Bloque F

1. CASA DE DON ANSELMO

Al día siguiente, como si nada hubiera sucedido en la casa la noche anterior, ALVARITO y YOLANDA viven su cursi idilio en la soledad del bufete; ella escribe a máquina, pero solo con una mano, porque la otra se la está comiendo a besos el novio, que une así sus dos aficiones:

—Déjame, tonto, que no puedo poner las mayúsculas.

—Los deditos, las yemas de los deditos…

—Entonces, ¿vamos al cine esta tarde?

—Lo que tu digas, amor.

La voz del procurador reclama al pasante:

—¡Alvarito!

ALVARITO le devuelve la mano a YOLANDA, que ahora trata de retenerlo:

—¡No te vayas!

—Deja, deja, que me llama el papá —y va hacia la puerta echándole besos.

—¡Saca las entradas! ¡Que no se te olvide!

Cuando entra ALVARITO en la cocina, CARLOS, muy vestido de oscuro, desayuna de pie, MATILDE sentada y en bata, y ASUNCIÓN, la criada, fregotea canturreando: todo el mundo ha superado la crisis, aparentemente.

—¿A qué hora es la vista?

—A las once, don Carlos —y ALVARITO, diciéndolo, coge una tostada de la mesa.

—¿Se ha levantado ya? —le pregunta CARLOS a su mujer.

—No. Y no ha desayunado —le responde MATILDE con la boca llena—. A ver si se nos va a poner malo, Carlos.

—Sí. Esto no puede seguir así. Hay que hacer algo. Anda, Alvarito, ayúdame.

—Sí, señor —el pasante coge un tazón de café con leche y lo coloca en un plato, en su plato…

—El café ya tiene azúcar —informa MATILDE sin dejar de comer.

—El pan.

—El pan —ALVARITO, de paso que coge el del viejo, le echa mano a otra tostada.

Saliendo, CARLOS lo aparta:

—Déjame pasar… Siempre estás comiendo.

—Siempre, no —niega ALVARITO, puntilloso.

Ante la puerta del dormitorio de su padre, CARLOS llama:

—Papá.

Y entra. Toda su calma desaparece al ver cómo ANSELMO, colocándose la almohada sobre la cabeza, lo rechaza:

—¡Dejadme en paz! ¡Que no entre nadie!

—¡Vamos —tira CARLOS de la almohada—, levántate y no me hagas enfadar!

—¡No quiero! ¡No quiero!

—¡Papá, que soy capaz de…!

—Déjeme a mí, don Carlos —le pide ALVARITO—. Don Anselmo, no sea usted niño, aquí tiene el café y las tostadas… Están riquísimas…

—¡Me da igual!

En el forcejeo, el viejo derrama el café con leche sobre su hijo, que maldice:

—¡Maldita sea! ¡Mira cómo me has puesto!

—¡Deje, deje, que la mancha sale! —le frota la chaqueta el servicial ALVARITO.

—¡Y tenemos la vista a las once! ¡Matilde! ¡Asunción! ¡Agua caliente! ¡La camisa, también la camisa! —se vuelve hacia su padre con una mirada asesina—: ¡El traje de ir a los tribunales!

¡Yo te…!

ANSELMO advierte el cambio en la mirada y en la voz de su hijo: el desastre le ha nublado la razón y parece capaz de llegar a la agresión física:

—Bueno… Ya me levanto… —se levanta—. Pero si me pasa algo, no os quejéis… —no resiste a la tentación de fingir que se le doblan las rodillas—. Ay, que me caigo… ¡A mi edad —con un trémolo—, hacerme esto a mi edad!

—¡Papá! —amaga CARLOS una patada.

—No —el anciano escapa como un conejo—, que ya me voy… —pero ya a salvo, pues ha llegado a la puerta, se crece—: ¡Y respecto al coche, ya me las arreglaré yo, como me las he arreglado siempre!

Ya en el baño, murmura:

—Toda la vida trabajando, y ahora, a la vejez, como un perro… —se vuelve hacia la puerta para levantar de nuevo la voz antes de dar un portazo—: ¡Peor que un perro, porque a los perros se les respeta!

Luego busca en una estantería, y se pone unas gotas en los ojos mientras planea la próxima jugada en la partida que ha entablado con su hijo.

2. TIENDA DE COMPRAVENTA

La tienda de compraventa de objetos usados está llena hasta los topes de las más dispares mercancías; resulta chocante ver en un muro una gran cantidad de crucifijos, sin duda usados…

Sobre una mesa, la caja de dulce de membrillo que guarda las alhajas de la familia Proharán. O, mejor dicho, que las guardaba, porque ahora están diseminadas en la mesa, y la prendera, apartándolas con los nudillos en un gesto de asco, las desprecia:

—Nada… Pacotilla… Muy flojo… Todo muy flojo… —abre un estuchito, un guardapelo—. ¿Y esto?

—De mi pobre mujer —responde ANSELMO.

—No me interesa —y devuelve los cabellos al estuche.

El viejo alarga la mano para cogerlo, pero la prendera lo deja en la mesa, lejos de su alcance, y le pregunta:

—Pero usted, ¿cuánto quiere?

—Cinco mil pesetas.

—No. Digo que con cuánto se arregla.

—Con cinco mil pesetas. Usted escoge lo que le interese por las cinco mil pesetas, y lo otro me lo devuelve.

—¡Cinco mil pesetas! ¡Qué barbaridad!

Y da la impresión de que allí mismo se ha acabado el trato.

Pero de pronto, la dueña del negocio mira a su cliente con piedad. Y transige, con un suspiro:

—Mire, le daré cuatro mil quinientas.

—No —le suplica ANSELMO—, es una necesidad urgente, para un enfermo… Deme las cinco mil, se lo ruego… ¡Se lo suplico!

La mujer vuelve a despreciar las alhajas:

—Oro alemán… Bisutería… Nada…

Y por segunda vez cambia de actitud para convertirse en la personificación de la caridad:

—Está bien… Se las daré porque me da usted pena.

—Muchas gracias, señora —se humilla ANSELMO.

—Bueno, pero usted no diga nada —le exige muy formalmente, abriendo un cajón para sacar el dinero—, no corra la voz.

—No, señora.

—Vamos a ver… Uno, dos, tres… —otro suspiro—, no sabe usted el trabajo que me cuesta darle este dinero, es lo mismo que tirarlo. Pero usted no diga nada, no se le ocurra.

—Ya le digo que puede estar tranquila —y tras recibir los billetes, el viejo trata de coger de la mesa el guardapelo.

—No, el estuchito, no.

—Pero, ¿no ha dicho que no le interesaba?

La chamarilera saca del guardapelos el mechón de cabello:

—Le doy esto porque es personal. Pero la cajita me la quedo.

—Pero usted me ha dicho que…

—También le he dicho que le iba a dar cuatro mil quinientas y se lleva usted cinco mil. Ande, ande, que menudo negocio ha hecho…

—Bueno, bueno, adiós…

3. CASA DE DON ANSELMO

Sorpresa: el cochecito está aparcado en el vestíbulo.

Sin embargo, en la casa no hay ni gritos ni llantos: en ella se respira el tedio habitual, y hasta el vestíbulo llega la voz de blandita repitiendo su lección de francés:

«Bonjour, monsieur…»

—Bonjour, monsieur…

«Bonjour, madame…»

—Bonjour, madame…

«Allez-vous à Paris…?»

—Allez-vous à Paris…?

«Oui. Je vais à Paris, et puis à Nice…»

—Oui. Je vais à Paris, et puis à Nice…

La puerta del piso se abre y asoma ANSELMO, cauteloso.

Una mirada y una caricia al cochecito, y como si no se fiara de tanta paz, inicia un trote hacia su cuarto. Pero CARLOS, que lo ha sentido entrar, sale del bufete y le llama quedamente, casi con amabilidad:

—Papá… ¿Dónde vas?

—A mi cuarto.

—Ven un momento… Ven, hombre…

Pese a la actitud de CARLOS, su padre desconfía:

—Es que…

—No tengas miedo, no te va a pasar nada. Pero tenemos que hablar —la voz se hace más dura—. Hablar, de hombre a hombre.

Anda, pasa.

El anciano, a cada instante más acobardado, entra en el bufete.

—Siéntate.

Antes de sentarse él, CARLOS mueve el enorme crucifijo que preside la mesa de manera que quede frente a la cara de su padre, y el despacho se convierte en tribunal:

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—Vamos a tener calma.

—Es que me iba a poner unas gotas en los ojos —hace una última tentativa de huida el acusado.

—Quieto ahí. A ver, ¿de dónde ha salido ese coche?

Su propietario no tiene más remedio que enfrentarse con el enojoso problema de explicarlo. Pero trae preparada una mentira que a él se le antoja convincente.

—¡De donde hay más corazón que en esta casa! ¡De la caridad pública!

Mientras el anciano mentía, su fiscal ha cogido un grueso volumen. Buscando algo en sus páginas, ensarta unos insultos:

—Calla, embustero… Pródigo… Aquí está —ha encontrado en el libro lo que buscaba. Y pregunta—: A ver. Las alhajas de mamá. ¿Dónde están las alhajas de mamá?

—Son mías, las he heredado yo —responde ANSELMO, sin levantar la voz, pero con la firmeza que da el convencimiento.

—¡Has cometido un delito! —CARLOS le pone el grueso tomo delante de los ojos—. ¡Mira, entérate, lee los textos legales!

—No veo sin gafas —se defiende el viejo. E insiste, con más fuerza—: ¡Son mías!

—¡Calla, desgraciado, embustero, crápula! ¡Lee!

A los gritos de su padre ha acudido YOLANDITA, acompañada como siempre por ALVARITO:

—¡La tensión, papá! —lloriquea, abrazándolo.

—¡Lee, ladrón, que eres un ladrón, lo dice el Código! —y le amenaza—: ¡Yo te puedo declarar irresponsable!

—No llores, Yolandita —le suplica su abuelo.

—¡Tú eres quien me hace llorar —berrea la nieta—, que estás chocho!

CARLOS, melodramático, acoge en su pecho a su hija, la acaricia:

—Pobrecita mía… Anda, vete con tu madre.

—Vamos, amor, vamos —trata de hacerse cargo de ella el pasante, siempre al quite.

—No, Alvarito —lo retiene CARLOS—. Tú, quédate. ¡Y ahora mismo —puñetazo en la mesa—… vamos a recuperar esas alhajas —otro puñetazo—… ¡¡¡y a devolver ese maldito cochecito!!! —puñetazo final. Luego, sinceramente compungido, incluso acongojado, se lamenta entre pucheros—: Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia… Una familia tan unida, tan feliz… Y ahora, por la locura senil de un viejo…

—¡Yo no estoy loco!

—¡Sí, papá! —y secándose una lágrima, se deja de jeremiadas y vuelve a sus gritos—: ¡Anda, perdulario, anda, vamos a devolver ese coche!

—¡No! ¡Es mío! ¡Ya está pagado! —deja la silla el perdulario, gritando. Pero inmediatamente se sienta y echa mano de un último y pueril argumento—: Y además, ¡tengo que comer!

4. TIENDA DE COMPRAVENTA

Bajo la mística mirada de una de las imágenes religiosas que abundan en la chamarilería, CARLOS he tenido que pagar ocho mil pesetas para recuperar las alhajas.

Empujando a su padre hacia la calle, el procurador, muy sensible al parecer a la cosa económica, echa espuma por la boca:

—¿Te das cuenta? ¡Ocho mil pesetas! ¡Tres mil pesetas perdidas en una mañana, y eso, si conseguimos que nos devuelvan el dinero del coche.

—¡Yo no quiero devolver el coche!

CARLOS, de un empujón, le hace salir a la calle:

—¡Yo te denuncio por malos tratos, mal hijo!

5. CALLE TIENDA DE COMPRAVENTA

En absoluto intimidado, CARLOS lo lleva hacia su seiscientos, ante el que está aparcado el cochecito; ALVARITO, que los sigue llevando la caja de dulce membrillo como si fuera la custodia de Toledo, se angustia:

—Don Carlos… Las joyas… ¿Qué hago con las joyas?

—¡A mi coche!

ANSELMO se resiste a subir al seiscientos:

—¡Yo allí no subo! ¡Yo voy en mi coche!

—¡Subeeee!

Con su padre encerrado en el asiento trasero, CARLOS se pone al volante y le ordena a ALVARITO:

—¡A la ortopedia!

ALVARITO monta en el cochecito. Y los dos vehículos parten en caravana.

6. ORTOPEDIA

El ortopédico está a punto de empezar a comer cuando su dependiente le da la mala noticia:

—Don Hilario, ahí vienen a devolver el coche de Proharán…

—Lo sabía yo… Y a estas horas, ni comer tranquilo le dejan a uno…

Y va hacia la puerta, que ya acaba de atravesar ANSELMO empujado por CARLOS:

—Entra… ¡Entra!

—Bueno, bueno, ¿qué pasa?

—¡No les haga caso, don Hilario! ¡Yo no lo quiero devolver! —clama el viejo, intentando abrazar al ortopédico.

—¿Es usted el dueño? —pregunta CARLOS, muy fiero.

—Sí, señor —y rechaza a su cliente, que se sienta en el banco.

—¿Y no le da grima engañar así a un pobre hombre? —le acusa CARLOS—. ¿No ha comprendido usted que no está paralítico, que está chocho?

—¡El coche es mío —grita el anciano—, el coche es mío, dígaselo usted, don Hilario!

Pero el ortopédico lo rechaza otra vez. Y se enfrenta con CARLOS:

—¡Un momento! Usted, por lo visto, es el hijo del señor.

—Sí. ¡Por desgracia! —admite pesaroso el procurador.

—Bien. No hace falta que me levante usted la voz —se pone flamenco el ortopédico—. ¡Recuerde que está en mi casa! Y este caballero —señala a ANSELMO—, paralítico o no, es mi cliente.

—¡Claro! —aplaude el aludido.

—Mire… —trata de meter baza ALVARITO.

—¡Usted ha abusado de mi padre! —vuelve a acusar CARLOS, congestionadísimo.

—Permítame don Carlos, permítame. —ALVARITO consigue apartar a su jefe y hacerse oír por el ortopédico—: Yo creo que lo mejor es que llegue usted a un acuerdo con el señor Proharán, hijo.

El ortopédico lo mira de arriba a abajo:

—¿Y usted quién es?

—Yo —ALVARITO se levanta sobre las puntas de los pies, muy digno—, aparte de pertenecer a la familia, soy abogado, lo mismo que aquí, don Carlos. Por eso le aconsejo que se avenga a una solución amistosa.

—Eso, ¿debo tomarlo como una amenaza?

—¡Usted ha estafado a mi padre! —vuelve a la carga CARLOS.

—¡El dinero es mío, las alhajas son mías, el coche es mío, todo es mío, don Hilario! —defiende su punto de vista el anciano.

—¿Tuyo? ¡Yo te…!

CARLOS está a punto de darle una bofetada, y el ortopédico, visto el cariz que toma el asunto, impone su voz sobre el barullo:

—¡Calmaaaaa!

Se hace el silencio.

—Vamos a hacer una cosa. Yo estoy dispuesto a devolver las letras que me ha firmado el señor Proharán, padre. Pero…

—No, no les haga caso, don Hilario —ha saltado del banco ANSELMO—. Que no son abogados… Éste todavía no ha terminado la carrera… ¡Y mi hijo es sólo procurador!

El ortopédico rechaza a su cliente por tercera vez:

—Mire, don Anselmo… Lo que tiene que hacer usted es callarse, porque si usted no hubiera venido a desprestigiar esta casa honrada…

—¡Déjese de lamentaciones —lo agarra por un brazo CARLOS—, y vengan las cinco mil pesetas!

—¡No utilice la violencia conmigo!

—De acuerdo —CARLOS lo suelta—. ¡Pero usted me devuelve las letras y el dinero, o aténgase a las consecuencias!

Ha pinchado en hueso. El ortopédico, en absoluto asustado, incluso sarcástico, se planta:

—El dinero, señor mío, no se lo devuelvo.

—¿Que no lo devuelve?

—No. Esta es una operación perfectamente comercial, y según el Código de Comercio, la razón me asiste. Si ustedes son abogados deben de saberlo, y admitir que no tienen derecho a reclamación de ninguna clase.

Parece que el argumento no tiene una arruga, porque CARLOS, en lugar de seguir discutiendo, se resigna a quejarse:

—¡Ocho mil pesetas por las alhajas! ¡Y ahora…!

ALVARITO, aprovechando su desolación, interviene de nuevo:

—De modo que usted no quiere devolver el dinero…

—No, señor.

—Muy bien. ¿Y las letras?

—En mi despacho las tiene a su disposición. ¡Pero de nueve a una y de cuatro a siete, porque yo ahora tengo que comer!

—¡Ocho mil pesetas! —CARLOS sigue obsesionado por las pérdidas—. ¡Ocho mil pesetas tiradas por la ventana! Y eso no es lo malo… ¡Lo malo es que tengo un padre pródigo! —y lo levanta en vilo, intentando llevárselo a la calle—. ¡Vámonos, vámonos de aquí!

—¡No! ¡Yo te repudio! ¡Yo me quedo!

A CARLOS ya le da todo igual. Suelta a su padre, abre la puerta y brama:

—¡Alvaritoooo!

—Eso, váyase, por favor —el ortopédico empuja a ALVARITO hacia la calle— que yo estoy a régimen y tengo que hacer las comidas a mis horas.

—¡Eso, que se vayan! —le apoya ANSELMO. Y se vuelve hacia él—. Don Hilario, no se preocupe, yo tengo buenos amigos que me ayudarán, ya verá.

El ortopédico echa a andar hacia la trastienda con el anciano tras él:

—No, no, no… Estoy harto de este asunto… Me ha traído frito desde el principio.

—Recuerde usted que su profesión es un sacerdocio —suplica ANSELMO—. Por favor, don Hilario, ¡no me abandone!

—No, no, no…

—Usted me dijo, me dijo que llegara al hecho consumado… Y he llegado, ¡vaya si he llegado! Pero mis amigos me prestarán el dinero… Guárdeme el coche unos días, don Hilario, el coche es mío…

—¡Era! ¡Era! —puntualiza el ortopédico, sentándose a la mesa—. Y déjeme comer en paz. Yo, ya no le creo.

—¡Una semana, una semana nada más! ¿Qué le importa esperar unos días?

—He dicho que no. Esta misma tarde lo retiro, estoy harto de esta operación.

—¡Tres días! —rebaja el plazo el anciano—. ¡Nada de letras, yo le traeré todo el dinero! ¡Mi hijo no podrá hacer nada y usted no tendrá ninguna responsabilidad! ¡Palabra de honor, se lo juro!

Desde la tienda, el dependiente, que ha metido el cochecito, pide instrucciones a su jefe:

—¿Qué hago con el coche? El ortopédico cabecea:

—¡Déjalo ahí! Le daremos tres días de plazo a Proharán.

—Gracias don Hilario, muchas gracias…