LUNES 5 DE OCTUBRE

Aráoz baja del tren y mira la hora, primero en el enorme reloj de la estación y después en el de su muñeca. En ambos acaban de dar las nueve. Cerciorarse de que los relojes estén en hora es una de sus módicas obsesiones, y le sorprende un poco que, en semejante páramo, las agujas del que cuelga del techo del andén no estén oxidadas y detenidas.

Camina unos metros hacia los vagones traseros, hasta la parte de la estación que no tiene techo y es apenas una banquina de cemento con un par de árboles mal podados. «O’Connor», lee, escrito en mayúsculas blancas sobre el fondo negro y rectangular de uno de esos típicos carteles de las estaciones construidas por los ingleses. Gira sobre sus pasos y vuelve adelante. Aunque sea ridículo, la soledad le pesa más en esa intemperie del fondo.

Ve que desde la locomotora se acerca el guarda con la gorra en la mano. El hombre de gris, de repente, extiende el brazo hacia lo alto en lo que a primera vista puede interpretarse como un gesto de saludo. Pero Aráoz entiende que, en realidad, lo hace para olerse el sobaco y comprobar cuán hediondo está. Le llama la atención semejante delicadeza.

Unas horas atrás, mientras todavía era de día, el guarda pasó por su vagón controlando los boletos y despidiendo un olor insoportable. Para peor no tuvo mejor idea que detenerse junto al asiento de Aráoz con la intención de conversar. «O’Connor… ¡qué raro! Yo hago siempre este recorrido y casi nunca veo pasajes con ese destino». Aráoz, que tenía un montón de razones para desear quedarse solo y en silencio, recibió de vuelta su boleto, esbozó una sonrisa mínima a modo de agradecimiento y clavó la vista en la pampa sembrada que parecía correr, incansable, al otro lado de la ventanilla.

Ahora que sus pasos van a cruzarse en el andén, Aráoz finge un repentino interés por la pizarra de horarios y avisos que cuelga en la pared de la oficina. De todos modos en su fuero íntimo sabe que es en vano, porque el guarda pertenece a esa raza —incomprensible para alguien como Aráoz, criado en la discreción y el recato— de seres humanos que disfrutan de la charla con desconocidos. No se ha equivocado.

—¿Esperando a que lo vengan a buscar, mi amigo?

Aráoz repasa las respuestas que puede darle. «A usted no le importa» le parece la más adecuada, pero al mismo tiempo inadmisible. «No me espera nadie, así que no tengo ni idea de cómo salir de acá» implica compartir una información que prefiere guardar para su coleto, y que además lo pone en el riesgo de verse sometido a toda una batería de nuevas preguntas. «Ajá» suena cortés y al mismo tiempo puede constituir una muralla detrás de la cual protegerse de la curiosidad de ese gordo maloliente.

—Ajá —responde sin dejar de mirar la cartelera, que de todos modos a la distancia a la que se halla resulta ilegible.

El guarda hace silencio. Aráoz se permite una recóndita esperanza: tal vez lo ha obligado a batirse en retirada.

—La verdad que hace años que cubro esta línea, y muy de tanto en tanto veo bajar acá algún pasajero.

Es un combatiente empedernido, al que no se lo disuade con dos o tres disparos al aire. Aráoz sigue mirando la pizarra, como si se hubiera quedado solo en este y en todos los mundos.

—¿Viene por trabajo?

Pregunta directa. Aráoz entiende que si sigue mudo queda como un maleducado. Al mismo tiempo lo fastidia encontrarse elaborando ese planteo: tiene cuarenta y dos años pero lo preocupa pasar por desatento. ¿Es posible que los mandatos de su niñez sigan gobernándolo sin escape y sin desmayo? Se promete apuntar ese detalle en la lista de sus derrotas.

—Ajá —a falta de mejor plan, tal vez alcance con repetirse hasta que el otro se canse y se vaya.

—¿Y en qué trabaja, si se puede saber, mi amigo? Digo, porque, por lo que se ve, por acá mucha gente no anda, ¿no?

Aráoz considera la situación. Quince horas atrás estaba tirado a la bartola sobre su cama, con los zapatos puestos y fumando un cigarrillo detrás de otro. Si ahora, a las nueve y diez de la noche, se halla a cuatrocientos cincuenta kilómetros de su casa, ha sido por seguir un impulso. Minúsculo tal vez, pero un impulso. Y puesto contra el fondo del horizonte llano y sin marcas en que se ha convertido su vida, no ha querido desperdiciarlo. Pues bien. Ahora tiene otro impulso. El de ser cruel. El de burlarse del tipo inocente y locuaz que inunda el aire de la noche con una fetidez de pantano.

—Soy ingeniero de Agua y Energía —suelta, y el guarda lo mira sin entender—. La empresa del gobierno que construye represas para producir electricidad, ¿vio?

Aráoz se pregunta si esa empresa seguirá existiendo o si la han privatizado. De todos modos su vecino asiente, porque ha comprendido o para no quedar como un idiota. Eso lo alienta a seguir:

—Vamos a construir una represa hidroeléctrica por acá. Tenemos que hacer el dique.

Acompaña esas últimas palabras con un lento desplazamiento horizontal de su brazo derecho, extendido a la altura del hombro, con la palma abierta hacia el frente, como dando a entender la amplísima extensión que tendrá la muralla del dique.

—Cuarenta y tres kilómetros de frente. El dique. No sabe lo que va a ser ese murallón. Vamos a crear el lago artificial más grande de Sudamérica.

Los ojos del guarda brillan con súbito interés. Aráoz decide aderezar el asunto con una pizca de patrioterismo.

—Los brasileños están que trinan. Ellos ya tienen dos o tres bastante grandes, pero comparados con este van a parecer piletas de lona, vea.

—Noooo —el guarda alarga la vocal en una expresión de asombro incrédulo. Incrédulo y feliz.

—Según nuestros planes va a tener el tamaño de la provincia de Tucumán, mínimo.

—Pero Tucumán es la provincia más chica —acota el guarda, interrumpiendo, como si no pudiese evitar la tentación de exhibir, orgulloso, la perduración de sus aprendizajes escolares.

—Cierto —concede apresuradamente Aráoz—. De tierra es poco. Pero de lago artificial… imagínese.

El otro demora en responder.

—Mierda —musita.

Es casi palpable la manera en que, en la mente del guarda, va tomando forma la monumental represa. Aráoz recuerda un dato que le parece tan inútil como casi todos los que guarda en su cabeza, pero lo agrega llevado por el entusiasmo de su repentino sadismo.

—Dicen que el único invento humano que se ve a simple vista desde la Luna es la Muralla China. Los astronautas que fueron, dicen eso. Bueno —remata triunfante, en el tono de un publicista esclarecido—: ahora se van a ver dos cosas.

Lo mira. Lo único que le falta al gordo es largarse a aplaudir, alborozado. ¿Lo compadece? No. Ni siquiera en ese momento en que el tipo y su expresión maravillada son un canto a la inocencia y la ingenuidad.

—Bueno, para estar seguros capaz que hacemos el paredón del dique más grande todavía. Póngale… no sé… sesenta, sesenta y cinco kilómetros. Como si fuera Tucumán con un pedazo de Santiago del Estero… pero un buen pedazo.

—Pero vio que los santiagueños y los tucumanos se llevan para el traste… —objeta el guarda.

Aráoz lo considera con la serena indulgencia de un profesor chapado a la antigua, aunque afectuoso. Da resultado. El ferroviario se apresura a enmendar:

—¡Pero qué pelotudo que soy, usted lo dice como ejemplo, nomás! —termina con una risita de disculpa.

Ahora es el momento de atacar a fondo y estrujarle la alegría:

—Eso sí: el asunto complicado va a ser con el tren, porque vamos a dejar un lindo tramo de vías debajo del agua.

Al ferroviario se le ensombrece el rostro. Mira a los ojos del experto como para cerciorarse de que lo que está diciendo es cierto, y Aráoz le sostiene la mirada.

—Pero… ¿cómo…?

El guarda no sabe de qué manera preguntar lo que teme, como si ponerle palabras aproximase su futuro al precipicio. Echa un involuntario vistazo al tren. Aráoz intuye que esa mole de acero viejo debe ser, para ese tipo, una especie de ángel de la guarda, a la vez bestial y plácido. Algo en su interior le dice que aún está a tiempo de apiadarse de ese sujeto; pero no le da la gana.

—Toda la zona desde Trenque Lauquen y Pehuajó para acá, ¿vio? Bueno: no va a quedar nada. De ahí hasta la ruta 7, por lo menos. Y no sabemos si a la 8 habrá que correrla más al norte, y todo.

El tono en el que el guarda consigue hablar es de profundo abatimiento:

—Pero… y entonces los trenes…

—Olvídese de los trenes, mi amigo. Una represa es una represa. Electricidad. Progreso.

Aráoz se lanza a caminar por el pequeño andén describiendo círculos, como si el nerviosismo del progreso en ciernes se le hubiera contagiado. Él mismo está sorprendido con ese despliegue de energía. De todos modos se conoce lo suficiente como para distinguir la manía del entusiasmo genuino. Mira el reloj y después los extremos de la estación, que se pierden en la negrura.

—El país crece. Avanza. No podemos detenernos por un par de trenes o por cuatro o cinco pueblos. ¿No le parece?

—Claro…

La máquina lanza un bocinazo profundo. El guarda sale de su consternación para preguntar:

—¿Seguro que lo vienen a buscar, don?

Es una pregunta compleja. Si dice que sí y por algún motivo el tren sigue demorándose, se hará evidente que ha mentido. Tampoco puede decir que no, después de haber dicho que sí cuando el tipo lo interrogó de entrada. «Repreguntar», se dice. «Lo mejor cuando uno no quiere que lo jodan con preguntas es devolverlas».

—¿Por qué me dice, usted?

—No, por nada. ¿Sabe qué? En O’Connor la estación está lejos del pueblo. Ahora que nos vamos nosotros, el encargado apaga todo y se las toma para su casa en el coche. Hasta mañana no pasa otro servicio. Pero, si quiere, le pregunto si lo puede alcanzar hasta allá.

—¿El pueblo está muy lejos?

—Y… serán como seis o siete kilómetros, calculo. O más.

Aráoz palidece, porque la perspectiva inminente de dormir al sereno en un apeadero de mala muerte le quita las ínfulas, y los aires de superioridad se le desprenden como una cáscara.

—¿No será molestia? —logra preguntar con la ansiedad prendida de la voz.

—Nooo, qué va. Aguánteme.

Aráoz lo ve alejarse hacia la oficina. Ya no le molesta tanto el olor a sudor del gordo. La bocina del tren vuelve a sonar y le actualiza las urgencias.

En un santiamén se apagan todas las luces de la estación. De la oficina a oscuras sale, además del gordo, un hombre alto. Aráoz se siente sacudido por una rabia súbita. ¿Cuántas veces se ha jurado no volver a sentir ese desvalimiento, esa ansiedad temerosa frente a las inminentes acciones de los otros?

—Buenas —suelta el desconocido. Aráoz le retribuye el saludo con una inclinación de cabeza—. ¿Así que necesita que lo tiren hasta el pueblo, ingeniero?

—Sí, si fuera posible… —alcanza a balbucear.

—Pero cómo no —el hombre alto se vuelve hacia el guarda, al tiempo que le alarga un paquete que trae bajo el brazo—. Larrosa, esta encomienda va para Laboulaye.

—Ahora la tiro en el furgón, para no olvidarme. Nos vemos. Bueno, ingeniero… lo dejo en buenas manos.

Aráoz se pregunta si en algún momento de su perorata se ha autotitulado ingeniero o si ha sido ocurrencia de esos dos. Se le cruza la posibilidad de decirle al tal Larrosa una palabra que lo tranquilice sobre su futuro. ¿En qué otro sitio puede conseguir trabajo ese bisonte? Además se ha portado como un buen samaritano, consiguiéndole transporte. Se lo debe. Pero precisamente por eso se jura no desdecirse. Entre las decisiones que ha tomado en los últimos meses está la de dejar de ser una buena persona.

—Gracias. Y tenga en cuenta que de acá al otoño tenemos todo en marcha —alumbra una maldad de último momento—, yo que usted voy pensando algo… no sé…

—Gracias… —apenas masculla Larrosa; no porque quiera pasar por desatento, sino porque el futuro acababa de rajársele de punta a punta como un parabrisas alcanzado por un cascote.

Ezequiel Aráoz tiene ocho años recién cumplidos. Es de noche y hace frío. Mucho, mucho frío. Sobre todo a la intemperie. Como está él. Como están todos. El frío es un dolor en la punta de la nariz y en la parte superior de las orejas. También es un escozor odioso en el cuello, porque cuando hace mucho frío le ponen ese sobretodo rígido, cuyas solapas le raspan y le irritan la garganta y la nuca. Eso es lo feo de las noches de frío. Lo lindo es el humito que sale de la boca cuando uno respira. Y si hay mucha humedad el humito sale por la boca y por la nariz.

Hay que largarlo despacio, al humito, para que se vea. Si uno respira fuerte, no se ve. Con el humito uno puede jugar a que es grande y a que fuma. Es emocionante porque uno se siente poderoso y enorme. «No juegues a eso», le dicen a veces, cuando lo ven haciendo como si el palito o la lapicera que tiene entre los dedos fuera un cigarrillo. Le dicen «Eso es cosa de grandes, Ezequiel». Así, le dicen. Ojalá sea pronto, eso de crecer y ser grande. Aráoz no puede más de la ansiedad. Crecer, ser grande, fumar. Esas cosas vienen todas juntas.

—Belaúnde —se presenta el ferroviario alto y flaco, mientras el tren se pone en marcha.

—Encantado. Aráoz —responde estrechando la mano que el otro le tiende.

—¿Tiene idea de dónde parar?

Aráoz se detiene un momento a pensar, porque teme que las mentiras se le pisen unas con otras.

—Me dijeron que hay una estación de servicio en el pueblo que tiene habitaciones…

—¿La nueva o la vieja?

«Mierda», se dice Aráoz, que odia los imprevistos y los sobresaltos.

—La vieja —especula.

—Sí, la de Perlassi. Nos queda de camino. Está sobre el acceso, antes de llegar propiamente al pueblo.

Escuchar ese apellido, después de tantas horas de viaje, y de tantas más de indecisión, es como haber llegado finalmente a destino. Le falta conocer, en todo caso, cuál es ese destino.

Mientras cambian esas palabras le dan la vuelta al edificio de la estación. En el claro que dejan algunos árboles, e iluminado por una luna menguante, Aráoz ve lo que le parece el armazón de un auto abandonado. Aunque no tiene ni los cuatro guardabarros ni el techo de lona, advierte que se trata de un Citroën destartalado. ¿Quién lo habrá abandonado en ese paraje? Tiene rápido la respuesta: nadie lo ha hecho. Belaúnde se acerca por el lado del conductor, abre la puerta, se mete dentro y cierra de un portazo. Aráoz se acerca del otro lado y tantea para dar con la manija. Demora en advertir que es de un modelo tan viejo que las puertas se accionan desde el extremo delantero, casi sobre el parabrisas. Cuando consigue abrir se deja caer dentro, en medio del bamboleo crujiente de la suspensión.

Y hacer anillos con el humo. Eso debe ser buenísimo. Su tío Quique sabe hacerlos. Una vez lo vio, en un cumpleaños, y Aráoz se quedó hipnotizado viéndolos. Cuando el tío se dio cuenta le dijo que se acercara a tocarlos. Y él los tocó, y se deshacían. El tío dejó de hablar con los otros grandes para hacerle anillos y que él los rompiera. El tío Quique es así. Sabe lo que piensan los chicos. Lástima que enseguida el padre le dijo «No molestes, Ezequiel. Andá para allá que estamos conversando». Y Aráoz se fue.

El flaco coloca en el tablero una minúscula llave de contacto y la hace girar. Se enciende una diminuta luz roja. Después tira de una manivela con resorte que sobresale bastante más abajo. El motor tose varias veces, cada vez con menos ímpetu, como si en cada giro en falso del arranque se le escapasen las últimas briznas de la vida. Aráoz no sabe conducir y jamás ha tenido la menor intención de aprender. Demasiadas tensiones, demasiados azares, demasiados imponderables, y todo nada más que para ir de un lugar a otro. Mejor hacerse llevar. Pero en tanto copiloto perpetuo es bueno para encontrar los mejores gestos de acompañamiento en los percances del camino. En ese instante, por ejemplo, sabe que lo más indicado es mirar hacia fuera como si el paisaje fuese un espectáculo cautivante y el viaje estuviese ya en pleno desenvolvimiento.

Hace frío y tiene el sobretodo puesto y le pica mucho. Tanto le pica que Aráoz, de allí en adelante, cada vez que recuerde esa noche, no podrá evitar rascarse el cuello a medida que recuerde. «Fumar fuman los grandes, nene». «Ya sé», piensa Aráoz mientras se lo dicen, aunque no contesta. Mejor callarse, porque las cosas pasan más rápido si uno no dice nada, si uno no contesta. Igual sigue jugando con el humito del fío, porque nadie está dándole bolilla y él aprovecha.

Cuando el burro de arranque suelta lo que parece, definitivamente, su último suspiro, Belaúnde deja en paz la manivela y apoya ambas manos sobre el enorme volante. Después suspira. Aráoz evita, con perfecta continencia, cualquier alusión obvia e irritante a lo sucedido. Otro, más distraído, sucumbiría sin reticencias al «¿no arranca?». Pero Aráoz no es así de idiota. Belaúnde tamborilea con los dedos de la mano derecha sobre el volante. «Qué cosa estos Citroën», se dice Aráoz. Siempre le ha parecido un auto insólito, extravagante. Desde el ruido a cortina de enrollar que mete el motor hasta las luces delanteras que parecen faroles de antiguos coches de caballos, pasando por esos guardabarros voluptuosos y enormes. Un renacuajo, o un extraño bicho prehistórico. Nada en ese auto es como en el resto de los autos. Las ventanillas delanteras, sin ir más lejos, que se levantan por la mitad y que cuando uno menos se lo espera se desprenden de su sitio y caen como guillotinas sobre los codos de los incautos. O esa palanca de cambios que más parece un paraguas olvidado en el lugar menos propicio.

La noche es fría y húmeda, por eso sale tanto humito de todas las bocas. El cielo debe estar estrellado, pero, desde donde está, Aráoz no puede darse cuenta, porque los reflectores iluminan todo y lo iluminan tanto que el cielo no se ve. Apenas se adivina como una mancha negra que queda encima del frío. A la izquierda está parado su padre. A la derecha, el tío Quique. Siempre se colocan así, a sus costados, cuando en la cancha hay mucha gente. Y esa noche hay una multitud, porque el equipo tiene un partido decisivo para mantener la categoría. Por eso está la tribuna llena, y están él, y su padre, y su tío, y sus primos Diego y Enrique. Y los dos adultos le hacen de edecanes para evitarle sofocones.

Belaúnde vuelve a suspirar. Acaso espera algún comentario de parte de Aráoz. Algo que le suene solidario, una señal de que el forastero comparte su preocupación por el porvenir. Pero Aráoz prefiere alzar los ojos a la noche y disfrutar de esa otra excentricidad del auto: la capota desmontable propia de un auto de lujo, pero reproducida en este carromato de cuatro chapas. Lamenta no entender ni jota de constelaciones, porque se ven estrellas a centenares.

Se escucha otra vez el carraspeo del burro de arranque, y Aráoz piensa que a ese hombre flaco le falta suerte pero le sobra voluntad. Y sin embargo, de repente el auto arranca. Se oyen un par de explosiones en el escape y llega hasta sus narices el olor penetrante de la nafta sin quemar. La entera estructura del adefesio se sacude impiadosamente; pero se mantiene encendido. Belaúnde lo acelera con expertos bombeos del pedal. Cuando está seguro de que no va a apagarse, embraga y mueve varias veces la palanca de cambios hacia atrás y hacia adelante, hasta que consigue meter la primera y hacer que el Citroën avance.

Aráoz gira para mirar a Belaúnde. Apenas lo divisa, porque justo están pasando bajo el follaje de unos álamos que les ocultan la luna, pero le parece verlo radiante.

—Se ahogó, el hijo de puta —es el diagnóstico certero. Su voz flota en la satisfacción que siente el comandante de un buque que acaba de derrotar todas las conspiraciones adversas de los elementos.

—Ajá —Aráoz supone que algo debe responder.

Hace un rato la gente se puso a saltar y los tablones de madera se movían para todos lados, pero Aráoz no se asusta porque sabe que no se caen. La primera vez sí se asustó, pero su padre le dijo que se quedara tranquilo y él se quedó. Bueno, en realidad, le dijo que se quedara quieto, que no es lo mismo pero es parecido. Lo mismo se quedó. Obedeció porque le encanta ir a la cancha. Caminar todas esas cuadras, como quince, desde su casa. Cuanto más se acercan, más gente se junta con ellos. Todos avanzan en la misma dirección. Las últimas cuadras las caminan por la calle, no por la vereda, y eso a Aráoz le suena a aventura. Para cruzar la avenida tiene que darle la mano al padre. Del otro lado lo suelta y Aráoz sigue caminando solo por la calle. A él no le molestaría seguir de la mano, porque le gusta que lo traten como grande pero también le gustaría que su padre le diera la mano. Que le diera más la mano. No solo para cruzar la avenida.

Siguen un buen trecho en silencio. El camino se ilumina sesgado, porque al Citroën solo le funciona el foco izquierdo. Además debe andar escaso de batería: cuando la velocidad baja, y las revoluciones del motor también, la luz empalidece hasta casi desaparecer. Luego del rebaje y la acelerada, la intensidad del haz luminoso vuelve, como si fuera una esperanza. Ha sido toda una suerte que Belaúnde lo haya levantado. ¿Cuánto trecho llevan recorrido en la más absoluta soledad? Tal vez el ferroviario está pensando lo mismo, porque le pregunta sin preámbulos.

—¿Perlassi lo dejó clavado? Porque mire que hacer todo este trecho a pie…

—No —Aráoz se rearma—. En la empresa dijeron que iban a mandar a alguien a buscarme. Se ve que no llegó el memo. ¿Le parece que habrá alojamiento?

—No, si es por eso, quédese tranquilo. Acá no pasa nada —y casi de inmediato, agrega—: ¿Así que tienen pensado mandarse una represa?

Hasta hace un rato la gente saltaba pero ahora están todos muy nerviosos y quietos. Van cero a cero, y con eso les alcanza. Si termina cero a cero se «salvan». Aráoz no sabe qué es eso del descenso, o sí, en el sentido de que es algo terrible e imperdonable. «Desde que nació mi pibe que estamos en Primera», lo ha escuchado decir a su padre. «Mi pibe» es él, Aráoz. Le gustó escuchar eso cuando su padre lo dijo, porque se sintió como una especie de medalla humana. Le sonó importante, como si su papá estuviera orgulloso. Aráoz no es tonto, y sabe que lo dijo por el Deportivo y no por él. Pero un poco orgulloso se sintió igual, para adentro.

Aráoz mira al conductor. Sigue con la vista fija en el camino y el pelo canoso le flamea con la ventolina que entra por el techo. Así que el guarda lo ha puesto en autos sobre la inminente obra de ingeniería hidráulica al ir a buscarlo a la oficina. Aráoz se pregunta si solo las imbecilidades se difundirán a esa velocidad sorprendente.

—Sí —responde—. La primera represa hidroeléctrica de la llanura pampeana, con un salto de ciento cincuenta metros.

Alza la mano derecha, para darle una idea de todos esos metros. Belaúnde lo mira un instante, pero justo entonces el auto da un barquinazo y tiene que atender a la ruta.

—Qué bárbaro —suelta.

Pero si hoy pierden se van al descenso, y eso es terrible. Por esa razón la gente está nerviosa y callada. Y quieta. Cada vez que ataca Lanús todos murmuran. Y cuando en la cancha un montón de tipos murmuran al mismo tiempo es como si murmurara un gigante. Suena fuertísimo, sin dejar de ser murmullo. Es raro, pero es así. Todos murmuran porque tienen miedo, porque si gana Lanús se salvan ellos y al descenso se va el Deportivo Wilde. Y el Deportivo no tiene que irse, tiene que quedarse, porque todos ellos son hinchas del Deportivo. Su papá, el tío Quique, sus primos. Todos los del barrio. Y él también. Aparte, si el Deportivo se va al descenso, su padre nunca más va a decir eso de «desde que nació mi pibe», y Aráoz quiere que lo siga diciendo.

Aráoz opta por compadecerse de la estupidez del flaco (después de todo le está ahorrando una caminata farragosa) y se dice que si se deja de joder con eso de sacarle charla y lo deja en paz para contemplar a sus anchas el cielo estrellado, se abstendrá de profundizar la fábula y de ahondarle las desolaciones. Pero no pasan dos minutos hasta que el otro vuelve al ataque.

—¿Y hasta dónde calculan llegar con el lago?

De modo que Aráoz se siente en el derecho de estrangular del todo su inocencia. Estima, con certezas de matemático, que la séptima parte de la provincia de Buenos Aires quedará sumergida bajo el agua, y que el límite sur del espejo de agua serán los contrafuertes de las sierras de Tandil y de la Ventana.

—¡Hasta Tandil! —la voz de Belaúnde suena alarmada.

—Tandil —confirma Aráoz, con la sobriedad imprescindible de quien sabe que da noticias tremebundas.

Le parece oportuno agregar —y lamenta que no se le haya ocurrido mientras hablaba en el andén con Larrosa— que ya está pactada con el gobierno de Noruega la instalación de una compañía de ferris que se encargarán de unir las márgenes del inmenso lago pampeano. Tampoco puede resistir la tentación de recomendarle, adoptando un tono íntimo y vagamente conspirativo, que si tiene que comprar cemento se apresure a hacerlo antes del otoño, porque para abril o mayo, a más tardar, el precio de la bolsa va a dispararse a causa de la demanda incalculable de la empresa constructora.

La catástrofe ocurre cuando faltan cinco minutos. Aráoz siempre lo recuerda así, con esa palabra. «Catástrofe». Significa algo gravísimo e irreparable. La conoció cuando chocaron esos trenes allá por Tigre, o por Pacheco. En el diario pusieron eso, en letras enormes. «Catástrofe». Hay otra que también pusieron, pero se la acuerda menos. Sabe que faltan cinco minutos porque su primo Diego acaba de preguntar cuánto falta y el tío Quique le ha dicho «cinco». «Entonces van cuarenta», ha pensado Aráoz. Cuarenta y cinco menos cinco son cuarenta. Es bueno haciendo cuentas nomás así, con la cabeza. La señorita Graciela se lo dice siempre. Su mamá el otro día lo dijo en la mesa, lástima que su papá apenas se fijó, porque estaba mirando la tele y mucho no escuchó. No importa, porque él siempre es bueno con los números y seguro que la señorita se lo vuelve a decir y capaz que su mamá se vuelve a acordar y justo en ese momento su papá escucha y lo felicita o algo.

—Se imagina… con semejante muralla de hormigón —concluye Aráoz—, la bolsa de cemento va a costar una ponchada de pesos.

—Claro, claro… me imagino…

Ambos asienten, en parte porque están en un todo de acuerdo sobre la inminente carestía del cemento y en parte porque la suspensión del Citroën les impone ese balanceo en cada bache. Desde allí siguen callados, hasta que algo más tarde Belaúnde aminora la marcha.

—¿Acá lo dejo?

Aráoz se aferra al borde del parabrisas y se asoma por el techo, ya que la ventanilla está tan embarrada que parece pintada con alquitrán desde afuera.

«Tragedia». Esa es la otra palabra. La que pusieron los diarios cuando lo del choque de trenes. Pero a Aráoz le resulta más impresionante la otra. Por eso usa «catástrofe» para pensar en eso.

Y la «catástrofe» empieza cuando el arquero de Lanús despeja un centro mal pateado. Despeja con el pie y le sale un tiro profundo, largo. La pelota no se eleva demasiado. Vuela hacia el círculo central. Y todos en la tribuna miran y murmuran, porque hay un jugador rival esperando el pelotazo, y el Wilde quedó muy mal parado. Hay un solo defensor para marcar a ese delantero de Lanús que espera. Y lo peor de lo peor es que el delantero es el Tanque Villar. Por eso su primo Enrique ve la escena y dice «cagamos». Seguro que es por eso que lo dice.

Están detenidos en un cruce de caminos, o más bien en un empalme formado por la unión de la ruta que han tomado desde la estación, y que pese a sus deficiencias es la principal, y un camino secundario pobremente asfaltado que se le une desde la derecha y que más allá se pierde en la oscuridad absoluta. Al otro lado del empalme se ve una estación de servicio de esas muy antiguas, con un alto techo de mampostería y una sola isla con dos surtidores de combustible. Atrás, la oficina vidriada. Sobre la rampa de acceso cuelga un cartel con el logo de YPF en fondo blanco y con una circunferencia celeste. Aráoz se pregunta cuánto hace que han dejado de usarse esos letreros. ¿Veinticinco años?

Esa parte del edificio está completamente a oscuras. Al costado, a continuación de la oficina, se levanta un parador, una especie de restaurante caminero con amplias ventanas de vidrio repartido con el alféizar bajo y ancho, protegidas por un toldo corredizo. El interior no se ve porque lo ocultan unas cortinas gruesas que, sin embargo, dejan pasar la iluminación mortecina que viene de adentro. «Hay vida», se consuela Aráoz.

Aráoz conoce a todos los jugadores del Deportivo, y el que marca al Tanque Villar es Mancebo. Para un ojo menos experto que el suyo podría ser también Alcántara, pero él sabe que a Alcántara lo vendieron a Huracán hace dos meses. De modo que es Mancebo. Daría lo mismo que fuera otro, porque los apellidos de ese equipo están destinados a morir en el olvido, como esas hojas secas del otoño que hay que barrer y quemar antes de que llueva y se pudran sobre la vereda. Nadie construirá con sus nombres esos rezos que los ancianos futboleros recitan con los ojos brillantes en la nostalgia de la gloria. Nadie querrá recordar a esos infames que se fueron al descenso. Salvo a uno. A uno van a recordarlo. Un apellido va a quedar en la memoria. Uno solo, para machacar sobre él con el palo del odio y del dolor, como quien machaca encima de un mortero.

—¿Esto es O’Connor?

—Sí. Bueno, acá empieza. Está la estación con el parador, que yo le decía que tiene un par de habitaciones. Más allá, por este asfalto quedan la acopiadora de granos y un par de ranchos, camino a la laguna. El resto está del otro lado, por la ruta, a un par de kilómetros. Si prefiere, lo llevo al centro.

Ni Mancebo ni cualquier otro defensor puede pararlo al Tanque, y eso lo saben todos en la tribuna. Por eso su primo Enrique dijo lo que dijo. Porque es grandote, y rápido. El Tanque, no su primo. Y tiene oficio. Mucho. Si después lo van a terminar vendiendo a Europa y todo. Por eso baja el balón de pecho y cuando Mancebo intenta atorarlo, pobre iluso de él, le tira encima sus cien kilos de delantero macizo para dejarlo sentado en el mediocampo y salir a la carrera con pelota dominada hacia un arquero indefenso.

A esta altura Mancebo se cae de la historia para siempre. En ella no hay lugar para él, ni para sus movimientos de marioneta a medio derrumbar sobre el pasto. «¡Foul!», grita alguien, unos escalones arriba de Aráoz. De todos modos lo grita apenas y sin ganas, porque sabe que es mentira.

Pero enseguida hay otro grito, «¡Perlassi viejo, nomás!», que no viene desde arriba sino de los escalones de abajo, pero es lo mismo, porque lo que acaba de decir lo piensan todos. Y ese grito sí que lleva adherida la esperanza. «Perlassi». Ese es el apellido que va a quedar. Perlassi. El único.

Aráoz siente una cruel curiosidad por averiguar a qué llama «centro» ese lugareño, pero no lo hace. Está exactamente donde se lo ha propuesto. En la oscuridad se ve poco y nada. Tal vez, sobre la derecha, la mancha oscura que parece distinguirse bastante más allá sea la silueta de los silos de la acopiadora.

Perlassi viene desde el flanco derecho del equipo. Nadie entiende muy bien por qué se ha pasado la noche jugando sobre ese lado, como si su puesto fuera el de número ocho y no el de número cinco. Hasta ahora nadie se ha quejado, en la tribuna. Nadie se queja de Perlassi. Eso Aráoz lo sabe como el avemaría. Cualquier jugador del Deportivo puede ser insultado desde las gradas. Cualquiera menos Perlassi. Gracias a Perlassi están donde están. Gracias a él ascendieron. Gracias a él se mantuvieron en Primera. Si Perlassi jugase en un equipo grande, como River o Boca, por ejemplo, sería el número cinco de la Selección Nacional. Eso Aráoz lo sabe porque cuando se habla de fútbol él escucha para aprender, y eso lo dicen siempre.

Se despide con una inclinación de cabeza y trata de cerrar la puerta del Citroën, pero el mecanismo está rígido y lo único que logra es golpear el panel de la puerta contra el marco. Abre de nuevo para darle envión y la impulsa con vehemencia. Ahora sí la puerta se cierra con estrépito, y Aráoz se siente un poco tonto: suele ocurrirle eso de tener que cerrar dos veces las puertas de los autos, la primera sin energía suficiente y la segunda con estragos de demolición. Disipa su vergüenza alejándose hacia el edificio antes de que se vaya el ferroviario. A sus espaldas escucha el traqueteo del auto que vuelve a la ruta principal y se aleja. Camina hacia el parador cuyas ventanas se ven un poco iluminadas y golpea la puerta.

Tiene un póster. Un póster de Perlassi. Salió en El Gráfico. Él lo vio en la pared de la pieza de sus primos y el tío Quique se lo regaló. En realidad, primero le pidió a su papá que se lo comprara, pero el papá dijo que no. Fue peor, porque lo que dijo fue «hasta que no te portes como un hombre, no», y lo dijo delante de todos. Claro, Aráoz lo había preguntado delante de todos y su papá contestó igual, delante de todos, y él se sintió un idiota y un chiquito. El tío Quique en ese momento no dijo nada, pero después lo llamó aparte y le dio una hoja de revista plegada en cuatro y le dijo «no la abrás ahora para no hacer bandera» y él entendió, así que se la metió en el bolsillo del pantalón y no la sacó hasta que estuvo solo en su casa y en su pieza. Por un tiempo la tuvo guardada en el cajón del ropero, y la miraba únicamente de noche, cuando sus padres ya estaban acostados.

Está sacada de día, la foto, en la cancha. Detrás se ve un cartel de Ginebra Bols y más atrás todavía la tribuna de madera donde van siempre ellos, pero en la foto los escalones están vacíos. Perlassi viste el uniforme completo del equipo. La camiseta, el pantalón, las medias, todo. Se le ven los botines con tapones. Sonríe con la boca grande, porque tiene un bigote grande y el pelo con rulos y las patillas, pero igual se le ven los dientes que sonríen. Se ve que está contento, y Aráoz cuando mira la foto a la noche se imagina que le sonríe a él, y le devuelve una sonrisa igual de grande.

—Paaase… —la voz que responde a sus golpes desde el otro lado de la puerta vidriada suena natural, como si recibir visitas a las once de la noche fuese, en ese sitio, lo más normal del mundo.

Aráoz empuja la puerta con la torpeza propia de quien carga un bolso de viaje en cada mano. Se encuentra en una habitación amplia, con una docena de mesas con manteles de tela a cuadros, cada cual con cuatro sillas. Sobre el costado que da a la estación de servicio se abre una arcada con un mostrador amplio, que parece dar lugar, más allá, al sector de la cocina. Sobre el otro lado, a la izquierda de la entrada, tres sillones bajos arman una especie de rincón de estar, formando tres partes de un cuadrilátero cuyo lado restante lo ocupa un televisor gigantesco. Repantigado frente a la pantalla, el hombre que lo ha hecho pasar alza la mano a modo de saludo, pero sigue con los ojos fijos en el aparato.

Cuando sea grande va a ser como él, como Perlassi. Va a ser futbolista profesional y va a ganar mucha plata. No como el padre, que se desloma en la oficina y el sueldo no alcanza. Eso lo dijo una vez la madre. El padre no lo dice nunca. Una vez lo dijo la madre y el padre se enojó, y Aráoz no quiere ni acordarse porque fue feísimo.

Va a ser jugador, pero es un secreto que no le dijo a nadie. Ojo que ya se entrena. Todos los días, en el patio, después de hacer la tarea. Cuando tenga quince o dieciséis va a ir a probarse al Deportivo y lo van a fichar y va a ser siempre el número cinco del equipo titular. «Centrojá», llaman al cinco el tío Quique y su papá. No sabe por qué los grandes le dicen así. Sus primos no, sus primos le dicen «cinco». Igual se entiende fácil. «Centrojá» es el cinco, «win derecho» es el siete, «fulbá» es el dos o es el seis. Se entiende bien, igual.

—Bue… Buenas noches —Aráoz se tropieza con su propio saludo, como si la indolente hospitalidad de su anfitrión lo desconcertase.

—Buenas… —el hombre ha dejado la mano levantada, pero no por prolongar el saludo sino porque está tan pendiente de lo que sucede en la pantalla que no le queda ni brizna de atención para otra cosa. Aráoz, sabiéndose una de esas otras cosas, deja los bolsos en el piso y se acerca a los sillones.

—Acá, acá: este es el mejor momento —dice el hombre, señalando la pantalla—. ¡Cómo puede mirar así una mujer…!

Su tono es de tal ensoñación, de tan profundo y franco arrobamiento, que Aráoz siente un poco de pudor. Mira, a su vez, el televisor. La actriz es Julia Roberts. Desde un estrado lleno de micrófonos, clava los ojos en alguien disimulado en un amplio y caótico corro de periodistas. Aráoz ha visto esa película alguna vez. El actor principal, que poco a poco se va haciendo visible en el tumulto de rostros anodinos, es un rubio de ojos claros que Aráoz también conoce de un montón de películas. ¿Tom Hanks? No. Ese es otro.

Va a jugar de cinco como juega Perlassi. No le va a sacar el puesto, nada que ver. Va a esperar a que se retire. Igual seguro que, mientras Aráoz crece, Perlassi se retira, y no va a haber problema entre ellos dos. Y van a decir de él lo mismo que dicen ahora de Perlassi, porque va a cortar todas las pelotas, va a poner unos pases bárbaros a los delanteros, va a meter un montón de goles de cabeza. Se van a romper las manos de aplaudirlo, y cuando entre a la cancha encabezando el equipo —porque también va a ser el capitán—, va a levantar los brazos saludando, como hace Perlassi. Y el mejor jugador de los contrarios al final del partido le va a decir de cambiar las camisetas y él va a decir que sí, y va a volver a saludar justito antes de meterse al túnel, en cueros y con la camiseta del rival hecha un bollo en la mano, porque se la lleva de recuerdo.

—Ahora empieza la canción…

El hombre habla como si Aráoz le fuese pidiendo precisiones. Ha levantado de nuevo la mano izquierda, como cuando lo saludó, pero ahora la baja despacio, mientras une el pulgar y el índice, como un director de orquesta a punto de dar entrada a un instrumento. En el exacto momento en que detiene el descenso de su mano, empieza a escucharse un piano, y una voz masculina que canta en inglés. Aráoz ve que los ojos del hombre se humedecen y sonríen, y los sigue hacia la pantalla. ¿Cómo se llama ese actor? Es inglés. No es norteamericano, sino inglés. En las siguientes escenas, Julia Roberts y el rubio se muestran en público tomados de la mano, besándose, casándose en un parque, bailando. Varias veces se miran embelesados mientras una multitud de fotógrafos los retrata. Aráoz no puede dejar de concluir que la chica es verdaderamente hermosa y que sí: que es difícil de creer el modo de mirar de esa mujer. De fondo sigue la canción, y al piano se le han agregado algunas cuerdas.

Cuando sea el número cinco titular de Deportivo Wilde, de vez en cuando, pero solo de vez en cuando, Aráoz tendrá que pegar alguna patada fuerte. Perlassi a veces lo hace, cuando no le queda otra. Pero después se va a quedar al lado del delantero hasta que se levante y le va a pedir perdón, porque pegar es feo. Pegar es horrible.

—Un segundo más y estoy con usted.

El hombre habla mientras se levanta del sillón con cierto esfuerzo. Recién entonces Aráoz advierte que es un viejo, porque hasta entonces ha visto su rostro y sus manos y ha escuchado su voz, y todos ellos son jóvenes. Pero el fuelle de sus coyunturas y los goznes de su osamenta son los de un anciano. Sigue sonriendo, atento a la pantalla.

—Esto es hermoso, no se lo pierda —recomienda, con la cara otra vez sonriente.

Igual pegar patadas jugando al fútbol no es tan malo. Y, aparte, el tío Quique dice que hasta para eso, para pegar patadas, Perlassi es un maestro. «Como dicen los libros», dice el tío Quique cada vez que Perlassi hace las cosas bien. Aráoz no sabe de qué libros habla, pero va a ahorrar toda la plata que pueda para comprar esos libros que explican cómo se hace para jugar como Perlassi. Igual de tanto verlo y verlo Aráoz ya tiene aprendidas un montón de cosas, y después las practica en el patio. Hay que mirar la pelota. Siempre la pelota, no las piernas del rival, porque te amagan y te confunden. Hay que mirar la pelota y nada más. Y saber cortar con las dos piernas, la derecha y la zurda. Y, si en una de esas te pasan, hay que saber hacharlo al delantero. Después quedarse quieto y esperar que se levante y pedirle disculpas. Así hace Perlassi, porque son cosas del fútbol. No hay que enojarse. Capaz que te amonestan, pero capaz que no. Porque a Perlassi hasta los árbitros lo respetan. Aunque no juegue en un club grande como Independiente o Boca, lo respetan porque él es un grande. Así dice su papá, y los ojos le brillan. Y Aráoz se impresiona porque casi nunca le brillan. Cuando lo ve jugar a Perlassi le brillan. Y Aráoz va a ser igual que él, para que su papá lo mire así y los ojos le brillen.

Aráoz, que ha levantado sus bolsos, vuelve a dejarlos en el suelo. El actor rubio y de rostro aniñado lee un libro sentado en un banco de plaza. En su regazo descansa la cabeza de Julia Roberts, acostada junto a él de cara al cielo, con las piernas recogidas sobre el propio banco, y las manos lánguidas apoyadas sobre una pequeña panza de embarazada reciente y una expresión de paz redonda y sin preguntas. Aráoz entiende por qué al viejo le gusta. Y también entiende por qué a él mismo esa escena le resulta aborrecible. Tanto que se gira para no ver, y queda casi de espaldas a la pantalla. Oye un súbito chasquido. El viejo acaba de pulsar el control remoto, y lo mantiene en alto como un arma recién disparada. Se vuelve hacia él.

—Sí. ¿En qué lo puedo ayudar?

—Ando buscándolo a Fermín Perlassi.

—Uh, haber avisado. Póngase en la cola, que debe haber como cincuenta tipos en la misma que usted.

—¿Cómo? —Aráoz no puede acopiar la serenidad suficiente como para preguntar algo más inteligente.

—Eso, muchacho. Que a Perlassi lo busca más gente que a un billete premiado. ¿Usted también es cobrador de algo?

—No, no… pero vive acá, entonces…

—Ajá.

El hombre, mientras habla, camina hasta la arcada que da a la cocina. Acciona una llave y el salón se llena con la luz fría de varios tubos fluorescentes.

—Acá en O’Connor

Aráoz quiere asegurarse a toda costa de haber dado con el sitio que vino buscando, pero le parece advertir que el viejo empieza a dudar de que tenga la sesera bien calibrada.

—Sí… muchacho… ya le dije… Acá en O’Connor y acá donde está parado. La estación de servicio es de él, pero justo ahora no está.

—Pero está en el pueblo…

El viejo lo mira enarcando las cejas, con algo de alarmada compasión.

—El pueblo no es mucho más que esto, pibe. Bueno, ésta es la entrada vieja, digamos. Acá cerca está La Metódica, la acopiadora de grano. Más al fondo la laguna. Pero Perlassi vive acá. Esto es de él.

—¿Pero… él no está?

—No —el tono del viejo suena un poco a «acabo de decírtelo». Pero es apenas un matiz, y después aclara—: Ocurre que cada dos por tres viaja para enganchar clientes. Flotas de camiones, más que nada. Para venderles gasoil. Caso contrario, nos vamos al tacho, sabe.

—Ah… no sabía que andaba con problemas.

El viejo, mientras acomoda unos vasos vacíos en un rincón del mostrador, pone cara de «problemas es poco».

—¿Y tiene idea de cuándo vuelve?

—¿Y vos para qué lo andás buscando? ¿Te debe plata, nomás?

Aráoz piensa antes de responder. Por primera vez le ha parecido detectar, detrás del tono campechano de su interlocutor, un ligerísimo vestigio de reticencia. Duda: ¿y si insiste con el chiste de la represa? Lo descarta. Este tipo no tiene un pelo de estúpido. Mejor rumbear para otro lado.

—No, nada que ver. Soy periodista. Vengo para hacerle una nota. Un reportaje.

El otro frunce el ceño, pero no por enojo sino por extrañeza.

—¿Periodista? Ahí no sé qué decirle. Perlassi siempre dice que los periodistas son una manga de pelotudos, con perdón de la palabra.

Otra vez Aráoz no sabe qué decir. Traga saliva.

—Este… ¿vienen a verlo muy seguido?

El otro se ríe con ganas.

—¡Ja! ¡No! ¡Qué van a venir! Pero Perlassi está hecho un viejo plomo y a veces se le da por mandarse la parte, por darse corte, sabe…

¿Por qué Perlassi lo corre al Tanque sin pegarle? Si no lo baja, no va a poder alcanzarlo. El Tanque le lleva demasiada ventaja y sabe acomodar muy bien el cuerpo. «Si el duelo entre los dos fuera frente a frente a lo mejor sí», piensa Aráoz, a los ocho, mientras le sale humito por la nariz y los ojos le lloran un poquito del mismo frío. Pero corriéndolo desde atrás no hay modo de sacarle la pelota por las buenas. «¿Qué espera?», pregunta uno, a las espaldas de Aráoz y de su padre, su tío y sus primos. Nadie le contesta, porque todos se preguntan lo mismo. Y ninguno tiene la respuesta.

Mientras habla, el hombre sale de atrás del mostrador y se sienta junto a la primera mesa que tiene a tiro. Aráoz, aunque no lo han invitado, decide sentarse también.

—¿Hace mucho que lo conoce?

—¿Yo? ¿A Perlassi? —el viejo resopla—. Añares, hace. Soy criado acá, sabe. Bueno, Perlassi también. Somos los dos de O’Connor. Claro que entonces esto era realmente un pueblo…

—Así que son amigos…

—Epa. Espérese, muchacho. Yo le dije que hace un montón que lo conozco. Lo de amigos lo puso usted.

Ha terminado casi abrupto. Aráoz de nuevo se siente aturdido.

—No… sí…, bueno, se me ocurrió por esto de que usted trabaja acá con él…

—Sí —parece admitir el viejo, a las cansadas—. Lo que pasa es que algunas palabras son complicadas. «Conocer» a alguien. «Ser amigo» de alguien. No sé. A veces me parece que son cosas que uno no puedo decir ni de uno mismo, ¿no le parece?

Aráoz asiente. Sí, a él también le parece. De un momento para otro el ánimo se le ha ensombrecido. ¿Qué está haciendo, metido en ese agujero y hablando con un desconocido que adopta aires de filósofo?

Es natural que Perlassi no se arroje al piso para quitar el balón desde atrás, porque si falla perderá un tiempo precioso y el Tanque saldrá definitivamente de su alcance. Pero si esa opción no puede contemplarse… ¿qué espera para hacharle las pantorrillas? ¿No se da cuenta de que en seis segundos, en cuatro trancos, el Tanque estará pisando el área y, ante cualquier infracción, el árbitro cobrará penal? ¡¿Qué es lo que pasa con Perlassi?!

—Así que no tiene ni idea de cuándo vuelve…

—Nooo —el viejo prolonga la o, como enfatizando su ignorancia del asunto—. Ni idea. Bah, pueden ser cuatro días, cinco, una semana lo máximo. Pero no hay modo de saberlo. No deja dicho dónde para, así que no hay manera de ubicarlo.

—Ah, entiendo. Y un celular…

—¡Ja! ¡Celular! —nueva carcajada. Aráoz nota que es la segunda o tercera vez que se le mata de risa, y empieza a sentirse un idiota—. No hay caso. Seguro que a Perlassi usted no lo conoce. Es capaz de comunicarse por palomas mensajeras antes que usar uno de esos aparatos. Los odia. Yo creo que lo que pasa en el fondo es que no entiende cómo funcionan, y a Perlassi no entender algo lo pone frenético, sabe.

Aráoz aprieta los labios en un gesto de contrariedad y mira su reloj, como si en él se midiesen días en lugar de horas. ¿Una semana, ha dicho el viejo?

—Si quiere dejarme sus señas… capaz que lo agarra de buen humor a la vuelta y se le da por llamarlo, o por escribirle.

Esa última frase del viejo a Aráoz le suena a «si justo pasa el cometa Halley de acá al martes que viene, es posible que Perlassi lo llame». Resopla y se rasca la cabeza, que es algo que hace siempre que necesita ganar tiempo para pensar. Se le ocurre una idea. Ha llegado hasta ahí a base de impulsos, o de espasmos. ¿Por qué no obedecer a uno más, antes de darse por vencido? Además… ¿qué apuro tiene? ¿Hay algo que lo esté esperando, acaso, en otro sitio?

«No puede ser». Aráoz reconoce la voz del tío Quique, y la voz del tío de repente se ha llenado de sombras. Y aunque tenga ocho años, Aráoz comprende el sentido de lo que dice el tío. No es que el tío piense que lo que está ocurriendo sea mentira, o sea una pesadilla. Lo que dice el tío es que lo que pasa —más allá de que esté pasando— es demasiado confuso y terrible y el alma de la gente no aguanta cosas así, y por eso el alma de las personas prefiere pensar que no puede pasar lo que pasa. El alma sufre mucho, a veces. Aráoz lo sabe porque, aunque sea chico, ya le ha pasado eso. A veces.

—Podría esperarlo acá un par de días, si a usted no le molesta… Tendrán algún cuarto… digo yo…

—Psssi —acepta el viejo—, cuartos hay… —pero en ningún momento saca la cara de «no creo que le convenga».

—Y bueno —Aráoz está decidido a porfiar con esa última ficha—. Estamos a lunes. Capaz que si lo espero hasta el jueves o viernes, en una de esas… ¿Cuándo se fue?

—¿Eh? Anteayer. Pero mire que iba a Río Cuarto, o más arriba también. Capaz que se termina llegando a Embalse, o a Alta Gracia…

—Ah, se ve que agarra el auto y le da para adelante…

—No, joven, ¿qué auto? De acá se fue a dedo, en camión, hasta Rufino o Venado Tuerto. Allá tenía que ver cómo seguir. No maneja, Perlassi. Odia los autos…

El viejo se interrumpe como si temiese hablar de más.

—No me diga…

Aráoz pretende animarlo a continuar con la idea. Todavía no ha tenido ocasión de aprender que ese viejo puede hablar muchísimo pero solamente, y siempre, hasta donde le dé la gana. El viejo le sostiene la mirada y no agrega palabra. Aráoz se pone de pie con cierto embarazo y palpa la billetera en el bolsillo trasero del pantalón.

—Usted dirá qué le debo por la pieza.

El viejo alza una mano, mientras se levanta.

—Pare, pare. Mire primero la pieza, porque no quiero reclamos. No es ningún palacio. Es muy sencilla. Limpia, pero muy sencilla. Mejor le echa un vistazo primero.

«No será tan pelotudo de hacerle penal». Aráoz también escucha eso. Tiene que ser enseguida del «no puede ser» de su tío, porque la jugada sigue. La jugada todavía no terminó. Y ¿cuánto puede durar? ¿Cuánto puede tardar el Tanque en cruzar media cancha del Deportivo Wilde con Perlassi pegado a la nuca? A Aráoz le molesta que a su héroe le digan pelotudo, aunque sea así medio de costadito. ¿No es que a Perlassi está prohibido putearlo? Porque decirle pelotudo es casi como putearlo.

Salen por la puerta principal, la que da al playón de la estación de servicio. Apenas cierran la puerta, Aráoz siente que se han metido en un pozo, tal es la oscuridad de la noche. Rodean unos tambores que le parecen barriles de lubricante y pasan cerca de la isla de los surtidores. Aráoz se pregunta cuánto movimiento de autos puede haber en ese camino perdido. Al pasar junto a la puerta del baño público el viejo estira una mano y enciende la luz. Aráoz ve que es un recinto alargado, con un lavatorio casi a la entrada, un inodoro al fondo y un mingitorio a mitad de camino. Tuercen por detrás del edificio y la oscuridad se vuelve aún más profunda. Aráoz se pregunta si estarán bajo las copas de los árboles. Escucha tintinear un llavero en la mano del viejo, después el sonido de una cerradura, y por último el empellón que le da el viejo a una puerta que se abre haciendo ruido a chapas. Su anfitrión entra y enciende la luz. La pieza es simple, tal como el otro le ha anticipado. Hay una cama contra una pared, y una mesa y una silla modestas contra la otra. Tiene también una ventana junto a la puerta, con la persiana baja. Aunque percibe un ligero tufillo a encierro, a Aráoz el sitio le gusta.

—Cierre la puerta porque se le va a llenar de bichos —el viejo habla sin mirarlo—. Fíjese que es medio una pocilga.

Aráoz piensa que, si lo compara con los lugares que él ha frecuentado hasta hace seis meses, el lugar es, probablemente, desabrido. Pero si en cambio lo coteja con su casa tal como la ha dejado en los últimos tiempos, la habitación que el viejo le muestra parece una mansión, por lo limpia y ordenada. De todos modos cualquier comparación es inútil, porque está decidido a tapiar todos los pasados.

—Por mí está perfecto. ¿Qué le debo?

El viejo parece sorprenderse con esa rápida anuencia.

—Veinticinco. Veinticinco pesos la noche.

—Okey —confirma Aráoz, y se siente un poco idiota por usar esa palabra con un viejo con pinta de paisano.

«Tac», escucha Aráoz, en el silencio de sepulcro que hay en la tribuna. Silencio con un montón de nubecitas de vapor. Mira a su padre y entiende. Acaba de pegarse un cachetazo en la frente. Cuando vuelve a mirar la cancha, el Tanque acaba de cruzar la línea de cal que limita el área grande. El Tanque ya está en el área. Y Aráoz repara en que es la primera vez que lo ve a su padre pegarse a él mismo.

El otro se da media vuelta y camina hasta la puerta. Ya con la mano en el picaporte parece acordarse de algo.

—Le voy a dejar prendida la luz del baño. Ahí a la vuelta. Lo vio, ¿no? Si va en medio de la noche capaz que se hace pomada contra una pared porque no se ve nada.

«Hacerse pomada». Hace años que Aráoz no escucha a nadie usar esa expresión, y le agrada volver a oírla. Se aproxima a la puerta y adelanta la mano para levantar los bolsos que han quedado casi en el umbral, pero el viejo lo interpreta como un amago de apretón de manos y, después de vacilar, adelanta la diestra.

—Lépori, me llamo. A sus órdenes.

—Aráoz, mucho gusto. ¿Le pago ahora?

—No, no. No hace falta. Me paga mañana al irse, nomás. Yo duermo allá adentro, cualquier cosa.

—Gracias. Y si llega a llamar Perlassi…

—¿Qué? —el viejo parece haber olvidado los motivos de su visita—. Ah, sí, sí, claro. Si llama, le digo que lo busca un periodista. ¿De dónde viene, usted? De un diario, de la radio…

Aráoz piensa rápido.

El Gráfico.

El Gráfico. De acuerdo. Buenas noches.

—Buenas noches.

El viejo cierra la puerta con firmeza, como si estuviese medio hinchada y resultase difícil calzarla bien en el marco.

Por un momento la cabeza del hombre que está de pie en el escalón de abajo le tapa la jugada. En realidad no es la cabeza sino el brazo derecho, o más precisamente el antebrazo y el codo, porque el hombre acaba de llevarse las manos a la cabeza en un gesto incrédulo y desesperado. Aráoz se yergue en puntas de pie y recupera el panorama. El arquero acaba de dar un par de pasos hacia el Tanque con la intención de achicarle el ángulo de tiro. El Tanque adelanta el balón por última vez, para alejarlo un poco de su botín derecho y permitirle a su pierna el mejor recorrido para el disparo. Perlassi atrás. Todavía atrás. Definitivamente atrás.

Cuando se cansa de dar vueltas en la cama se levanta y camina hacia la pared en la que —cree recordar— está la llave de luz. Va muy lento, con los brazos extendidos delante, y apenas levanta los pies del suelo, porque, aunque tiene la impresión de que no hay muebles en el centro de la pieza, teme tropezar o golpearse los dedos de los pies descalzos.

«Maldita vejiga», va pensando. Tiene el incómodo hábito de levantarse al baño apenas siente el menor asomo de necesidad de orinar. No puede evitarlo. No consigue jamás neutralizar esa sensación, hacerla a un lado para seguir durmiendo. Lo peor del caso es que tiene el sueño tan liviano, y lo abandona con tal facilidad, que después le cuesta horrores volver a dormirse. En su casa, sabiéndose el itinerario al dedillo, conociendo todos los obstáculos, puede deslizarse hasta el baño casi sin dejar de dormir y hasta de soñar. Pero en ese lugar, nuevo y desconocido, no tiene más opción que despertar lo suficiente como para no darse un porrazo. «Maldita infancia, más bien», se corrige, cuando ya llega a la puerta, reconoce el relieve del interruptor y enciende la luz.

Era tanta la vergüenza que le daba, de chico, mojar la cama, que resistía el sueño todo lo que podía, en el afán de vaciar la vejiga de ese líquido traicionero que lo hacía quedar como un idiota en las mañanas. Cinco, seis. Siete veces, podía levantarse. Las que hicieran falta. Cualquier cosa con tal de no «amanecer nadando». Esa imagen del nado era de su padre. Se la decía sonriendo, cuando lo encontraba manipulando el colchón, a la mañana, en el afán de secarlo o de ocultar, un poco, la vergüenza. «Otra vez nadando, Ezequiel», y sonreía. Él, que nunca sonreía. Cuando lo pescaba en esa situación espantosa, sonreía. Con toda la cara, o por lo menos con toda la boca. Se le veían los dientes por debajo del bigote, de tanto que sonreía. Y Aráoz lo odiaba tanto que se juraba que nunca más iba a pasarle. Por nada del mundo. Aunque tuviera que levantarse diez veces, o veinte. Todo con tal de no darle el gusto a esa sonrisa.

Treinta años después Aráoz va pensando, mientras abre la puerta y siente la noche fresca, casi fría, que los pasos que damos al principio de la vida son tan hondos que desde entonces no podemos sino caminar una y otra vez por esas huellas. Y es un pensamiento tan deprimente, y a la vez tan complejo para esa hora de la noche, que le resulta cada vez más evidente que a la vuelta no va a conseguir pegar un ojo.

El grito de gol de los rivales, desde la tribuna visitante, se desbarranca como un alud de piedras, y es absorbido por la masa de cuerpos inmóviles y silenciosos de la que, de este lado del césped, forma parte el propio Aráoz. Es extraña —siempre lo es— esa combinación de aquella algarabía y este mutismo. Aráoz nunca ha visto a la gente tan callada. Se ve que eso es el descenso. Así se desciende, y no de otra manera. Aráoz incorpora esta forma de dolor a las otras, a las que ya conoce.

Avanza un par de metros por la vereda de cemento que rodea la construcción y conduce al frente. Se detiene al recordar lo que ha dicho el hombre sobre la puerta y los bichos, y desanda el trayecto para dejarla cerrada. De nuevo camina hacia el frente. Tiene que dejar de pensar, o decirle adiós definitivamente al sueño. Un viento suave hace murmurar las copas de los árboles y le eriza la piel de los brazos y las piernas. ¿Y si orina directamente ahí? ¿Quién va a verlo en semejante oscuridad? No. Mejor ir hasta el baño, por las dudas. Alguna gente es muy quisquillosa con esas cosas, y tal vez el encargado sea de esos.

Cuando gira en la esquina del edificio ve la luz blanca del baño encendida. El viejo ha cumplido. Se ubica frente al mingitorio y comienza a orinar. El chorro agita las bolas de naftalina que pretenden desodorizar el sanitario y, estimulada por ese movimiento, una cucaracha de largas antenas y patas peludas que ha estado sepultada entre ellas comienza a patalear intentando librarse de su encierro. Ese espectáculo asqueroso termina de despabilarlo. Toma una mínima venganza dedicándose a anegar al insecto en el torrente de orina. Cuando termina, la cucaracha ha quedado otra vez cubierta por la naftalina y se ha quedado quieta. Lamenta que el pis no contenga insecticida, porque le repugnan profundamente esos insectos. Vuelve a la pieza, apaga la luz y se acuesta.

Aráoz mira con los ojos brillantes de frío y allá está Perlassi, de pie en el área, con las manos a la cintura y el rostro girado hacia la montaña humana que forman los compañeros del Tanque Villar sobre el propio Tanque, que después de tocar la pelota al segundo palo ha caído de rodillas y con los brazos en alto, abandonado a esa felicidad incrédula que es tal vez la forma más perfecta de la felicidad. «Más que la más perfecta es la única forma posible de la felicidad», piensa Aráoz; porque a fuerza de vivir y de sufrir los seres humanos terminan por intuir que es imposible hallar un camino sensato hacia la felicidad, y que si ella acaece es por un capricho tan inconmensurable, por un accidente tan impredecible que lo único que le cabe al ser humano es rendirse y orar para que dure más de treinta segundos. Eso no lo piensa el Aráoz de ocho años, ese que está de pie, rígido de frío, en esa tribuna colmada y atónita; sino el Aráoz de cuarenta y dos. Ese Aráoz al que le cuesta la vida entera conciliar el sueño.

Ya está desvelado. Gira un par de veces en esa cama estrecha. No logra acostumbrarse a esas angosturas. Después de varias evoluciones vuelve a quedar estacionado boca arriba con los brazos recogidos sobre el pecho; pero enseguida los baja, lejanamente aterrado, porque esa postura le recuerda la posición en la que yacen los cadáveres en los ataúdes.

Aráoz se promete que no va a llorar, y aunque varias veces los ojos se le llenan de lágrimas y la boca se empeña en torcérsele en una mueca y él tiene que hacer una fuerza enorme para desanudarse el puchero, logra contenerse porque no quiere que los demás lo vean así, y menos los primos. Es cierto que nadie parece darle demasiada bolilla, porque están todos atentísimos a otras cosas y nadie parece dispuesto a perder el tiempo mirando cómo lagrimea un chico de ocho años que está tieso de impresión y de frío sobre los tablones de la tribuna. Pero igual no va a llorar. Lo jura.

Es gracioso. ¿Lo es? Difícil decidirlo. Pero es de todos modos llamativo que aunque su dolor sea descomunal, y su depresión profundísima, y su angustia desbordante, no se le haya cruzado por la mente la posibilidad de matarse. Seriamente, al menos. Porque si le ha dado vueltas al asunto ha sido solo como una especulación, como un juego cruel, igual a tantos otros.

Recuerda que Leticia solía burlarse de su tendencia a quererse y consentirse. «Vos y tu ego». A veces en broma, a veces como reproche, a veces como duda. A veces tratando de ver el fondo de sus ojos. Y Aráoz sabiéndolo. Sabiéndole esa mirada deseosa de escrutarlo y de descubrirlo. Y él devolviéndole esa cara de póker. Qué expresión ridícula: «cara de póker», en alguien que no sabe jugar al póker. Pero sí entiende el sentido de la frase. Cruzar miradas por sobre la mesa cubierta de paño y que quien uno tiene enfrente desconozca nuestro juego, ignore nuestras cartas. Aráoz siempre ha sabido mirar así a Leticia. Sostenerle las interrogaciones sin inmutarse, sin quebrarse, sin abrirse. Tal vez por eso con ella se ha sentido a salvo.

Pero los brazos a los lados del cuerpo le molestan porque le hacen acordar a los muertos en sus cajas. Mejor las manos bajo la nunca. De ningún modo va a dormirse en esa posición. Pero a esa altura ya sabe que igual no va a dormirse, y que se pasará horas mirando el techo. De modo que mejor, ya que está condenado a mirar el cielo raso, hacerlo en una posición agradable.

Algunos buscan cascotes en la pila que ha quedado de la construcción de la tribuna nueva. Antes había un galpón petiso y largo, de ese lado. Aráoz lo recuerda de las primeras veces que lo llevaron a la cancha. Lo demolieron para construir la tribuna, pero nunca se ocuparon de llevarse los escombros, y ahora son unos cuantos los que se aprovisionan allí de cascotes para tirárselos a los hinchas de Lanús que festejan detrás del arco visitante.

Inspira profundamente y suelta el aire muy de a poco. Otra vez. Y otra. Ocho veces. Nueve. Diez. Se supone que eso es relajante. Tal vez lo sea. Aráoz concede que de hecho está relajadísimo, pero el sueño igual no le viene ni a cañones. Prueba imaginarse un paisaje sereno, otra de sus tretas inútiles para adormecerse, pero enseguida se distrae. Intenta poner la mente en blanco. Todo es un fracaso.

Maldice de nuevo su vejiga, que lo ha arrancado de un sueño más o menos apacible hace… ¿cuánto? No menos de una hora, ya. Un desastre. Para peor, al evocar a su vejiga vuelve a detectar una levísima sensación de incomodidad. Otra vez. Y eso significa que, aunque un ángel milagroso de repente le derrame encima el bálsamo del sueño, no podrá llevarle el apunte sin antes orinar de nuevo.

Pero son más los que prefieren acercarse al alambrado para insultar a los jugadores del Deportivo que acaban de perder e irse al descenso. Sus primos, sin ir más lejos, están trepados al alambre, y encaramados en la cima aprietan los puños y amenazan a los jugadores. El tío Quique no les dice nada porque él también está como loco, gritando cosas horribles como «vendidos hijos de puta». Así les grita. No es el único. Todos gritan eso, o cosas parecidas. Y los jugadores, que tienen que bajar por el túnel para irse, no se animan a acercarse al alambrado porque tienen miedo de que les peguen o les tiren algo o los escupan.

Se incorpora bufando. No enciende la luz porque sus pupilas han tenido tiempo de habituarse a la oscuridad y están grandes y redondas y le permiten ubicar puerta y picaporte sin dificultad. Otra vez la oscuridad exterior, aunque ahora distingue, en lo alto, el límite borroso del follaje de la arboleda. El fresco del aire es el mismo. Se afirma en el borde de la vereda, separa las piernas y orina sobre el pasto. Al cuerno con todo. Que lo vea quien tenga que verlo.

Se odia por ser incapaz de tomar esas decisiones drásticas desde un principio, como si sus remilgos siempre opusieran una torpe resistencia a los dictados del sentido común o de la osadía. El sonido de la micción sobre el pasto le hace acordar al del agua del mate cayendo sobre la yerba desde cierta altura. De haber estado Leticia, y de haberlo dicho en voz alta, lo tildaría de asqueroso.

Pero no está. Mierda. No está.

Aráoz se acuerda de que hace un rato, cuando el equipo salió a jugar el segundo tiempo, la gente aplaudía y alentaba a los jugadores. Todos, en la tribuna. El tío Quique y los primos también. Y su padre lo mismo. ¿Por qué de repente todos los odian? ¿Es posible que Aráoz sea el único que los sigue queriendo?

Vuelve a la cama. Ya no ensaya ejercicios respiratorios ni evocaciones relajantes. Se entrega sin resistencias al pozo negro de sus dolores y sus pérdidas, antiguos y recientes. Al rato de recorrer su laberinto se topa con la imagen que, a fin de cuentas, lo ha conducido hasta ese sitio. ¿Obsesión? Tal vez ese sea el modo correcto de llamarla.

Durante años ha tenido enterrada esa imagen en el fondo de la memoria. Tan en el fondo que la primera vez que lo ha asaltado, hace más o menos un mes, mientras miraba el techo tirado de cualquier modo sobre la cama de su dormitorio, tuvo que tomarse un rato para dilucidar si era cierta o si, en medio de esos días funestos, estaba intentando convertir en recuerdo lo que era, en realidad, una fantasía.

La policía ha hecho salir a los hinchas de Lanús, así que los que han estado tirando piedras para ese lado no tienen contra quién pelearse y se vienen para el lado del alambre y la cancha. Los jugadores de Wilde siguen ahí, en el mediocampo, sin atreverse a ir para el vestuario.

Lo que más lo asombró fue que su memoria hubiese sido capaz de enterrarlo durante tanto tiempo. Después pensó un poco más, y se dio cuenta de que hay un montón de cosas que uno entierra así, con apariencias de eternidad. Porque, de lo contrario, vivir es imposible.

Aráoz ve que Perlassi se acerca a uno de los policías. «Debe ser el jefe», piensa Aráoz, porque tiene una gorra diferente de la de los demás. Perlassi habla y el otro dice que sí, que sí, y les grita algo a otros policías que están por ahí y que mucho no saben qué hacer y tienen cara de miedo, y entonces Perlassi les pega un grito a sus compañeros y todos empiezan a irse hacia el otro lado, y Aráoz cierra un poco los ojos porque de repente los gritos de la tribuna se vuelven ensordecedores y los insultos se multiplican como dentelladas, porque los hinchas caen en la cuenta de que los jugadores van a irse por el túnel visitante para que no les peguen ni los escupan, y es entonces cuando los cascotes empiezan a caer en la propia cancha, y son varios los que se trepan al alambre con la idea de pasar al otro lado, y a un costado están tironeando de los soportes para arrancar el tejido y entrar al campo de juego, y entonces los jugadores y los policías salen en desbandada para el túnel de los visitantes y Aráoz ve que, cuando los últimos llegan a los escalones que conducen al vestuario, ya son varios los hinchas que se descuelgan sobre el césped. Uno de los primeros en dejarse caer y en correr hacia los jugadores es su primo Diego, que corriendo es muy pero muy ligero. Aráoz, cuando sea grande, quiere correr como él.

Lo que recuerda es cierto, aunque no sea del todo cierto, ni sea todo lo que pasó esa noche. Ese recuerdo es verdad, y si ahora él está en O’Connor es para llenar los agujeros y tapar los baches y emparchar las falacias de su memoria y las de los otros.

Y cuando el recuerdo esté completo, ¿qué? Ni idea. Es la primera vez en muchos años, quizá la primera vez en toda su vida, que no tiene ni idea de qué hacer al día siguiente. Y esa no es una conclusión propicia para conciliar el sueño.