.
—No crea. Uno ve muchas cosas, como usted dice. De chico sí. De chico era hincha de Wilde, como le dije.
—¿Con quién ibas a la cancha? ¿Con tu viejo?
—Sí, sí… iba con él —«ya me lo preguntaste», piensa—. Con él y con mi tío y mis primos. Todos vivíamos en la zona, sabe.
—Así que a Perlassi lo habrás visto seguido.
Aráoz se anima. Eso sí le interesa.
—Sí. Bueno, cuando volvió, porque en la primera época yo era chiquito. Claro que me contaban… toda la época del ascenso a Primera. Lástima que me la perdí.
—Lástima no. Si la hubieras visto serías diez años más viejo, por lo menos.
—Uh. Si es por eso… diez años más, diez años menos…
Por el modo en que lo mira el viejo, Aráoz cree entender que ha ido demasiado lejos —o demasiado profundo, más bien— en su respuesta. Mejor dejar de hacerse el pensador escéptico.
—Pero después ya no. Una vez que Wilde se fue al descenso dejamos de ir.
—Sí. No fueron los únicos, creo —el viejo calla, mientras se interna tal vez en los vericuetos de su propia memoria—. Terminó desapareciendo. El club, digo. ¿No es así?
«La perla de la corona», dice el título, en grandes letras amarillas, pretendiendo jugar con el apellido del jugador. La foto a doble página de Fermín Perlassi, vestido con la casaca, el pantalón y las medias del Deportivo. Y con los botines con tapones, probablemente de aluminio. Perlassi sonríe por detrás de su bigote, con el marco abigarrado de sus patillas espesas, debajo del techo frondoso de su pelo largo y enrulado. En el pantalón luce el número cinco, sobre el muslo derecho. Las medias son gruesas y de algodón, como se usaban entonces. Seguro que se las sostiene con una tira de elástico blanco del que se compra en cualquier mercería. Perlassi sonríe con una sonrisa de capitán, de caudillo, de tipo que no se borra nunca. Perlassi sonríe con la misma sonrisa que Aráoz vio la primera vez que sus primos le mostraron esa lámina pegada con chinches en la pared de la pieza de ellos. Aráoz, sentado en su cama, a los cuarenta y dos, con la caja de cartón que carga tres décadas de polvo y de encierro, la mira un largo, larguísimo rato. Y no puede evitar sonreírle a esa sonrisa.
Dejan atrás el sendero. Ahora caminan sobre el deteriorado asfalto del camino. A unos cien o doscientos metros se ve, a la izquierda, la acopiadora; y a la derecha, un poco más lejos, la estación de servicio.
—Sí —conviene Aráoz—. Después del setenta y uno el Deportivo Wilde entró en picada. De la B a la C en el setenta y tres, un par de años ahí… Después la D, y terminó desapareciendo.
—Parece mentira cómo un club que llegó a Primera termine así, sin dejar rastro.
—Capaz que todas las cosas terminan igual, ¿no cree? —sentencia Aráoz, aunque de inmediato vuelve a reprocharse ese afán entre metafísico y melancólico que parece haberlo asaltado. ¿El fracaso pesquero lo ha puesto de ese talante?, se amonesta. Por suerte el viejo no cree necesario levantar su último y estúpido aforismo.
—Así que de esa época lo conocés a Perlassi —dice en cambio.
—Sí. Yo lo seguí mucho la última temporada que jugó en Wilde. En esa época íbamos siempre.
—Ah… Y sí —retoma el viejo—, esas cosas de chico a uno le quedan. Yo me acuerdo, y mirá que han pasado años, de las cosas que hacía con mi viejo, y me siguen pareciendo fabulosas. ¿A vos no te pasa?
«No. Para nada», piensa Aráoz.
—Seguro. Seguro que sí —contesta.
Cuando pasan por delante de La Metódica, Lépori le señala los camiones detenidos en la playa de maniobras.
—Hoy carga Lorgio. Fijate el cartel en las puertas.
Aráoz observa cinco camiones relucientes y enormes, alineados a la espera de su turno. Todos tienen pintada en negro, a los costados y en las lonas, una leyenda que reza «Francisco Lorgio. O’Connor. Provincia de Buenos Aires». Más atrás, contra los silos, varios hombres trajinan trepados a la caja y al acoplado de un sexto camión, ajustando con sogas las lonas de protección, después de completar la carga.
—Ese es el de los hermanos López.
Casi como una confirmación de las palabras de Lépori, se escucha en la lejanía un crujido metálico tenebroso y prolongado.
—A este Eladio le sigue costando meter la primera —aclara el viejo, con cierto fastidio cariñoso.
Andando hacia la estación de servicio, Aráoz nota que de ese lado se la ve más deteriorada que desde la ruta. Entiende que la última vez que la han pintado lo han hecho solamente por el frente, de manera que las paredes del fondo se notan enmohecidas y descascaradas.
Después repara en el cartel colgante de YPF. Ese emblema en letras negras enmarcadas en varios círculos delgados de color celeste, todo sobre fondo blanco. Verdaderamente es viejísimo. Cuando está a punto de preguntar por qué nunca lo cambiaron siente un ruido que lo hace dar vuelta, espantado.
Apenas a unos metros tienen el camión de los hermanos López, que ha abandonado La Metódica y se dirige hacia la ruta. El problema es que avanza a una velocidad excesiva, y en una dirección que apunta francamente a la banquina derecha, y hacia el sitio en el que Aráoz y Lépori se han quedado estáticos. Aráoz levanta los ojos hacia la cabina. El camión está tan cerca que sus ocupantes se divisan perfectamente. El conductor luce una expresión de perplejidad absoluta, como si fuese el primer sorprendido ante el giro que han tomado los acontecimientos. El acompañante, en cambio, vocifera palabras que resultan ininteligibles por el rugido del motor, y mueve los brazos como aspas en un gesto inequívoco de que más les vale hacerse a un lado.
Sin tiempo siquiera para ayudarse el uno al otro, Aráoz y Lépori se tiran de cabeza a la zanja del costado. Desde el piso, Aráoz siente vibrar el suelo y el pelo se le mueve con la brisa que levanta el camión a su paso. Cuando termina de sobrepasarlos, se sientan en el suelo como pueden.
Las peripecias de los López no han acabado. En su esfuerzo por alejarse de la cuneta en la que ellos han terminado arrojándose, Eladio debe haber pegado un volantazo tan brusco que el camión sale lanzado hacia el lado opuesto. Como no disminuye un ápice su velocidad, baja del asfalto, cabecea en la cuneta y avanza entre los yuyos antes de que pueda controlarlo. En ningún momento, al parecer, los hermanos logran advertir que si Eladio aprieta el freno, o al menos suelta el acelerador, las cosas tenderán a clarificarse. Antes bien, y con otro volantazo, logran torcer de nuevo más o menos en la dirección original cuando están por impactar en el alambrado del campo vecino. No obstante, y como el acoplado resulta menos dócil a semejantes virajes, la parte trasera golpea contra uno de los postes del alambre y derriba ese y otros tres o cuatro antes de volver al camino.
Ya a la altura de la estación de servicio el incidente parece superado. Eladio ha conseguido ubicar el camión en mitad de la calzada y lo mantiene así hasta el empalme. Se encienden las luces de freno y de giro y, después de una pausa, los López viran hacia el este poniendo proa a Buenos Aires.
—La reputísima madre que lo parió —Aráoz insulta en medio del jadeo de espanto que le ha producido el encontronazo.
—Bueno —el tono de Lépori ha recuperado el aplomo—, saliendo de La Metódica no te digo: pero la curva de allá adelante la tomaron muy bien.
Aráoz baja la escalera y entra a la cocina, que sigue tan desordenada y tan sucia como cualquiera de los últimos ciento cincuenta y tres días. Extrañado, nota que no hay cucarachas a la vista, y concluye que prefieren las incursiones nocturnas. Repara, además, en el hecho de que hace cinco meses que no ve la cocina con luz de día.
Por algún lado tiene que estar su agenda, pero ¿dónde? Revuelve el desorden de la mesada sin resultado. Va al living y después de dar varias vueltas se topa con su portafolios, apoyado contra el costado del sofá. Mientras se sienta y lo abre sobre su regazo, toma conciencia de que ese maletín estuvo en ese sitio desde que lo dejó ahí al volver de trabajar, hace —también— cinco meses.
Sin que venga a cuento, y mientras busca la agenda entre los papeles del portafolios, recuerda que una vez leyó que en las ruinas de Pompeya, bajo los estragos de la erupción, habían encontrado a los seres y a las cosas, siglos después, en gestos ordinarios, en acciones cotidianas, tal como los había sorprendido la catástrofe. Viéndolo ahí, junto al sofá, le parece que su portafolios también alberga ese vestigio de inocencia anterior a cualquier apocalipsis.
Después de almorzar Aráoz decide volver a la laguna. Ahora que conoce el camino, y que ha detectado dos o tres rincones que parecen agradables, se dirige hacia allí con la idea de dormir la siesta. Es cierto que si duerme durante la tarde es muy probable que le cueste todavía más conciliar el sueño por la noche, pero Aráoz tiene para este razonamiento —como para casi todos los otros— el antídoto preciso: también es probable que, aun sin siesta, la noche la pase en blanco. De manera que saca del bolso el libro que ha guardado antes de salir de su casa y se va.
Por fin encuentra la agenda, debajo de unas órdenes de compra que jamás alcanzó a despachar. Busca en el índice mientras se pregunta si en esa agenda tiene pasados los teléfonos viejos. A, be, ce, de. Ahí está: Diego, su primo. Se halla tan compenetrado en la tarea que levanta el teléfono, disca el número y espera que empiece a sonar la campanilla como si tal cosa. Demora en tomar conciencia de que hace meses que se lo cortaron por falta de pago. Deja el maletín a un lado, busca las llaves y, al pasar por delante de la repisa, recoge algunas monedas de un peso. Cree recordar que en la otra cuadra hay un locutorio. Por primera vez en ciento cincuenta y tres días sale a la calle cuando todavía no ha caído la noche.
Se echa bajo un sauce que tiene un montón de brotes verde claro capaces —todos juntos— de dar sombra, aunque la primavera, a estas alturas, se advierta más en el calendario que en las cosas. Logra sin demasiado esfuerzo no pensar en casi nada. De a ratos, solamente, le rebulle en las tripas, con la misma vaguedad de una indigestión ligera, la sospecha de estar perdiendo el tiempo. Se pregunta, tal como ha hecho con otros hábitos que sigue decidido a desterrar (como el de decir casi siempre la verdad y el de ser gentil con el prójimo), si esa costumbre de tratar de aprovechar el tiempo se le irá quitando con el transcurso de los meses y los años. Busca consolarse diciéndose que algún progreso ha hecho. ¿No ha conseguido dilapidar casi seis meses desde abril en adelante? Sin ir más lejos, tiene conciencia de que hoy están a principios de octubre, pero mantiene una perfecta ignorancia acerca del día exacto que está transcurriendo. Sabe que es miércoles y octubre. Nada más. Hace tres días que abandonó su casa. Duda: «abandonar» tal vez no sea la palabra más adecuada. «Abandonar» le suena a irse con un portazo, dejando a alguien o algo adentro. Pero no es su caso.
Ciento setenta y nueve días después de aquel en que llegó de trabajar y dejó para siempre el portafolios a un lado del sillón con la agenda adentro y bajo varias órdenes de compra, Aráoz pide un remise para que venga a buscarlo a las siete de la mañana en punto y lo lleve a la terminal de Once.
Dos cosas desagradables ocurren de inmediato. Una es que el remisero llega diez minutos tarde y ni siquiera le pide disculpas. La segunda es que le abre la puerta del acompañante para que suba adelante, en lugar de invitarlo a pasar atrás, como Aráoz prefiere y considera que corresponde. Por timidez, por atolondramiento, Aráoz ocupa ese sitio, aunque enseguida se siente un pusilánime por haber obrado de ese modo. Pero —cosa extraña en él— entusiasmado en el proyecto que trae entre manos, o torvamente decidido a ser diferente a lo que ha sido, antes de llegar a Avellaneda toma la decisión de vengarse, y descubre que es una sensación dulce que lo llena de energía.
Se lanza entonces a hablar y a interrogar al chofer sobre los aspectos más diversos de la realidad circundante, en un abanico que abarca desde la confiabilidad del auto que conduce hasta el grado de corrupción de la policía caminera. Aráoz no olvida aderezar el interrogatorio con condimentos levemente xenófobos que el otro se apresura a compartir y multiplicar. Y de buenas a primeras, en el clímax de la charla, cuando siente que el otro ya lo considera un hermano pródigo, Aráoz de repente se convierte en una estatua de mármol.
Despierta bien entrada la tarde, cuando la copa reverdecida del sauce deja de ser obstáculo para el sol oblicuo que empieza a recostarse. Se ha dado vuelta mientras dormía, y la boca le ha quedado pegada al suelo. Se limpia los labios sucios de saliva y de tierra y se incorpora con un fuerte dolor de cuello. Le parece que ha soñado con algo importante, pero no es capaz de recordarlo, ni ahora ni en el camino de vuelta a la estación de servicio.
No elige quedarse callado a mitad de una discusión. Al contrario: espera un pasaje de la charla en el que ambos están en un todo de acuerdo —tal vez cuando coinciden en que los pobres lo son, sobre todo, por cierta esencial indolencia y por falta de iniciativa— y precisamente entonces se convierte en piedra. Después se regodea en la sorpresa y la confusión del pobre diablo.
El chofer intenta, al principio, reavivar el diálogo a como dé lugar. Luego, entre amoscado y confundido, se llama a silencio mientras repasa para sus adentros la frase con la que pudo haber metido la pata y ofuscado tan severamente a su otrora simpático pasajero. Aráoz clava los ojos en la ventanilla y lo deja dudar, y sufrir.
Otro logro —está decidido a apuntarse algún éxito, por minúsculo que sea—, además de ese de desconocer las coordenadas del calendario, es que ignora a cuánto asciende el dinero que guarda en el fondo del bolso y que es su única reserva. En ningún momento, desde que salió de su casa, ha contado los billetes. Ni en el taxi, ni en Once, ni en el tren, ni desde entonces hasta ahora. Tiene una idea general, claro. No pudo evitarlo. Como al descuido, y ya con los bolsos junto a la puerta del dúplex, sacó seis billetes de cien, prolijos y lustrosos. De modo que tienen que ser más de trescientos pesos y menos de quinientos. Pero hasta ahí llega su saber.
En el momento de bajar en Once, sobre la calle Mitre, Aráoz —que se ha ido envalentonando con el correr del viaje gracias a ese pequeño ejercicio de crueldad— adopta el tono sereno y apenas jactancioso de un galán de cine argentino de los años cuarenta para decir (a sabiendas de que el vuelto que debe entregarle el remisero constituye, como propina, una suma sustanciosa): «Quédese con el cambio: en este auto había un solo miserable»; y se apea con premura y cierto garbo majestuoso.
Ni siquiera recuerda cuánto le dijo Lépori que costaba la pieza e ignora lo que le cobra las comidas. «Todo un marginal. Flor de aventurero», se burla. Al llegar a su habitación deja en su sitio el libro del que no ha leído ni una página desde su arribo. No es que desconozca el contenido. Conoce de memoria buena parte de las páginas abigarradas de ese libro de tapas duras recubiertas de cuerina marrón.
Aráoz se aleja pensando que tal vez el remisero, en realidad, llegó con demora a su casa porque le encomendaron tarde el viaje, o que lo hizo sentar adelante suponiendo que con eso podía complacerlo. Pero no se arrepiente: en todo caso piensa que, si el otro se ha ido indignado por el destrato recibido, Aráoz puede entenderlo perfectamente, porque durante años le ha tocado tragar sapos de ese y de todos los tamaños.
Sale al baño y se topa con Lépori, que trajina en la parte trasera de un camión de YPF junto al chofer. Llenan una lata de veinte litros, que originalmente debe haber sido de pintura, con el combustible que extraen por una canilla situada en la base de la cisterna. Después lo descargan en la boca del tanque subterráneo de la estación de servicio. Por la manera entre dicharachera y nerviosa en que Lépori lo invita a pasar a la cocina y calentar agua para el mate, Aráoz tiene la impresión de que el viejo no quiere testigos de sus extraños procedimientos. Cuando sale del parador con los enseres ya dispuestos, el camión de YPF se ha ido, y Lépori hace rápidas anotaciones en una libreta que guarda en el bolsillo de la camisa.
—Listo —dice cuando concluye—. Vení. Vamos a tomarlo allá al escaloncito, que todavía da el sol.
Aráoz ceba en silencio hasta que junta valor para preguntar.
—¿Y eso qué era?
—¿Qué cosa?
—Lo del balde.
—Ah, eso. No, nada… ¿cómo te fue en la laguna?
—Bien —contesta Aráoz, y después se queda callado como si ese silencio fuese un modo de insistir en la pregunta.
—¿Qué pasa?
—Nada. ¿Por?
El interrogante sigue espesándose en el ambiente hasta que el viejo pretende disiparlo.
—Son cosas de tu amigo Perlassi, que me mete en cada quilombo…
Aráoz persiste en su silencio, como invitándolo a seguir. El viejo resopla, incómodo.
—Se llama «latear» —lo suelta impaciente, molesto, atropellándose con sus propias palabras—. Ya te dije: invento de Perlassi.
Succiona el mate y lo devuelve antes de continuar.
—Algunos camiones se las arreglan para tumbar a las estaciones de servicio cuando descargan el combustible. Son jodidos los camioneros. Si te dormís, te cepillan. Unos cuantos litros, tampoco es que te pueden acostar quinientos litros, digo.
—¿Y?
—¡Y nada, pibe! Que esos litros después los venden en otro lado. Eso.
—Y usted les compra…
—¡Yo no! ¡Perlassi les compra! Yo, acá, lo único que hago es cumplir sus órdenes.
—A ver si entendí: el camionero le dice al dueño de otra estación que le entrega… no sé, cien mil litros…
—¡Ehhh! ¿Qué te creés? ¿Que son transatlánticos? ¿En qué camión entran cien mil litros? Ponele diez mil, doce mil litros.
—Bueno, doce mil. Pero en realidad le baja mucho menos…
—«Mucho menos… mucho menos». Tampoco es tanto. Ochenta, cien litros, como mucho.
—Pero el de la otra estación le paga el total, ¿cierto?
El viejo acomoda la bombilla y ceba por su propia mano. Tiene la piel del rostro ligeramente enrojecida. Aráoz completa su idea:
—Y usted esos litros los pagará bastante más barato, supongo…
—¿Pero vos qué sos… de la policía sos?
—No, nada que ver —Aráoz se da cuenta de que su tono de voz neutro y calmo enardece a Lépori, pero no puede abandonarlo ni cambiar de tema. Enterarse de eso lo pone triste, aunque no sepa por qué; y Aráoz las tristezas las camina hasta el fondo.
—Primero que el arreglo ese lo inventó Perlassi —ataca el viejo—, y segundo… ¿vos qué sabés a quién le tumbamos esa nafta para latear? ¿Eh? ¿O acaso lo sabés?
—No, no sé…
—¡Ahí está! ¡No sabés! ¿Del otro lado de O’Connor vos no fuiste, no? Del lado que termina saliendo para la ruta 7. Vos caíste acá desde la otra punta, desde el ferrocarril.
—¿Pero la 7 no queda bastante más al norte, de ese lado?
—Sí, a eso voy. Eso era todo de tierra. Bah, era una huella que cuando caían dos gotas se perdía en un pantano. La gente de acá ni lo contaba eso como un acceso. No lo usaba nadie, porque estaba a la miseria. Todo el mundo salía por este lado. Bueno. Resulta que de buenas a primeras el turro de Manzi, que es el dueño del supermercado, compró una hectárea sobre ese camino. Así, en medio de la nada. La compró a precio de fracción de campo. Pensá que no había nada. Nada de nada.
—¿Y?
—Y que se mandó una estación de servicio de la reputísima madre. Todo sobre la tierra, ¿eh? Mirá que los paisanos medio que se le cagaban de risa, porque estaba gastando un dineral y por ese lado no salían ni los chimangos. «Capricho de rico», supuso todo el mundo.
Hace una pausa para tomar otro mate. Su tono ha virado de la vergüenza a la indignación. Pero Aráoz se percata de que el viejo sigue resentido con él porque, después de hacerse cargo del mate, no le ha convidado uno ni por equivocación.
—¡Otra que capricho! ¡Qué hijo de…! A los dos meses de que termina de edificarla, de buenas a primeras, viene una empresa de esas viales y se manda un pavimento desde el pueblo hasta la ruta que parece una pista de autos. Hasta boulevard con arbolitos, plantas, la mar en coche. ¿Qué casualidad, no? La tierra la compró por chaucha y palito. Ahora, decime: ¿vos te creés que no sobornó a medio mundo, por el dato y para que por fin hiciesen esa obra que estaba proyectada hacía como treinta años?
Porque sí, o porque se ha desahogado, transige en alcanzarle un mate que Aráoz se apresura en aceptar.
—La nafta que ustedes latean se la están cagando al Manzi ese, entonces…
—Ajá.
—Bueno —Aráoz concluye en el tono de quien quiere recomponer una complicidad que teme deteriorada—, dicen que quien roba a un ladrón…
—Dicen que sí —Lépori parece aceptar su prenda de paz, pero a Aráoz le da la impresión de que le ha resultado humillante tener que dar todas esas explicaciones y de que el buen humor lo ha abandonado.
—Bueno —Aráoz habla palmeándose con fuerza los muslos, como para quebrar la atmósfera viscosa que sus preguntas acaban de instalar—: ¿se anima a que le prepare un asado esta noche?
Lépori lo mira con el mismo gesto dubitativo y de ligera desconfianza con que las viejas palpan un tomate en la cúspide de la pila del puesto de la feria. Aráoz le ve en la expresión la tácita pregunta de «¿Serás asador, vos?».
—Mirá que va a llover —el viejo habla en tono de advertencia.
Aráoz no puede evitar el recuerdo de sus predicciones pesqueras, formuladas con idéntica convicción dos días antes, y supone que la noche estará tachonada de estrellas y ventilada por una brisa suave; pero teme que sea inoportuno traducir en voz alta esa ocurrencia. Siempre le genera ansiedad hacer bromas, porque teme ofender a las otras personas. Momento: esa era una preocupación habitual del animalito cortés y bien nacido que ha decidido dejar de ser para siempre. Mira el cielo diáfano y le parece completamente imposible que vaya a llover. Al cuerno con la delicadeza.
—Bueno. Si anda con la meteorología como con los peces, estamos listos.
¿Se siente mejor ahora?
—Probá, si te parece —el viejo no parece rencoroso. Vuelca la yerba en el pasto y golpea la calabaza contra el escalón de la vereda para que caiga la que ha quedado en el fondo y los costados—. Yo digo, nomás.
Después de preguntar una o dos veces, Aráoz da con la boletería indicada. «Necesito un pasaje a O’Connor, en el rápido que sale ocho y diez». «¿Adónde?». La voz que le llega desde el otro lado de la ventanilla —sin rostro, porque el vidrio es espejado— parece ligeramente fastidiada, como si despachar un boleto a ese destino obligase a su dueño a efectuar operaciones desagradables y cansadoras. «O’Connor», repite Aráoz, en ese tono cortés que es el suyo, salvo en las escasísimas ocasiones en las que juega a ser malo. Estira un billete de cincuenta pesos y recibe el pasaje. El vuelto demora una eternidad en aparecer por la ranura bajo el vidrio. Cuando recoge los billetes Aráoz advierte que se los han dado arrugados y que uno de los de diez pesos es falso.
La buena noticia es que el fuego enciende al primer intento. «No es para menos», se dice Aráoz, porque para evitar papelones se ha pasado media hora juntando ramas bajo los eucaliptos y en el descampado lindero. Con ese montón de leña seca y con la pila de carbón de buena calidad que le ha dado el viejo tiene suficiente como para asar un lechón entero. Pero se ha juramentado no quedar como un porteño chambón delante de Lépori, y por eso es tan importante ese buen comienzo.
«Ahí hay otra cosa para corregir», piensa, mientras agrega algunos trozos de carbón a la fogata. En su nueva vida, la opinión de los demás tiene que importarle un bledo. No está bien eso de estar pendiente de la aprobación del viejo como un escolar timorato frente a su maestro. Considera que en el viaje en tren hasta ese pueblo se ha comportado como debía. Y en la estación de O’Connor lo mismo, burlándose sin remordimientos del guarda y el encargado, a pesar de que se habían hecho los buenos samaritanos para ayudarlo a llegar hasta ahí. Un chico malo. Todo un rebelde. Eso es lo que es. Lástima que ahora anda de nuevo queriendo hacerse el boy scout con el asado. Mueve el carbón con la pala para emparejar la brasa. Después de todo —busca consolarse—, si el asado sale sabroso, él será el primer beneficiado. Cuanto más rico, mejor para él mismo, qué tanto.
Pero cuando alza los ojos se topa con la mala noticia de que hacia el este el cielo parece un espectáculo de fuegos artificiales. Unos rayos descomunales cruzan en todas direcciones. Aráoz se pregunta si la carne estará lista antes de que se descuelgue el aguacero. «Ese viejo engrupido ha tenido razón», se dice con más resignación que enojo. Vuelve a mirar. Es difícil calcular la velocidad de las nubes en semejante negrura. Pero se está levantando una brisita que de tanto en tanto le despeina el cabello y le crispa la ansiedad.
Aráoz se pregunta si todas las personas con las que deba trabar relación en ese viaje tienen pensado abusarse de su honradez o su imbecilidad. Alarga la mano con el billete falso hasta la ranura, pero no se asoman dedos dispuestos a recibirlo. Aráoz siente un repentino ardor en la piel de la cara y en el cuero cabelludo.
—Cambiame este billete porque, si no, te quemo el rancho con vos adentro, pedazo de hijo de una gran puta.
Lo bueno de indignarse es, para Aráoz, que las palabras le salen con mucha más facilidad que cuando es cordial y educado. Ahora sí, unos dedos se estiran y toman el billete. Vuelven casi enseguida con otro billete de diez pesos, perfectamente legal en este caso. Aráoz se siente triunfal. Clava una mirada iracunda en el vidrio espejado, esperando que el boletero la reciba como una maldición.
—Así me gusta —y cuando está a punto de irse, agrega—: pelotudo.
Después camina hacia el andén.
Escucha la aceleración de un camión que debe haber terminado de cargar combustible. Como la parrilla está, igual que su pieza, en la parte trasera del edificio, puede ver sus múltiples luces cuando enfila por la ruta principal hacia el centro de O’Connor. Así, en medio de la noche, con ese ronroneo parejo que se pierde poco a poco en la distancia, y con las luces de varios colores, le hace pensar en una nave espacial de juguete que tuvo cuando chico.
—¿Cómo va la cosa?
Lépori aparece desde el frente de la construcción, alargándole un mate recién cebado. ¿Hay sarcasmo en su tono de voz? Difícil determinarlo en esa oscuridad apenas alumbrada por las brasas rojas. Por las brasas y los refucilos, claro. Igual le parece que no.
—El fuego camina. El asunto es si aguanta la tormenta.
El viejo recibe el mate de vuelta y ceba para sí.
—Hagamos una cosa —propone después—: Yo prendo el horno y lo dejo listo como para usarlo. Si se larga, te traés la carne y listo. ¿Te parece?
Aráoz mira las nubes y le parece que ya están casi encima de ellos.
—De acuerdo.
—Ese que se acaba de ir era uno de los camiones de la flota de Lorgio. No sabés lo que pasó.
—¿Con qué?
—¿Viste los mellizos?
Aráoz asiente mientras le devuelve el mate.
—Mordieron la banquina cerca de Chacabuco y se pusieron el acoplado de sombrero.
—¡¿Qué?! —la alarma de Aráoz es sincera. Esos gigantes, aunque han estado a punto de matarlo esa mañana, le caen bien.
—No pasó nada…
El viejo lo agrega de inmediato, para apaciguar su inquietud, y Aráoz piensa, por un instante, que las palabras y los gestos a veces son sabios. «Pasar algo», en esa conversación, sería que los mellizos se hubiesen hecho daño. El tremendo camión volcado al costado de la ruta, las toneladas de soja desparramadas por ahí, los otros camioneros detenidos en la banquina para dar una mano, la cola de autos alargándose en ambos sentidos sobre la ruta, la autobomba roja de los bomberos y los patrulleros de la policía son, en este caso, lo mismo que «nada». «Algo» habría sido que ellos, los mellizos, hubiesen salido heridos o muertos. Y Lépori acaba de disipar esa posibilidad con un sencillo movimiento de la mano, como si las moscas y la fatalidad claudicaran ante ademanes idénticos.
—Les tengo dicho que no viajen de noche —sigue Lépori, y Aráoz detecta en su voz una paternalísima mezcla de contrariedad y compasión—. Si a duras penas controlan el bicho ese a la luz del día. Parece que al Eladio le agarró el complejo de Fangio y pretendió pasar a un camión que venía a sesenta y pegado a la derecha.
—¿Los habrán obligado a ir más rápido?
—No, qué va. Si Lorgio sabe de memoria que son dos pelotudos. Son ellos, que no quieren dar el brazo a torcer y se la dan de veteranos del camino… —hace un alto para tomar el mate—. Boludos… —sentencia después de la pausa, como si mentalmente hubiera revisado los hechos y las pruebas y llegado a esa conclusión, sin mala voluntad, pero sin falsas piedades.
Justo entonces les llega el rumor apagado pero inconfundible de un trueno.
El sol acaba de ocultarse detrás de una nube enorme y algodonosa, y al disminuir la claridad exterior Aráoz puede ver su propio perfil reflejado en la ventanilla del tren. Como nunca le ha gustado demasiado mirarse, baja los ojos hacia su regazo. Cerrado, sobre las piernas juntas, tiene un libro de Julio Cortázar.
—Igual te salió buenísimo, pibe —declara Lépori mientras le saca los últimos vestigios de carne a una costilla.
—Je. No sé con qué quedarme —Aráoz responde haciendo girar en el vaso el resto de su vino—: si con el «igual» o con el «buenísimo».
Estalla un trueno que hace vibrar los vidrios y que se hunde poco a poco en el rumor del aguacero.
—¡En serio, te digo! Aparte, ¿qué querés? Bastante barata la sacaste, con este tiempo de porquería. Le faltaba un puchito, nomás. Lo trajiste casi listo.
—¿Cómo hizo para saber que iba a llover?
—No sé. Supongo que llegar a viejo hace que sí o sí aprendas algunas cosas. Digo yo, no sé. Te imaginás la de veces que vi largarse a llover acá en O’Connor. Ojo que yo le acierto acá, en O’Connor. En Buenos Aires no le pegaba ni de casualidad.
—No sabía que había vivido en Buenos Aires.
El viejo enarca las cejas.
—Unos años, nomás. De joven. Igual te digo que no nos podemos quejar: todavía no cortaron la luz. Acá caen tres gotas y te dejan a oscuras. Por si acaso voy a preparar un par de quinqués.
Se pone de pie, va hasta la cocina y empieza a hurgar en la alacena. Habla en el tono de quien no está muy seguro acerca de cómo entrar en tema.
—¡Ah…! Hoy hablé con Perlassi. ¿Te conté?
El comentario saca a Aráoz del letargo en el que empezaban a sumirlo la cena y el vino.
—No. No me dijo. ¿Le avisó que lo estoy buscando?
—Sí, le dije.
—¿Y qué dijo?
Lépori llena de querosén los depósitos de los faroles y enrosca los tapones.
—Mirá… la verdad que se extrañó un poco…
—¿Por? —Aráoz no puede impedir que su voz suene un poco intranquila.
El gesto del viejo es vago, como si no estuviese seguro de la respuesta.
—Mmm… no sé… Dice que hace años de años que nadie se acuerda de que fue futbolista, y que le suena raro que El Gráfico mande a alguien a hacerle una nota después de tanto tiempo.
Aráoz se aclara la garganta y se cuadra mejor en su silla, tal vez como una manera de hacer sonar más convincentes sus argumentos.
—No crea. Hay un montón de jugadores del pasado que reciben homenajes, tributos…
—No me lo digas a mí. El que desconfía es él.
—¿Cómo que «desconfía»?
—Sí.
Lépori guarda la lata con querosén en la alacena, antes de completar la respuesta.
—Dice que seguro que lo venís a ver para revolver el asunto ese del Tanque Villar y del descenso.
Si estuviese menos asombrado y confuso, Aráoz se daría cuenta de que el silencio en el que se hunde lo coloca no tanto en los márgenes inciertos de la sospecha como en el cauce profundo de la culpabilidad. O Lépori lo ha encarado demasiado de repente, o él reacciona con excesiva lentitud por la comida y el vino, o sencillamente Aráoz no ha creído posible, ni en sus peores pesadillas, que Perlassi le descubriera el juego antes de levantar de la mesa ninguno de los naipes.
De todas maneras su pasmo es tan absoluto que se queda callado y con las manos abandonadas sobre la mesa todo el tiempo que Lépori demora en volver con un quinqué en cada mano y una caja de fósforos asomándole por el bolsillo de la camisa, y eso es casi lo mismo que confesar que sí, que lo que Perlassi teme sobre sus intenciones no es otra cosa que la pura verdad.
No es uno de los libros editados por el propio Cortázar. En realidad es una recopilación de sus cuentos, editada de apuro unos meses después de su muerte. Aráoz la robó sin remordimientos —o sin demasiados remordimientos— de una librería de la calle Corrientes. Son muchísimos los cuentos que contiene. El libro tiene más de quinientas páginas y los márgenes son estrechos, para ahorrar todo el espacio posible y que así quepan más historias. A Aráoz le gustan los libros así: los que están llenos, saturados, opíparos de palabras.
Sigue lloviendo a baldazos. Los truenos suenan como si estuvieran estallando debajo del propio suelo, y la tormenta hubiese decidido envolverlos y cocinarlos a fuerza de relámpagos.
Cuando el viejo se sienta, lo mira con los ojos bien abiertos, y Aráoz sucumbe a la inocencia de ser incapaz de sostenerle la mirada.
—Viniste por eso.
—No…
La negativa de Aráoz es tan hueca y carente de energía como el acto reflejo de alzar la guardia que ensaya, a duras penas, un boxeador vencido.
—Mirá vos este Perlassi: ahora es adivino.
—¡No…! ¿Sabe qué pasa? —Aráoz reacciona en un intento de salvar, aunque sea, las hilachas de su historia, como quien recoge del piso los trozos más grandes del florero que acaba de romper—. Yo tenía que buscarle la vuelta en la revista, para que mi jefe aceptara que viniese a hacer la nota.
—…
—Yo a Perlassi lo admiro mucho. ¿Vio lo que le conté de Deportivo Wilde? Pero es cierto que allá en Buenos Aires no es un nombre que todo el mundo tenga presente. Nada que ver. Entonces a mí se me ocurrió que poniendo como excusa ese partido, todo el drama, todo lo que se habló…
«Dicho en voz alta suena más estúpido que para sus adentros», piensa Aráoz. Lépori mira los cuadrados del mantel, y los repasa con el dedo.
—No sé, pibe. Capaz que para convencer a tus jefes fue una buena idea, no te lo niego. Ahora… para convencerlo a Perlassi de hablar, me parece que le erraste feísimo. Porque aparte… ¡Mierda!
La luz de un relámpago los ilumina como si el mundo se hubiese incendiado en una única llamarada, y el estampido del trueno es tan atroz que los deja aturdidos y acobardados. Al mismo tiempo se corta la luz.
Se quedan inmóviles y callados, y el sonido envolvente del aguacero ocupa todos los recovecos de la realidad.
—Mierda —repite Lépori, pero ya sin la pavura de la primera vez.
Aráoz necesita un segundo para recuperar el aliento, mientras su propio cuerpo se encarga de revisarse y convencerse de que sigue existiendo. Recién entonces puede meter la mano en el bolsillo y tenderle el encendedor a Lépori para que prenda los faroles. Desde el centro de la mesa, los quinqués los iluminan como una fogata menesterosa.
—Te garantizo que no va a querer saber nada —suelta Lépori, mientras hamaca en el fondo del vaso el último trago de vino.
Aráoz maldice para sus adentros. Ni el rayo ni el apagón han conseguido distraer al viejo.
—¿Tan así le parece? —interroga, aunque más que una pregunta es un ruego.
—Me parece que sí, muchacho.
Los alumbra otro relámpago seguido de un trueno feroz, pero no se sobresaltan: o se han acostumbrado al estruendo o solo tienen oídos para el diálogo que están retomando.
—Tenés que tener en cuenta que para Perlassi puede ser doloroso volver a pensar en todo aquello.
—¿Con usted lo habló alguna vez?
—En treinta años uno tiene tiempo de hablar de todas las cosas, supongo…
El viejo hace una mueca que tal vez intenta ser una sonrisa irónica, pero que le sale demasiado triste como para siquiera pretenderlo.
—De la luz olvidate hasta mañana —arranca Lépori, y Aráoz se dice que ahí va de nuevo a la carga, saltando a otro tema como quien golpea un viejo tocadiscos y hace saltar la púa por encima de cien surcos de vinilo—. Hasta mañana olvidate. Debe haber volado el transformador de media tensión que está sobre la ruta, casi en el empalme. No sé si lo viste. Ya pasó, una vuelta. Hasta que no amaine la tormenta no van a salir. Los de la cooperativa de luz, digo. Igual no seremos los únicos a oscuras, te aseguro. Si saltó acá, todo el pueblo se quedó en pelotas, porque es la línea principal, la que viene de Villegas.
—¿Salta un transformador y se queda todo el pueblo a oscuras?
Aráoz se arrepiente apenas pronuncia la última palabra. No por lo que ha dicho, sino por el tono que le ha salido al decirlo. Sin querer, ha hablado con el ingenuo asombro de un explorador del siglo XIX frente a las costumbres exóticas y confusas de un grupo de nativos neolíticos. Espera que Lépori no se haya ofendido.
—¡No! Todo el pueblo, lo que se dice todo el pueblo, no. Los idiotas, únicamente —«Sí», concluye Aráoz, aterrado: «se ha ofendido»—. Tus amigos de la estación de servicio de Manzi, que tiene todos los chiches, deben estar iluminados como una heladera de supermercado. Porque tienen grupo electrógeno, claro. Imaginate, de lo contrario no pueden despachar, porque las bombas de los surtidores son eléctricas, sabés. Claro, el lateo se hace manual, pero ellos son buena gente y no latean.
Aráoz está a punto de protestar por eso de «tus amigos», pero se detiene porque presiente que cualquier amago de defensa terminará de arruinarlo. No hace falta, de todos modos, que Aráoz complique todavía más las cosas, porque ya se han complicado solas.
—Vos te venís de Buenos Aires, haciendo pata ancha, comiéndote la pampa cruda. «Ojo, que soy periodista de El Gráfico, cuidado» —el viejo acompaña su remedo con un ademán de «vayan pasando» y un tonito altanero y sobrador—. «A ver, Perlassi, viejito, vengo a que me cuente cómo se cagó en su equipo y lo mandó al descenso en el setenta y uno. Cuénteme todo, eh, que la nota va a ser a doble página y con fotos. Ya va a ver qué linda que queda, y se la puede mostrar a sus nietitos».
Hace una pausa y el movimiento de servirse más vino, pero la botella está vacía.
—«Ah, ¿Perlassi no está…?» —sigue—. «Pero ¡qué contratiempo, qué contratiempo! No importa, me quedo rompiéndole las pelotas al encargado, total estos pajueranos están al pedo y no tienen nada más que hacer que tenerme la vela a mí».
Aráoz siente crecer su indignación. Es mentira. Él no entró con esos aires, ni habló de traiciones ni de agachadas. Pero si Perlassi se le niega con ese argumento está sonado, con la fosa cavada y la pala enterrada sobre el montón de tierra removida. Procura darse ánimos. Tal vez una opción sea esperar que al viejo se le pase la rabieta, o que se le asiente el vino que se ha zampado. En una de esas, ambas cosas sucedan juntas. Pero apenas lo piensa se siente un imbécil, porque de súbito recuerda que él, Aráoz, ha tomado la firme determinación de ser un hombre nuevo, alguien a quien nadie podrá prepotear, ni ignorar, ni abandonar. Jamás. Nadie de nadie, y nadie incluye a ese viejo, aunque sea la mano derecha de la única persona sobre la entera faz del planeta Tierra con la que Aráoz desea sostener una conversación.
—Váyase a la puta que lo parió —le escupe sin trabucarse y sin alzar la voz. Y como se siente mejor se atreve a seguir—. Y dígale a Perlassi que él también se vaya a la concha de su madre.
Se incorpora, camina hasta la puerta y la abre de par en par. Un diluvio lo empapa de la cabeza a los pies y lo obliga a retroceder dos pasos. El viento empuja el aguacero hacia ese lado, y en la oscuridad Aráoz se siente igual que si estuviera duchándose en tinieblas. Maquinalmente estira un brazo y cierra la puerta, para que no siga mojándose el piso. No toma conciencia de su propio gesto: de otro modo se reprocharía semejante acto de meticulosa urbanidad por parte de un rebelde inquebrantable.
—No es para tanto… —dice Lépori, y su voz suena fatigada, tal vez conciliadora.
—No es para tanto las pelotas —Aráoz experimenta la cómoda euforia de repantigarse sobre la indignación, acolchada por la buena voluntad del anciano—. ¿Hay manera de llegar a la puta pieza sin dar toda la vuelta por afuera del edificio?
La respuesta del viejo demora un instante, y les sirve a los dos para medir la distancia que los separa.
—No. No hay.
Aráoz vuelve a abrir. De nuevo el aguacero, como si alguien estuviese volcando un río sobre el techo y el dintel de la puerta. Cierra otra vez, sintiéndose un poco tonto allí, de espaldas al viejo y de cara a una salida que no puede atravesar sin calarse hasta los huesos.
Escucha que el viejo corre la silla hacia atrás y se pone de pie. Unas sombras de bordes anaranjados tremolan por la pared vidriada del frente y por la del costado, la que da a los sillones: el hombre va hacia la cocina con uno de los faroles en la mano.
—¿Querés café? —la voz de Lépori acaba de renunciar definitivamente a la beligerancia.
Aráoz piensa que tal vez sea preferible juzgar salvado su honor y no correr el riesgo de pasar por caprichoso. Por eso dice que sí y vuelve a la mesa para levantar los platos y las sobras. Hasta se ofrece a lavar, pero Lépori prefiere encargarse aduciendo que en la penumbra ubicará mejor el sitio de cada cosa. Sí acepta que vaya secando la vajilla.
Con el café vuelven a sentarse, aunque les pesa cierta incómoda solemnidad que se les ha quedado prendida en los ademanes y en lo difícil que les resulta quebrar el silencio. Mientas revuelven el azúcar en los pocillos, suena otro trueno feroz que rueda sobre el techo de chapas y demora un buen rato en fundirse con el rumor del aguacero. No comentan nada, y por primera vez Aráoz tiene miedo de que la discusión anterior haya roto algo irreparable. Su despecho y su bravura han tenido tiempo de sobra para disiparse, y la angustia vuelve a rodearlo con un escozor de lanas en el cuello.
Siente un impulso repentino que le barre la lógica y los planes, y lo obliga a decir una parte de la verdad.
—Le mentí. Yo no soy periodista.
El viejo levanta los ojos hacia él, como para asegurarse de que esas palabras han salido de su boca. Después vuelve a bajarlos y termina de revolver.
—Le dije eso porque pensé que, si no, me iba a sacar cagando.
Lépori bebe un sorbo. Ahora se lo queda mirando.
—Me pareció que si le decía la verdad iba a sonar tan ridículo que me iban a mandar a la mierda.
El anciano apoya la taza sobre el plato. Sigue mudo. Aráoz se imagina a sí mismo como un jardinero chambón que pretende, con pésimo gusto, ubicar una planta junto a otras en un cantero bajo la mirada severa y reprobatoria del dueño de casa. Una frase, una planta. Otra frase, otra planta. Y el dueño de casa que demora el veredicto definitivo hasta ver el conjunto. Hasta verlo y reprobarlo, claro. Pero no tiene más opción que seguir.
—En realidad quería conocerlo a Perlassi. Esa es la verdad. Y necesitaba… y quería preguntarle por el partido ese. Eso también es cierto.
Habla apoyando el dedo índice sobre el asa de su pocillo y haciéndolo girar.
—Pero era para mí que quería saberlo. Para saberlo yo, nomás.
El viejo por fin habla:
—¿Y vos quién sos, entonces?
Por la ruta pasa un camión haciendo ruido en las juntas de las lozas de pavimento y arrastrando un fragor de agua, como si fuese otra tormenta dentro de la tormenta.
—Nadie. Soy yo, nada más —se siente un idiota, porque apenas lo dice le suena lastimero, pero al mismo tiempo es sincero—. El nombre es verdad. Me llamo Ezequiel Aráoz.
—Ezequiel —repite el viejo, y Aráoz se percata de que es la primera vez que le dice su nombre de pila—. Tenés nombre de profeta…
Si el viejo espera alguna respuesta se queda con las ganas. Aráoz está vencido, aunque no sepa por cuál pendiente su ánimo ha resbalado hasta ese pozo. El silencio se alarga por el lapso de un par de truenos. Aráoz espera que el viejo hable, como para tener una referencia de hasta dónde decir y hasta dónde esconder. Pero Lépori sigue tomando su café como si en ese sitio hubiese dejado de rodar el tiempo. Aráoz vuelve a hablar, con la urgencia perentoria de una arcada.
—Mi mujer murió hace unos meses. Siete. Siete meses.
Una ráfaga más fuerte que las otras se cuela bajo la puerta y hace temblar la llama de las lámparas. «Ahora va a preguntarme dónde. O cómo. O por qué», piensa Aráoz.
—Lo siento mucho.
Eso es todo lo que dice el viejo, y Aráoz comprende que si quiere que la conversación continúe tendrá que mantenerla él.
—Capaz que usted se pregunta qué carajo tiene que ver eso con Perlassi.
Aráoz lo dice porque él mismo se ha preguntado mil veces qué carajo tiene que ver cada cosa con todas las otras, pero la cara del viejo no parece estar preguntando nada, sino únicamente escuchando lo que él tenga para decir.
—Y yo, la verdad, que no sé… Pero después que pasó… bueno, que pasó lo que pasó estuve como cinco meses tirado en una cama mirando el techo, sin hacer nada. Sin moverme más que para ir al baño. Ni comer. Ni siquiera comía, casi.
Vuelve a hacer girar la taza con el dedo.
—Y de repente me vino a la cabeza ese partido. Esa noche. Porque yo estaba. ¿Ya le dije eso? Yo estaba en la cancha. Mi padre me llevaba siempre. Con mi tío, y mis primos…
Las últimas palabras le salen con un hilo de voz, en un susurro, como si no llevasen a ningún lado, o como si no llevasen a ningún sitio al que Aráoz acepte ir. Toma aliento y sigue. Su café debe estar helado.
—Íbamos todos. Siempre. Yo estaba en la cancha y esa jugada la vi, y me la acuerdo enterita, como si fuera hoy.
—¿Cuál jugada?
—La del Tanque Villar, el nueve de ellos. La del gol.
—Ah —es evidente que Lépori la ubica. Por eso ha asentido con la cabeza, antes de beber el último resto de su café.
—De repente me acordé. Así. De la nada, me la acordé. Llevaba cinco meses tirado en la cama y fumando tres atados de cigarrillos por día.
—¿Vos fumás?
—Sí. No. Fumo un cigarrillo de tanto en tanto. Pero esos meses fumé como una chimenea. Salía para eso, nada más. A comprar algo de comida y puchos, nomás.
Aráoz se queda prendido de su propio relato y se calla la boca. Por hacer algo, acerca el pocillo a los labios y toma un sorbo. El café helado le provoca un gesto de repugnancia, pero insiste con otro trago antes de dejarlo sobre la mesa.
—Cinco meses así. Como tenía la persiana abierta veía moverse la luz del sol de la mañana a la noche. Una vuelta llovió con todo. Parecido a esto de hoy. Entraba el agua por la ventana y no fui capaz de levantarme a cerrarla. Casi que me divirtió ver cómo se me empapaban las piernas y el colchón quedaba hecho sopa.
Estira la mano hasta la azucarera y agrega dos cucharadas a su taza. Vuelve a beber. Habla con la lejanía de quien refiere las peripecias de otro.
—Y de pronto me acordé. De la nada, como le digo. Yo estaba dándoles vueltas a los mismos dramas de todos los días anteriores. Y me vino a la mente ese partido. Y me quedé horas dándome manija con ese recuerdo. Nada más que con ese partido. Después me dormí, y le pegué derecho cinco horas.
Lépori enarca las cejas, tal vez sorprendido. Parece dispuesto a hablar, pero se contiene.
—Me levanté, hice la cama y me pegué un baño. Usted dirá «ah, sí, gran cosa, levantarse y darse una ducha». Bueno. Le aseguro que fue toda una novedad. Y todo eso me pasó cuando decidí que tenía que saber lo que había pasado.
El viejo sale abruptamente del silencio.
—¿Pasado con qué? ¡El Tanque corrió cincuenta metros y la clavó al segundo palo! ¡Uno a cero y a cobrar! ¿Saber qué?
—Saber por qué Perlassi lo dejó pasar. Por qué lo dejó correr cincuenta metros y meterse al área. Por qué no lo hachó veinte metros antes.
—¿Y no puede ser que Perlassi haya llegado tarde al cruce y listo?
—No.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—¡Porque Perlassi llegaba a todas! ¡Por eso!
Lépori vuelve a mirarlo, como si de nuevo las palabras de Aráoz lo sorprendieran. Ahora habla con menos enjundia.
—Pudo haber fallado en esa. Tampoco era una máquina, el pobre tipo.
—Se equivoca. Perlassi no fallaba nunca. Y si fallaba, le pegaba una cepillada al delantero en las pantorrillas y a otra cosa. Yo lo vi mil veces.
—¿Qué? ¿Cagar a patadas a los rivales?
—No. Lo vi mil veces ganar la pelota sin cometer foul. Pero también lo vi serruchar a un par de delanteros cuando no quedaba más remedio.
Desde el fondo del sonido de la lluvia comienza a crecer el aullido de una sirena. Lépori tuerce la cabeza, como para escuchar mejor.
—Será como vos decís —concede—. Pero siempre hay una primera vez. Suponete que justo esa del Tanque Villar fue la primera. ¿No es posible, acaso?
—No.
—¿Y cómo podés estar tan seguro?
—Usted mismo me lo dijo, hace un rato. Cuando me preguntó si yo quería saber de un partido en especial.
—Porque me lo preguntó Perlassi…
—¡Con más razón! ¿Por qué se lo preguntó Perlassi? ¿Porque sí? ¡Un carajo, porque sí! ¡Se lo preguntó porque él también se acuerda! ¡Y se acuerda de todo lo que se dijo después!
—¿Y qué se dijo?
¿Es impresión de Aráoz, o Lépori está fastidiándose de nuevo? Pero no puede salir de ahí como si nada.
—Se habló. Se habló un montón. Pero a mí no me importa lo que se habló. Lo que me importa es saber lo que pasó con Perlassi. La verdad. Eso quiero saber. La verdad.
—¡Uh! «La verdad». —Lépori lo dice de un modo que a Aráoz lo hace sentir un idiota. ¿Y si manda todo al cuerno y se vuelve para su casa?—. Me parece que va a ser mejor que te cobre la pieza estos días y a otra cosa, pibe. Cuando vuelva Perlassi te va a querer matar. Y a mí también, por no haberte echado a patadas en el culo.
No hay enojo en la voz de Lépori, sino más bien un cansancio resignado. Después hacen silencio un rato, como si se hubiesen quedado sin argumentos de repente, o como si les hiciese menos daño escuchar la tormenta que decirse cosas tal vez irreparables. La sirena, que se había callado, inicia un nuevo aullido progresivo.
—Son los bomberos —explica Lépori—. Debe estar creciendo la laguna y tienen que evacuar alguno de los ranchos de la orilla.
«¿Y a mí qué me importa?», piensa Aráoz, pero se cuida muy bien de decirlo. A medio camino entre el enojo y el desconsuelo, decide seguir hasta el fondo.
—Al final, todo lo que me dijeron de Perlassi allá debe ser cierto. Todo. Todo verdad —y el modo en que dice «todo», eso solo, suena tan profundamente a insulto que Lépori recoge el guante.
—¿Ah sí? ¿Y qué te dijeron?
—Que todos los jugadores estaban untados para dejarse ganar. Que se vendieron. Que entregaron el partido. Que fueron todos unos hijos de puta. Y que Perlassi, como era el capitán, estaba al frente del chanchullo.
Lépori no responde enseguida. Aráoz desearía poder estudiarle las facciones, pero fracasa por culpa de esa luz trémula y acaramelada que sueltan los quinqués.
—¿Y eso quién te lo dijo?
Por suerte la encuadernación es buenísima. Las hojas están cosidas, y las tapas son duras y están forradas de cuero. De lo contrario, con el millón de veces que lo ha leído, debería habérsele pulverizado entre los dedos. Aráoz, casi recostado contra la ventanilla, lo abre en una página cualquiera. Alguien está vomitando un conejito. Entonces no es una página cualquiera. Aráoz sonríe y cierra el libro.
Ahora es el turno de Aráoz para demorarse. Nunca los ha contado, a los que han hablado así en 1971. Y como no tiene demasiadas ganas de seguir metido en esa conversación que acaba de irse al mismísimo carajo, se dice que tal vez sea un buen momento para sacar la cuenta.
Su padre, uno. Su tío, dos. La misma noche del partido. Su padre habló mientras Perlassi se hacía sitio entre los rivales —que festejaban abrazados en el área chica—, se agachaba para alzar la pelota abandonada en el fondo del arco y salía corriendo como un galgo para sacar desde el mediocampo.
«Qué te hacés el apurado, ladrón». Eso había dicho su padre. Aráoz lo había oído bien, y lo había visto decirlo, porque acababa de alzar la cabeza hacia él. También la nariz de su padre soltaba el vapor del frío. Y las palabras habían salido por sus labios hechos una hendija, como si hubiese querido no soltarlas. Al chico esas pocas palabras se le habían hundido como una aguja de tejer en el ombligo. No tanto por las palabras, sino por el modo en que su padre las había pronunciado. Además, las palabras en sí, Aráoz no las había entendido del todo. Tenía ocho años, y ocho años son pocos para pescar la extensión del sarcasmo. Pero igual se le habían grabado, porque ese modo de hablar de su padre lo aterrorizaba, y Aráoz ya había aprendido que el miedo es una excelente llave para guardar cosas en la memoria. A veces hablaba así, su padre. No siempre. Pero cuando apretaba los puños, y los ojos se le achicaban de ese modo, y los labios apenas se le movían debajo del bigote, Aráoz se sentía enfrente de un volcán que vomitaba hielo. Un hielo que cortaba al que se pusiera delante. Bueno, esa idea del hielo Aráoz la tuvo después, cuando creció, que hasta para eso hace falta crecer: para poder apilar palabras sobre la lisa superficie de un miedo que al principio carece de ellas. Más de una vez a Aráoz le había tocado recibir esas palabras, y ser mirado por esos ojos negros y hondos como el caño de un revólver. Cuando se había volcado la leche sobre el guardapolvo de la escuela, en primer grado, por ejemplo. Su padre lo había mirado mal, muy mal, y le había dicho «no hay caso, naciste idiota». O una vez que había entrado en la pieza mientras él, Aráoz, manipulaba el colchón orinado. Él se había vuelto hacia la puerta y había visto al padre de pie en el umbral de la pieza y se había quedado yerto, como si la policía acabase de descubrirlo manipulando un cadáver en un descampado. El padre lo había mirado con la misma cara, y le había dicho «no sé para qué le hice caso a la estúpida de tu madre», y había cerrado de un portazo. Aráoz se había puesto a llorar, esa vez, porque había entendido perfectamente a qué se refería. Y eso porque en otra ocasión, en una disputa entre ellos, Aráoz los había oído: «Estábamos mejor los dos, Mabel. Vos y yo solos. No sé para qué carajo te hice caso». En la cancha, esa noche funesta del descenso, el padre dijo «Qué te hacés el apurado, ladrón». Con la misma voz. Con los mismos ojos.
Su tío, dos. En la cancha, también. Mientras su padre decía lo del ladrón, o justito después, el tío Quique se había agarrado de los pelos. Se había agarrado la cabeza con las dos manos, con los dedos crispados, diciendo «Fueron para atrás, estos hijos de puta fueron para atrás». Y Aráoz lo había entendido. De ir siempre a la cancha uno aprende cosas. Uno crece. Y Aráoz ya sabía lo que era «ir para atrás». Era dejarse ganar por plata, que con otras palabras tenía que ser lo que había dicho su padre. «Ladrón». Su tío no lo había dicho igual, porque, aparte, no había hablado ni con asco ni con rencor. Su tío no era así. Aráoz lo quería mucho.
Por algo, a veces, en los días muy, pero muy feos, Aráoz fantaseaba con ser hijo del tío Quique. ¿Por qué no había podido ser hijo del tío? ¿Tan difícil era, para Dios, haberlo hecho nacer en otra casa? Ahí nomás, tres cuadras para el lado de la avenida Tres de Febrero. Además así habría tenido hermanos. A Diego y a Enrique. Y no hubiese sido hijo único. Y no lo mirarían así. Bueno, aunque su padre lo siguiese mirando así no sería tan grave, porque ya no sería su padre sino su tío, y no es lo mismo que a uno lo mire así un tío que un papá. O que le diga esas cosas.
El asunto era que el tío Quique también lo había dicho. «Fueron para atrás», y lo dijo en plural, en un plural que los abarcaba a todos, incluso a Perlassi. Empezando por Perlassi, más bien. Porque el capitán era él, y al Tanque lo había corrido él, y el que lo había dejado entrar al área y definir sin derribarlo era él, todo él. Todo Perlassi.
Los primos: tres y cuatro. Diego tres, Enrique cuatro. Está bien que ellos eran chicos y en esa época lo que decían los chicos no importaba tanto, pero igual. Gritando, lo habían dicho. Subidos al alambrado, porque el tío Quique, en el desparramo del final del partido, los dejó subirse y escupir y tirar alguna piedra. No porque estuviera de acuerdo, porque el tío era una persona pacífica, sino porque estaba tan desconcertado que todo lo que estaba pasando era tan intangible como una alucinación o una pesadilla. «Hijos de puta, hijos de puta», habían gritado los primos. Los primos y otro montón de gente, que vociferaba lo mismo. Y habían escupido varias veces con las bocas pegadas al alambre.
Los pibes del barrio, en los días siguientes, jugando en el campito, también habían dicho lo mismo. Cinco, seis, siete, ocho.
Don Roque, el almacenero, también, cuando a Aráoz lo mandaron a comprar, al sábado siguiente. «Manga de delincuentes, cagarse en todo Wilde, un pueblo entero que los quiere y los apoya», les decía indignado a dos señores que estaban comprando y asentían. Y Aráoz había entendido que hablaba del partido, y de Perlassi.
Termina la cuenta. Afuera sigue descargándose una tormenta interminable, y Aráoz concluye la suma en voz alta:
—Nueve.
—¿Nueve qué? —pregunta Lépori; pero Aráoz no tiene ganas de contestar y se queda callado.
Sentado en el vagón de tren, junto a la ventanilla, con ese libro con apariencias de Biblia sostenido sobre el regazo, con las piernas juntas y la espalda recta contra el respaldo y esa actitud rígida y contenida que adopta siempre su cuerpo cuando se aventura en sitios que no conoce, Aráoz sospecha que debe parecer un predicador cuáquero adentrándose en tierras de salvajes remisos a la conversión.
De repente algo lo distrae. Un olor nauseabundo a sudor lo asalta por el flanco. Alza los ojos y se topa con un guarda rechoncho que huele a mil demonios, le pica el boleto y le comenta, simpático, que aunque siempre hace ese recorrido casi nunca encuentra a nadie que se baje en la estación de O’Connor.
Aráoz aguza el oído y se pregunta qué es lo que ha cambiado en el sonido de la lluvia, porque ahora el aguacero suena mucho más a hueco que antes. Por fin comprende que se debe a que las gotas ya no caen ni sobre el pasto ni sobre el playón sino sobre la propia agua acumulada, que no encuentra tiempo ni sitio para escurrirse. Los truenos estallan distantes, por el sur, como los cañonazos de una batalla que se aleja después de desbaratarlo todo.
Los dos hombres siguen sentados a la misma mesa, pero no se hablan ni se miran. Tienen la expresión atónita y un poco boba de los que acaban de sobrevivir a una catástrofe, y están atentos a las más ínfimas señales de vida y de muerte de sus propios cuerpos. Sobre el ruido constante de la lluvia empieza a crecer el de otra sirena. No es la misma que ha sonado antes, dos veces. Ésta es más aguda, y sus evoluciones más rápidas. Además, parece estar acercándose.
—Es el camión de los bomberos —aclara Lépori, sin que Aráoz se lo pida—. Vienen a buscar a los Medina.
La sirena va ganando intensidad hasta que el aullido se hace dueño de todo el parador y Aráoz siente que le ocupa por completo el cráneo. La autobomba se acerca desde el pueblo. Por detrás del bramido Aráoz alcanza a escuchar el motor de un camión acelerado al máximo y el chirrido de sus frenos en el momento de dejar la ruta y girar en el empalme del camino secundario. Cuando pasa por delante de la estación de servicio el aire del recinto se llena de manchas rojas y blancas que huyen sobre las paredes y los oídos empiezan a doler, pero enseguida el batifondo comienza a disminuir y vuelven a quedar casi a oscuras.
—Todas las veces es lo mismo —continúa Lépori—. El viejo Medina tiene el rancho sobre la propia orilla de la laguna, y no hay Dios que lo convenza de mudarse. El municipio le ofreció una casa y un lote fiscal para que ponga los cuatro animales locos que tiene, porque todo el mundo está podrido de tener que ir a evacuarlos. Pero nada. El viejo porfía que de ahí no se mueve.
Aráoz se incorpora porque acaba de asaltarlo un deseo irrefrenable de tomar mate. «Como vicio», reflexiona, «es más inofensivo que los sesenta cigarrillos diarios de los últimos tiempos».
—Voy a hacer mate. ¿Toma?
—Por supuesto, pibe. Ojo que no es el viejo solo, eh. Toda la familia vive ahí. En total son como quince. Todos igual de brutos. De brutos y de porfiados. No hay caso. Una vuelta, que el camión de bomberos estaba roto, me llamaron a mí para que los fuera a sacar con la camioneta. Una tormenta así, como la de hoy. Un poco peor, capaz. No sé, porque era de día, y por ahí con luz uno se da más cuenta del agua que cae. Cuando llegué tenían casi un metro de agua adentro de la casa. Porque encima el viejo construyó en la parte más baja de todas: lo primero que se inunda. Ahí puso la casa, el tipo. La cosa es que paré la chata a cincuenta metros, calculo, donde el terreno empieza a levantar, para estar seguro de no quedarme a la salida. Ahí nomás ya empezaba el agua. Bueno. Ya estaban todos los Medina arriba del techo, con el televisor y el lavarropas arriba de las tejas.
»Lo del televisor es de siempre. Es lo primero que sacan. Pero resulta que la mujer del viejo se había ganado un lavarropas automático en la kermés del año anterior. Ahora, vos decime, cómo carajo habían hecho para subir el lavarropas, es el día de hoy que no me lo explico. No es que lo habían sacado afuera: lo habían subido al techo, con lo que pesan esos bichos. Cualquier persona más o menos coherente hace la mitad de la fuerza y lo lleva por el camino hasta donde sube la pendiente, donde yo había parado la chata. Los Medina no. Ahí estaban los quince, debajo de la lluvia, subiéndolo a pulmón al techo del rancho. Yo les grité que se vinieran, que los iba llevando por tandas en la camioneta, mientras llegaban los bomberos, así de paso avisaba en el cuartel que tenían que venirse nomás con la lancha porque ya el camión no pasaba. Por otro lado, era más fácil: cruzar nomás la laguna por el medio es mucho más cerca que rodearla por tierra.
Aráoz vuelve con el termo y la calabaza. Es raro conversar con ese viejo. Un rato antes ha faltado poco para que lo eche a patadas en el culo, y ahora le cuenta esa historia como si nada. «Es bueno, ese viejo, para contar», se dice Aráoz.
—En fin. La cosa es que cuando les dije que fueran viniendo, deliberaron un poco ahí entre ellos, arriba de las tejas, claro. Se juntaron los quince alrededor del lavarropas, o bueno, más que nada los varones. Las mujeres y los pibes estaban medio a un costado, esperando lo que decidiesen los hombres. Yo no alcanzaba a oírlos, pero se ve que la tropa se le estaba medio retobando al viejo, porque de vez en cuando pegaba un manotazo en la tapa del lavarropas y gesticulaba, y al rato ¡fa!, otro golpazo, y al rato otro ¡fa!, con toda la furia… Y en una de esas, yo no sé si fue casualidad o qué, pero el viejo le pega el manotazo y se escucha un ruido a roto que te la debo, y se oyen los chillidos de las mujeres y se ve que el lavarropas medio que se va para abajo…
—¿El techo?
—¡Claro! Se ve que con tanto peso le cedieron los tirantes y se le vino una parte del techo abajo. La que sostenía el cacharro ese, lógico. Y el viejo, en cuanto vio que se le venía el lavarropas, no tuvo mejor idea que meterse entre el agujero y el catafalco ese…
—¿Para frenarlo? —Aráoz pregunta mientras se tienta de la risa.
—¡Sí! El viejo loco se metió ahí como si fuera una cuña, abrazado al coso ese, con los otros Medina gritando como locos. Y un par de Medina se tiraron del techo y se metieron adentro del rancho para atajar el asunto desde abajo, y parece que lo agarraron justo de las patas al viejo, que las tenía colgando, y menos mal porque o se venía o lo aplastaba…
—¿Y usted?
—Y yo la verdad a esa altura no sabía si meterme al agua para darles una mano o tirarme nomás al piso a cagarme de la risa, pero me pareció que no podía dejarlos en el brete, así que me metí al agua hasta la cintura y enfilé para el rancho para ayudar a los Medina de la planta baja, sabés. Decí que al ratito cayó la lancha de los bomberos, que menos mal que el camión no había logrado arrancarlo ni a palos y se vinieron, nomás, con la lancha. Y entre todos pudimos calzar el lavarropas sobre el techo sano y desestampillarlo al viejo, que a esa altura parecía una lámina, pobre, tosía como un condenado y se agarraba el pecho, pero no decía nada porque la patrona creo que lo achuraba ahí mismo, si se quejaba, y tenía una cara de orgullo que no le cabía. Fue nomás recuperar un poco el aliento y empezó con que «salvé el lavarropas», decía, «lo salvé». Lo peor del caso fue que se empacó en que le evacuaran también el aparato ese.
—¡Ja! ¿En la lancha?
—¡Ah, no! Y no hubo manera de hacerlo recular, al muy porfiado. Así que mandamos a las mujeres y a los pibes en un viaje, los Medina varones en el segundo, y al viejo con el lavarropas en el tercero. Todo debajo de un aguacero que se caía el cielo. Los bomberos se lo querían comer crudo, al viejo. La «cuña humana Medina»…
Aráoz no puede más de la risa, y sus carcajadas lo contagian a Lépori.
—¡Pero pará, pará que falta!
—¿Qué? ¿No termina ahí?
—¡Nooo! Cuando García, que es el jefe del escuadrón, metió mano para ayudar a entrarlo al tinglado de la escuela, donde estaban alojándolos, lo sintió pesado, pero… demasiado pesado. Y le preguntó al viejo. Fue y le dijo «Eh… oiga don Medina, ¿no está demasiado pesado este artefacto?».
—¿Y?
—Y que va el viejo este, con cara de San Juan Bautista y le dice: «No, García, no se preocupe, lo que pasa es que lo tengo en el programa cuatro de lavado prolongado para prendas de lana».
—¿Cargado, lo tenía?
—¡Hasta el tope! ¿Te imaginás? ¡Sesenta, setenta kilos de ropa de lana mojada!
Aráoz se agarra el estómago mientras carcajea. Lépori se seca las lágrimas.
—¡Todos los pulóveres de los Medina, evacuados en la lancha de bomberos!
—¡Qué bárbaro…!
—Ahí yo me acordé de que, cuando se lo llevaban del rancho en la lancha, el viejo llevaba la manguera de desagüe en alto, como si fuera un globo de gas, de esos que se quedan arriba, y claro, era para que no se le vaciara la carga…
—No lo puedo creer…
—¡Y no! Fue entrar al tinglado de la escuela y el viejo lo mandó al nieto más grande a ubicar un tomacorriente para enchufar y terminar el lavado. Esa parte la vi yo, no me la contaron: el viejo Medina de pie en medio del patio techado, hecho sopa, chorreando agua que parecía como si tuviese a medio derretir las alpargatas, con las manos en la cintura viendo girar el tambor del aparato con cara de científico.
Aráoz recibe el mate. De tanto en tanto suelta una risita.
—Igual la satisfacción no le duró mucho, pobre Medina, porque no se avivó de conectarle la entrada de agua, así que donde desagotó el jabón le quedó la cosa interrumpida en el enjuague.
—Pobre viejo, tanto trabajo que se había tomado —Aráoz se compadece, risueño.
—¡Otra que pobre viejo! Puso a todos los Medina a buscarle una manguera que sirviera para conectar el aparato a la canilla. Tanto insistió que uno de los hijos, apenas fue de mañana, se volvió al rancho a buscar el chicote original, que había quedado allá. Habrá que ver con qué les sale hoy, el viejo loco. Espero que no se ponga demasiado hincha, con esta tormenta y en plena noche…
—Por Dios, qué bárbaro —Aráoz mira la mesa con ojos brillantes, y de tanto en tanto vuelve a reírse. Piensa algo y lo dice sin detenerse a pensar si está bien o está mal decirlo—: Hacía cualquier cantidad de tiempo que no me reía así.
El viejo asiente sonriendo y recibe el mate. Después se quedan callados un rato.
—¿Cómo se llamaba? —pregunta Lépori de repente.
Aráoz no suena sorprendido al responder.
—Leticia. Se llamaba Leticia.
Aráoz, a los once, toma la leche en silencio sentado a la mesa de la cocina. En la silla contigua deja apoyada la valija de cuero en la que lleva los útiles. Está tan llena de cosas que tiene miedo de que se le desfonde o de que se le rompa la manija, pero no se atreve a sacarle parte de su contenido. Teme que un día cualquiera le pidan una tarea o lo llamen a dar lección de alguna materia y que justo ese día él se haya dejado las cosas en casa. Se supone que no puede pasar. Se supone que cada materia tiene sus días y sus horarios, porque sexto grado es así. No es como quinto ni como cuarto. Su mamá le ha dicho eso de que no hace falta llevarlo todo. Pero Aráoz, a los once, va más tranquilo si lleva todos los útiles consigo.
Aráoz mira sin ver el techo de la pieza. Aunque hace rato que está con los ojos fijos ahí arriba, no logra distinguir formas, ni sombras, ni relieves que le pongan algún pliegue, alguna frontera a la negrura.
Tal vez su mamá tenga razón, pero él no va a hacer el experimento. No quiere sacarse unos. Ni quiere que lo reten. Aráoz lo único que quiere es pasar lo más desapercibido posible. Por eso es mejor llevarlo todo. Siempre.
«No es lo mismo», recapacita, «una noche a oscuras en Wilde que una noche a oscuras en O’Connor».
Desde el otro día su mamá no hace otra cosa que llorar. Cuando él está adelante trata de controlarse. Pero Aráoz le ve los ojos rojos y se da cuenta de que estuvo llorando hasta hace un momento. Además, en el silencio de la casa, mientras él hace la tarea, a veces la escucha llorar en el dormitorio.
En Wilde un cielo nocturno encapotado es un manto gris que devuelve, repetidas, las luces de la ciudad que le llegan desde abajo.
A Aráoz le da bronca que su mamá llore. No quiere que llore más. Quiere que esté contenta. Si su mamá no está contenta, Aráoz tampoco puede estarlo. Y Aráoz tiene muchas ganas de estar contento.
En O’Connor un cielo nocturno encapotado es un agujero negro que no refleja nada, y por eso la pieza parece una caja sellada con Aráoz adentro.
Aráoz no puede entenderla a su mamá. Que pase el tiempo, pase el tiempo, y siga llorando. «Dejalo», piensa Aráoz que estaría bueno decirle a su mamá. «Dejalo que es mejor así, vos y yo solos». Pero no se lo dice.
Aunque la regla número uno para combatir el insomnio es jamás, pero jamás de los jamases, mirar la hora en el reloj despertador, Aráoz estira la mano hacia la silla que usa a modo de mesa de luz y aprieta el botón que ilumina el cuadrante. Y se lo queda mirando mientras el segundero avanza con su minúsculo redoble de algodones.
¿Cómo puede ser que su mamá siga llorando? Tiene que ser por el papá, piensa Aráoz, a los once. No puede ser que sea por lo del ojo, porque la hinchazón ya le bajó, y cuando te baja la hinchazón ya no te duele, y si Aráoz lo sabe, su mamá, que es grande, también tendría que saberlo.
Le da bronca que su mamá se ponga así. Cuando era más chico, y le daban ganas de ser hijo del tío Quique, siempre dejaba de soñar con eso para no dejarla afuera del sueño a su mamá, pobre. ¿Y ahora, justo ahora, se pone así?
Es cierto que ver que son las cinco y cuarto no contribuye a serenarlo; pero por lo menos le sirve para convencerse de que no está en una caja muerto y enterrado, porque a nadie lo entierran con un despertador para que pueda alzarlo y ver que son tac, tac, las cinco y dieciséis.
¿No será que su mamá hubiese preferido que se fuera él, Aráoz, en lugar de que se fuera su papá, y que es por eso que llora y llora?