Mañana de un domingo, ya de cara al verano.
El ambiente recuerda el de un gran premio automovilístico, o por lo menos, el de un rally provincial. Hay policía, señalizaciones, camiones de la CAMPSA, cronometradores, ambulancias, etc., etc., y en los alrededores de la tribuna de salida se amontona la gente. Pero lo que se está celebrando allí, como reza la gran pancarta que cruza la línea de meta, es la
PRIMERA COMPETICIÓN MUNDIAL DE MOTORISMO PARA INVÁLIDOS
Cuando ANSELMO, que sin duda se ha enterado del evento, llega al Retiro, en los alrededores de la meta reina una gran confusión: los impacientes conductores no respetan categorías ni cilindradas, y los organizadores se ven negros para poner orden en aquel barullo. El jubilado entra en el enjambre de cochecitos sin que nadie le llame la atención —al fin y al cabo es uno de ellos, aunque por el momento sólo en potencia— y no tarda en descubrir la voluminosa humanidad de ÁLVAREZ, que charla con uno de los participantes:
—¡Álvarez! —grita el viejo, corriendo hacia él.
—¡Caramba! Mire, señor Lucas, ahí viene don Anselmo.
El respaldo de su coche le había impedido al jubilado identificar a su amigo, y ahora se abrazan cariñosamente:
—¡Lucas!
—¡Anselmo!
—Pero —ANSELMO le ve el dorsal—, ¿vas a participar?
—¡Pues claro! ¡Se han empeñado éstos y aquí me tienes, de piloto!
—¡Qué tío!
—¿Por qué te extraña tanto, si esto es lo mío?
—Hombre, es que no sabía nada…
—¡Claro, como hace tanto tiempo que no nos vemos, que no sé dónde te metes!
—¡Qué más quisiera yo, que verte! Pero como te vas con estos…
Y abarca con un gesto a los motorizados. ÁLVAREZ corta las efusiones de los dos ancianos:
—Señor Lucas, mejor que vaya a repostar, que están dando la última vuelta los pequeños y le va a tocar a usted enseguida.
—Ah, sí, tienes razón…
—Como el señor Lucas le eche valor —comenta ÁLVAREZ, convencidísimo—, con el coche que lleva gana en su categoría, seguro.
—¿Valor? En cuanto den la salida yo me lanzo a tumba abierta, vais a ver.
—No, eso tampoco, Lucas —le recomienda ANSELMO—, una cosa es divertirse y otra hacer locuras…
No puede seguir, porque el ortopédico, que acaba de verlo, se abate sobre él como un halcón:
—Buenos días —le saluda, muy seco.
—Ah, buenos días, don Hilario…
—Señor Proharán, perdóneme, pero ésta no es manera de proceder.
—No, si usted me lo permite, yo le explicaré —el pobre hombre está avergonzadísimo—. Verá, es que…
—A mí no me explique nada. Yo tengo el coche a su disposición, y eso es lo único que importa. Venga por aquí.
—¿A dónde? —el jubilado, escoltado por ÁLVAREZ, sigue al ortopédico:
—A ver el coche.
—Pero, ¿lo ha traído?
—Naturalmente. Y ya lo tengo medio vendido. Pero si a usted le sigue interesando, yo anulo la operación.
—Pero el caso es que mi hermano…
—Yo a su hermano no lo conozco. Ahí lo tiene.
El coche, nuevo, flamante, responde a todos los elogios que de él hizo el ortopédico. El presunto cliente, deslumbrado, suplica más que pregunta:
—¿Puedo…?
—Cómo no. Monte, monte.
La satisfacción del presunto cliente al sentarse en el coche y agarrarse al manillar lo pone al borde del orgasmo. Y el ortopédico entra en sospechas:
—Pero, hablemos claro, ¿el coche es para su hermano o no es para su hermano? Porque yo ya no entiendo este lío.
—Para un sobrino —intenta aclarar ÁLVAREZ—. Pero su padre, o sea, el hermano de aquí…
—No, no —le hace callar ANSELMO. Y haciendo un acopio de valor, confiesa—: La verdad, el coche era para un servidor.
—¡No me diga! —se alboroza ÁLVAREZ, a quien la revelación le parece de lo más racional. Y le estrecha la mano—: ¡Que sea enhorabuena, ahora podremos salir juntos!
Tampoco el ortopédico tiene nada que objetar. Al contrario, muy profesional, se interesa en el tono del especialista:
—A ver, a ver. ¿Qué le pasa?
—¡Las piernas, don Hilario —clama el anciano, que ya se ha creído sus propias mentiras—, que me fallan las piernas!
—Ah, las piernas. No me diga más —se inclina, se las palpa, y le invita—: Venga usted conmigo, le voy a hacer un reconocimiento de urgencia… Aquí mismo, en la ambulancia…
Puede ser algo serio, y estas cosas es mejor no dejarlas.
El anciano se deja llevar dócilmente hacia la ambulancia:
—Es que el médico —explica— me ha dicho… extraoficialmente, claro… me ha dicho que los cochecitos anquilosan las piernas.
—Con cuidado, don Anselmo —le ayuda el ortopédico a subir a la ambulancia y a tenderse en la camilla—. Así, despacito…
Eso es… ¿Está usted cómodo?
—Comodísimo.
—Así que el médico le ha dicho que si se compra un cochecito se le anquilosan las piernas…
—Bueno, extraoficialmente.
—¡Esos médicos! ¡Como no rajen de arriba a abajo…! ¿Me permite que le vea un momento, así, por encima, un examen rápido?
—Sí, señor, cómo no. ¿Me quito el pantalón?
—No es necesario.
El ortopédico le levanta el pantalón hasta la rodilla, le baja el calcetín, le palpa los músculos y, con una cara dura impresionante, va diagnosticando:
—Vamos a ver… Necrosis… Tejido seco… Falta de circulación…
No es por alarmarle, pero se le puede producir una gangrena seca.
—¡Si ya lo decía yo! —exclama el paciente, más contento que asustado—. ¡Pero ese hijo mío…!
—Pero, usted —el ortopédico le sube el calcetín y le baja el pantalón—, ¿no es el pater familias?
—¡Yo que voy a ser! —se lamenta ANSELMO—. ¡Yo soy un desgraciado con familia!
Sacándolo de la ambulancia, el maquiavélico ortopédico lo consuela:
—Don Anselmo, no se preocupe, que esto se lo arreglo yo en un santiamén… Despacio, despacio, cuidado con esas piernas…
Así… Venga, venga conmigo.
—¿A dónde?
—Al coche. Quiero hacerle una demostración.
—Ah, sí…
ANSELMO seguía al ortopédico, pero ve a LUCAS, que ya está en la línea de salida:
—Un momento, don Hilario —y se pega un brioso trote para llegar hasta su amigo—: ¡Lucas! ¡Lucas!
—¿Dónde te habías metido?
—Ay, qué envidia me das… Oye una cosa…
—Perdona, ahora no puedo atenderte, van a dar la salida.
—¡Qué tengo que hablarte, Lucas!
—¿Qué es lo que quieres?
—Importantísimo. Verás… Resulta que…
—No, no… Ahora lo importante es la carrera… —y haciendo rugir su motor, LUCAS se lo quita de encima—: ¡Fuera, fuera, que voy!
El juez ha dado la salida, los coches arrancan y ANSELMO todavía le grita:
—¡Ten cuidado! ¡Y luego hablamos!
El ortopédico permite a ANSELMO seguir la carrera durante un momento, y luego, echándole un brazo por los hombros, lo aparta de la tribuna hablándole muy persuasivo:
—Vamos, don Anselmo. Por aquí. Supongo que usted recordará lo que le dije, ¿no?
—¿El qué?
—Que mi profesión es un sacerdocio. O sea, que yo hablo siempre con el corazón en la mano y en el exclusivo beneficio de mis clientes. En este caso, de usted.
—Muchas gracias, don Hilario.
—¿Que se le anquilosan las piernas? ¡Mejor! ¡Si el año dos mil nadie va a utilizarlas, salvo los futbolistas, naturalmente! ¡Todo el mundo en coche, todos motorizados, que es mucho más cómodo!
Han regresado al punto en que está aparcado el cochecito.
En él está sentado el dependiente de la ortopedia, y su jefe lo echa:
—¡Fuera, fuera del coche del señor Proharán!
—No, si yo todavía no… —trata de no comprometerse el viejo, la verdad es que sin demasiado calor.
—Siéntese, don Anselmo —lo instala en el cochecito con grandes mimos. Y le ordena a un aprendiz de mecánico—: Tú, venga, ponlo en marcha y sube detrás.
ANSELMO no da crédito a sus oídos:
—Entonces —deduce, ilusionado— ¿voy a ir a motor?
—¡Naturalmente! ¡Ahora va a saber usted de verdad lo que es esta maravilla!
Ya está petardeando el motor, y el aprendiz monta tras ANSELMO, para enseñarle el manejo de los mandos. El ortopédico, que se ha subido a un automóvil, se pone a su altura, la cabeza fuera de la ventanilla:
—¿Se siente cómodo?
—¡Comodísimo!
—¡Pues arreando!
Automóvil y cochecito arrancan alejándose de la pequeña multitud por el amplio paseo, en esta zona desierto, y el ortopédico y su cliente cambian impresiones:
—¿Qué me dice?
—¡Fantástico! ¡Qué sensación de velocidad!
—¡Déjale, déjale que guíe a don Anselmo!
—Es que no tengo práctica…
—¡Pero si es sencillísimo! ¡Está hecho para paralíticos!
—Ya, ya, pero…
—¡Acelere sin miedo, hombre!
Y ANSELMO, atendiendo la indicación de su copiloto, gira el mando, disfrutando como un niño del cochecito tanto tiempo soñado:
—¿Ha visto cómo se embala?
—¡Portentoso!
—Entonces, ¿se queda con él?
—¡Hombre… yo… encantado! Pero, ¿cómo lo pago?
El ortopédico, medio cuerpo fuera de la ventanilla del automóvil, dispara sus condiciones:
—¡Por eso no se preocupe! ¡Una pequeña entrega inicial, luego unas letras escalonadas, y el coche es completamente suyo!
—Sí, pero mi hijo…
—¡Su hijo, nada! ¡Usted colóquelo ante el hecho consumado! Y luego, ¡a gozar de la vida!
Y, con mucha astucia, deja que el cochecito lo rebase y se aleje. ANSELMO ve ante sí el ancho mundo enteramente a su disposición, y se acongoja. Tanta es su felicidad.
ANSELMO llega a su casa.
Al salir del ascensor, ya trae entre ceja y ceja un plan que va a poner en práctica inmediatamente. Después de cerciorarse de que nadie baja ni sube, limpia un poco el polvo del rellano, y se tiende en el suelo, cerca de la puerta de su piso. Cuando está buscando la convincente postura de quien ha sufrido una caída por culpa de la debilidad de sus piernas, alguien grita abajo:
—¡Ascensor! ¡Las puertas!
Porque se las ha dejado abiertas. Por un momento piensa en levantarse y cerrarlas, para luego seguir adelante con la puesta en escena de su accidente:
—Que sea lo que Dios quiera —murmura, mientras se santigua. Y luego levanta la voz—: ¡Socorro! ¡Auxilio!
La familia ha llamado al MÉDICO de cabecera, un hombre ya mayor y un poco ido.
ANSELMO, ya en pijama, está acostado; el doctor, don Julio, sentado al borde del lecho, limpia sus gafas; a los pies de la cama, tosiendo y expectorando, CARLOS espera con un aire lúgubre la confirmación de sus sospechas. Porque CARLOS sospecha algo, no hay más que ver su actitud. En cambio el MÉDICO parece muy tranquilo y relajado; tanto que ni siquiera se ocupa del accidentado:
—¿Qué, a Yolandita se le pasó ya aquello? —se interesa por la nieta, mientras le toma el pulso al abuelo.
—Sí, sí… —responde el procurador entre sus toses.
Entra en el dormitorio MATILDE, que trae el instrumental preferido por todos los médicos de cabecera: una cuchara.
—¿Qué, cómo lo encuentra?
—Fiebre no hay. ¿Dónde está la cuchara?
—Aquí tiene.
—¡Si ya os lo decía yo! —se lamenta, muy teatral, ANSELMO—. Y vosotros, nada… ¡Ay, ay de mí!
—Vamos, abre la boca.
—Si no es la boca, don Julio, si son las piernas, las piernas…
—Vamos a ver, abre…
—No, la cuchara no…
Y trata de cerrar la boca. Pero el MÉDICO, sin hacerle ningún caso, hace palanca con la cuchara en los dientes y le desencaja la mandíbula:
—Yo no comprendo por qué los enfermos le tenéis tanto miedo a la cuchara, una cosa que no hace nada de daño… Abre…
Con la cuchara hace palanca en los dientes, y cuando consigue desencajarle la mandíbula le mete la nariz en la boca para examinarle la lengua y la garganta:
—Ahhh… Ahhh… Ahhh… —le anima.
—Oggg… Oggg… —gorgotea el paciente, al borde de la náusea.
—Nada… Nada… —diagnostica finalmente el galeno—. La lengua un poco sucia. Que lo purguen.
—¡Las piernas, don Julio…! —suplica el anciano—. ¡Que son las piernas!
—Bueno, calma —el MÉDICO, finalmente, atiende sus súplicas y retira las sábanas—. Vamos a verlas…
Está examinándoselas cuando YOLANDA, que vuelve con ALVARITO del cine, hace una entrada trágica:
—¡Mama! ¿Qué le pasa al abuelo? —Y se tira sobre él para besarlo—: ¡Abuelo, abuelo!
—Nada, hija. Y levántate, que se te arruga el vestido.
—Eso, que es el nuevo —apoya ALVARITO, levantándola para sobarla un poco, que es una de sus ocupaciones favoritas.
Al ver a YOLANDA el MÉDICO se olvida otra vez de las piernas de ANSELMO:
—¡Ah, mira Yolandita, qué guapa se ha puesto! A ver, saca la lengua. Ahhh…
—Ahhh… Ahhh… —obedece la muchacha.
—Limpísima.
Celoso de su protagonismo, el anciano reclama:
—Pero si a Yolandita no le pasa nada… Si soy yo, don Julio…
¡Mis piernas, que no me las siento!
—Calma… Calma… Cincuenta años de profesión, y siempre lo mismo: el paciente que quiere saber más que yo…
—¡Inválido, como Lucas!
—Pero qué dices… —el doctor le tapa las piernas—. En las piernas no tienes nada. Absolutamente nada. Habrá sido una lipotimia…
—¡Ay, don Julio! —y el anciano le besa las manos, sin duda para dar más fuerza a su lamento—: ¡En un coche, en un coche toda la vida!
—No digas tonterías, qué coche ni qué narices, si tienes unas pantorrillas de ciclista… A ti lo que te pasa…
CARLOS ya ha oído bastante y no le deja seguir:
—Permítame, doctor.
—¿Qué pasa, Carlitos?
—Que ya lo he comprendido todo. Venga, ahora le explico —le hace levantar y ordena—: YOLANDA, tú a la cocina.
—Don Carlos —se ofrece ALVARITO, muy oficioso—: Si hay que velar al enfermo, yo llamo a mi mamá y me quedo.
—Anda, anda a la cocina tú también.
Sale la pareja de novios, ALVARITO prodigando caricias a YOLANDITA, y el MÉDICO pregunta, intrigado:
—Bueno, ¿a qué viene tanto misterio?
—De misterio, nada, don Julio —y hace un gesto hacia su padre, gritando ya—. ¡Que se le ha metido en la cabeza que le compremos un coche de paralítico! ¡Un mes lleva dando la lata con las piernas! ¡Si hasta les hemos pedido un bastón a los del segundo!
Y ANSELMO cambia de actitud. Incorporándose en la cama, alza el gallo, desafiante:
—¡Sí, quiero el coche! ¡Y no me moveré de la cama hasta que me lo compréis!
—¿Lo oye usted? —la ira le provoca a CARLOS un nuevo ataque de tos y no puede seguir.
—No seas animal, Anselmo, en un coche te anquilosarías, ya lo sabes —sentencia, quizá recordando una consulta anterior, mientras va hacia la puerta. Y receta—: Una buena purga y ya está.
—¡Si no lo veo no lo creo —se escandaliza MATILDE—, darnos este disgusto!
—Usted perdone la molestia, don Julio —se disculpa CARLOS sin dejar de toser.
—Nada… No os preocupéis… —y olvidando que él también es un carcamal explica—: Los viejos son como los niños, no hay que hacerles caso. Hala, hala, vosotros a cenar, que ya es hora…
MATILDE le acompaña hacia la puerta, pero CARLOS se queda en el dormitorio, y después de cerrar la puerta se deja caer derrumbado en una silla hasta que se le calma la tos. Luego suelta un par de aparatosos suspiros, y dominándose, dice conciliador:
—Papá… Papá… Papá, vamos a hacer una cosa. Levántate a cenar, y no hablemos más de este asunto, que no quiero perder la calma.
Pero su padre no está para armisticios:
—¡A ti lo que te fastidia es gastarte el dinero! ¡El dinero que es mío, que yo te he dado una carrera!
—¡Bastaaaaa! —brama CARLOS fuera de sí, sacudido por otro ataque de tos nerviosa—. ¡Basta, papá, que no quiero olvidar que eres mi padre!
Tampoco se amilana ahora el viejo, que vuelve a desafiar a su hijo:
—¡Y entérate de una vez! ¡Si no me compráis el coche, yo no me muevo de aquí hasta que me muera!
CARLOS se va a la puerta como un toro, la abre y vocifera:
—¡Matilde! ¡Yolanda! ¡Asunción!
—¡Carlos, por favor! —acuden cerrando ventanas su mujer, su hija y su pasante—. ¡Carlos por Dios, los vecinos!
—¡Que se entereeeen! —se desgañita ANSELMO, desde la cama—. ¡Que lo sepa todo el mundo cómo me tratáis!
Viendo que su padre está destrozando a mordiscos un pañuelo, YOLANDITA se echa a llorar:
—¡Papá, la tensión, que te sube la tensión!
—No llores, amor —la besuquea ALVARITO.
—¡Y todo por tu culpa! —acusa ahora la nieta a su abuelo.
—Anda, hija, tú sigue cenando —la empuja fuera del dormitorio su madre.
—Eso, nosotros a cenar —pluraliza ALVARITO, que aparte su afición a palpar a la chica, tiene también la de comer siempre que se presente la ocasión.
—¡No me levantaré! —sigue proclamando, impávido, el causante del alboroto—. ¡Ojalá me muera aquí, como un perro!
Finalmente, CARLOS consigue superar su ahogo, y sin darse cuenta de que está rindiéndose, amenaza, trágico:
—¡Muy bien! ¡Si no se levanta, no cena!
Ha salido dando un terrible portazo mientras su padre seguía amontonando frases folletinescas:
—¡Condenado por mi propia familia! ¡Condenado a la muerte por hambre, sin que nadie me cierre los ojos!
Pero, apenas comprende que lo han dejado solo, hace un gesto de desdén hacia la puerta, se deja caer en la cama y se dispone a dormir.