ALVARITO, como por la tarde tiene que tocar la pandereta en la tuna a la que pertenece, ha venido a trabajar vestido de tuno. Al procurador no le hace demasiada gracia, pero como es el novio de su única hija, aguanta.
—¿Lo tienes todo?
—A ver… —ALVARITO repasa su cartera—. Las actas, los documentos, el expediente… Sí, don Carlos, ya está todo.
Entra YOLANDA en bata. Trae la capa de ALVARITO:
—Toma —se la pone—: Verás lo que te he bordado en la cinta.
—¿Qué me has puesto?
—¡Ah, misterio! Ya lo verás luego.
—Alvarito, esta carta hay que contestarla —trata de apartarlos el procurador.
—Sí, don Carlos.
YOLANDA besa a su padre:
—Adiós, papuchi.
—Sí, anda, vete a vestirte.
Pero YOLANDA se entretiene arreglándole las cintas de la capa a ALVARITO, y CARLOS se impacienta:
—Anda, vete con mamá de una vez… Manía de entrar en el bufete a todas horas…
—¡Ya voy!
Y bajo la disgustada mirada de su padre, besa a su novio:
—Adiós, amor.
—Adiós, adiós.
Libres ya de la chica, ALVARITO coge su pandereta y se acerca a la mesa del jefe:
—Digo, don Carlos, que quería ir con mi mamá a comprarme un traje. Y ya estamos a cinco.
—¿A cinco? —se sorprende CARLOS. Y considera, con mucha gravedad de gesto y de voz—: ¡Qué barbaridad, cómo pasan los meses!
Con admirable desenvoltura, ALVARITO abre un cajón de la mesa, saca una pequeña caja fuerte y la coloca ante CARLOS, que cabecea, fastidiado, mientras se dispone a abrirla:
—No sé, no sé… Alvarito, yo creo que hago mal pagándote…
Porque tú, con esto del sueldecito fijo, no terminas tu carrera…
Y en la vida hay que formar una familia… Yolanda, ya ves, pasan los días y…
—No, si estudiar, estudio…
CARLOS estruja unos billetes entre los dedos, está clarísimo que le cuesta horrores soltarlos:
—¿Cómo lo quieres?
—Me es igual, don Carlos.
—Digo que como lo quieres…
—Que me da lo mismo, de verdad —y termina la frase que ha dejado por la mitad—… Son los catedráticos, que como voy por libre, pues me suspenden con más facilidad.
—Ya, ya —CARLOS cuenta el dinero—. Pero tú ya no tienes la edad de ir por ahí tocando la pandereta…
—Bueno, la afición a la música…
—Aquí tienes…
—Muchas gracias, don Carlos…
Está CARLOS guardando la caja de caudales cuando del vestíbulo llegan unas voces que les hacen prestar atención:
—Buenos días, don Anselmo, me manda don Hilario…
—Ya, ya le he conocido… —dice en voz queda ANSELMO—. Pero hable bajo, por favor…
—Dice que si no lo recoge hoy, pierde usted todos los derechos sobre el coche.
CARLOS y ALVARITO se han acercado a la puerta para mirar por una rendija: en el vestíbulo, el pobre anciano, azorado, habla con el dependiente del ortopédico, implacable:
—Dígale que mañana sin falta iré, seguro.
—Mañana será tarde. Tiene que ser hoy mismo.
CARLOS, seguido siempre por ALVARITO, irrumpe en el vestíbulo:
—Pero, ¿otra vez con esa historia? —agarra de un brazo al dependiente—. ¡Dígale a su jefe que este viejo no está paralítico!
—¡No le haga caso! —grita su padre.
—¡Salga inmediatamente! ¡Que este viejo corre!
—¡Yo no corro!
—¡Que este viejo salta!
—¡Haga el favor de salir de esta casa! —insiste ALVARITO, echando al dependiente.
—¡A mí no me toque! —se escurre hacia la puerta el dependiente—. ¡Yo soy un mandado!
—¡No se vaya, espéreme! —ANSELMO trata de irse con él.
—¡Tú, papá, adentro!
—¡No quiero! ¡Guardias! ¡Policía!
Aunque el causante del alboroto ya ha desaparecido, el griterío, al que ahora se suma MATILDE, continúa; CARLOS, seguido por su mujer y su pasante, empuja al anciano hacia el fondo del pasillo:
—¡Los vecinos, qué van a pensar los vecinos!
—¡Calma, don Anselmo! —suplica ALVARITO.
—¡Tu corazón, Carlos! —le recuerda MATILDE a su marido.
—¡Papá, a tu cuarto!
—¡Mal hijo! —lloriquea el anciano.
—¡Mal padre! ¡Porque tú estás perfectamente, tú puedes hacer vida normal, no necesitas un coche para nada!
—¡Mentira!
—¡Y mañana mismo pido un certificado, que me lo dan por veinte cochinos duros, y te meto en un asilo!
—¡Eso es lo que tenías que haber hecho hace tiempo! —le azuza MATILDE.
—¡Has hecho llorar a tu padre!
—¡Anda, entra en tu cuarto! ¡Que estás loco! —le hace entrar de un último empujón—. ¡Y mañana te recluyo!
—¡Pero hazlo de una vez! —le exige su mujer—. ¡Que a ti se te va la fuerza por la boca!
Volviendo hacia el vestíbulo, CARLOS le asegura:
—¡Está decidido! ¡Mañana se va al asilo!
—Así aprenderá…
YOLANDA, que ha seguido la pelea asomada a la puerta del comedor, se echa a llorar y busca refugio en su madre:
—No llores, hija.
—¡Vamos, Alvarito! —CARLOS ya está abriendo la puerta del piso.
—Sí, don Carlos —corre tras él ALVARITO, que se despide de YOLANDA—: Adiós, amor, tú quedate con la mamá.
—¿A qué hora vas a venir a comer? —le pregunta MATILDE a su marido.
—A las tres.
—De acuerdo. Es para tener a punto el cocido.
—Hasta luego.
—Adiós, adiós. Ay, señor…
De su cuarto está saliendo ANSELMO, que oye lo que su nuera y su nieta dicen mientras entran en el dormitorio del matrimonio:
—¿De verdad vais a meter al abuelo en un asilo? —pregunta YOLANDA entre sus pucheros.
—Sí, hija. Así no nos dará más disgustos…
—Qué bien. Así me puedo quedar con su cuarto, ¿no?
—Si, cielo mío, pero no hables así, que no me gusta que seas tan egoísta.
—¡Es que estoy cansada de dormir en el comedor, mamá!
—Lo comprendo. Anda, ayúdame a sacar las cosas de los armarios, que están llenos de polilla. Y no llores más, que pintaremos el cuarto y te quedará muy bonito.
Quien rompe a sollozar ahora es ANSELMO, que entra en el baño para ponerse sus gotas. Lo está haciendo cuando ve en la estantería un frasco con la calavera y las tibias en la etiqueta. Lo mira. Sorbe sus lágrimas. Y finalmente lo coge, lo esconde bajo la chaqueta, y entre toses y sollozos, avanza por el desierto pasillo hacia la cocina.
ASUNCIÓN está lavando de espaldas a los fogones, y esto facilita la operación que va a realizar el anciano, que se acerca a los pucheros y levanta la tapadera de una olla. La criada, sin volverse, le regaña, como siempre.
—Hay cocido, ¿no lo ha oído? ¡Y deje quietas las tapaderas!
El anciano vacía en la olla el veneno del frasco. Cuando termina, sin conseguir sofocar sus sollozos, sale al pasillo para entrar en el bufete:
—Al asilo… Como un pobre de pedir limosna…
Después de arrojar el frasco vacío en la papelera, con un abrecartas descerraja el cajón que guarda la caja de caudales. La abre, coge un fajo de billetes, la devuelve al cajón, lo cierra y, secándose las lágrimas, sale de casa hacia su destino.
Ante la puerta de la vaquería, el modernísimo cochecito de ANSELMO contrasta con el anticuado del lechero.
Están saliendo los dos, Lucas en la silla de ruedas de andar por casa, que empuja AGUSTÍN, el mozo:
—Ven, ven, que vas a ver lo que es bueno —le precede el jubilado, exultante.
—Siempre has de venir a molestarme —protesta el cascarrabias paralítico— cuando tengo más trabajo…
—Ya, tienes razón… Pero mira…
—Con una vaca enferma y tú…
—¡Pero mira el coche, hombre!
LUCAS se interrumpe, deslumbrado:
—Pero… ¿De quién es?
—¡Mío, mío! —proclama orgulloso el anciano.
—¿Tuyo?
—¡Mío, mío! —y para demostrarlo, ANSELMO se monta en él.
—Oye, ¿y cómo te las has arreglado? ¿Quién te ha dado el dinero?
—Eso no importa, Lucas. ¡Lo que importa es que podemos salir juntos otra vez!
—Menudo coche —tercia AGUSTÍN, que lo examina sentado en su taburete de ordeñar—. ¡Mejor que el suyo, señor Lucas!
—¡Cállate tú!
—¡Si tiene tres velocidades! ¡Y mire qué carrocería!
El lechero no quiere manifestar su verdadero estado de ánimo. Finge desdeñar aquella maravilla, pero la está envidiando con toda su alma:
—Mucha presencia, pero de motor, ¡nada!
—¿Motor? —y el jubilado le pide a AGUSTÍN—: Móntalo en el suyo, que lo voy a dejar clavado en el suelo, ya verás…
—¿A mí, clavado a mí? —LUCAS, ofendido, le apremia a su mozo—: Anda, ponme en el coche…
Encantado de la vida, AGUSTÍN lo cambia de vehículo:
—¡Venga, venga, a ver quién gana la carrera!
—¡Agustín, no seas animal, cuidado con las piernas! —Y se ríe del amigo—: Pero si tú de esto no tienes ni idea, muchacho…
Ya está Lucas instalado y haciendo arrancar el motor.
ANSELMO, poniendo en marcha el suyo, le previene.
—¡Prepárate!
—¡Pero si yo entré tercero en la carrera, y eso que tuve el pinchazo!
—Bueno, venga, que doy la salida… —dice AGUSTÍN. Y cuenta—: ¡Una! ¡Dos! Y… ¡Tres!
Arrancan los dos coches a la vez y están a punto de llevarse por delante a ANDREA, la hija del lechero, que se había asomado a ver qué es lo que sucedía, y que le grita a su padre:
—¡Dónde va, chiflado, que está usted chiflado!
La mañana está radiante, pero Faustino sigue solo y triste cuando, precedidos por el ronroneo de sus motores, llegan alborozados en sus coches ANSELMO, LUCAS, ÁLVAREZ con su señorito, PEPE y MANOLO.
—¡Eh, Faustino! —saludan alegres, deteniéndose ante el puesto de souvenirs.
—¡Venga, echa el cierre, que lo estamos celebrando!
—Yo no quiero celebrar nada.
—Pero, ¿no has visto el coche de don Anselmo?
—Oye, ¿y Julita?
—¡Yo qué sé!
ÁLVAREZ se extraña:
—¿Cómo? ¿Todavía no habéis hecho las paces?
—No —baja la cabeza FAUSTINO.
—Bueno, entonces, ¿qué, vienes o no vienes?
FAUSTINO niega con la cabeza. Y LUCAS decide:
—Pues entonces vámonos. Venga, vamos.
—Pero, ¿lo vamos a dejar solo? —se extraña ANSELMO de la actitud de los demás.
—¡Él sabrá lo que hace!
—¡Si no quiere venir, que no venga!
E insensibles al dolor de FAUSTINO, arrancan todos excepto ÁLVAREZ, que tiene problemas con su coche, y el jubilado, que ya ha decidido quedarse.
—Entonces, ¿usted no viene, don Anselmo?
—No; yo me quedo, que yo sé lo que es estar solo.
—Bueno, bueno, usted sabrá lo que hace… ¡Adiós, Faustino!
ANSELMO sigue en su coche, enfrente del puesto de FAUSTINO:
—Entonces, lo de Julita, ¿no tiene arreglo?
—No. Ya le he devuelto las fotos.
Se apea el jubilado, y FAUSTINO se da cuenta de que ha llegado en coche:
—Pero, ¿qué le pasa? ¿Está usted impedido?
—No estoy impedido, pero eso no importa. Lo que importa —dice con mucha autoridad— es que tú hagas las paces con Julita…
¡Anda, vamos!
—No, no. No hay nada que hacer.
—¡Os estáis comportando como criaturas! —le da un cariñoso pescozón, y le ordena a su ayudante—: Venga, chico, tú a recoger la mercancía.
—No, don Anselmo, que no…
—Y tú a callar —le ajusta la bufanda—, que esto lo arreglo yo ahora mismo…
Una murga compuesta por un matrimonio ciego —él toca el banjo, ella un bombo y los platillos— está interpretando una sentimental tonadilla. De su casa sale JULITA en su coche, empujado por su madre y por ANSELMO:
—Es inútil —protesta la chica—, yo no quiero saber nada de él…
—No digas eso, hija.
—Usted no se preocupe, señora —bromea el jubilado—, que yo soy un especialista en los males de amor…
—Un beso, hija.
—Adiós, señora, vaya usted tranquila.
La madre entra en la casa, y el anciano obliga a JULITA a mirar hacia FAUSTINO:
—Mírale… ¡Mírale, que le has hecho sufrir lo suyo!
La chica rehuye la mirada de FAUSTINO, tozuda.
—Yo he salido a ver su cochecito. Pero no quiero hablar con él.
—Hablando se entiende la gente, Julita…
—Con éste no…
—Que sí, Julita, que me ha dicho que se quiere casar —le asegura el viejo, mientras une los coches de la pareja con el cable de remolque.
FAUSTINO se dirige a su novia:
—Tú me entendiste mal, Julita… Claro que lo que quiero es casarme…
—Eso dices siempre, pero luego te arrepientes… Y yo no estoy para perder el tiempo.
—Si yo lo hacía por ti, para no sacrificarte…
—Disculpas. Has venido porque te ha traído don Anselmo, si no de qué…
—Que no…
—Mira, tú a lo tuyo y yo a lo mío —JULITA, pese a lo que dice, se está ablandando—. Ahora mismo te llevo al Prado…
—Si te quedas conmigo, sí… Solo, no merece la pena…
—Serás tonto…
Su viejo cupido ya los ha atado. E instalado en su coche, da la orden de marcha:
—Entonces, ¿nos vamos?
Los coches arrancan, el de JULITA tirando de FAUSTINO y con el de ANSELMO cerrando la marcha.
La murga de los ciegos sigue tocando su sentimental cancioncilla.
Pasados los primeros momentos de exaltación que ha vivido al entrar en posesión de su coche, y una vez realizada la buena acción de unir a los novios, ANSELMO vuelve de golpe a la terrible realidad: son más de las tres, ya debe estar envenenada su familia. Y decidido a impedirlo, si es posible, detiene el cochecito ante un bar para llamar por teléfono y advertir que no se coman el cocido:
—Tened cuidado del coche —les pide a unos niños—. Pero no toquéis el manillar, que este coche es muy potente y se arranca enseguida…
Y entra corriendo en el bar.
Está lleno de gente, pero el jubilado consigue abrirse paso hasta la barra:
—¡Una ficha, por favor, es muy urgente!
—¡Ficha para el caballero!
—Gracias, quédese con la vuelta.
—¡Dinero al bote!
—¡Gracias!
Conseguir la ficha no le ha planteado problemas, pero el teléfono está ocupado por un pelmazo:
—Un tiempo precioso… —Sí, anoche fui al teatro… ¿Eh?… No, fui a ver a Celia Gámez…
ANSELMO trata de explicarle:
—Perdone, señor… Es que tengo que llamar a mi familia…
—Déjeme en paz, hombre…
—Pero es que les tengo que avisar que no coman…
—Pero, ¿no ve que es conferencia? —y sigue al teléfono, dando detalles—. La Celia, como siempre, bueno más mayor… Pero no veas qué presentación y qué lujo…
Desesperado, el viejo corre a su coche para ir a casa directamente.
Hay una ambulancia ante el portal. Con el corazón en la boca, ANSELMO, desde lejos, ve cómo van cargando las camillas en las que yacen los suyos. Aterrado, corre hacia su cochecito, monta y arrea, metiendo la tercera.
Y huye llorando.
Dispuesto a dejar Madrid, ANSELMO estaba cruzando un paso a nivel cuando las ruedas de su cochecito se le meten entre las vías. El guardiabarrera le ayuda a salir del apuro, mientras se acerca una locomotora de maniobras. En atención a la condición de paralítico del anciano, el maquinista le cede el paso.
Anochecer.
Un paisaje mesetario. En cien kilómetros a la redonda, las dos únicas presencias verticales que hay en el paisaje corresponden a las de una pareja de la Guardia Civil, dotada de bicicletas.
El petardeo de su motor anuncia la aparición del coche de ANSELMO, un diminuto punto en la lejanía.
Cuando está llegando a la altura de los guardias, uno de ellos alza la mano:
—Alto.
El viejo detiene su coche.
—Documentación, por favor.
—Sí, señor.
El anciano le da su cartera. Tras echarle una ojeada, el guardia civil le pregunta:
—¿Se llama usted?
—Anselmo Proharán.
—¿De dónde viene?
—De Madrid.
—¿Y dónde se dirige a estas horas?
—A Navalcarnero.
El guardia consulta su libreta y dice entre dientes:
—Anselmo Proharán… Cochecito… —se guarda la cartera del anciano y le ordena—: Síganos, y dé la vuelta.
El pobre presunto criminal asiente, y el trío hace un giro en «U» para volver a la ciudad. Ya poniendo rumbo a Madrid, ANSELMO mendiga una última consolación:
—¿Me dejarán tener el cochecito en la cárcel?
—Venga, siga.
Y mientras cae la noche, el trío se aleja, los guardias agarrados al respaldo del coche, que con su pundonoroso motor hasta puede remolcar a las bicicletas.