MARTES 6 DE OCTUBRE

Aráoz se despierta con el bufido de unos frenos neumáticos al que siguen unas cuantas imprecaciones. Detrás de esos sonidos llegan los otros. El ronroneo de un motor que hace pensar en un camión enorme, los pájaros en los árboles, algún auto veloz pasando por la ruta, y de nuevo las voces de los que están afuera y siguen insultándose.

—¡Te dije que le dieras para atrás, pelotudo!

—¡Más pelotudo serás vos, enfermo! ¿Le doy para atrás y para acá, o para atrás y para allá?

—¡Para atrás y para allá, te digo, tarado!

Escucha la aceleración del motor, el crujido de una caja de cambios tratada sin demasiada consideración y otra vez el rugido paulatino de una nueva acelerada. Se levanta. Tiene urgencia de orinar, y por un momento extraña la cómoda intimidad de su casa. Aquí se verá obligado a vestirse para ir al baño de la estación de servicio. Mientras se enfunda en los pantalones, oye la voz que da las indicaciones: «¡Bueno!», grita en tono de advertencia, y casi enseguida otro «¡¡¡Bueno!!!» más alto y más urgente, casi con aires de amonestación, y por fin un «¡¡¡BUENO!!!» vociferado sin miramientos. De nuevo se oye el estampido de los frenos y el motor se apaga abruptamente. Mientras pasa la cabeza por el cuello del pulóver escucha cómo se abre y se cierra, de un portazo, la puerta de la cabina.

—¡A ver! ¡Hacelo vos, pelotudo! ¡Estaciónalo vos, ya que sos tan experto!

—¡Experto no, experto no, pero casi te llevás puesto el surtidor, boludo! ¿No lo viste?

—¡No, yo no veo nada! ¡Si soy un boludo! ¡Manejalo vos, el bicho este! ¡Dale, si sos el rey de los vivos!

Por un instante se siente tironeado entre su morbosa curiosidad y el mandato materno que lo impulsa a considerar indecoroso eso de convertirse en el plácido testigo de una gresca callejera. Pero como está decidido a diferenciarse de sí mismo hasta la repugnancia, termina de vestirse y sale de la pieza tan rápido como puede para no perder detalle.

El sol empieza a iluminar el piso de su dormitorio temprano por la tarde. A las dos, más o menos. Después de un rato de entibiar el alféizar, el sol traza una línea de luz amarilla pegada al zócalo, sobre la alfombra, contra la pared. Con el correr de la tarde esa línea va ensanchándose hacia el centro de la pieza. Primero abarca despacio entre la ventana y la cama. La alfombra gris adopta, con esa luz llena y persistente, un tono levemente leonado. Únicamente la alfombra, porque ese es el lado de Leticia, y allí la soledad es perfecta. Aráoz no ha conseguido —en realidad ni siquiera se lo ha propuesto— avanzar más allá de esa frontera. De su lado de la cama, o más bien en la ele que forma su lado junto con los pies de la cama matrimonial, la habitación es un pandemónium de zapatos arrojados al azar, calzoncillos tirados a la marchanta, remeras sucias, libros a medio leer. Pero el otro lado, el de Leticia, está incorrupto. El lado de Leticia en cuanto al piso se refiere; porque la cama propiamente dicha Aráoz sí la ha tomado por completo, no tanto por un acto de voluntad como por las caóticas peripecias de sus insomnios. El pasillo que media entre la cama y la ventana, no. Allí todavía reina un orden callado y solitario. Un orden que se ilumina en un crescendo de sol a partir de las dos de la tarde.

Da la vuelta al edificio y se topa con la mole de un gigantesco camión con acoplado. No está precisamente «estacionado» junto a la isla de los surtidores, sino más bien arrimado en una diagonal extraña. Aráoz se aproxima un poco, para ver mejor. La culata del camión está muy próxima —demasiado, calcula— al surtidor de gasoil. Veinte centímetros más atrás y lo habría arrancado de su sitio. Pero el acoplado está ubicado en sentido exactamente inverso. Todo el conjunto forma una «V», con el vértice en la isla de los surtidores, la cabina del conductor en un extremo y la culata del acoplado en el otro. Los que discuten son jóvenes y robustos. Viendo sus rasgos —el mismo cabello claro y crespo, las caras mofletudas, los ojos juntos— es forzoso concluir que se trata de dos hermanos. Recién después Aráoz repara en Lépori, que con la manguera en la mano los mira sin prisa, apoyado sobre el surtidor, como aguardando a que se cansen de insultarse. Aráoz se acerca para escuchar mejor, aunque manteniendo una distancia suficiente como para no tener que saludar o intervenir.

Desde las cuatro los rayos amarillos gobiernan también la cama de dos plazas, las sábanas arrugadas, el cuerpo de Aráoz tendido de cualquier modo, el humo sucesivo de todos los cigarrillos que lleva pitados desde que abrió los ojos después de ese sueño breve al que termina por conducirlo menos la naturaleza que la fuerza de voluntad. Ese sueño que consigue recién a la madrugada y que está hecho de sobresaltos y terrores sin resolver.

—¿Y ahora cómo lo pensás sacar? ¡Digo… si puede saberse!

El que habla es el más alto, aunque los dos tienen el aspecto rústico y sólido de dos enormes alacenas de campo.

—¡Ya te dije! ¡Sacalo vos, si sos tan gallito!

—¡¿Ves que tengo razón cuando te digo que sos un hijo de puta?!

El increpado en último término adelanta el cuerpo como para embestir al otro. Aráoz se pregunta por qué algunos insultos son más hirientes que otros. O tal vez no sean más hirientes, pero sí exijan del insultado mayores aspavientos a la hora de responder. El que ha pronunciado el insulto imperdonable, al ver que el otro amaga con abalanzársele, lo detiene con un manotón que lo devuelve a su sitio, medio metro más atrás. El empellón se lo da con la mano abierta, no con el afán de lastimarlo, sino más bien con el de ubicarlo de nuevo en la posición de «insultante pacífico» que ha repentinamente abandonado. «De todos modos», piensa Aráoz, «si el manotazo defensivo ha sido lo suficientemente enérgico como para reinstalar a ese mastodonte en su sitio original, debe haber llevado la fuerza suficiente como para, aplicado a un cuerpo más modesto como el suyo, dejarlo sentado en la grava del playón».

—¡Así que la puteás a mamá, infeliz! —sigue el ofendido—. ¿No te das cuenta de que te estás insultando a vos mismo, pedazo de boludo?

—¡Es una manera de decir, idiota! Mamá no tiene nada que ver…

A última hora de la tarde el sol gana la pared opuesta a la ventana. El dormitorio entero (porque las cortinas están siempre descorridas y la persiana abierta hasta el tope) se llena de luz como si se tratara del interior de un horno de barro repleto de brasas anaranjadas. Es una luz extraña, que parece entrar en combustión con la nube densa y oscura que forma el humo de cada uno de los cigarrillos que Aráoz ha encendido desde las diez en adelante y que a esa hora superan holgadamente la treintena. A veces Aráoz, al atardecer, mira a su alrededor y se le ocurre pensar que su cama es como un muelle perdido en un mar de niebla ácida, penetrada de repente por la luz tangente del fanal de un barco perdido. Pero solo a veces piensa eso, porque en general no se distrae y se mantiene pensando siempre en lo mismo. Siempre en Leticia.

El viejo, cuya paciencia parece estar acabándose, interviene alzando el pico de la manguera, como para que los contendientes vuelvan hacia él toda su atención. Habla pausadamente, casi con delicadeza, y los hermanos lo consideran con la expresión de dos gliptodontes repentinamente dóciles.

—A ver, muchachos, si nos tranquilizamos y sacamos este bicho de acá, que en cualquier momento empiezan a llegar los otros. Vos, Eladio, subite al camión y mirame a mí. Y vos, José, traé de la oficina el talonario de las boletas, que quedándote acá lo único que lográs es ponerlo nervioso a tu hermano.

Obedecen. El viejo deja la manguera en su lugar, se planta unos metros adelante del enorme parabrisas del camión y comienza a guiar las maniobras del tal Eladio. Viéndolo, Aráoz recuerda esas escenas de películas de aviones en las que unos tipos vestidos de anaranjado, y protegidos con espesas orejeras orientan a los pilotos en los aeropuertos. Cuando el hermano vuelve de la oficina con el talonario en la mano no puede menos que sonreír: el camión y el acoplado apuntan los dos hacia al sudeste, y el depósito de gasoil ha quedado a menos de un metro del surtidor. Lépori le desenrosca la tapa, ajusta el pico e inicia la carga. Recién cuando alza los ojos de su tarea, tal vez para distraerse un poco, lo ve a Aráoz que curiosea la escena recostado contra el umbral de la puerta del baño. Alza la mano a manera de saludo y el otro le devuelve el gesto.

Una vez, casi al principio —tal vez hacia el inicio de la segunda semana—, suena el teléfono. Aráoz estira un brazo hasta la mesa de luz y responde.

—Hola.

—¿Hola, Ezequiel? ¡Habla Antonio! ¿Qué pasa?

Es su jefe. Se lo nota preocupado, o tal vez sencillamente molesto. Aráoz permanece callado, porque no se le ocurre qué responder.

—¡Ezequiel! ¿Ezequiel? ¿Estás ahí?

—Sí —cuando le hacen preguntas así de concretas, Aráoz puede contestar. Es mucho más fácil corroborar que sí, que está ahí, en su casa y en su cama, que explicar lo que pasa, después de todo.

—¿Me estás jodiendo, Ezequiel? ¡Necesito que vengas! —el jefe hace una pausa, y arranca en un tono menos imperativo—. Me contó algo Laverni… la verdad que lo lamento mucho… yo quiero que te tomés el tiempo que necesites, con eso no hay problema.

—…

—Pero necesito que te des una vuelta por acá, para ordenar los papeles, ver que alguien te visite a los clientes… ¿me seguís?

—…

—Ezequiel, ¿estás ahí?

Clic. Aráoz deja el tubo del teléfono en su sitio y enciende el siguiente cigarrillo.

Entra al baño y enchufa la afeitadora eléctrica. Se rasura con la misma prolijidad que si hubiera estado a punto de salir para la oficina, y las tostadas y el café con leche estuviesen esperándolo sobre la mesa de la cocina. Se pregunta si alguna vez será capaz de desprenderse de esas inercias perimidas y se responde que no. Al menos, no de todas. Máxime si vuelven después de un largo exilio de meses y meses. Evidentemente son sólidas, compactas, perdurables.

Después se lava la cara. Tarde, advierte que no hay toalla y que ha dejado la suya en la pieza. Como no quiere secarse con papel higiénico, sale casi chorreando. Para entonces el camión de los hermanos se aleja de la estación de servicio rumbo a la ruta, y Lépori los saluda alzando la mano.

A última hora de la tarde, también, y una vez que la luz del sol ha ganado la pared opuesta a la ventana, es perceptible la manera en que la mancha de luz acelera su avance. Hasta entonces se ha movido con tal lentitud que no se nota a simple vista. Es decir, Aráoz ha advertido el adelanto del sol mirando de tanto en tanto, según los cambios de luz sobre las cosas. A las tres y media Aráoz pudo tener iluminado el pie derecho y en sombras el izquierdo. Y a las cuatro y cuarto, ambos pies iluminados. A las cinco, además de sus dos pies, la parte de debajo del placard. Pero al final de la tarde, más o menos desde que el sol tiene ganada la mitad inferior de la pared opuesta a la ventana, Aráoz puede ver la línea de luz avanzando por esa pared hacia el techo. La raya luminosa sube, y Aráoz puede ver cómo sube. «A la velocidad de un caracol», establece Aráoz, contento de poder medir la velocidad de la línea de sol de alguna manera.

¿Por qué será que cuando las cosas son mensurables lo angustian menos?

—¿Cómo le va, muchacho? ¿Durmió bien?

Aunque se dirige al forastero, Lépori sigue con los ojos fijos en el camión que se va.

—A ver, ahora, este par de boludos…

Aráoz mira a su vez. El camión ha encendido las luces de giro a la derecha, como si fuese a dirigirse al pueblo. Aunque su experiencia conduciendo camiones es inexistente, le da la impresión de que están demasiado próximos al borde derecho del camino. Se encienden las luces de freno cuando se detiene para dejarle paso a un auto. Después acelera y se incorpora a la ruta. Como efectivamente han tomado el empalme muy cerrado, el acoplado no consigue reproducir el ángulo casi recto que el conductor le ha dado al camión en la maniobra. En cambio, sigue una accidentada hipotenusa sobre la banquina y sobre las malezas embarradas que crecen más allá. Inclinándose hacia los lados, empantanándose en el terreno blando y abriendo una huella que escupe barro a dos metros de altura, el acoplado termina por acomodarse sobre el asfalto. Antes de que desaparezcan de su vista, Aráoz alcanza a divisar a los tripulantes: con la vista fija en el camino y el mentón sereno y alto, dan la impresión de que acaban de culminar la más ortodoxa y habitual de las maniobras.

En realidad Aráoz sabe que no es el sol el que se mueve. No es el sol el que avanza por la pared opuesta a la ventana, sino la Tierra la que rota. De todas maneras no entiende por qué en el crepúsculo el traslado de la luz se hace más rápido. Astronomía. No sabe nada de astronomía. ¿O es la física la que se ocupa de explicar ese asunto? ¿O la astronomía es una rama de la física? Da igual. No sabe nada ni de una ni de la otra.

—La verdad que como camioneros no son una cosa de «qué tipos expertos», ¿no? —aventura Aráoz.

—No, qué van a ser expertos, estos dos —convalida el viejo—. Trabajaron desde pibes en la fábrica. Bueno, como casi todo el pueblo. Pero imagínese: cuando la fábrica cerró quedaron en pelotas, como todo el mundo. Nacidos acá, criados acá, trabajando en la misma fábrica en la que el padre había trabajado toda la vida… Ojo que como torneros son unos maestros, estos muchachos. Bárbaros son. Los dos. Pero claro, después de la quiebra se tuvieron que meter el torno ahí donde usted ya sabe. ¿Desayuna o almuerza directamente?

Aráoz titubea. Aún no está acostumbrado a la manera en que ese viejo salta de un tema al otro.

—Desayuno. Prefiero desayunar —responde, pero no tanto porque haya optado sino para salir del atolondramiento.

—Vamos yendo —encara hacia el parador y el visitante lo sigue—. Encima tienen un montón de pibes… Eladio tiene cinco, y el otro tiene tres. ¿Se imagina? Ocho pibes, entre los dos. Y con las mujeres, diez bocas que alimentar. Más ellos dos.

Al final, y antes de que la raya de luz llegue arriba de todo, el conjunto adquiere un tinte rosado que se apaga de a poco. Desde entonces crece la penumbra, pero no en línea, como hace el sol. No: la penumbra avanza desde los rincones y confluye en el centro, en algún punto que queda un poco por encima de Aráoz, que sigue acostado.

—¿Y cómo terminaron en el camión?

Aráoz pregunta mientras se sienta en la misma mesa en la que han conversado la noche anterior, y piensa que hablar de los problemas ajenos sigue funcionándole como un excelente antídoto para distraerse de los suyos. Al oírlo, el viejo sonríe y revolea los ojos.

—Uf. Idea de Perlassi, para variar. ¿Café con leche?

La mención de ese apellido vuelve a situarlo en lo que lo ha llevado hasta ahí.

—¿Qué tiene que ver Perlassi?

—Un montón, tiene. ¿Con leche?

—Con leche.

Aráoz puede determinar que el ocaso ha dejado lugar a la noche cuando la única luz que lo ilumina es la brasa del cigarrillo al acercárselo a la boca. A cada pitada los dedos que sostienen el cigarrillo se alumbran un poco. Los dedos y parte de la nariz.

—¿Medias lunas?

—No, gracias.

—Perlassi los conocía de chiquitos. Bueno, como a todo el mundo. Acá es así. Cuando se quedaron en la calle (ojo que fueron de los que más duraron, los tuvieron hasta el cierre definitivo, mire si serían buenos), Perlassi se lo fue a hablar a Lorgio, el gallego que tiene una flota de doce camiones, para ver si podía darles trabajo.

—Y les dio —introduce el comentario entre dos sorbos breves. El café con leche está rico, pero hirviendo.

Todos los días ocurre, con el sol, lo mismo. Salvo cuando llueve, claro. Pero en esos seis meses en los que Aráoz permanece tirado en su cama, en Wilde llueve poco.

—Sí. El asunto fue que hubo que enseñarles a manejar. Con la camioneta de acá, de la estación. Y desde el principio, porque no sabían ni meter los cambios. Cosa rara: por acá la mayoría nace sabiendo, si todo el mundo maneja desde los diez años. Estos dos, no. No sabe lo que fue. ¡Lo que crujía esa caja de cambios, mama mía! Pero salieron a flote. Bueno, más o menos. Ahí usted pudo ver cómo. Por la ruta se la rebuscan porque es todo en línea y no tienen que darle marcha atrás. Aparte son prudentes. Van despacio y no pasan casi a nadie, porque los adelantamientos los complican bastante. El gallego protesta un poco porque llegan siempre tarde. Pero los quiere, me parece.

Una sola vez llueve torrencialmente. Una tarde. Y Aráoz, mientras fuma, ve las gotas oblicuas, unas chocando contra el vidrio, y otras entrando por la ranura que deja la hoja a medio abrir de la ventana. Las gotas que se estrellan en la alfombra, en las sábanas, en sus piernas extendidas. Pero los días siguientes son soleados y secos y el colchón se seca relativamente pronto.

Lépori habla mientras acomoda un pollo en una asadera y enciende el horno.

—Además, supongo que se lo debe a Perlassi. ¿Quiere más café?

—No, gracias. ¿Por qué se lo debe?

—Mmmmm… —el viejo parece sopesar la respuesta—. Acá en el pueblo es medio así. Hace años, cuando todavía era jugador, por eso de que Perlassi acá era como una especie de estrella, de embajador. Un tipo conocido, todo eso. Y después porque al volver se movió mucho por el pueblo. Dicen. No sé. Yo calculo que es por eso.

A veces Aráoz piensa que, si corre las cortinas o cierra la persiana por lo menos hasta la mitad, la luz del sol se verá obligada a seguir otros caminos, y tal vez el tiempo se suelte de esa trama redundante en la que se ha enredado como en una trampa. Pero en el fondo Aráoz sabe que no va a hacer nada, ni con las cortinas ni con las persianas. Primero porque lo tiene muy sin cuidado lo que el tiempo haga o deje de hacer, y segundo porque así, las cortinas descorridas, la persiana alta, quedó todo cuando Leticia.

—¿Y usted qué piensa?

Aráoz teme haber sido demasiado directo, pero el otro no parece incomodarse. Más bien sonríe con una mueca, como si no estuviese muy seguro de la respuesta.

—Y yo… ¿qué quiere que le diga? Supongo que es un buen tipo. Y es verdad que se ha movido. Si el pueblo no murió fue por la acopiadora, que medio que la armó él, con dos o tres más. ¿Ya la vio, la acopiadora? Está acá nomás, siguiendo por el camino secundario, para allá… Bah, no es que la hayan construido ellos, pero era todo muy viejo y estaba abandonado. Cuando cerró la fábrica a Perlassi se le ocurrió reflotarlo, y con eso mal que mal…

El hombre, que ha caminado hasta el ventanal del frente mientras se seca las manos con un repasador, termina por hacer silencio.

Aráoz, una vez que comprueba que el atado está vacío, lo estruja con los dedos de la mano derecha y se incorpora. No es la primera vez en el día que se levanta, pero sí es la primera vez que, en lugar de salir de la habitación para ir al baño, baja la escalera en tinieblas hacia la planta baja. Enciende la luz. Casi siempre unas cuantas cucarachas salen disparadas en todas direcciones. Algunas corren sobre la mesada y se refugian detrás del horno; y otras se esconden en la pila de vajilla mugrienta que desde hace meses se acumula en la pileta. Aráoz, repugnado, vacía una buena cantidad de veneno en aerosol sobre el escurridizo cuerpo de las rezagadas o, más en general, en los rincones de la mesada y sobre la pila de platos. Se dice que, probablemente, esta sea la prueba más evidente de su abandono: las cucarachas le han torcido el brazo en la eterna pulseada que vienen entablando desde que con Leticia se mudaron a ese dúplex. «La acumulación de platos sin lavar», se dice, «debe colaborar en el triunfo de sus enemigas».

Abre la heladera y ve que no hay nada para comer. Nada en un estado de conservación confiable, al menos. Aráoz camina hasta el living y enciende la luz. No se ven cucarachas. Ya conquistarán también ese otro ambiente, sospecha. Es cuestión de tiempo. De tiempo y de abandono. Sobre una repisa hay un montón de billetes de distinto valor, a medio encimar unos sobre otros. Toma uno de veinte pesos, se lo guarda en el bolsillo y camina hacia la puerta. Ya ha puesto la llave en la cerradura y la ha hecho girar cuando parece recordar algo importante. Vuelve a la cocina y rocía más veneno. Después vuelve hacia la puerta confiando en que al volver del almacén no va a encontrar a ninguna de sus contrincantes a la vista. Por lo menos, a ninguna con vida.

—¿Y esto? ¿Da como para vivir?

El otro lo mira, Aráoz no sabe si con disgusto o con sorna.

—Pero, vos, ¿qué sos? ¿De la DGI? —se acomoda la gorra—. Uno acá se arregla con mucho menos que en Buenos Aires.

—Claro… —concede Aráoz. Recuerda que sobre la repisa del living del dúplex ha quedado, esparcido, casi todo el dinero restante de la venta del auto, excepto el puñado que manoteó antes de salir hacia O’Connor. En otros tiempos de su vida se habría preocupado mucho por la posibilidad de que entrasen ladrones y le robaran. Pero en otros tiempos. Ahora no.

—Hay que rebuscársela, como dice Perlassi. Y mire que se mueve. Con eso no se queda quieto. Todos los camiones que trabajan con La Metódica cargan gasoil acá. Los de Lorgio y los otros, también. Y no es porque alguien los obligue, guarda. Pero lo quieren, qué sé yo.

—Bueno, la fama le sirve para algo, entonces.

El viejo lo considera otra vez.

—Acá la fama a uno le dura tres días. Si nos conocemos todos… Cuando todavía jugaba capaz que sí, no sé. Pero después… Afuera del pueblo sí, ¿ve? Cuando los del pueblo andan lejos sí. Pero ni siquiera. Por el asunto del cambio del nombre.

—Cierto —interviene Aráoz— en las revistas viejas dicen que Perlassi es nacido en Colonia Hermandad…

—Sí, es acá.

Aráoz lo mira un poco confundido.

—Lo que pasa es que los viejos le dicen así. La gente de la edad nuestra (lo digo por Perlassi y por mí, no por usted que es mucho más joven, vea) todavía lo llama Hermandad, a veces. Solo los más jóvenes le dicen O’Connor.

Aráoz saluda con una inclinación de cabeza a la cajera, que le devuelve un «hola» que suena nasal y apocopado. Es china, como todos los que trabajan en ese mercadito. Son una familia completa: el padre, la madre y tres hijos. Ella es la mayor de los tres. Luego vienen un varón y otra mujer. Aráoz no lo sabe por haberlo preguntado. Leticia se lo contó, durante una de las últimas cenas que compartieron.

Aráoz se pregunta si seguirán siendo los mismos. Y si continuarán trabajando todos allí: el padre, la madre y los tres hermanos. Si se habrá agregado algún yerno, o si alguno de los hijos habrá partido. Es probable que ninguno se haya ido, aunque alguna vez ocurrirá, y cuando suceda Aráoz no va a enterarse porque tampoco va a preguntar. Y no solo por su timidez, sino como un modo de dejar el universo lo más parecido a como era cuando Leticia estaba. Tal vez por eso mismo jamás toca las cortinas. Ni la persiana.

—Y ese cambio, ¿por qué fue?

—Uh, es largo de explicar. En otro momento le cuento. El asunto es que acá lo aprecian porque siempre se mueve por el pueblo, por la gente de acá. No tanto por el fútbol y el pasado. Eso aquí ya no corre. La otra vuelta, por ejemplo, estuvieron a punto de cerrar el ramal ferroviario. Se movió para todos lados. Que reunión acá, que reunión allá, que la mar en coche. Hasta el gobernador no pararon. Por suerte les salió bien y los trenes siguieron corriendo.

Aráoz recuerda su conversación con el guarda ferroviario y con el encargado de la estación y le da un poco de remordimiento; pero trata de apartar rápido la idea. Si va a ser un mal tipo, no puede demorarse en mojigatas piedades y contriciones. El viejo saca cubiertos y vajilla de un aparador para tenderle una mesa cerca de la ventana.

—Y lo logró, ojo. Lástima que después fue lo del accidente…

—¿Qué accidente?

Al propio Aráoz la pregunta le suena estridente, y la expresión del viejo pierde un poco la serenidad que tenía hasta ese momento.

—¿Estás seguro de que sos periodista, pibe?

Aráoz nota dos cosas: que ha pasado repentinamente al tuteo y que el cambio no tiene que ver con la confianza, sino al contrario.

—¿Por qué?

Sin proponérselo, Aráoz ha adoptado una línea de defensa que el viejo usa con frecuencia: eso de montar una pregunta en el sitio donde el otro espera una respuesta. Da resultado, por lo menos hasta cierto punto. Cuando habla, el tono de Lépori ya no es agresivo, sino cuanto mucho curioso.

—Porque se enteró todo el mundo, y si vos venís de Buenos Aires… ¿Seguro que no te debe plata?

—No, en serio —Aráoz intenta que su voz suene convincente.

—El pollo… ¿lo querés con ensalada o con puré de papa?

«Salchicha. Tomate. Coca. Yogur». La cajera nombra los productos a medida que los pasa por el lector de barras, y sus palabras suenan como chasquidos de tan rápido que las pronuncia. Aráoz no sabe si lo dice porque supone que es parte de su labor como cajera, o para consolidar su vocabulario, o simplemente porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Si se trata de ampliar su conocimiento del castellano, a mal puerto va con Aráoz y sus compras, porque él todos los días lleva lo mismo. De tanto en tanto, muy de tanto en tanto, una botella chica de aceite mezcla, o un cucarachicida en aerosol. Si a la joven le llama la atención semejante rutina, no lo demuestra. ¿Habrá muchos clientes que compren, todas las noches, un paquete de salchichas, tres tomates perita, una gaseosa de medio litro y un yogur de vainilla? «Otro mito derribado», piensa Aráoz, «el de una dieta balanceada». Recuerda las notas de la revista Selecciones del Reader’s Digest que su madre coleccionaba años atrás. «Escape a la libertad»; «La radicheta, base de una vida sana»; «Ocho semanas a la deriva en una balsa»; «Dado por muerto por error», por ejemplo.

Bueno, Aráoz podría ser el autor de otro testimonio desgarrador, digno de la revista: «Seis meses comiendo salchichas con tomate sin morir de desnutrición ni de hastío».

Sentado sobre la vereda angosta y con la espalda apoyada en la puerta de su pieza, Aráoz piensa que el lugar se ve muy diferente de día que de noche. De día, con el sol tibio de la siesta primaveral colándose por entre el follaje de esos eucaliptos monumentales, y el rumor del viento, y el color verde de las hojas vivas y el tono ocre de las secas, el sitio es sereno y hospitalario. La noche anterior, entre la negrura y el cansancio que traía, todo le pareció atroz e irremediable. De todos modos, la postal campestre no le servirá para evitar volverse a Buenos Aires con las manos vacías. «Vacías de qué», se pregunta. «O llenas de qué», se corrige. Como si existiese algo capaz de llenarle las manos.

En el kiosco de la esquina de Belgrano e Iriarte compra los tres atados que fumará durante el día de mañana. Después deja atrás la avenida, y los ruidos de la calle y los autos quedan a sus espaldas mientras camina por Iriarte las dos cuadras que lo separan de su casa. Una vez dentro, deja el vuelto hecho un guiñapo sobre la repisa. No tiene una idea cabal de cuánto dinero le queda, pero supone que todavía debe quedar bastante, porque gasta muy poco y el auto valía sus buenos pesos.

Mira el cigarrillo que tiene encendido entre los dedos. Le da una pitada y suelta el humo sin tragarlo. Saca cuentas y advierte que es su primer cigarrillo desde que decidió emprender ese viaje de locos. «Viva el aire puro», se burla.

También recuerda las caras que ponía Leticia las pocas veces que lo había visto fumar. Como si no lo entendiera o, mejor, como si no lo perdonara. «¿Para qué fumás si no tragás el humo?», terminaba preguntándole. «Porque me gusta», era toda su respuesta. «¿Y qué es lo que te gusta?», insistía ella. «No tengo ni puta idea, pero me gusta». Eso Aráoz lo pensaba, pero no lo decía. Aráoz prefería no decir nada cuando lo que tenía para decir le sonaba idiota. Por eso Aráoz tan a menudo se callaba la boca.

De todos modos ya no hay modo de que Leticia le diga nada. Ni eso ni ninguna otra cosa.

Es una de las primeras cosas que ha hecho después de lo de Leticia. Ha puesto un aviso en el diario y le ha vendido el auto al primer interesado. Después el comprador lo ha llamado varias veces para hacer la transferencia, pero Aráoz no le lleva demasiado el apunte, y la última vez lo deja hablando solo. Por suerte le cortan el teléfono poco tiempo después y el nuevo dueño del auto ya no tiene manera de molestarlo.

El día de la venta ha dejado el manojo de billetes sobre la repisa. Desde entonces va sacando del montón. Aún queda dinero. Hace poco apartó varios billetes chicos y arrugados que tapaban el resto, y ha podido ver una buena pila de billetes de cien pesos, todavía.

Se despierta de la siesta con la boca pastosa y una puntada tenaz en la frente. Aparta de un tirón la sábana porque está sudado e incómodo. Supone que al acostarse tuvo frío y que por eso terminó abrigándose de más con las cobijas.

Se levanta con ganas de orinar y de lavarse la cara y los dientes, y vuelve a lamentar que el baño esté a treinta metros caminados a la intemperie.

Dos días. O tres. Va a esperar tres días a que vuelva Perlassi. Y si no, a otra cosa. «¿A cuál?», se pregunta mientras se sube los pantalones y se ajusta el cinturón. «Buenísima pregunta», se burla. Pero tampoco va a esperar ahí metido para siempre.

Aráoz sopesa concienzudamente la posibilidad de matarse. Mejor dicho, analiza esa alternativa como parte de su reflexión perpetua, diurna y nocturna, de cara al ventilador de techo suspendido sobre su cama. No es que sienta un impulso demasiado profundo en ese sentido. De hecho, no siente ningún impulso hacia ninguna acción, ningún comportamiento. Pero por eso se pregunta si, careciendo de todo futuro, no sería lo más aconsejable dar por terminada su presencia en Wilde y en el resto del planeta. Se lo dice así, en silencio pero con sorna, y no encuentra respuesta.

Matarse debería tener un atractivo. Y no es poca cosa hallar algo atractivo en esa estepa. Matarse tendría que significar dejar de sufrir. Dejar de perder. Tirado así, sobre la cama, con los ojos fijos en alguna de las cuatro paletas del ventilador del techo, no resulta poca cosa. ¿O sí?

En realidad, sí. Le da lo mismo matarse que seguir vivo. Así que va a seguir vivo. Resulta menos trabajoso que matarse.

De pasada para el baño ve de lejos a Lépori despachándole gasoil a otro de esos camionazos que parecen ser sus únicos clientes. El viejo le hace una seña de que se acerque.

—Ahí me llamó. Hace cosa de una hora. Me dijo que, hasta el domingo, difícil que venga.

Aráoz sopesa la información. Hoy es martes. ¿Cinco días más sin hacer nada, ahí metido?

—¿Usted le avisó que yo lo buscaba?

Tiene que gritar por encima del ruido del motor, porque Lépori ha dado la vuelta para que el camionero, desde la cabina, le firme la boleta. Vuelve con pasitos cortos y apresurados, para que el vehículo pueda arrancar.

—Me pareció mejor no decirle nada… Si no, capaz que me dice que te saque rajando —suaviza el tono, como para sonar menos brusco—. Yo te avisé que este viejo loco, con los periodistas…

Aráoz se rasca la cabeza porque le pica un poco. Piensa que necesita un baño.

—El tiempo que estás así, al divino botón… ¿la revista te lo paga igual?

—Sí —se apresura a responder Aráoz—. Igual me lo pagan.

—Ah —el viejo parece desencantado—. Algo es algo. Claro que igual te vas a aburrir como loco. ¿No te convendrá venir otra vuelta? Mirá que el tren pasa tres veces por semana. No sé, digo yo…

La sugerencia no es descabellada. Pero Aráoz de inmediato se dice que nunca más juntará el valor de llegar otra vez hasta ahí. Opta por ejercer, o intentar ejercer, una módica maniobra extorsiva:

—¿Sabe qué pasa? Si me vuelvo, mi jefe de redacción me encarga otra nota y listo. Capaz que nunca más deciden hacer este reportaje.

¿No era esperable que a un viejo jugador le gustase recuperar, por un día al menos, el resplandor de la fama? Pero la risa de Lépori suena tan liviana y tan genuina que al forastero le resulta evidente que ha vuelto a errar el tiro.

—Si es por eso, le hacés un favor, mirá.

El viejo revisa la boleta que acaba de completar y la da vuelta. Pone el carbónico entre el original y la copia de la siguiente y deja el talonario sobre el surtidor, con una piedra encima para que no se vuele con la brisa.

—¿Te gusta pescar? —«Ese viejo», piensa Aráoz, «no pierde su tiempo en esmeros introductorias»—. Mañana voy a la laguna. Bien temprano, eso sí. Hay menos viento y mejora el pique.

—¿Y con la estación cómo hace?

El viejo echa un vistazo negligente a las instalaciones, como si fuesen un estorbo que lo fastidiase en su camino hacia más altos destinos.

—No pasa nada. Los camiones cargan todos hoy martes y mañana van directo a la acopiadora, así que tengo franco. Acá los únicos que cargan son los camiones. Ya te habrás fijado.

Aráoz asiente.

—Otro de los inventos de Perlassi, no sé si ya te conté. Si me pongo a repetir cosas, avisame. Estupideces de viejo, sabés.

Aráoz niega con la cabeza.

—Menos mal —sigue el otro—. Hace cuatro años la petrolera nos quiso cerrar la estación, porque no vendía un carajo. Hubo que ir, hablar con uno acá, con otro allá, con uno del otro lado, y al final salió esto de los camiones. Y acá estamos. ¿Qué me decís: te venís a pescar o no?

Por la cabeza de Aráoz pasan todas las respuestas. «No, gracias, no me gusta el pescado». «No, gracias, no sé pescar». «No, gracias, me parece aburridísimo perder el día esperando que un pez pelotudo se trague un anzuelo». «No, gracias, prefiero quedarme la tarde rascándome en la pieza y leyendo un libro».

Pero contesta que sí.

Tac. Tac. Tac. El asunto no es saber de quién son los pasos, sino determinar para dónde van. Si tac, tac, tac, doblan a la izquierda y dejan de escucharse, no hay problema porque fueron para la pieza de sus padres. Pero si tac, tac, tac, siguen derecho y entran en su pieza, es el problema, y aunque a Aráoz le dan ganas de meterse debajo de la cama sabe que es peor, porque una vez lo hizo, una vez se anticipó a la dirección que iban a seguir los pasos y pensó que por si acaso mejor se metía debajo de la cama, pero fue peor, tac, tac, al final fue peor.

Aráoz cierra los ojos con fuerza, más por desesperación que porque tenga confianza en que dé resultado. Es un experto en no dormir, y por eso sabe al dedillo que poniéndose rígido y contrayendo los músculos lo único que va a lograr será espantar el poco sueño que le queda.

El insomnio de esta noche es diferente al de la víspera. Éste pertenece a la categoría «madrugada en blanco»: uno de los peores. Aráoz conoce otro aún más funesto: el del tipo «no pegué un ojo en toda la noche». Ese, lógicamente, es el peor de todos, y lo padece con frecuencia. Pero el «madrugada en blanco», que es el de hoy, es de todos modos detestable y cruel. Lo ataca en noches que comienzan plácidas. Noches que prometen, falsamente, descanso. Esas noches en las que a Aráoz la vida se le antoja posible porque los párpados empiezan a cerrársele y los renglones a confundírsele mientras todavía sostiene un libro sobre el pecho, y basta con sacar un brazo perezoso de entre las sábanas y apagar el velador y abandonarse al sueño con la convicción de que uno despertará ocho o nueve horas después sintiendo que le han quitado unos cuantos años de la espalda. Cierto que desde hace mucho tiempo no tiene una noche de esas. Pero por lo menos algo que se le parezca. Seis. Siete horas de corrido.

Aráoz sabe llorar sin ruido. Hay que abrir un poco la boca porque, si uno la tiene cerrada y le vienen las ganas, el aire sale como un resoplido y se nota que uno está llorando. Pero, si uno deja la boca medio abierta, el aire entra y sale y las lágrimas no son un problema, porque resbalan sin hacer ruido. Otro problema son los mocos, porque cuando uno sorbe los mocos por la nariz se nota que está llorando y puede volver más enojado todavía porque odia que uno se quede llorando.

Pues no. Las pocas veces que Aráoz consigue dormirse antes de la una de la mañana ocurre lo que acaba de pasarle. Despierto como un búho a más tardar a las dos o las tres. Y de allí en adelante el infierno, porque no volverá a dormirse.

Aráoz, a los ocho años, vuelve a su cama sintiendo una euforia extraña, llena de miedo pero al mismo tiempo repleta de alegría. Tiene los pies fríos porque viene de caminar descalzo por toda la casa, como su madre le ha pedido miles de veces que no haga, pero esta vez fue para no hacer el menor ruido. «Y era muy difícil hacer todo sin hacer ruido», piensa Aráoz, mientras refriega un pie con el otro tratando de calentarlos. Por suerte lo del póster sucedió después de la cena, cuando su madre ya había tirado las sobras de las milanesas con puré, que igual eran repoquitas. Las sobras eran pocas. Qué suerte que su mamá haya hecho milanesas, porque las sobras son miguitas como de pan y así el póster, mientras estuvo en la basura, no se manchó ni nada.

Apenas un minuto atrás Aráoz ha tomado conciencia de que se encuentra otra vez de este lado de la frontera del sueño. Le ha bastado con abrir los ojos, ver la oscuridad y volver torpemente a cerrarlos, y sentir el peso de su cuerpo, sus brazos y sus piernas sobre el colchón. Está aquí. Sin modo de volver al otro lado. Y si está aquí pronto vendrán a sitiarlo todas sus angustias. O esa única angustia que lo sigue y que se alimenta de todos sus miedos y todas sus desilusiones. Y dar vueltas en el lecho hasta que los ruidos y la claridad lo echen fuera de la cama, estragado por el esfuerzo y el fracaso.

Así que cuando su padre lo tira hecho un bollo, el póster queda arriba de todo, y a Aráoz le basta con esperar en su cama, y levantarse en silencio y caminar descalzo y en puntas de pie, y meter la mano a tientas, sin encender la luz, y sentir el tacto lustroso del papel de la revista, y volver a ajustar la tapa del tacho metálico sin nada de ruido.

Vuelve a preguntarse qué hace ahí, en esa pieza, en el deslinde de ese pueblo. ¿Por qué no se ha ido? ¿Tiene, realmente, una respuesta aquello que ha venido a averiguar? Y si la tiene, ¿cambia algo en la pampa yerma de su alma?

Por momentos, mientras habla con Lépori o da vueltas insomnes en la cama, fantasea con la posibilidad de sincerarse con el viejo. Bueno, sincerarse suena demasiado frontal, demasiado definitivo. Entrar en tema, tal vez. Sondearlo. Sonsacarlo. Preguntarle algo a él, a cuenta de lo que pueda saber luego por el propio Perlassi. Pero no se ha animado. Siempre termina acobardándose. Se repite las tres últimas palabras de su monólogo tácito. Es patético, porque no solo termina acobardándose con ese viejo, sino con todo.

De un manotazo saca la almohada de su sitio y se tapa la cara con ella. Resopla contra la tela de la funda, y su propio aliento le humedece la piel alrededor de la boca. En cualquier momento se hará de día.

No se ha animado a ser sincero con Lépori. ¿De dónde saca que va a atreverse a serlo con el mismísimo Perlassi? Suena improbable. Imposible, de hecho. ¿Qué está haciendo, entonces, en esa pieza y en esa cama? ¿Para qué y hasta cuándo?

Aráoz se acuerda, mientras vuelve a cerrar la tapa metálica del tacho, de un capítulo de Combate en el que el Sargento Saunders tiene que desactivar una mina que pusieron los alemanes. Y el sargento hace todo moviéndose con mucho cuidado, porque, si falla, él y todo su pelotón van a volar por el aire. Así que Aráoz se copia del sargento y le sale igualito. Saca la lámina y ajusta la tapa y vuelve a su pieza, y no cae en la tentación de alisarle las abolladuras en medio de la noche porque su padre puede escucharlo. Él sabe ser paciente. Por eso lo deja así, hecho un bollo, debajo de la cama. Ya tendrá tiempo mañana de emprolijarlo, a la vuelta de la escuela. Total su padre no vuelve de la oficina hasta las seis, y para entonces seguro que encuentra un escondite buenísimo.

Aráoz deja de divagar cuando se da cuenta de que tiene los ojos fijos en la persiana, y de que por los orificios entre las tablas se cuela una claridad difusa pero inconfundible. Ya está amaneciendo, carajo. Mejor levantarse y listo. Así de paso saldrá a orinar, que en todo ese rato le han entrado ganas.