Bloque D

1. CASA DE DON ANSELMO

Primeras horas de la mañana.

ANSELMO, en pijama, hojea su catálogo sentado en el borde de su carpa. Alguien da unos golpes en la puerta:

—¡Un momento! —esconde bajo la almohada el catálogo.

—Soy yo, don Anselmo —dice desde el pasillo ALVARITO.

—¡Entra! —autoriza el viejo, y comienza a gemir tocándose las piernas—: Ay… Ay…

ALVARITO irrumpe en el dormitorio muy vestido de sport, con unas cañas de pescar. Se extraña al ver al abuelo de su novia en pijama:

—Pero, ¿qué le pasa? ¿No viene a la sierra?

—¡Si ya os lo había advertido! ¡Mis piernas!

—Pues mire qué cebo le había preparado —se sienta junto a él y le muestra las lombrices que tiene en un bote—. Vivitas y coleando.

—Ya lo siento, Alvarito. Pero yo acabo como Lucas, ya lo veréis…

CARLOS, que también viene vestido de excursionista, trae un bastón en la mano:

—No digas tonterías, papá, eso es el cambio de tiempo —le da el bastón—. Toma, se lo hemos pedido a los del segundo.

Su padre lo coge, escéptico:

—Trae. Pero esto y nada…

—No se acostumbre al bastón —le aconseja ALVARITO—. Una tía mía…

—¿Bastón? A lo que voy a tener que acostumbrarme es a la silla de ruedas…

Aparecen MATILDE y YOLANDA, también de campo, cargadas con la comida:

—Ya podéis ir bajando esto al coche —ordena MATILDE. E increpa ásperamente a su suegro—: Qué pesado te estás poniendo con la silla de ruedas.

CARLOS ni siquiera lo comenta; probando el tiento de una de las cañas de pescar, le dice a su pasante:

—Nada. No me gustan. Poco flexibles.

—Es que no había otras —se justifica ALVARITO—. Pruebe a ver si con este aparejo le va mejor. Yo creo que sí, ¿no?

—Con permiso… —quien entra ahora es la madre del pasante.

—Adelante, adelante.

—Pasa, pasa, mamá… —y ALVARITO le informa al viejo—: Es mi mamá.

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Todos los esfuerzos de ANSELMO por despertar la piedad de su familia resultan vanos: las mujeres se saludan besuqueándose, y el procurador y su pasante, que no tienen ni idea de pesca, hablan de las cañas como si fueran unos expertos. Finalmente, la madre de ALVARITO se interesa:

—Pero, ¿no viene el abuelo?

—¿Quién es? —pregunta el viejo, como si sus dolores le hubieran impedido enterarse de su llegada.

—Es mi mamá.

—Mire, mire que tarta he preparado —la buena señora le muestra el dulce.

—Ah, sí… No, muchas gracias. Lo siento, pero con mis piernas…

Como la enésima referencia a miembros inferiores tampoco provoca el interés de los reunidos, el anciano levanta la voz para que lo oigan todos:

—¡Me quedo invalido, invalido como el pobre Lucas!

Es inútil, los excursionistas, sin hacerle caso, se van hacia la puerta. ANSELMO retiene a ALVARITO:

—Oye, ¿qué dices que le pasó a esa tía tuya?

—Nada. Que se acostumbró al bastón y le tuvieron que cortar la pierna por aquí —señala sobre el muslo del viejo.

—Quita, hombre, qué barbaridad…

—Venga, un beso, abuelo —se despide YOLANDITA, que esperaba a su novio.

—Adiós, hija, adiós —la besa, y aprovecha para doblar las rodillas, amagando una caída—: Ay, de mí…

—Tienes razón, lo mejor es que te quedes en la cama —le aconseja YOLANDA, en absoluto impresionada—. Mira, lee el Blanco y Negro, que te lo he traído.

—No, no sé si voy a poder…

—Anda, vamos, amor. Que se mejore, don Anselmo.

—Adiós, hijo.

Apenas queda a solas, el anciano cambia de actitud:

—¡Menos mal que se han ido! —deja de fluir, saca de debajo de la cama el catálogo y arroja el bastón con rabia—. ¡Bastón!

¡Bah!

Asomándose al pasillo se cerciora de que los excursionistas ya han salido del piso, y vuelve a sentarse en la cama a estudiar el catálogo. Poco después por el balcón abierto le llegan las voces de los suyos, que han llegado a la calle. Se levanta, y desde el balcón los ve montar, CARLOS, MATILDE y la madre del pasante en un seiscientos, ALVARITO y YOLANDA en una vespa. Apenas arrancan, el anciano recoge el bastón y sale de su dormitorio en busca de la criada:

—Asunción… Asunción…

—¡Eeeeh!

La chica limpiaba la bañera:

—¿Qué bicho le he picado ahora?

—Oye, Asunción…

—Ande, que buena me la ha hecho usted quedándose en la cama.

¡Para un día que tengo libre…!

—Que no, que voy a salir… Pero luego no se lo digas a ellos.

ASUNCIÓN cambia de tono inmediatamente:

—Ah, bueno… Verá, es que como yo creía que se iban todos a la sierra, le había dicho a un primo mío que está abajo que subiera a comer conmigo…

—¡A mí no me metas en alcahueterías!

—Ya. ¿Y usted a mí, sí? Muy bonito. —Y propone, conciliadora—: Hacemos un trato. ¿Le digo que suba, verdad?

—¡Yo me inhibo, yo no quiero saber nada! —el anciano trata de eludir el compromiso. Pero a renglón seguido acepta tácitamente—: Oye, que no le vea la portera, porque como le vea se descubrirá el pastel.

—No se preocupe, ya me las apañaré yo.

—Bien. Tráeme el traje nuevo.

—Ahora mismo. Y además, se lo plancho.

—Bueno, pero de prisa, que me están esperando.

2. ESCALINATA MUSEO DEL PRADO

En la entrada del Museo, el habitual movimiento de turistas.

Al pie de la escalinata, Faustino, el impedido de piernas y brazos que ANSELMO conoció el día que LUCAS lo llevó al campo, se gana la vida con un puestecito de tarjetas postales, carteles de toros y guías. VICENTE, el hijo de la marquesa, se está comiendo un bocadillo, pero quiere una barra de chocolate.

—Chochotate… Chochotate…

—¿Tienes dinero?

—Sí… Hiii… Hiii… —Vicente le indica el bolsillo superior de su chaqueta al niño que sirve de secretario a Faustino.

El niño le saca del bolsillo unos billetes y le pregunta a FAUSTINO:

—¿Cuánto?

—Un duro.

El niño separa un billete de cinco pesetas, y considera la posibilidad de quedarse con algo. Pero en lo que se refiere al dinero, parece que VICENTE no tiene nada de subnormal:

—No… No… Hiii, hiii… —farfulla, señalando su bolsillo. Y una vez a buen recaudo su capital, hasta le gasta una bronca al niño: le ofrece el chocolate, y cuando lo va a coger, lo retira riéndose—. Ji… Ji… Ji…

—Anda, dile a Julita que te dé el pañuelo —le pide FAUSTINO al niño.

JULITA está junto a un banco en el que se han sentado ÁLVAREZ —de paisano y comiéndose otro bocadillo— y ANSELMO, a quien la inválida le está haciendo un retrato:

—Mire, don Anselmo, yo no vuelvo por la ortopedia porque me da una vergüenza horrible. He tratado de disculparle a usted por todos los medios, usted ya sabe cómo soy. Pero tiene que reconocer que don Hilario tiene razón.

—¿Por qué?

—Hombre, porque si usted le encarga el coche, y luego no va a verlo siquiera…

—Yo, en firme, no le he encargado nada.

—Julita, que me des el pañuelo.

—Toma —le da el pañuelo y le pide al jubilado—: No se mueva, don Anselmo, que está saliendo muy bien.

ÁLVAREZ se dispone a tomarse una Coca-cola con una pajita. E insiste en su punto de vista:

—Es igual. Los hombres tienen que tener palabra.

—De acuerdo. Pero si mi hermano no quiere saber nada, a ver…

—Bueno, bueno… Yo lo que le digo es que allí está el coche esperándole.

Puede más en el jubilado la curiosidad que la prudencia:

—Y, ¿qué tal es, usted que lo ha visto?

—Fenómeno. ¡Ojalá fuera el nuestro igual!

—No sé, no sé… A ver si un día de estos me paso por allí para darle a ese hombre una explicación…

—Eso está bien.

ÁLVAREZ coge el cuadro:

—A ver cómo va eso.

—Un par de toques y lo termino.

—Muy moderno. Y además se le parece. ¿Eh?

Se lo ofrece al anciano, que tiene la cabeza en otra parte y ni siquiera lo mira:

—¿Y dice usted que el coche está bien?

—Una preciosidad. No hay otro en Madrid. El señorito Vicente, que se creyó que era el nuestro, se puso a dar saltos en cuanto lo vio —le devuelve el cuadro a JULITA—: Venga, firma ya, que nosotros tenemos prisa.

—¡Álvarez, mira éste, lo que está haciendo!

Es Faustino quien reclama a ÁLVAREZ para que calme a Vicente, que está haciendo un estropicio en el puesto de souvenirs. ÁLVAREZ le pasa el bocadillo a ANSELMO y se levanta:

—Sostenga… Ay, Dios mío… Si no fuera por el cariño que le tengo a este idiota…

VICENTE, chillando, señala una guía de las que hay en el puesto:

—¡…ibro, ibro!

—A ver —interviene ÁLVAREZ—. Le tengo dicho que las cosas no se tocan, que tienen microbios. ¿Qué quiere?

—¡…ibro, mí… mí!

—¿Una guía? ¿Y para qué quiere usted la guía y el plano de Madrid?

—¡Mí! ¡Mí! —bota en su silla VICENTE.

—Está bien. ¿Cuánto cuesta, Faustino?

—Cuarenta pesetas.

—Y el de ustedes, ¿cuándo se lo entregan? —pregunta ANSELMO, cada loco con su tema.

—Esta misma semana —vuelve ÁLVAREZ hacia el banco, mirando al cielo—. Huyuyuy, para mí que va a llover. Venga, ¿está el retrato?

JULITA ya lo ha firmado y se lo pasa al retratado. Que ahora sí lo acepta, encantado de la vida:

—A ver, a ver… ¡Muy bonito! ¡Estupendo! ¡Muchas gracias, Julita!

—Páseme el bocadillo —le pide ÁLVAREZ. Y le urge—: Hala, vamos.

—No, no, no… —se resiste el viejo—. No conozco a los padres de don Vicente.

—Pero, ¿no le he dicho que no hay compromiso? Usted se viene a comer con nosotros porque don Vicente le invita con mucho gusto y ya está. ¿No te parece, Julita?

—Anímese, don Anselmo, hombre…

—No sé, no sé… Es que me sentiré violento, no lo puedo remediar…

—Mire, donde comen trescientos comen trescientos uno…

Además, así me hace compañía a mí, qué caray…

—Bueno, bueno —se levanta ANSELMO, ya convencido.

—¡Verá qué banquete! Imagínese, la señora marquesa da una fiesta por todo lo alto… Han tenido una cacería y…

ÁLVAREZ deja la frase en el aire para acudir en socorro de su señorito, que ahora chilla asustado:

—¡Lo chino…! ¡Lo chino…!

Se refiere a unos japoneses que están desembarcando de un autocar. El paciente ÁLVAREZ lo calma:

—Tranquilo, don Vicente… Que los chinos no hacen nada… —Y le explica al jubilado—: Es que le tiene pánico a los comunistas.

Como su madre, claro.

—Y se comprende.

—Empuje usted un poco, mientras me termino el bocadillo.

—Con mucho gusto, señor Álvarez.

El ayudante de FAUSTINO está acercando a JULITA, que se apiada, viendo alejarse al trío:

—¿Has visto, Faustino? Ese pobre don Vicente, hijo único, cargado de millones, y verse así.

—En la vida no se puede tener todo —filosofa a su vez el infeliz Faustino, que ni siquiera es capaz de limpiarse los mocos por sí solo.

3. COCINAS PALACIO DE DON VICENTE

Unas cocinas enormes, con mucho movimiento de cocineros, pinches, camareros y limpiadoras.

En un rincón y en mangas de camisa, ÁLVAREZ y ANSELMO se están dando un banquetazo. Su anfitrión, VICENTE, toma café y leche con pan.

—Ah, no, yo, si hay marisco, sólo como marisco —ÁLVAREZ está comiendo langosta—. Por el fósforo, usted comprende.

Huela, don Anselmo. ¡Esto es como comerse el mar!

—Ya, ya… Pero no puedo más… ¡Qué comida! Nunca en mi vida he comido así… —y se vuelve hacia Vicente—: Don Vicente, no sé como agradecerle esta invitación…

Pero el inválido está reclamándole a un pinche:

—¡La gosta! ¡La gosta!

—Se lo dije —responde ÁLVAREZ por su señorito—: donde comen trescientos comen trescientos uno. Hala —le rellena el vaso—, le pongo otro chupito, y se termina usted el venado.

El pinche, cansado de oír los gritos de VICENTE, le trae una langosta viva, y el mentecato, sin que nadie se ocupe de él, empieza a acariciarla y a besarla como si fuera un animal doméstico.

—¡Cómo come esta gente! —pondera el atiborrado invitado.

—Hombre, a ver… En cambio aquí, don Vicente, ya lo ve: a café con leche.

—Pobrecito.

—Es que no digiere otra cosa —y al advertir los manejos de VICENTE con el crustáceo, trata de quitárselo—: Deje la langosta, hombre de Dios… Ea, a comerse las sopas.

—No… No… —gime VICENTE. Y lloriquea—: ¡…Igo mamá, …igo mamá!

—A su madre usted no le dice nada, porque lo capo.

Cruza un camarero, que le ofrece a ÁLVAREZ los restos de un faisán que lleva en la bandeja:

—¿Un trocito, señor Álvarez?

—No, no.

—¿Y usted? —le ofrece a ANSELMO.

—No, no, gracias.

—Pues a la señora marquesa le ha gustado mucho.

—¡Y a mí que me importa que le guste a la señora marquesa!

El exabrupto de ÁLVAREZ está motivado por un nuevo capricho de VICENTE, que trata de coger el faisán al grito de:

—¡Mío, mío!

—¡Quieto! ¡Usted a comer las sopas! —y comenta hacia ANSELMO—: Este, ya lo ve usted, lo mismo que una criatura…

—¿Un poquito de jamón? —ofrece el chief presentando una bandeja.

—Yo paso de esas cosas —rechaza ÁLVAREZ—. Pruébelo, don Anselmo, es una especialidad del chief.

—Si no puedo, de verdad —se justifica el jubilado—. Estoy lleno, lleno…

VICENTE, en cambio, coge el jamón a puñados, y metiéndoselos en la boca exige:

—Yo quero afetar… afetar como papá.

—¿Lo ha oído? Ahora se quiere afeitar —se levanta ÁLVAREZ—. Nosotros, como lo queremos, a veces no nos damos cuenta, pero éste es un anormal, de verdad.

—Una lástima, tan listo como parece —se compadece ANSELMO.

—Hay que darle todos los caprichos —ÁLVAREZ conecta una máquina de afeitar eléctrica—, si no, este granuja se lo dice a su madre. Este, de tonto no tiene un pelo.

Está afeitando ÁLVAREZ a su señorito cuando se presenta el mayordomo de la casa; viene a presentarle sus respetos a ÁLVAREZ, que al parecer tiene ciertas prerrogativas como chófer particular de VICENTE:

—Buenas tardes, Álvarez.

—Es el mayordomo —se lo presenta a ANSELMO—. El amo del palacio.

—Mucho gusto.

—Oye, pichi —le dice confianzudo ÁLVAREZ—. Mira a ver si nos traes unos puritos.

—Faltaría más. Voy a ver lo que encuentro.

—¡Me burro… me burro! —gime DON VICENTE—. ¡Quero jugar a motos!

—¡A callar! —pero le ruega al jubilado—. Ande, don Anselmo, termine, que éste se aburre y hay que sacarlo a la calle.

—Ya estoy, ya…

—Es como un niño de pecho, ya le digo.

ANSELMO se levanta de la mesa con la corbata, el chaleco y el cinturón sueltos, y quizá un poco bebido, porque después de ponerse la chaqueta hasta se permite pellizcar los mofletes del inválido:

—¡Huy, qué cosa más rica!

ÁLVAREZ, con la suya bajo el brazo, empuja la silla:

—Hale, a la calle. Y como nos dé guerra a don Anselmo y a mí, lo llevamos al médico para que le pinche.

Justo en el momento en que están pasando frente a un interfono, de éste sale la voz de la marquesa:

—¡Álvarez! ¡Quiero hablar con Álvarez!

—Dígame la señora marquesa —se cuadra ÁLVAREZ, y ANSELMO se destoca respetuosamente.

—¿Ha comido don Vicente?

—Sí, señora marquesa.

—¿Van a salir?

—¡Mamá, mamá —bota en la silla VICENTE—, he …mido choizo!

—¡Calla! —le ordena en voz contenida ÁLVAREZ. Y sigue hacia el interfono—: Cómo no, señora marquesa. Hace una tarde espléndida.

—Abríguelo, de todas las maneras. Y no lo suba, que estoy con los invitados.

—Como ordene la señora marquesa.

El mayordomo los alcanza cuando ya se acercan a la puerta:

—¡Aquí están los puros!

—¡Hombre! —se permite censurarle ÁLVAREZ, cuyo puesto de chófer particular del inválido le otorga ciertas prerrogativas—. Podías haberlos traído en una bandeja…

Vamos, digo yo.

—Como hay confianza.

—Tenga —ÁLVAREZ le da un habano al chief.

—Gracias, hombre.

—Don Anselmo, ahí va un Montecristo.

—Usted me abruma, Álvarez…

—Un …uro, un …uro …mí! —exige VICENTE.

—¿Para qué diantres quiere usted un puro? Esto es para hombres.

Usted a jugar a las motos… —y antes de abandonar la cocina, ÁLVAREZ cae en la cuenta de que su invitado no ha tomado postre—: ¿Quiere un zumo de naranja, unos fresones?

—No, no, si no puedo más.

—Entonces, vámonos, que éste nos va a armar un escándalo.

Y reanudan la marcha, porque VICENTE, siempre con la langosta en las manos, exige.

—¡Calle, calle!

—Entonces, ¿le ha gustado la comida?

—¡Mucho! ¡Horrores! ¡Tremenda!

—Premio Nobel, nuestro cocinero.

—Ya lo creo. ¡Bárbaro!

4. JARDÍN PALACIO DE DON VICENTE

Han salido al jardín, y ÁLVAREZ advierte que VICENTE todavía lleva la langosta:

—Vaya por Dios… Deme ese bicho.

—¡No! ¡Mío! ¡Mío! —proclama VICENTE, y la acaricia.

—Pero, ¿usted se cree que se puede salir de paseo con una langosta?

—¡Mía! ¡Mía! —insiste el invalido, besando el caparazón.

Con los vapores de la digestión, y puesto a darle coba al inválido, ANSELMO se pasa:

—Sí, sí. ¡Suya, suya! La langosta es un animal muy cariñoso…

¡Muy cariñoso, y muy inteligente! Yo domé una, no le digo más…

ÁLVAREZ, mientras tanto, ha llamado a un criado para que se lleve el crustáceo a la cocina. Luego, echando a andar hacia la calle, le hace una caricia a su señorito, que lloriquea con una de las antenas de la langosta en la mano:

—Jodío idiota… Pero se hace querer.

—Ya lo creo. Una alma de Dios.

—Sí, pero menudo suplicio. Ya ve, ahora nos va a tener toda la tarde detrás de la silla. Bueno, menos mal que podemos ir charlando…

ANSELMO, pasándole un brazo por los hombros, se solidariza incondicionalmente:

—Yo encantado, Álvarez, considéreme un amigo… —Pero de pronto se lamenta—: Lo malo es que cuando tengan ustedes el coche con motor, se irán con los otros, como Lucas… ¡Y yo me volveré a quedar solo!

—Todo se arreglará, hombre.

—Qué se va a arreglar… —niega fatalista el viejo.

ÁLVAREZ trata de disipar su tristeza:

—¡Mire que tarde más hermosa! Usted lo que tiene que hacer es convencer a su hermano de que compre el coche… —ha soltado la silla para encender el puro, y ANSELMO tiene que correr para sujetarla, pues se deslizaba cuesta abajo—. O mejor, que le hagan uno de dos plazas, como el nuestro… Imagínese, saldríamos todos los días juntos… Y los domingos…