Ha pasado algún tiempo.
En la casa, un primer piso con balcones a la calle, el dormitorio de ANSELMO es un poco el cuarto para todo. El anciano, tendido en bata sobre su cama, se agita, se tapa la cabeza con la almohada y gira sobre sí mismo incapaz de soportar la tabarra de su nieta YOLANDA estudiando francés:
«… Garçon, un café.»
—Garçon, un café.
«Bien, Monsieur. Dans un verre ou dans une tasse?»
—Bien, Monsieur. Dans un verre ou dans une tasse?
«Dans une verre, s’il vous plait.»
—Dans une verre, s’il vous plait.
«Donne-moi aussi un journal d’aujourdhui.»
—Donne-moi aussi un journal d’aujourdhui.
Finalmente estalla y eleva su voz sobre la del disco de francés y sobre la de su nieta:
—¡Aquí, ni hay dios que haga reposo ni cristo que lo fundó! —Se incorpora en la cama—: Pero, ¿por qué no estudias en el comedor?
—Porque el comedor se ensucia. Si tuviera una habitación para mí no te molestaría. —Y le pregunta, con sorna—: Vous avez compris?
—Además, ¿para qué quieres aprender francés, si ya tienes novio formal? Casarte, eso es lo que debes hacer, casarte y dejarme tranquilo en mi cuarto. Porque este cuarto es mío.
Levantándose, se amansa y pregunta:
—¿Qué hora es, Yolandita?
—Qué pesadez. Las once y cuarto.
—Las once y cuarto… —repite, acercándose al balcón para otear la calle—: Seguro que a Lucas le ha sucedido algo.
—Bueno, ¿me dejas estudiar o no?
El abuelo se resigna a dejar el dormitorio, y para entretener la espera vaga por la casa. Inicia su ronda en el pasillo y no tarda en encontrar un pasatiempo: en el alféizar de una ventana que se asoma al patio hay una gallina. Tras cerciorarse de que nadie le ve desde los pisos superiores, el anciano la expulsa de un manotazo y cierra la ventana. Se asoma luego a la cocina. MATILDE, su nuera, que está lavando ropa interior femenina en una palangana, le conmina:
—No te quedes ahí. Entra y cierra, que se va a llenar la casa de humo.
Curioso, ANSELMO quiere leer la etiqueta del detergente, pero MATILDE se lo quita de la mano:
—Deja. Siempre toqueteándolo todo…
En busca de otro entretenimiento se acerca a los fogones, destapa las cazuelas y está a punto de abrasarse la nariz con el vapor que sale de una olla. La criada, que bate unos huevos, lo denuncia:
—Señorita, ya está don Anselmo cazoleteando.
—¿No tienes otra cosa mejor que hacer?
El viejo gruñe una protesta y pregunta:
—¿Cuántos huevos le vais a poner?
—Dos —le informa, desabrida, MATILDE—. ¿Te parecen pocos?
—Por mí ya sabes que es igual. Pero si tengo que ofrecerles un poco de tortilla a esos señores…
—No te preocupes, que no vas a quedar mal.
ANSELMO se anima al ver por la ventana, que también da al patio, a la criada del piso segundo:
—¡A ver la gallinita esa! ¡El patio es nuestro y aquí no hace más que fastidiar!
Ahora se explica la anterior presencia de la gallina en la ventana del pasillo: sus propietarios, los vecinos del segundo, la bajan al suelo del patio atada a una cuerda.
Ante las protestas del viejo, la criada, izando al ave, protesta a su vez:
—Ya la subo, hombre… Qué daño le hará a usted el animal…
—¡Bah!
ANSELMO cierra la ventana, y su nuera se pone de parte de la gallina:
—Qué más te dará a ti que la suban o que la bajen… ¿O es que te molesta que haga un poco de ejercicio el pobre bicho? En lugar de ser tan chinche, más te valdría no salir con esos anormales.
A quién se le ocurre, irse de excursión con unos paralíticos.
—Con esos anormales, como tú dices —proclama ANSELMO, ofendido—, tomo el aire puro y me divierto.
MATILDE huele el sostén que está lavando:
—No sé que voy a hacer con esta Yolandita. Suda una barbaridad. —Y, sin transición, echa a su suegro—: Y tú, anda, sal de la cocina, que aquí no sirves más que de estorbo.
—Lo que faltaba. Ni en mi propia casa puedo estar…
De nuevo en el pasillo, el viejo sigue cerrando ventanas hasta llegar al vestíbulo del piso, donde tiene la agradable sorpresa de encontrar a un señor sentado ante una mesita; el visitante ofrece la posibilidad de pasar el rato, y ANSELMO lo saluda encantado de la vida:
—¿Le atienden a usted?
—Bueno… Me han dicho que espere.
—Pero, ¿viene usted al bufete? Yo soy el padre del procurador.
—Sí, sí. Mucho gusto.
El visitante se levanta para estrechar la mano de ANSELMO, que le obliga a sentarse:
—Servidor. ¿Qué es lo suyo?
—Pues, no sé. Dicen que lo han tomado como abuso de confianza.
—Ya comprendo, cosa penal. ¡Hay tanta injusticia! Voy a darle prisa a mi hijo para que le reciba enseguida.
Y empuja una puerta forrada de bayeta verde en la que un letrero indica:
BUFETE
El llamado bufete es el típico despacho estilo remordimiento español presidido por un impresionante crucifijo colocado sobre la mesa. CARLOS, el procurador, cincuentón, atiende sin demasiado interés a BLANQUITA, una mujer llena de años, pieles, bisutería y maquillaje, que está exponiéndole su caso.
—… Una gentuza, don Carlos, sus hijos ni siquiera me han dejado verlo muerto. Un par de hienas, que… —y se corta, al ver asomar la cabeza a ANSELMO.
—Pasa, hombre, pasa, qué manía de quedarte en las puertas —le reprende CARLOS a su padre. Y dice hacia la clienta—: Es mi padre.
—Mucho gusto —trata de saludar ANSELMO, siempre educadísimo.
Pero BLANQUITA lo ignora, volviendo la cabeza; ANSELMO, desairado, decide inmediatamente que aquella loca es una ordinaria que no merece la menor atención, y va hacia el rincón en que escribe a máquina ALVARITO, pasante de CARLOS.
—Siga, siga, Blanquita.
—Después de lo que yo he hecho por él —BLANQUITA continúa haciendo el elogio fúnebre de quien fue su amante—. Porque estaba asmático, y usted no sabe lo que ha sido para mí dormir todos estos años con él y con su asma… —se interrumpe otra vez, al advertir que el padre del procurador está escuchando.
—Pobre don Ramiro, gran persona —dice CARLOS antes de volverse hacia su progenitor para quitárselo de encima con una indirecta—: ¿No te ibas al campo, papá?
—Sí, pero todavía no ha venido Lucas. Le ha debido ocurrir algo. —Y le pide al pasante—: Oye, Alvarito, ¿tienes el Marca?
—Tenga. Pero devuélvamelo, que quiero recortar una cosa.
Simultáneamente, CARLOS animando a la clienta:
—Siga, Blanquita, siga.
—Pues, nada, que ahora que se ha muerto, sus hijos me quieren quitar el quiosco.
—Ah, pero don Ramiro, que en paz descanse, no lo había puesto a su nombre?
—Qué va a poner. Y a ver que hago yo ahora sin el quiosco, porque el quiosco…
Se ha interrumpido de nuevo, evidentemente fastidiada por la curiosidad de aquel viejo cotilla. Y CARLOS insiste:
—Siga, siga.
—Es que… No sé… —Una mirada a ANSELMO y otra a ALVARITO—. A mí, hablar de estas cosas tan íntimas delante de la gente…
CARLOS ya no se anda con indirectas:
—Papá, aquí no pintas nada, estoy trabajando.
—No, si ya… —admite ANSELMO, tragándose la humillación. Y aprovecha para pedirle—: Oye, que como tengo que ir al campo con esos señores, necesito un poco de dinero por si tengo que invitarlos a algo.
—¿Cuánto? —tuerce el gesto CARLOS.
—Cincuenta pesetas.
CARLOS saca de un cajón de la mesa un billete.
—Toma.
—Oye. Que son cincuenta.
A CARLOS se le avinagra todavía más la expresión, pero le da otro billete, y tranquiliza a BLANQUITA, que sigue haciendo visajes para manifestar su incomodidad:
—Por Alvarito no se preocupe. Es mi pasante. Y además se va a casar con mi chica. Entonces, dice usted que don Ramiro…
—Ese, ése es el problema, que a ver cómo demuestro yo ahora que el quiosco es mío…
ANSELMO vuelve al vestíbulo resentidísimo:
—Perdone —se disculpa ante el cliente que espera su turno—. Es que está con una pelmaza. Una de esas vividoras que no saben lo que es la educación.
—No se preocupe, yo no tengo prisa.
—Es igual. De todas las maneras, ya le he dicho que está usted aquí —y acepta un pitillo, para a renglón seguido franquearse—: Gracias. A mí no me gusta que defienda ciertos casos. Donde esté la educación, que se quite todo.
—Eso es verdad.
—Entonces… —ya fumando, pega la hebra—, entonces, dice usted que lo suyo es abuso de confianza… Algún empleo, supongo…
—Por ahí anda la cosa.
Llega desde el pasillo la voz de YOLANDA:
—¡Abuelo!
—Es mi nieta. Usted, siga, siga.
—¡Abuelo!
—Pues, nada. Que yo vengo a ver si su hijo encuentre la manera de… Usted me comprende.
Apartando la cortina que oculta el pasillo aparece YOLANDA, irritadísima:
—Pero, ¡abuelo! ¿Es que no me oyes?
—¿Qué pasa?
—¡Que ha llegado el señor Lucas, pesado, que eres un pesado!
—Ah, sí, ya voy… —Y se justifica ante el tipo del abuso de confianza—. Bueno, usted me va a perdonar. Es que voy de excursión con unos amigos… Pero quede usted tranquilo, que mi hijo es un genio… Como procurador, ya le digo, colosal…
¡Es hijo mío!
Hace un soleado día de primavera.
La plaza, todavía sin urbanizar, está al borde de la ciudad.
Frente a una parada de autobús, media docena de inválidos forman un corro con sus cochecitos. Son PERICO, PEDRO, ARSENIO y PEPE, entre los treinta y los cuarenta años, y JULITA y FAUSTINO, éstos más jóvenes y novios formales.
JULITA peina a FAUSTINO —impedido también de los brazos— y los otros saludan la aparición de LUCAS, que llega precediendo a un autobús de dos pisos:
—Menos mal, mira, ya está ahí Nuvolari.
—¡Ya era hora, hombre!
—¡Estamos aquí desde las once!
—¡Yo ya tengo la boca seca!
LUCAS, que llegaba lanzado, ha frenado más o menos espectacularmente:
—Perdonad. Es que he venido con ese amigo mío del que os hablé, y claro, me he retrasado.
—Pero, ¿dónde está?
—En el autobús.
—¿Y por qué no lo has traído tú?
—No, si traerlo lo traía. Pero subiendo una cuesta se me caló el motor, y para no forzarlo le he dicho que cogiera el autobús.
Miran todos hacia ANSELMO, que con sombrero y sin abrigo, cargado con su paquete de comida, viene hacia ellos cruzando la plaza.
—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos con él?
—Mejor que lo lleves tú, Arsenio —propone LUCAS. Tú motor es más potente.
—¡Ni hablar! ¡El motor lo tengo para correr, no para hacer de taxi!
—Hombre, por una vez —interviene JULIA.
—¡Ni hablar! ¡Que luego se aficiona! —y tras echarle una mirada atravesada a ANSELMO, que ya llega agitando su sombrero, protesta—: Además, ¿no anda? ¡Pues que se vaya con los que andan, leche!
Quizá ANSELMO ha oído la última frase, pero no pierde su jovialidad:
—¡Buenos días, buenos días a todos! —saluda cordial, derrochando sombrerazos—. Ustedes me perdonarán, pero es que venía en el segundo piso del autobús, y a mí las escaleras… —Y se presenta—: Anselmo Proharán, servidor de todos ustedes.
—Ven, que te voy a presentar —corta LUCAS—. Mira, aquí Julita, que es la prometida de ahí, Faustino.
—Y ahora comenzamos con los cumplidos —sigue rezongando ARSENIO.
ANSELMO, sorteando los cochecitos, llega hasta JULITA:
—Mucho gusto —Y tras estrechar la mano de la muchacha le ofrece la suya a FAUSTINO—. Servidor.
FAUSTINO baja la mirada, avergonzando de su incapacidad para mover los brazos:
—No… —humilla la cabeza.
—No puede —explica JULITA, con naturalidad. Y sigue presentando—: Este es Perico.
—Mucho gusto… Anselmo Proharán, servidor de usted…
ARSENIO, que es todo un carácter, interrumpe las cortesías del jubilado:
—Bueno, bueno, ya está bien de cumplidos, no perdamos el tiempo, que hasta el encinar hay una tirada y no quiero comer a las tantas.
—Sí, hala, vámonos —le apoya LUCAS, dándole a la palanca de arranque. Y le ordena a ANSELMO—: Tú súbete al coche de Arsenio.
—Eso —le anima la amable JULITA—: Deme, deme el paquete, que irá más cómodo.
—Muchas gracias, guapa —le entrega el paquete y le acaricia la mejilla—. Qué parejita tan guapa.
—¡Venga, suba de una vez!
ANSELMO sube a la trasera y se agarra a los hombros del irascible ARSENIO, que súbitamente se niega en redondo a llevarlo:
—No, no. Quíteme las manos de encima. Oye, Lucas, yo no lo llevo, pesa mucho y me pone nervioso. Mira, que vaya con Pepe, que además tiene asiento.
El llamado PEPE, más tolerante y comprensivo, le invita:
—Sí, hombre. Suba, suba. Mejor que en un Cadillac, ya lo verá.
Sentándose en una especie de repisa que el cochecito tiene en la parte trasera, ANSELMO le agradece:
—Muy amable. Pero se lo ruego, no corra usted mucho que…
—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo?
—No. Miedo, no, qué va. Es precaución.
Los coches van arrancando y se alejan carretera adelante, mientras el cobrador del autobús echa a una familia que pretendía subir con todo su ajuar, colchones incluidos.
Al fondo, lejana, la silueta de la ciudad.
La pandilla de impedidos, tonificada por la comida y las libaciones, destroza a coro y alegremente la letra y la música de Tardes del Ritz, interpretada al violín por uno de ellos:
«—Ay, por favor,
no me apriete usté así,
ay, por favor, que me siento morir…
Tenga usted en cuentas que mira mamá,
y si se entera me va a regañar…»
ANSELMO, feliz, hasta intenta bailar cogido a JULITA, o mejor dicho, a su coche. El jubiloso jubilado ha conquistado con su bonhomía a los inválidos, que lo tratan ya como a un igual. Viendo que jadea, la risueña JULITA lo detiene:
—¡Pare, pare —y le enjuga el sudor—, que no está usted para estos trotes!
—Si no es cansancio, hija, si es de la misma animación…
Y corre hacia LUCAS, que, apartado de ellos, hacía malabarismos con tres manzanas:
—Ay, Lucas, ¡años hace que no pasaba un día como éste!
—¡Ya te he visto, ya, bailando como una peonza!
—¡El tiempo que hacía que no veía el campo!
—Y tú quieres que me quede en Madrid tomando el sol contra una tapia… ¿Te das cuenta de lo que es el coche?
—Ya veo, ya veo, tenéis el campo en la mano —abraza el paisaje con un gesto, y sigue, entusiasta—. El aire puro, los árboles, la Naturaleza… ¡Una gran cosa el cochecito, ya lo creo que sí! —y como si el vehículo fuera un caballo, le da unas afectuosas palmaditas al manillar.
Uno de los motorizados le tiende un catálogo:
—Don Anselmo, usted lo que tiene que hacer es comprarse uno y unirse a la pandilla. Mire, mire, mire qué modelos.
—A ver, a ver.
—¿A usted le gusta el fútbol?
—¡Hombreee! —ANSELMO ha sacado las gafas para ver el catálogo.
—Nosotros somos socios del Real Madrid y vamos a todos los partidos. Y en primera fila, detrás de las porterías, que es donde mejor se ve.
—Lo malo son los balonazos —se ríe LUCAS.
—Eso sí. ¡Pero hay que estar allí, al pie del cañón, animando a los jugadores!
JULITA y FAUSTINO quieren seguir cantando, y cortan la disertación deportiva:
—¡Venga, a cantar!
—¡Y a ver si ahora nos sale mejor!
—¡Eso, eso! —ANSELMO se olvida del catálogo y corre a colocarse en el centro del grupo—: ¡Yo dirijo!
Efectivamente, alza los brazos, y con el catálogo enrollado como batuta da la entrada al coro y al violín:
«Yo acostumbro todas las tardes, a merendar en el Hotel Ritz…»
El viejo cuplé impregna de una dulce melancolía el atardecer. Pero el intratable ARSENIO, que estaba amodorrado, sale de su siesta tan protestón como siempre:
—¡Ya está bien de música, coño! ¡A ver! ¿Dónde esta el vino?
—No queda ni gota.
—¡Pues estamos apañados!
—¿Queréis que nos acerquemos al merendero de Manolo? —propone LUCAS.
—¡Eso, eso! Porque sin vino, no sé qué pintamos aquí.
ANSELMO, encantado, se dispone a montar en el coche que lo ha traído y ofrece:
—¡Yo pago dos botellas!
—No, lo siento, pero ahora no le puedo llevar —lo rechaza PEPE, que se justifica—: El camino está muy malo y si pincho…
—Pero…
—Tiene razón Pepe —interviene LUCAS, metiendo ya la marcha de su vehículo—. Además, es todo cuesta. Lo mejor es que te quedes aquí.
—Pero, ¿cómo me voy quedar solo? —pregunta desolado ANSELMO, devuelto tan brutalmente a su triste condición de peatón. Y le suplica a JULITA—: Dile que me lleve…
—Pepe, hombre…
—Que no, que con tanto peso pincho y me quedo tirado.
—¡Lucas, llévame tú!
—¡Que no, que es mejor para ti que te quedes! ¡Tú no te muevas, que luego te traemos vino fresco!
Los cochecitos han ido arrancando y alejándose, insensibles todos a las súplicas de ANSELMO. El último en hacerlo es el de JULITA, que antes debe atar al de su novio el cable con el que lo remolca. La chica se disculpa:
—Lo siento, don Anselmo, pero ya ve, yo tengo que remolcar a Faustino…
—No, si te comprendo —se resigna. Y se lamenta—: Pero a ver cómo vuelvo yo a pie…
—Que no, hombre. Compramos el vino y volvemos —le asegura FAUSTINO, del que ya tira JULITA.
ANSELMO, personificación del abandono y de la impotencia, ha quedado solo entre las encinas. Tras unos instantes en los que es incapaz de tomar cualquier tipo de decisión, maquinalmente, baja los ojos al catálogo que tenía en la mano. Saca lentamente las gafas. Y empieza a hojear las páginas del catálogo, llenas de modelos de cochecitos.