En el baño, ANSELMO, que se acaba de arreglar para salir a la calle, canturrea mientras se pone en los ojos unas gotas de colirio. Luego recoge el catálogo de los cochecitos para inválidos, y sale al pasillo. Pero retrocede para, hablando consigo, reprenderse:
—Mira, ya se me olvidaba cerrar la puerta…
La cierra y, sin dejar de canturrear, entra en su cuarto en busca de la chaqueta. Mientras lo hace, del dormitorio de su hijo CARLOS llegan sus gemidos y la voz de su mujer:
—¡Ay!
—Cállate, hombre. Cómo te pones por un catarro.
—¡Ay, ay! Pulmonía, es pulmonía…
—Por Dios, qué aprensivo eres.
ANSELMO, ya con su chaqueta en las manos, va hacia el lugar de donde provienen los ayes cerrando ventanas, que debe ser una de sus manías.
—¡Asunción, la cataplasma, que se enfría el señorito!
—¡Enseguida va, señorita!
Al pasar ANSELMO ante la puerta, se ve en la cocina a la criada, preparando la cataplasma, y a YOLANDA cebando a su novio ALVARITO, que come a dos carrillos:
—¿Te tuesto más pan, amor?
—Hombre, claro. Pero no le quites la miga.
Poniéndose la chaqueta, ANSELMO entra en el dormitorio de su hijo; CARLOS yace en la cama, boca abajo, y MATILDE le da friegas en la espalda:
—¡No, ahí no! —berrea el enfermo.
—Estate quieto, por favor.
—¿Cómo va eso hijo mío? —pregunta el anciano sin ningún interés, mientras sigue hacia el fondo del dormitorio.
—Mal —informa CARLOS, casi ininteligible, porque tiene la boca pegada a la almohada—. Pulmonía doble, papá.
Mientras ANSELMO saca del armario ropero una caja de hojalata, un envase de dulce de membrillo, MATILDE habla con su marido:
—Si no te hubieras quitado la faja… Que la primavera es muy traidora, CARLOS.
—Pero, mujer, si hace calor… Ayayay…
Con la caja en las manos, ANSELMO le echa una mirada de conmiseración:
—Qué juventud…
Y sentándose en el borde de la cama, busca entre la bisutería que contiene la caja, que resulta ser un joyero. Su nuera, sin interrumpir las friegas, le advierte:
—Un día, con esa manía de emperejilarte, te lo van a robar todo en el metro.
—Para metro estoy yo…
—¡La cataplasma! —vuelve a pedir MATILDE.
Desde la cocina —que queda frente al dormitorio, y en la que YOLANDA sigue empapuzando a ALVARITO— viene ASUNCIÓN con la cataplasma entre las manos. MATILDE la coge y comprueba contra su mejilla que no está demasiado caliente:
—Trae. A ver.
El catálogo de los cochecitos ha debido hacer germinar en la mente del jubilado una idea. No se atreve a hablar de ella francamente ante los suyos, pero poniéndose un anillo que saca del joyero, dice alusivo:
—Voy a tener que hacer algo… Las piernas me fallan una barbaridad.
Naturalmente, nadie le hace caso. MATILDE le acaba de aplicar la famosa cataplasma a su marido, que aúlla:
—¡Quema, quema!
—Aguanta, quejica.
ANSELMO, que ha sacado de la caja un alfiler de corbata, amaga un desfallecimiento de las piernas al ponerse en pie, pero ni su muera ni mucho menos su hijo lo advierten:
—Vaya por Dios… —y le da el alfiler a MATILDE, para que se lo ponga—. Me haces el favor…
—Sí. Trae —MATILDE, prendiéndole el alfiler, aprovecha para preguntarle—: ¿Cuándo le vas a dar las alhajas de mamá a la nena?
—Se las daré cuando mi pobre mujer lo dejó dispuesto: cuando se case, cuando se case.
—¡Con lo que las luciría ahora que está en la edad!
Aunque su nuera está muy dulce con él —incluso le arregla la ropa y le hace una caricia—, ANSELMO se aparta con un terminante:
—¡He dicho que no!
CARLOS alza la cabeza:
—¿A dónde vas? —le pregunta CARLOS.
—A un entierro —y vuelve a su labor de zapa—: Tú a cuidarte, que para enfermo, bastante estoy yo. No sé, pero estas piernas me van a dar un disgusto.
Tampoco ahora surte efecto la alusión a sus piernas.
CARLOS, en cambio, se interesa vivamente por el sepelio:
—¿Quién se ha muerto?
—Un compañero —ANSELMO ya va hacia la puerta—. Un antiguo compañero del ministerio.
—Ah. —Y aunque no tiene ni idea de quién sea el muerto, le indica—: Deja mi tarjeta.
—Sí, desde luego.
Está sonando el timbre de la puerta de entrada, y el procurador, mientras su padre sale del dormitorio, clama hacia la cocina:
—¡Alvarito! Pero ¿no oyes que están llamando?
El pasante se levanta de la mesa con la servilleta al cuello y la boca llena:
—Voy, voy… Es que estaba desayunando, y claro…
—Siempre comiendo… Anda, debe ser el Sr. Iglesias. En cuando falto yo, aquí todo va manga por hombro…
—Olvídate del bufete por un momento —cubre MATILDE a su marido, mirándolo—, y acuéstate, pobrecito mío, que estás muy malito.
ALVARITO alcanza a ANSELMO en el pasillo:
—¿Me deja pasar, don Anselmo?
—Pasa… Oye —inquiere el anciano, ya en el vestíbulo—. Los asuntos de mi hijo, ¿cómo van? Económicamente, digo.
—Muy bien, muy bien, cada día mejor.
—¿Sí?
—¿Por qué lo dice?
—Nada, nada. Cosas mías.
—Ah, ya.
ALVARITO abre la puerta y aparecen dos frailes con sendas carteras de negocios.
—Buenos días —saluda ALVARITO.
—Buenos días —corresponden, untuosos, los frailes.
—Con permiso —ANSELMO, despidiéndose del pasante, se cuela entre ellos—: Adiós, Alvarito.
—Adiós, adiós.
—¿Está el señor procurador? —pregunta uno de los frailes.
ALVARITO, receloso, plantea una cuestión de principio:
—Pero, ¿se trata de un asunto profesional, del bufete quiero decir, o… o es una cosa de caridad?
—El padre prior le explicará —cede la palabra a su superior uno de los religiosos.
—Profesional, un interdicto.
—Ah. ¡Adelante, pasen! —cambia de actitud ALVARITO, que les cede el paso hacia el bufete—. El señor Proharán está enfermo, pero yo soy su pasante. ¿De qué se trata, exactamente?
—Pues… Verá usted. Resulta que la comunidad…
Sus palabras se pierden cuando entran al bufete.
ANSELMO no iba a un entierro. ANSELMO, que en los últimos tiempos se ha visto abandonado por el motorizado LUCAS, su amigo de toda la vida, ha concebido la idea de comprarse un cochecito, y tras dudarlo mucho se ha decidido a interesarse por los precios. Pero ahora, ya allí, ante la ortopedia editora del catálogo, no se atreve a entrar, y va y viene por la acera echando furtivas miradas al escaparate y al interior de la tienda. En estas idas y venidas le sorprende la salida de un hombre sin brazos, que con enorme naturalidad monta en una moto acondicionada para que sujete el manillar con los muñones. Cuando el mutilado arranca y se incorpora tan campante al tráfico rodado, el aspirante a impedido no lo duda más y entra en la ortopedia.
En el mostrador de la siniestra tienda está sentado un niño al que toma medidas de una pierna el ortopédico:
—… Veintidós… Y siete de apertura… Articulación en acero inoxidable.
Suena la campanilla de la puerta y entra ANSELMO:
—Buenos días.
—Buenos días. Un momento, señor, que ahora le atiendo —saluda el ortopédico. Y le pregunta a su dependiente—: ¿Has tomado nota de todo?
—Sí. Ya está.
—Bien, entonces —el ortopédico le hace una caricia al niño y le dice a su padre—, vuelva usted dentro de… El día quince. Verá que todo irá bien. Adiós, pequeño.
—Muchas gracias, don Hilario.
—Adiós, adiós.
El padre carga con el niño y el ortopédico los acompaña hacia la puerta; al pasar le dice a ANSELMO, que se ha sentado en un banco junto a un par de clientas de humilde aspecto:
—Un segundo y soy con usted.
—Jolines, don Hilario —protestan las clientas—, que llevamos media hora esperando para el braguero…
Sin hacerles ningún caso, el ortopédico despide al padre del niño:
—Una cosa. La botita, ¿se la pongo marrón o negra?
—Pues no sé qué decirle… Como no ha venido mi señora…
—Yo creo que marrón, porque negra para un niño hace un poco triste, ¿no?
—Lo que usted diga don Hilario.
Y sale. El ortopédico, sin duda bien impresionado por el aburguesado aspecto de ANSELMO, vuelve a darle preferencia:
—Atienda a estas señoras —ordena al dependiente. Y se inclina ante el jubilado—. A su disposición, caballero, ¿qué desea?
—Sí, buenos días…
—Venga, venga —le invita el ortopédico, llevándolo hacia el mostrador.
—Sí. Mire… —y a cuenta de la bata blanca del titular de la tienda, le concede el título de MÉDICO—. Mire usted, doctor…
Verá… Yo tengo un hermano impedido y quería saber el precio de los coches…
—Ah, muy bien, pase por aquí —le cede el paso hacia la trastienda—, precisamente tenemos un modelo recién llegado.
—¿Por aquí?
—Adelante, adelante. Ahora verá.
—No se moleste, yo…
—Por Dios, no es molestia. Adelante.
La tímida resistencia del anciano se debe a su temor a comprometerse:
—Es que mi hermano… o sea, que no está impedido del todo… Y además su hijo no parece muy decidido.
—Comprendo. Bien, aquí tiene.
ANSELMO le echa a las sillas una mirada desilusionada:
—¿Estas sillas?
—Mire este prototipo. Liviano, práctico, con su freno…
—Ya veo, ya. Pero estas sillas no tienen motor —el jubilado saca del bolsillo el catálogo—. Y a mí me han dado este catálogo.
—Ah, ya comprendo —el ortopédico parece llevarse un alegrón—. Entonces, su hermano hace vida normal…
—A medias…
—Pues venga usted por aquí.
Vuelven a la tienda, en la que el dependiente discute con las dos clientas la calidad y el tamaño del braguero. El ortopédico ha cogido otro catálogo del mostrador, y mostrándoselo al jubilado, se embala en el tono de un charlatán de feria:
—Le voy a enseñar la última palabra de la técnica moderna. Esto sí que es una verdadera revolución en vehículos para impedidos. Fíjese qué maravilla. De construcción nacional, pero con licencia americana. Vea. Ultramoderno, aerodinámico.
Aquí tiene el perfil, el alzado y la planta. Un artículo de total y absoluta garantía.
—Ya, ya —trata de interrumpirle ANSELMO—: Pero yo sólo quería saber los precios; el hijo de mi hermano no está muy decidido, ya le digo…
—Sin ningún compromiso, caballero. Y por el dinero…
—Don Hilario…
Quien le interrumpe ahora es el padre del niño, que ha vuelto con una duda:
—Sí, diga.
—Verá. Es que como el niño tiene que hacer la primera comunión, a ver si es posible ponerle la botita blanca.
—Faltaría más. Entonces yo tengo mucho gusto en regalarle la botita al niño —y le hace una caricia a la criatura—. Verás qué guapo vas a estar, angelito.
—Muchas gracias Don Hilario.
—Adiós, adiós… —y reanuda su monólogo volviéndose hacia ANSELMO—: Como le digo, por el dinero no se preocupe, mi profesión tiene mucho de sacerdocio. Usted se lleva el catálogo y que lo vean en su casa. Y después hablaremos.
—No, el precio… Le repito que el precio no será un problema, nos arreglaremos. A mí lo que me interesa es que ustedes vean el artículo. Las cosas hay que verlas, usted me comprende…
—El precio… —insiste en vano el anciano.
—El modelo está sacado de uno que han inventado los americanos —continúa impertérrito el ortopédico—. Mire, estos cochecitos se los regalaban a los mutilados de la última guerra…
—Ya, ya, pero…
—… y por eso son tan perfectos estos aparatos. Fíjese bien, ¡con ellos se puede jugar hasta al baloncesto!
—Don Hilario —le interrumpe el dependiente, señalando hacia la calle—, ahí está el Rolls.
Contentísimo con la noticia, el ortopédico lleva hacia la puerta a ANSELMO:
—¿Ha oído? Hasta en Rolls vienen a esta casa. Por favor, acompáñeme —se lleva al viejo hacia la calle—. Esta señora es una marquesa, la marquesa de… —bisbisea el título, y luego sigue— que tiene un hijo paralítico… como su hermano, más o menos, ahora lo verá… Me ha encargado un coche de lujo de dos plazas… Permite.
Y se adelanta para precipitarse hacia el espectacular Rolls Royce aparcado junto a la acera.
Del asiento delantero se apean dos chóferes uniformados, y el ortopédico abre la portezuela trasera, obsequiosísimo:
—Buenos días señora marquesa. ¿Cómo está la señora marquesa?
—Bien —responde, seca, la elegante señora que comparte el asiento trasero con su hijo, un tipo que debe andar por los treinta años, mentecato el pobre, además de paralítico.
—¿Qué tal, don Vicente? —el ortopédico le hace fiestas, como si se tratara de un niño, y saluda a uno de los dos chóferes, un tipo gordo que saca del coche una silla de ruedas plegable—. Hola, Álvarez.
VICENTE babea a su madre en su afán por besarla, y ella lo aparta:
—Anda, anda, a tomar el sol.
Mientras el llamado ÁLVAREZ despliega la silla, el ortopédico extrae del coche al inválido:
—Vamos a ver, don Vicente, arriba… A ver esas piernas… Eso es… Con cuidado…
ANSELMO, que sigue todas las operaciones muy interesado, le echa una mano a ÁLVAREZ, que le agradece:
—Muchísimas gracias.
—De nada.
Y sujeta la silla mientras entre el ortopédico y ÁLVAREZ instalan en ella a VICENTE:
—Cuidado.
—Yo sujeto.
—Muy amable.
—Ya está.
—Adiós, hijo —se despide la marquesa, sin asomar la cabeza.
—Don Vicente, dígale adiós a su señora mamá —le anima el ortopédico—. Un besito, échele un besito… Adiós, adiós, señora marquesa.
El chófer del Rolls cierra la portezuela, y la marquesa se despide:
—Adiós. Y dese prisa con el coche.
—No faltaba más señora marquesa —al ortopédico no le falta más que echarse al suelo—. Yo le doy mi palabra de honor que el coche estará lo antes posible. Si ha habido alguna demora, ya sabe la señora marquesa que no ha sido culpa nuestra…
—Vámonos —ordena la marquesa.
El automóvil arranca, pero el ortopédico sigue despidiéndose:
—El retraso es imputable únicamente a la fábrica… Adiós señora marquesa… Siempre a sus órdenes.
—Adiós, señora marquesa —levanta la gorra de su uniforme ÁLVAREZ.
—A sus pies, señora —se destoca ANSELMO, para no ser menos.
—Adiós, adiós —persigue el ortopédico al Rolls dando unos pasos.
El automóvil se aleja, y ÁLVAREZ se deja de cortesías y se encara con el ortopédico:
—Bueno, ¿qué hay del coche? ¡Nada, como siempre!
—Hombre, Álvarez… Ya le he dicho a la señora marquesa que es cuestión de días.
—¡Es que ya está bien de dar largas! Porque llevamos…
—Un momento, le voy a presentar —echa balones fuera el ortopédico—: mire, este señor tiene un hermano paralítico y…
—Anselmo Proharán —se presenta el jubilado.
—Mucho gusto —le estrecha la mano ÁLVAREZ—, encantado de saludarle. ¿Paralítico parcial o total?
—¿Cómo dice?
—Me refiero a su hermano.
—Ah, ya. No, es que le fallan las piernas.
—Mire, don Anselmo —el ortopédico ya se ha quedado con su nombre—, éste es don Vicente… Don Vicente, mire, aquí don Anselmo…
—Mucho gusto, señor marqués.
VICENTE parece que tampoco puede hablar, pero retorciéndose en la silla consigue estrechar la mano del anciano mientras ÁLVAREZ vuelve a enfrentarse con el ortopédico:
—Bueno, don Hilario, a ver si nos entendemos. ¿Cuándo va a estar el coche?
—Pronto, Álvarez, pronto…
—Le dije que lo necesitaba urgentemente, pero hace dos meses que hicimos el encargo, y estamos como el primer día —levanta una pierna, mostrándole la bota alta del uniforme a ANSELMO—: Con los callos y todo el santo día detrás de la silla…
—Mire, Álvarez. Yo el coche lo he reclamado veinte veces. Vaya usted a la fábrica y… —e insiste, encantado, de matar dos pájaros de un tiro—. Eso, vaya a la fábrica, y de paso me hace el favor de acompañar aquí, al señor Proharán, que quiere ver un modelo.
—No, si lo mío no es urgente —trata de aclarar.
—Mire, se lo advierto. ¡Yo voy a la fábrica, pero armo el escándalo! —amenaza ÁLVAREZ, girando ya la silla.
—De acuerdo, arme lo que quiera.
—Es que usted no me conoce a mí…
—Vaya con él… —anima el ortopédico a ANSELMO, que ha quedado entre ambos, indeciso—. Vea, vea el modelo y luego decida.
—Vamos —le invita ÁLVAREZ expansivo, y el viejo jubilado dejándose llevar—. Entonces, ¿usted también tiene encargado un coche?
—No, no, yo sólo quería saber los precios. Para mi hermano…
—Ah, ya… Le advierto que don Hilario trabaja muy bien. Es un informal, pero en lo suyo el mejor de España.
—Ya.
—El nuestro es de dos plazas, potente, vamos como un automóvil…
El ortopédico los seguía con la mirada, aguzando la oreja para escuchar su diálogo. Pero sale el dependiente:
—Don Hilario, al teléfono.
—Informal yo… Habrase visto…
Y entra, mientras ÁLVAREZ y ANSELMO se alejan empujando la silla.