Bloque A

1. BARRIO DE CHAMBERÍ EN MADRID

Finales de un invierno de los años cincuenta.

DON ANSELMO —el don le viene de su condición de funcionario de la administración civil, jubilado—, un setentón pulcro y simpático, sale de su casa muy abrigado y ensombrerado, con un ramo de crisantemos al brazo y muchas prisas. Apresurando el paso al oír las campanadas de una iglesia cercana, comienza a sortear los obstáculos que salpican las populosas calles de su céntrico barrio: obras municipales, carga y descarga de reses en canal ante una carnicería, puestos de castañas y de chucherías, amas de casa cargadas con sus bolsas, perros sin collar levantando la pata, y para colmo, una larga fila de peones con sentido del humor se atraviesa en su camino: llevando en la cabeza unas tazas de inodoro como si fueran cascos guerreros, embrazan sus tuberías a manera de lanzas y desfilan silbando marcialmente la Marcha del Río Kwai.

El jubilado tiene mucha prisa, ello es evidente, pero también está claro que se trata de una persona de bien: un ciego pretende cruzar una plaza y golpea rabiosamente el bordillo con su bastón sin que nadie le haga caso, y a pesar de sus prisas. ANSELMO retrocede para tomarlo del brazo.

Por desgracia para ellos, apenas se lanzan a la calzada el semáforo pasa del ámbar al rojo, y el asustado invidente y el temerario lazarillo, aturdidos por los golpes de freno y de claxon, provocan con sus contrapuestas indecisiones un embotellamiento en la riada de vehículos.

Muy cerca ya de su destino, todavía debe el anciano hacer un poco de alpinismo ante el montón de cascotes sacados de una zanja, pegar un salto circense para evitar a un motocarro que se le viene encima y, finalmente, quebrar como un banderillero al alocado ternerillo que sale de una vaquería conducido por un tratante.

Y en esa vaquería, de corada su fachada con motivos agropecuarios, entra ANSELMO echando el bofe.

2. VAQUERÍA

En el despacho de leche de la vaquería —paredes de mosaico, relucientes vasijas— CARMEN, una seca cuarentona, atiende a una madre con su hija; la niña tiene siete u ocho años y debe ser una futura alcohólica, porque bebe a morro de una botella de vino. Justo cuando entre el fatigado ANSELMO, la madre le está dando una bofetada a la criatura.

—¡Quita! ¡El vino es para tu padre, imbécil!

—Buenos días, Carmen —saluda sin resuello el anciano—. Hola, Carmen. ¿Qué, dónde está ese hombre?

Extendiendo mantequilla en media barra de pan, CARMEN informa en el sufrido tono de la víctima:

—Esperándole. A ver si lo calma, porque está como chiquillo con zapatos nuevos.

—Nada, no te preocupes…

Y se dirige a una puerta interior mientras CARMEN le da el pan a la niña:

—Aquí tiene, tres pesetas bien servidas.

—Ande, póngale una peseta más —decide la madre—, que esta cría come más que un sabañón.

El visitante ha pasado a la vivienda de la vaquería, y en la habitación que sirve de oficina encuentra a ANDREA, hermana de CARMEN, más o menos de su edad y con unas gafas que le dan un vago aire intelectual. Pero es sólo la encargada de llevar las cuentas del negocio:

—Buenos días, don Anselmo.

—Hola, Andrea. ¿Cómo estás?

—Ya ve. ¿Y usted? —la contable guarda unos billetes en una pequeña caja fuerte—. No le veo muy buena cara.

—Es que he venido de prisa y, claro… —el recién llegado, todavía jadeante, se da aire con el sombrero—. ¿Dónde anda tu padre?

—En el patio —guía ANDREA a ANSELMO—. Como loco con el cochecito. Si le digo la verdad, ya estamos arrepentidas de haberle dado ese capricho.

—Tranquila, mujer, yo lo meto en vereda, ya verás.

Cruzan los dos el comedor de la casa, presidido por una enorme Santa Cena; sentada a la mesa hace punto una muchacha de aire dulce y pecho suculento, y ANSELMO, muy comunicativo, se detiene para preguntarle a ANDREA:

—¿Es tu sobrina?

—Sí, la pequeña.

—¿Cuándo ha venido?

—Llegó ayer.

—Hay que ver cómo pasa el tiempo… Qué guapa se ha puesto.

—Ya es maestra —puntualiza orgullosa ANDREA.

ANSELMO se dirige directamente a la chica, la barbillea y la besa, muy paternal:

—Muy guapa, guapísima. ¿Y, qué, cuándo te casas?

—El año que viene.

—En septiembre —vuelve a intervenir ANDREA.

—Bueno, pues me alegro mucho… Que seas muy feliz, hija… —se despide el viejo, y sigue hacia el patio diciéndole a ANDREA—: Anda, vamos a ver a ese insensato.

En el patio, sentado en una silla, espera el señor LUCAS —el señor cuadra muy bien con su boina y su zamarra—, propietario del negocio y coetáneo y amigo de ANSELMO; le hacen compañía MARÍA, una espingarda que es la tercera de sus hijas, AGUSTÍN, mozo de la vaquería, que lleva adosado al trasero el taburete de ordeñar, y un tipo con mono de mecánico.

—Hola, Lucas…

—Menos mal que has llegado… —recrimina LUCAS, impaciente—. Más de media hora llevo esperándote…

—Es que no sabes cómo está la calle… Resulta que…

—María, las flores, que nos vamos —pide el lechero a su hija. Y, ufano, le muestra a su amigo un cochecito de inválido aparcado junto a la puerta del establo—: ¿Has visto qué maravilla?

ANSELMO le echa una mirada y aprueba:

—Ya, ya veo. Precioso… Muy bonito, y muy moderno.

—Pero mira el motor, hombre…

—Ah, sí, ya veo…

—Un bólido, Anselmo… —y le ordena al mozo—: Venga, tú, móntame, móntame…

Porque LUCAS está paralítico. El mozo de la vaquería instala a su patrón en el cochecito y el del mono, que es el mecánico que ha traído el vehículo, insiste en algo que ya le ha debido explicar antes:

—Recuerde… Mucho ojo con el acelerador, que esto se embala, ¿eh?

—A mí qué me va a contar, si yo fui de los primeros en tener moto en Madrid… —y, agarrado al manillar, se vuelve hacia ANSELMO para recabar otra vez su aprobación—: Bueno, hombre, ¿qué me dices, te gusta o no te gusta?

—Que sí, Lucas… Pero tienes que ser prudente, sobre todo al principio.

CARMEN ha dejado el despacho más por el gusto de reprender a su padre que para participar en las despedidas:

—Eso. Y que le haga caso al mecánico, que es el que entiende de estas cosas.

—Que sí, mujer, que sí. Venga, Agustín, tira para afuera.

—Toma, las flores.

MARÍA coloca sobre las rodillas de su padre un ramo parecido al que lleva ANSELMO, y atraviesan todos el establo para ganar la calle:

—En sus manos lo dejamos, don Anselmo. Sobre todo, que no corra.

—A mí lo que me parece una barbaridad es que el primer día que sale vaya hasta el cementerio…

—¿Y dónde queréis que vaya? —protesta el recién motorizado, que es un poco cascarrabias—. ¡Si os acordarais de vuestra pobre madre como me acuerdo…

—Papá, cualquiera que te oiga…

—Dios quiera que no nos cueste un disgusto, el dichoso cochecito.

—¡Vosotras , tranquilas! —impone su autoridad de exjefe de administración civil— ¿No os he dicho que me encargo yo de todo?

—Ni caso, Anselmo, deja a estas agoreras. Tú, Agustín, venga, como las balas, a buscar un taxi para don Anselmo.

3. CALLE VAQUERÍA

La aparición del grupo en la calle ha convocado a algunas vecinas. El mecánico, una vez bajado el cochecito a la calzada, vuelve a sus recomendaciones:

—Ya sabe: para ponerlo en marcha…

—¡Déjeme, le he dicho! —lo rechaza de malas pulgas LUCAS—. ¿No ha cobrado usted? ¡Pues ahora ya es cosa mía, hombre!

—Ustedes mucho llorar con que las vacas no dan dinero —comenta una vecina—, pero mira qué coche le han comprado.

—¡Con motor y toda la pesca! —salta otra.

—Un sacrificio —se justifica ANDREA—; pero como lo tenía entre ceja y ceja desde que le dio el ataque…

—Y que un padre es un padre —reivindica MARÍA su derecho a gastarse el dinero como le dé la gana—. ¡No te amuela!

LUCAS ya ha accionado la palanca de arranque y el motor empieza a petardear alegremente:

—¿Te das cuenta, Anselmo? ¡A la primera!

—Sí, ya, estupendo… Mira, ya está ahí el taxi.

En efecto: precedido por el eficaz AGUSTÍN llega en marcha atrás un taxi que viene a detenerse delante del cochecito; ANSELMO, muy en su papel de director de la operación, corre tea de uno a otro vehículo dando instrucciones:

—Prudencia, Lucas, mucha prudencia… Sobre todo con el acelerador, ya has oído al mecánico… —Va hacia el taxista—: Buenos días. Por favor, procure usted ir despacio, no vayamos a perder a ese amigo mío, que está inválido. —Se vuelve hacia las compungidas plañideras—: Y vosotras, adentro. ¿No os he dicho que me encargo yo de todo?

—¡Eso, a trabajar, que se pongan a trabajar! ¡Ni que me fuera a las Américas! —corea LUCAS. Y apremia al amigo—: ¡Y tú, venga, al taxi!

—Si, sí… —pero ANSELMO, a quien las idas y venidas han dejado sin aliento, todavía se pega un trotecillo para recomendarle—: Tú siempre detrás, no se te ocurra adelantarnos.

—¡Vámonos de una vez, pelma, que eres un pelma!

ANSELMO monta en el taxi, el taxi se pone en marcha, y tras el taxi sale arreando el cochecito. Siguiendo en marcha con la mirada, se angustia ANDREA:

—¡Míralo! ¡Como loco va!

—¡Y se nos ha olvidado ponerle la medalla de San Cristóbal! —recuerda de pronto CARMEN.

—Dios mío, qué zozobra. ¿No le pasará nada? —le pregunta MARÍA al mecánico.

El mecánico cabecea, pesimista:

—Del coche, respondo. Ahora, de su padre…

Desde la puerta del despacho una niña descarada devuelve a la realidad cotidiana a las tres hermanas:

—Pero aquí, ¿venden o no venden leche?

4. CEMENTERIO DEL ESTE

Un ángel de piedra levita en el aire mientras el chirriar de una garrucha rompe el silencio del inmenso cementerio: unos marmolistas están montando un panteón, y el ángel de piedra que lo va a coronar cuelga de la polea. En primer término, una lápida en la que se puede leer:

FAMILIA FRUTOS SOLANA

Es la tumba de la mujer de LUCAS, y ante ella rezan destocados los dos ancianos, que han llegado al cementerio con toda felicidad. Terminada la oración, el lechero, santiguándose, se conduele:

—Pobrecilla… Pero mejor que se haya muerto. Así, al menos, no me ha visto hecho un inútil.

—Pero, ¿de qué te quejas? —Y hay, en el tono de ANSELMO una soterrada envidia de peatón—. ¡Ya quisieran muchos moverse como te mueves tú ahora con el cochecito! El mismo taxista lo ha dicho.

—Ya —admite LUCAS—. Pero ella, con lo que era, habría sufrido mucho. Anda, ponle las llores.

ANSELMO se hace un pequeño lío con los ramos. LUCAS, puntilloso, identifica el suyo:

—No, ése no, éste, éste.

—Es igual… —transige filosóficamente ANSELMO—: Qué más le dará a la pobre un ramo que otro.

Colocadas las flores, LUCAS se pone la boina y apremia, como si tuviera prisa por volver «a la carretera».

—Bueno, vámonos.

—Sí, hala —se encasqueta el jubilado su sombrero—, vamos allá.

Pero el cochecito se ha atascado en la cuneta que separa los cuarteles de sepulturas de la avenida que les da acceso, y ANSELMO se esfuerza en vano por sacarlo de allí a empujones.

—Empuja, hombre, empuja.

—Pero, ¡si ya lo hago!

—¡Es que así no saldremos nunca!

—Por favor, caballero —recurre ANSELMO a un paseante que llega leyendo un periódico—, ¿nos echa una mano?

—Cómo no, faltaría más.

—Es que nos hemos metido en un hoyo y…

Con la ayuda del amable lector consiguen salir a la avenida, y tras despedirse de él, la pareja de viudos pone rumbo al enterramiento de la mujer de ANSELMO. En su camino cruzan ante una señora que, cantando bajito, riega las macetas de una tumba, y poco después con unos enterradores que pasan cargados con sus cuerdas y sus palas:

—¿Y lo de tu chica?

—Según el médico, anemia… ¿Y sabes lo que le ha recetado?

¡Carne! ¡Qué coma mucha carne!

—Los médicos ya se sabe. Todo lo que no sea rajar de arriba a abajo…

En determinado momento ANSELMO, desorientado entre el bosque de sepulturas, consulta con LUCAS:

—Oye, yo creo que es por allí.

—No, hombre… Por ahí.

—Ah, sí, es verdad.

Su nuevo rumbo les hace pasar junto a dos niños que llevando como andas una escalera, canturrean a paso procesional:

«—Ya se ha muerto, ya se ha muerto, ya lo llevan a enterrar, con traje de terciopelo y la caja de cristal…»

ANSELMO cabecea y censura:

—Mira éstos… Jugando a los muertos en el cementerio.

—Si es que ya no hay ni educación ni nada —remacha LUCAS.

Han llegado a un impresionante muro alzado por las docenas y docenas de nichos alineados en filas superpuestas.

El lechero guía desde su confortable asiento al exhausto jubilado:

—Sigue, hombre, que es más allá. Yo no he visto tío más despistado, de verdad.

—No, si es que como aquí construyen tanto —se justifica el jubilado—, pues me armo un lío.

Tras re correr unos metros a lo largo de las fúnebres estanterías, LUCAS vuelve a regañarle:

—Cuidado, que te pasas, hombre. ¿No ves que es éste?

Se refiere a un nicho de la fila más baja. ANSELMO se agacha y tira de gafas para identificar la lápida:

A ver…

—No, ése no, éste, éste.

—Ah, sí, no la había visto.

Se destocan de nuevo; LUCAS le pasa las flores, y ANSELMO se arrodilla y las coloca en el nicho. En la lápida, bajo una foto esmaltada, dice:

AQUÍ YACE

DOÑA JULIANA TORRERO DE PROHARÁN

1884 — 1925

La foto está manchada de barro. ANSELMO saca su pañuelo, lo humedece con un poco de saliva, y entre jadeos y suspiros lo pasa con amor sobre la imagen del rostro de su esposa, todavía joven en la foto. A sus espaldas se oyen las voces de los niños:

—Espera, ¿dónde vas?

—A ver esa moto.

—No es una moto, es un coche de paralítico.

—¿Qué te juegas a que es una moto?

Sin oírlos, ANSELMO se ha puesto en pie, y con los ojos fijos en la tumba, se acongoja mientras reza. LUCAS, delicado por una vez, lo conforta con unos golpecitos afectuosos. Pero los niños, con su impertinencia, los sacan bruscamente de su dolorido recogimiento:

—Eh, oiga. ¿Eso es una moto o un coche de paralítico?

—¡Paralítico será tu padre! —se vuelve airado LUCAS—. ¡Gamberros, más que gamberros! ¡Habrase visto!

—¿Qué pasa? —el padre de los chicos aseaba un nicho de la fila que corona el muro.

—¡Esos niños, hombre! —protesta ANSELMO—. ¡Faltar al respeto a los ancianos!

—¡Pepito! ¡Manolín! —El padre ya ha bajado del nicho y reparte sopapos entre sus criaturas—: ¿No os da vergüenza?

Otro día, como no seáis formales, no os traigo a ver a mamá.

Espoleados por la impaciencia de LUCAS que, efectivamente, no ve la hora de salir a la carretera, los dos amigos reanudan la marcha:

—Anda, vámonos, que y a sabes cómo son mis hijas. Estarán preocupadas.

—Sí, tienes razón, anda, vamos. Además, aquí empieza a hacer frío.

—Oye una cosa —sigue LUCAS, con un gesto hacia atrás—: seguro que esos sinvergüenzas te quitan las flores en cuanto nos pierdan de vista.

—Ya, ya —lo acepta ANSELMO, resignado—. Eso es lo que pasa con los nichos bajos…

—Empuja, empuja…

—… que como cómodos son cómodos, pero no tienen ninguna seguridad, y claro, están expuestos a cualquier cosa.

5. ENTRADA CEMENTERIO DEL ESTE

Una carroza fúnebre que viene tras ellos obliga a ANSELMO a ponerse al trote, y así atraviesan las monumentales puertas del cementerio saliendo a la anchurosa y desierta explanada que se extiende ante ellas.

—Verás ahora para encontrar un taxi.

—La culpa es tuya, por despedir al que te ha traído.

—¿Y qué hacemos?

—Mira —LUCAS ya no disimula su afán de salir arreando—: lo mejor es que tú te vayas despacito hasta la parada del autobús, allí, en Las Ventas. Yo con el coche me planto en casa en un momento.

—¡No seas egoísta, hombre! Al fin y al cabo, yo he venido para acompañarte, y para tener cuidado de que no te pasara nada.

A LUCAS el argumento debe antojársele una estupidez, pero propone:

—Bien, vamos a hacer una cosa, porque discutiendo no llegaremos nunca. Anda, monta.

—¿Dónde? —pregunta, perplejo, ANSELMO.

—En el coche, hombre, ahí atrás, de paquete.

—Pero… ¿Cómo voy a montar ahí? No, no, ni hablar.

—Mira, o montas o me voy, tu verás lo que haces.

—Uyuyuy… Dios quiera que… —se decide ANSELMO, que se encarama a la trasera del vehículo, aferrándose al respaldo del asiento.

—Tú agárrate.

—No, ¡si ya me agarro!

—¡Esto es una maravilla, hombre!

—Ya, ya… Pero tú, no corras…

—Mira, meto la marcha, y…

El coche arranca mientras ANSELMO termina su frase:

—… que para que nos traigan aquí —se refiere al cementerio— siempre hay tiempo.

—Si no pasa nada, cagueta, que eres un cagueta. ¡Mira, mira cómo toma las curvas!

—¡Ojo, ojo con las curvas, que son muy peligrosas!

Con el cochecito alejándose por una avenida flanqueada de árboles se pierden las inútiles recomendaciones del asustado jubilado. Porque el temerario lechero, disfrutando de su recién estrenada máquina, se embala exactamente como dijo el mecánico:

—¡Como una moto, Anselmo!

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