Siempre se gpuede decir la primera palabra en torno a un poeta, pero nunca se puede decir la última. Poco se sabía de Miguel Hernández antes de la guerra civil, mucho se sabe ya hoy, cuando una extensa bibliografía ha reunido estudios y análisis sobre su vida y sobre su obra. Una vida y una obra desarrolladas en breve ciclo. Miguel comenzó a publicar a los veinte años y murió a los treinta y uno, de suerte que sólo ocupa una década su intensa aventura lírica.

No fue Miguel hombre de estudios, y su formación autodidacta sufrió los vaivenes de la propia biografía. De ahí que todo ese proceso vital y literario se presente con algún desorden. Las influencias que recibió fueron varias y a veces contradictorias, hasta que en un asombroso esfuerzo vocacional logra su propia voz. Debe insistirse en esto último: Miguel es un caso increíble de vocación y constancia. Su vida es una lucha contra dificultades y carencias; sólo una voluntad como la suya podía romper semejantes cercos.

Decía otro gran poeta, León Felipe, que los poetas no tienen biografía, tienen destino. Es un concepto entre mítico y romántico del poeta, como elegido de los dioses. Muchos comentaristas consideran a Miguel Hernández sujeto de destino trágico, signado por una estrella de desgracias, que le condujo joven a la muerte. Claro que tuvo una muerte cruel e injusta por extemporánea y de circunstancias amargas. Pero quizá lo más razonable sea olvidar los hados adversos y comprender que Miguel fue víctima de una serie de injusticias sociales encadenadas, desde la escasez de recursos y la falta de enseñanza académica a las dificultades de trabajo y, tras la guerra civil, los rigores de una implacable represión política, causa paralela de situaciones familiares angustiosas.

Por encima de todo ello, sobresale la capacidad creadora del poeta, logrando una obra extensa y hermosa, que ostenta hoy un lugar privilegiado en la historia de la poesía en lengua castellana. Miguel Hernández es ya un clásico, y sus valores poéticos y humanísticos mantienen su vigencia, al margen de corrientes estéticas y superando condicionamientos epocales y de circunstancias.

ESBOZO BIOGRÁFICO

La vida de Miguel Hernández fue breve y sencilla. Si cronológicamente se corta a los treinta y un años, como episodio no sobrepasa el marco de una modestia esforzada en el trabajo y en la vocación. Una familia humilde, un pueblo levantino, una pugna por abrirse paso y una peripecia implicada, como la de tantos jóvenes de su tiempo, en la guerra civil. Familia, pueblo, pugna y peripecia bélica cuyos pormenores se amplifican como sigue.

Miguel Hernández Sánchez trafica en pequeña escala con ganado lanar. Cabras y ovejas que compra y vende, así como comercializa la leche del ordeño. Formó matrimonio en 1905 con Concepción Gilabert Giner. Logran un modesto acomodo, en el ámbito de una sociedad rural. Les nace el primer hijo: Vicente, y una hija: Elvira. El 30 de octubre de 1910, el tercer nacimiento será el del futuro poeta. Dos años después, nace otra niña: Conchita. El jefe de la familia se siente necesitado de la ayuda de sus hijos, quiere que arrimen el hombro al quehacer familiar, como en toda economía precaria inherente a un atraso social con nulas previsiones pedagógicas. Por eso Miguel Hernández Gilabert, que asiste a las escuelas del Ave María y al Colegio de Santo Domingo, es retirado de éste a los catorce años. Su ayuda al sustento de la casa será conducir el pequeño rebaño y repartir la leche.

Fácil es comprender que en ese clima doméstico, las inquietudes literarias resultan fuera de lugar. El padre las vio como extravagantes en su hijo. No es el alevín de poeta bien visto en el gusto paterno, aunque la madre fuera más tolerante y a las hermanas les hiciese gracia.

Si así es la familia, veamos el pueblo. Ofrece encanto y prez literaria. Orihuela es una antigua y bella población alicantina, con feraz huerta y riquezas de arte. No puede hoy desprenderse del prestigio con que la rodea la famosa obra de Gabriel Miró, extraordinario escritor cuya prosa ejerció influjo sobre los poetas de su tiempo. En muchas de sus páginas y con el nombre de Oleza, aparecen descripciones y glosas. Un medio geográfico y urbano que no deja de moldear, en lo sensual y en lo artístico, la manera de ser de sus habitantes. El joven Miguel, uno de ellos. En una barriada extrema, la vieja calle de San Juan y la casa en que nace el poeta. Poco después: infancia en la calle de Arriba, ya frisando el campo.

La pugna por hacerse sitio empieza pronto. Primero, sitio en la escuela y en el colegio, donde fue «alumno de bolsillo pobre» (en realidad, nunca dejó de serlo, de alguna manera), esto es: admitido por los jesuitas para asistir gratuitamente a las aulas de Santo Domingo, con los hijos de las familias adineradas. Entre éstos, José Marín Gutiérrez. Llegaron a ser grandes amigos, pero Marín siguió estudiando, y se licenció en Derecho. Firmó sus trabajos críticos y literarios con el seudónimo de Ramón Sijé. A su temprana muerte —diciembre del 35— dedicó Miguel la famosa elegía:

Yo quiero ser llorando el hortelano…

Pugna por hacerse oír, con sus primeras colaboraciones en periódicos de Orihuela, Alicante y Murcia y entre las amistades que frecuenta. El canónigo don Luis Almarcha, que le presta libros; el matrimonio Antonio Oliver y Carmen Conde, que lo relaciona con la Universidad Popular de Cartagena; los jóvenes de su ciudad —José y Justino Marín, Efrén y Carlos Fenoll, Jesús Poveda y Manolo Molina…— que se agrupan en tertulia literaria en la tahona de los Fenoll.

A finales de 1931 se aventura a un primer viaje, buscando en Madrid otras salidas que apenas encuentra o, por mejor decir, no encuentra en absoluto, puesto que todo se reduce a unos reportajes en un par de revistas, resaltando lo pintoresco: un poeta pastor, el joven cabrero que hace versos, etc. De regreso al pueblo, si defraudado en parte, no abatido: la pugna continua. La frecuentación lectora del barroco —Góngora y los gongoristas del 27— le lleva a escribir su primer libro y su auto sacramental, soportes suficientes para el deseo de un segundo viaje. Desde marzo de 1934 hasta el verano de 1936, al filo de la guerra civil, Miguel vive una intensa época de busca y de aciertos. Busca, para sostenerse económicamente; aciertos, plasmados en su segundo libro, El rayo que no cesa, y en una serie de poemas, algunos de los cuales logran aparecer en revistas de la más alta significación cultural: Cruz y Raya, Revista de Occidente, Caballo Verde para la Poesía

Un puesto de trabajo encuentra también, si escaso de pecunia, suficientemente ambientado en el quehacer de las letras: su ocupación en las labores de una enciclopedia taurina, dirigida por José María de Cossío, amigo de todos los poetas de la generación del 27. Entre aquéllos ya por entonces jóvenes maestros encuentra Miguel apoyo. Dámaso Alonso llegó a llamarle «genial epígono»; Vicente Aleixandre le influye de manera notable; con García Lorca cruza correspondencia en torno al primer libro —Perito en lunas—; José Bergamín le admite para Cruz y Raya el auto sacramental Quien te ha visto y quien te ve; Manuel Altolaguirre edita en su colección «Héroe» el volumen de El rayo que no cesa; Pablo Neruda lo recibe en sus reuniones de casa de las flores, del barrio de Argüelles de Madrid, e incluye su colaboración en la revista Caballo Verde para la Poesía.

Podría decirse que, en cierto modo, Miguel ha encontrado lo que buscaba: situarse en la ciudad. Sin embargo, su estancia tiene algo de conquista y algo de destierro. Porque nunca pierde su apego a la tierra, no olvida sus raíces. En sus escritos aparece algo así como un menosprecio de corte y alabanza de aldea —según el libro de Fray Antonio de Guevara—. Eso viene a ser «El silbo de afirmación en la aldea»:

No quiero más ciudad que me reduce

porque, en el fondo, se siente unido a la naturaleza:

Alto soy de mirar a las palmeras,

rudo de convivir con las montañas.

Cabe fijar en esta zona de la pugna hernandiana una primera época que presenta, en cuanto a la obra, los tres títulos citados; en cuanto a la vida diaria, su estabilidad en Madrid; en cuanto a la vida sentimental, su noviazgo con Josefina Manresa, una joven modista, hija de guardia civil, nacida en la provincia de Jaén, aunque vive en Orihuela. Ni el atractivo de la vida madrileña ni la relación con otras mujeres logran romper su firme enamoramiento: Josefina será su mujer. La boda, en marzo de 1937.

Miguel ha logrado con su segundo libro un sitio en el panorama poético del momento. Un panorama brillante, donde los poetas del 27 están creando sus más significativas obras, donde la generación siguiente tiene ya nombres seguros —Germán Bleiberg, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Carmen Conde…—. Panorama donde se proyectan las sombras mayores de Juan Ramón Jiménez y de Antonio Machado, donde, tras las vanguardias de los años veinte, cunde el ímpetu transformador del surrealismo. Uno de los períodos más altos de la poesía española, sin duda.

Para la pugna personal de Miguel Hernández, esta primera época se resuelve con dos circunstancias no del todo inconexas. La muerte de Ramón Sijé, su gran amigo y, en alguna medida, maestro del tiempo inicial, y las inquietudes de una profunda crisis ideológica. Líneas más arriba se ha insinuado lo contradictorio de sus influencias: tenían que verse sus frutos. Miguel se formó en un ambiente de catolicismo rector, tanto por el ambiente general de la sociedad oriolana cuanto por sus años en el colegio de jesuitas y por la amistad misma de Ramón Sijé. Políticamente, su adolescencia y su primera juventud se comportan con mayor ambigüedad: alterna su asistencia a los círculos juveniles católicos y socialistas, al aire de las oportunidades literarias. El cambio sobreviene con la estancia en Madrid: otros vientos, otros horizontes, otra manera de mirar el mundo. A esa luz, hasta sucesos que en otra coyuntura no pasarían de desagradable anécdota, cobran valor significativo, como la detención que sufrió Miguel, a primeros de 1936, cuando paseaba, solo y quizá desaliñado, por unos campos de San Fernando, cerca de Madrid. La Guardia Civil sospechó, y fue precisa la intercesión de Neruda, entonces cónsul de Chile. Curiosamente, el percance tiene precedente poético: también a Bécquer lo detuvo la Guardia Civil una tarde que vagaba por los alrededores de Toledo. Diríamos que contemplar a solas el paisaje de España infunde sospechas a las fuerzas del orden, pero, al margen de eutrapelias, la detención de Miguel cobra aspectos premonitorios cuando, a posteriori, sabemos cuán trágicamente recayeron sobre él los sistemas represivos.

Por otra parte, la situación político-social en la España de los años treinta adensa y enturbia sus conflictos hasta la irrupción de la guerra civil, el 18 de julio de 1936.

El último de los tramos propuestos al comenzar este esbozo biográfico: la peripecia bélica, se abre aquí. En doble vertiente debe mirarse: la guerra en sí y la posguerra con sus consecuencias.

A comienzos del otoño del 36 Miguel ingresa voluntario en el ejército de la República. Tras algunas acciones, pasa a ocuparse de las labores de cultura y propaganda. Interviene en varios frentes y desarrolla una intensa labor literaria. Publica en numerosos periódicos y revistas, aparecen unas piezas teatrales, se edita su libro Viento del pueblo. Participa en el II Congreso de Intelectuales en defensa de la Cultura, en Madrid y Valencia, y en septiembre de 1937 pasa unos días en Rusia, invitado al V Festival de Teatro Soviético.

El 19 de diciembre de 1937 nace su primer hijo: Miguel Ramón, que muere a los diez meses.

Corazón que en el tamaño

de un día se abre y se cierra.

La flor nunca cumple un año,

y lo cumple bajo tierra.

La muerte del niño mueve a Miguel a una poesía íntima y elegíaca, que origina el libro último, dejado en borradores: Cancionero y Romancero de ausencias. Hasta un año antes de morir, estuvo añadiendo poemas. A principios del 39 había dado a la imprenta su segundo libro de guerra: El hombre acecha, que no llegó a ver la luz porque, a punto de encuadernarse, el fin de la contienda, con la derrota de la República, lo impidió.

Esa derrota arrastró a Miguel en el tropel castigado de los vencidos. Intentó, sin éxito, salir de España por la frontera de Portugal. Apresado y devuelto a Madrid, en la cárcel de Torrijos escribió, durante el verano del 39, poemas como «Ascensión de la escoba» o «Nanas de la cebolla». El temple moral del poeta se puso a prueba durante sus años de recluso, y por encima del lógico abatimiento, mantiene su espíritu entusiasta y, sobre todo, su ansia de amor. Con razón dijo una vez de sí que era «el más corazonado de los hombres», y un verso suyo marca la altura de sus sentimientos:

Cada día me siento más libre y más cautivo.

En la confusión de aquella época represiva, lo dejan en libertad a mediados de septiembre, pero el 29 —el día de su santo— es encarcelado de nuevo y se le forma consejo de guerra. Condenado a muerte, algunos intelectuales adictos al régimen del general Franco —Alfaro, Ridruejo, Cossío, Sánchez Mazas…— hicieron gestiones hasta lograr la conmutación por la pena de treinta años. Una amarga y dañina peregrinación por varias cárceles lo llevó, débil y enfermo, al Reformatorio de Adultos de Alicante, en junio de 1941. Víctima de la tuberculosis y de la incuria carcelaria, se dejó morir poco a poco a una de las más hermosas voces de la poesía española. Fue el día 28 de marzo de 1942: aquel día debió de anochecer antes[1].

APUNTE CRÍTICO

I. Visión de conjunto

Las corrientes literarias que impulsan los primeros libros de Miguel Hernández son el gongorismo —típico de la generación del 27— y la vuelta a Garcilaso —presente en la generación del 36—. Las octavas reales de Perito en lunas son plenamente barrocas. También el Polifemo, de Góngora, está compuesto en octavas reales. Los sonetos de El rayo que no cesa encuentran su ascendente en las églogas de Garcilaso y aun de Virgilio, y se asoman también a la angustia de Quevedo. El auto sacramental Quien te ha visto y quien te ve quiere seguir los recursos de Calderón, en su simbología ascética.

Su amistad con Vicente Aleixandre y con Pablo Neruda permite a Miguel la toma de contacto con el surrealismo. No fue nunca poeta surrealista, no son los sueños la materia de su poesía, sino la realidad. Sin embargo, se beneficia de lo que el surrealismo aporta a la libertad de las imágenes y a la originalidad asociativa de las palabras.

El amor, la muerte, la tierra, son constantes en la obra hernandiana. Hay en Miguel siempre un fervor enamorado —mujer, pueblo, hijo, vida…—, un ensañamiento en lo telúrico y un estremecimiento de mortalidad. Vitalista, a pesar de todo, pasa por encima de ello para exaltar apasionadamente lo fecundo, lo natural, lo renovador. Sus símbolos, sus imágenes, echan continuamente mano del vocabulario agrícola y animal.

Las circunstancias de la guerra civil inducen a Miguel a una poesía no sólo testimonial, sino beligerante. Su innato sentido de la justicia y su amor por la libertad laten en sus más profundos poemas de esta época. Y el hondo amor al pueblo, al que invoca: «Pueblo de mi misma leche», verso que nos hace comprender que ha sido engendrado por un hombre y una mujer de ese pueblo, y que en el pecho materno ha mamado las angustias y las esperanzas de los humildes. Cuando quiere luchar en su defensa, nada puede ser más entrañable que lo expresado en estos otros:

Y defiendo tu vientre de pobre que me espera

y defiendo tu hijo.

La poesía de guerra de Miguel Hernández es como un ave en vuelo, una de cuyas alas se remonta al cielo del heroísmo, en tanto que la otra, herida, se abate al suelo de la amargura. Porque la guerra es tanto valor cuanto miseria. La desolación y el sufrimiento que toda guerra promueve, encuentra su gran poesía en El hombre acecha, título que es como una nueva versión del «Homo homini lupus», la frase de Plauto que hizo suya Thomas Hobbes. Desde cualquier trinchera y no importa en qué guerra, el odio y el dolor desgarran por igual al ser humano.

En su última época, el poeta se refugia con su intimidad herida, con sus «ausencias», en las formas sencillas y puras de la lírica popular. Canciones, endechas, romancillos se lamentan de la triple ausencia: la de la guerra, la de la muerte, la de la cárcel. Miguel logró dominar las formas más alambicadas de la poesía culta, pero no olvidó las formas de la poesía del pueblo.

Desde muy joven tuvo Miguel afición a la labor teatral. Además del auto sacramental citado, escribió varias piezas breves y algunas extensas: El labrador de más aire y los dramas Los hijos de la piedra y Pastor de la muerte. La preocupación social está dando substancia a estos argumentos, pero en sus formas expresivas circulan algunas de las corrientes estéticas vistas en sus poemas, porque estas obras teatrales poseen valores poéticos y líricos superiores a sus valores dramáticos.

II. Esta antología

Ser comprensivo: eso se propone este conjunto antológico. Representar épocas y matices, tendencias y temas. Ya se aludió a los diferentes rumbos que atrajeron a Miguel Hernández: todos deben tener aquí su presencia. Le vimos manifestarse, siempre con asombroso dominio, en el gongorismo, el garcilasismo, las huellas quevedianas y calderonianas, el contagio surrealista, la poesía de compromiso y la lírica cancioneril y popular. Sobre todo ello se percibe en un halo muy personal, una vehemente y sincera emoción que sitúa al conjunto de su obra en un contexto de inconfundible autenticidad.

Se divide la antología en cinco apartados. El primero da testimonio del quehacer del poeta hasta 1935 en que escribe El rayo que no cesa. El segundo presenta al poeta ya dueño de una voz personal, tanto en su labor de gran sonetista y, en cierto modo, neorrenacentista, como en sus contactos con el surrealismo. Un tercer grupo ofrece la vertiente beligerante, en los años de la guerra civil. A continuación, el cuarto apartado da cuenta de una actitud dolorida, en las canciones de ausencia. En el último apartado se recogen los intensos poemas finales, magníficos de elaboración y patéticos de sentido.

1. El poeta en marcha (1931-1935)

Comienza la selección con unas octavas reales que revelan el gusto por la metáfora culterana o gongorina, en una versión moderna que viene a conectar con las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Es frecuente que emplee términos de ornamentos litúrgicos y toma para sí un verso del propio Góngora, de las Soledades: «a batallas de amor, campos de plumas». En la octava XVI, con violento hipérbaton, juega la alusión erótica de la serpiente, la manzana y Eva —«mi madre»—. La XXXVI [4] tiene la particularidad de ser la única de todo el libro Perito en lunas que trata un tema trascendente, no un objeto tangible: la muerte. Sin embargo, el poeta se atiene mucho a lo concreto: el final modisto de pino es el ataúd. (Un dicho popular es «poner el traje de madera» para referirse a meter al muerto en la caja). También prisma es una alusión geométrica al ataúd. El patio de vecindad es el cementerio, y la trascendencia está en que el amor (el ser querido y su recuerdo) se hace subterráneo, esto es: enterrado.

Otros poemas, como «La morada amarilla» o «Profecía sobre el campesino», son producto de una interpretación cuasi mística de la tierra. En el primero, sin duda bajo la impresión de su viaje hacia Madrid, en su primera ausencia del campo levantino, todo se resuelve en la Eucaristía —pan y vino santificados—. En el segundo, después de identificar tierra y sexo en aras de lo fecundo, exhorta al trabajo agrícola como misión sagrada.

En cuanto a los «Silbos», dan fe de la tendencia ascética que procura imponerse en aquellos años de su redacción.

Dos sonetos traen aquí las muestras de los libros que, originariamente, proyectó Miguel antes de El rayo que no cesa, llevándose a este último parte de las piezas escritas para los otros dos: Imagen de tu huella [poema 15], estampa bucólica, y El silbo vulnerado [poema 16], canto de amor con reminiscencias místicas en el vocabulario. En aquella época Miguel acostumbraba a escribir algunas palabras compuestas con guión en medio.

2. Conquista de la voz personal (1935-1936)

El poema [17] es el único, en el índice del volumen a que pertenece, escrito en arte menor: octosílabos aconsonantados. Contiene uno de los símbolos identificables en la poesía de Hernández: el cuchillo, que viene a cumplir un papel semejante al del rayo, esto es: fuerza amorosa predestinada trágicamente. Volveremos a encontrarlo en otras composiciones, como en el Cancionero y Romancero de ausencias, según se verá en el poema [71] de esta antología.

Los sonetos tomados de El rayo que no cesa [18 a 22 y 24 a 32] permiten comprobar el uso que Miguel hace de numerosos procedimientos retóricos: paralelismos y correlaciones, encabalgamientos y anáforas y sus variantes. Pero, esencialmente, hay que subrayar la presencia de otro símbolo clave: el del toro. Es cierto que se trata de un símbolo muy arraigado en viejas culturas y que siempre se ha asociado con el poder y la fuerza, así como a la virilidad. Esas connotaciones siguen vigentes cuando el símbolo es empleado por Hernández, pero aparecen otras dos. Una, asimismo tradicional, como rastro que podríamos llamar totémico: el toro = tótem ibérico, no ajeno al hecho mismo del perfil geográfico (mapa peninsular semejante a una piel extendida). Un poema ejemplar en este sentido es el titulado por Miguel «Llamo al toro de España», perteneciente a El hombre acecha (no incluido en esta antología):

Alza, toro de España: levántate, despierta.

Despiértate del todo, toro de negra espuma,

que respiras la luz y rezumas la sombra

y concentras los mares bajo tu piel cerrada.

La segunda connotación que el símbolo adquiere con Hernández, por cierto la más personal y original, es la identificación de él mismo con el bravo animal, tanto por su nobleza cuanto por su destino de muerte, y muerte por engaño. Como el toro he nacido para el luto, dice en el poema [27]. Y en el [24]:

El toro sabe al fin de la corrida

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que el sabor de la muerte es el de un vino

Esto es: el toro nace signado por la muerte, pero lucha y sufre y, al final, se siente engañado, lo que el poeta toma como ejemplo de su propio vivir.

El toro y la pasión amorosa también se asocian en los poemas de Miguel. Algún crítico ha recordado en este punto el soneto de don Francisco de Quevedo que describe la lucha de dos toros y se compara con los celos que siente por Lisi. Es un antecedente del tema. Otro se hallaría, y más remoto, en algunos fragmentos del Libro III de Las geórgicas, de Virgilio.

Miguel había escrito en su primera época algún poema taurino, asunto muy frecuentado por la generación del 27, en poetas como Gerardo Diego, Rafael Alberti o Fernando Villalón. Pero cuando se pasa de lo brillante y estético a lo racial y existencial, es el transitar de lo taurino (fiesta y folclore) a lo táurico (raíz y destino). Algunos de esos sonetos de Hernández recuerdan a los de Alberti, sin que se pueda hablar de influencias, mejor diríamos coincidencias.

También modelo de trascendentalización de una anécdota es el poema [22], donde Miguel convierte en poesía un suceso casi vulgar por repetido en millones y millones de parejas. A la vez, prueba que el renacentismo petrarquista de la poesía en que la corriente de la época se instala, deja a Miguel inmune de platonismos y abstracciones. Más bien su musa es, como quería Rubén Darío, «la de carne y hueso». Ni siquiera incurre Miguel en romanticismos idealistas como los que dieron origen a un drama del siglo XIX sobre Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch: Diego Marsilla e Isabel de Segura murieron, según la leyenda, sin consumar la prueba amorosa de un beso. Miguel la pone en práctica y, luego, la poetiza. A otro poema podría recordarnos este pequeño asunto erótico: al de Juan Ramón Jiménez, en Rimas de sombra, cuando dice: Le dije que iba a besarla, / bajó serena los ojos / y me ofreció sus mejillas / como quien pierde un tesoro. Mayor languidez en aquel primer Juan Ramón, mucho más vitalismo en Miguel.

De El rayo…, son la «Elegía» [33] y el extenso poema «Me llamo barro aunque Miguel me llame» [23]. Este último es una silva aconsonantada y, por su semejanza con poemas posteriores, puede decirse que corresponde a los últimos escritos para el libro. Utiliza elementos más materiales e incluso deprimentes y, a diferencia de los sonetos, encierra no sólo quejas, sino amenazas: Teme un asalto de ofendida espuma / y teme un amoroso cataclismo. Como poema de amor es sumamente original y, pese a lo dicho en cuanto a la época de escritura, en él se mantiene la expresión «imagen de tu huella».

La «Elegía» [33] es uno de los más famosos y conocidos poemas de Hernández. Lo forman quince tercetos encadenados que se cierran con un serventesio, según es fórmula clásica. Magníficos endecasílabos, la belleza de las imágenes se une a la emoción que recorre verso por verso. Hay un profundo sentido de la tierra a la que el amigo muerto se une, que le lleva a la sublimación del reencuentro en las flores, en los árboles, en la naturaleza. Y hay una visión de la muerte enemiga: rayo, hachas, acción homicida…, pero, a la vez, enamorada. Las estrofas séptima y octava son ejemplo de las muchas anáforas que el poema ofrece, al igual que ocurre, por su parte, en el poema [23], antes comentado.

Pareja de esta elegía a José Marín (Ramón Sijé), es la que sigue [34], ofrecida por Miguel a «la panadera», Josefina Fenoll, hermana de los compañeros de la tertulia en la tahona, y novia del amigo muerto. Bien hubiera podido ir en el libro, acompañando a la otra casi gemela, pero Miguel no la incluyó. Tal vez la escribió algo después.

Con seis [35 a 40] poemas relativamente extensos representamos los que Miguel escribió en 1936, después de El rayo… y antes de la guerra civil de aquel verano. Los dos primeros [35 y 36], se arrebatan trágicamente y parecen como premoniciones del poeta frente a su muerte temprana. La muerte es una obsesión, y no resulta ajeno a la tesitura de los poemas el contacto de Hernández con el surrealismo. La forma y las imágenes son más libres y se abren a lo subconsciente. En ambos, el tema de la sangre encuentra una expresión patética, con un impulso ineludible de condena y salvación.

En «Mi sangre es un camino» las imágenes cosifican el fluido sanguíneo y lo convierten en «una blusa de azafrán en celo», en un «capote líquido» que ciñe el cuerpo del poeta como serpientes enormes, en una comparación que recuerda tácitamente el esfuerzo mitológico de Laocoonte, representado en el famoso grupo escultórico de Agesandro, Polidoro y Atenedoro.

Los animales familiares de Miguel: chivos y toros, aparecen como suicidas, en lucha y búsqueda de su propia muerte. Los elementos materiales: el carbón, el yodo, las herramientas, acusan cierta influencia de Pablo Neruda, en cuyas tendencias de «poesía impura» se inscriben estos poemas. La sangre busca su ascendencia en los padres y va a trascender: es un camino humano y necesario, y en su río van confusamente mezclados tragedias y destinos.

Las imágenes de este poema buscan la acumulación caótica (definida por Leo Spitzer, como bien se sabe) que es propia del surrealismo y expresa un mundo roto y un acoso de fuerzas negativas. Pese a ello, el poema no es propiamente surrealista, como ninguno de los de Hernández, y su elaboración se revela consciente.

Algo semejante cabe decir de «Sino sangriento» [36] que, para mayor rigor, está escrito en silva consonante. Como poema, resulta aún más hermoso que el anterior, precisamente por la contención que le imponen la rima y la musicalidad del verso. La imagen de la vida del hombre como una alcoba vacía a la que llegan lo accesorio y ajeno (las visitas) no sólo es original, sino que adelanta otro símbolo hernandiano cual es casa-alcoba-lecho. El hombre se concibe como «edificio de sangre y yeso» y se sustenta en «andamios de hueso». La fuerza de esa imagen le arrastra a la siguiente (andamio-albañil) que presenta la sangre como un albañil que cuelga su blusa junto al rostro del poeta. La emoción lírica crece aún más al final, y la imagen de la muerte hace que el poeta se sienta «un cadáver de espuma» y sea «viento y nada» en una, más que contrición ascética, comprensión materialista de acabamiento en la nada con la muerte.

De parecido talante son «Vecino de la muerte» [37] —con alguna expresión que recuerda la octava XXXVI de Perito en lunas— y «Me sobra el corazón» [38].

Quizá no se haya escrito nunca un poema a Garcilaso tan bello como esta «Elegía» [39]. El encanto, el esplendor y el lujo de la poesía de Garcilaso están aquí, a la vez que la melancolía y «el dolorido sentir». Desde el primer verso, se suceden los aciertos expresivos y las vislumbres felices. El poeta no sólo se ha compenetrado con el otro poeta a quien canta, sino también con su biografía, la que le deparó «un enjambre de heridas: diez de soldado y las demás de amante». Desde los primeros sonetos, Miguel dominaba la bucólica que encuentra su clima en algunas zonas de este magnífico poema: Nace la lana en paz y con cautela / sobre el paciente cuello del ganado. Hay que insistir en lo virgiliano que resulta este decir de Hernández. La vecindad de este poema con la «Elegía» a Sijé se delata por esos «párpados de nata» que ve en «el madrugador almendro». Los recursos retóricos persisten: el ciclo creador es el mismo. Obsérvese el continuado gusto por las epanadiplosis: «le hace corona y tornasol le hace». La forma de adjetivar es exquisita y original.

3. Poesía beligerante (1936-1939)

Viento del pueblo se editó en 1937. Corresponde, pues, a la producción de los primeros meses de guerra, en un ambiente aún entusiasta y animoso. La novedad de la edición consistía en unas ilustraciones fotográficas. En el poema [41] encontramos un típico romance de guerra. Tiende a exaltar el heroísmo, con apelaciones a la honra patria, para lo que sirve la simbología animal: bueyes que se resignan frente a toros «con el orgullo en el asta». La concurrencia de animales embravecidos adquiere grandeza telúrica: yacimientos, desfiladeros y cordilleras agrupan a los leones, las águilas y los toros. La convocatoria del romance quiere llegar a todos los habitantes de España, de cada una de sus regiones, para lo que se buscan pequeñas síntesis identificadoras, utilizando rasgos característicos de la idiosincrasia o de la producción. Estas invocaciones, a lo largo de veintiocho versos, constituyen uno de los fragmentos más eficaces del romance y están conseguidas casi por el mero enunciado, sin apenas verbos. Aunque no se puede negar la personalidad hernandiana, manifiesta en rotunda impronta, la verdad es que hay cierta influencia en este romance —y en otras piezas del libro— de Raúl González Tuñón, el poeta argentino (1905-1974) que escribió en España La rosa blindada, libro de poesía testimonial.

La poesía de guerra, de manera inevitable, ha de contar con los temas de la muerte y del valor o, si se prefiere, de la elegía y de la oda. En una forma o en otra, el romance viene a ser un canto épico. En Viento del pueblo se escuchan ambos tonos. Es frecuente en Hernández que el breve espacio entre libro y libro haga que no aparezcan cambios bruscos, porque algunos poemas tengan función de bisagra o puente. Así vemos la «Elegía primera» [42], dedicada a la muerte de García Lorca, dentro del ámbito de las anteriores (a Garcilaso, a Bécquer), incluso en estructura. Es un poema extenso, que comienza planteando la densidad de la muerte y da entrada a su mundo luctuoso para decir, a los treinta versos, que entre todos los muertos, escoge uno como símbolo y como merecedor de llanto en especial. Inmediatamente, el nombre, ocupando un verso aislado: Federico García. Añade un endecasílabo bimembre que divide el pasado y el futuro, marcándolos casi con ascetismo del Eclesiastés: hasta ayer se llamó: polvo se llama. Hacia el verso cincuenta, un rasgo muy típicamente hernandiano: atribuye al personaje relación familiar y lo emparenta con los frutos: «Primo de las manzanas». Otro rasgo peculiar es la comprensión telúrica del muerto fundido con la tierra y fecundándola: las raíces del manzano elegirán las sustancias nutricias de ese cadáver escogido. Y prosiguen las asociaciones familiares: el cantado muerto es «hijo de la paloma», «nieto del ruiseñor», «esposo de la siempreviva» y —vuelve la fertilidad— sin empacho por la palabra y el concepto depresivo: «estiércol padre de la madreselva». Curiosa es también la construcción anafórica del endecasílabo: «callado y más acallado y más callado», «lutos, tras otros lutos, y otros lutos» o «llantos, tras otros llantos y otros llantos».

Tampoco puede pasarse por alto la «Canción del esposo soldado» [43]. Si alguien ha dicho que este libro de Miguel Hernández es meramente de circunstancias, será que no ha leído este poema. Es difícil negarle sinceridad y emoción, pero también posee altura lírica. Hay implícito en el poema un concepto de la mujer presidido ante todo por la maternidad: «Tus piernas implacables al parto van derechas». Miguel recuerda en esto a Unamuno, para quien la mujer, ante todo, es madre. O a Kierkegaard, para quien, éticamente considerada, la mujer culmina en la procreación.

En una línea que llamaríamos social, están los dos poemas en cuartetas «El niño yuntero» y «Aceituneros» [44 y 45], el poema en alejandrinos dedicado a «El sudor» [46] y el más extenso de «El hambre» [47] (ya del libro siguiente). Sus diferencias radican en los planteamientos: la denuncia de la injusticia se ve en los dos primeros (en el caso de «El niño yuntero», como, más adelante, en «Las desiertas abarcas» [74], se alía con la ternura). En bellas imágenes se transforma en símbolo del noble esfuerzo humano al sudor. La pugna entre la clase de los explotadores y la de los explotados y oprimidos clama en «El hambre».

Los temas de la guerra no anulan en Miguel el sentido de lo telúrico. Ahí está el soneto alejandrino «Al soldado internacional» [48], donde el cuerpo caído va a integrarse en la tierra, e incluso a fecundarla. La guerra misma se hace sentimiento aflictivo en otros poemas. Se intemporaliza la amargura, el dolor y la saña no tienen ya fronteras, y más que un canto banderizo es un lamento humanista y generalizado lo que se eleva sobre la tragedia y las ruinas. El ser humano retrocede a la fiera.

Se inicia en la retórica peculiar del autor una tendencia a las canciones, a las formas populares que se enseñorean del siguiente libro.

Un poema de 1938, no incluido en ningún libro, que resulta fundamental en la poética hernandiana es el [75]. Extenso y dividido en tres partes, todas en serventesios alejandrinos. Su tema, el del hijo, es uno de los temas-clave de Hernández y abrió camino para que se constituyese también en tema notable dentro de la poesía española de posguerra. Se trata, sin duda, de un gran poema. Creo yo que no existe en la historia de la poesía otro poeta que haya cantado a los protagonistas del amor creador del hijo con tan encarnizada hermosura.

4. La voz herida (1938-1941)

La última obra de Miguel Hernández es el Cancionero y Romancero de ausencias. Para algunos críticos, lo mejor suyo. En efecto, es un prodigio de emoción y sencillez, pero no parece necesario establecer comparaciones postergadoras de otros conjuntos poemáticos, donde se encuentran, como hemos visto, piezas dignas de antología.

Los poemas del Cancionero, por lo general breves, responden a una técnica que recibe todo el juego propio de la lírica popular, en la que muchas veces se inspiran. Son fáciles de encontrar correlaciones y paralelismos, expresiones coloquiales y anáforas.

En el poema «Menos tu vientre» [62], y en algunos más, se encuentra otro de los elementos del mundo poético hernandiano que debe señalarse, tanto como el cuchillo, el toro o la sangre. Es el símbolo del vientre. La atrocidad de la guerra, el dolor humillante de la cárcel, la herida de la muerte del hijo, se alían para suscitar en el poeta una suerte de instinto de regreso o de des-nacer, por así decirlo; una vuelta al claustro materno. Véase más adelante, entre los Poemas últimos, «El niño de la noche» [86]. Además, el símbolo del vientre promueve el sentido de lo fecundo, primordial también en Hernández. En las canciones de este Cancionero aparece la simbología casa-alcoba, a la que se une lecho, en relación con el símbolo antes indicado de vientre. Hay un sentimiento tradicional de la casa como defensa que el hombre procura para la mujer y el hijo.

Las «Nanas» [63] se escribieron en prisión, el mes de septiembre de 1939, días antes de salir en libertad (como se cuenta en la parte biográfica, esta libertad no duró sino unos días). No tenían el título actual, e incluso al publicarse por primera vez en la revista Halcón (1946) lo fueron como «Nana a mi niño». Quiere decirse que el título con el cual hoy es tan conocido el poema, no le fue atribuido por su autor. El borrador original sufrió correcciones que no siempre se leyeron bien y, por otra parte, las distintas transcripciones dieron origen a varias erratas, algunas arrastradas en sucesivas ediciones. En su libro crítico sobre el poeta, Concha Zardoya ha calificado estas «Nanas» como la más trágica canción de cuna de la poesía española. Lo son, en efecto, y, sin embargo, adoptan una métrica alegre y de seguidilla.

5. Voz última (1939-1941)

Al tiempo que las últimas canciones del Cancionero…, escribió Miguel Hernández algunos poemas de arte mayor, en los que pesa sensiblemente la circunstancia aflictiva. Con el soneto alejandrino [85], algo anterior, se incorporan a esta antología piezas muy significativas. «El niño de la noche» [86] confirma la intuición del regreso, de la vuelta al seno materno, así como la simbología del vientre como centro de lo creado.

Mediante una suerte de alegoría que utiliza elementos de la construcción y de la arquitectura, el poeta recoge el desaliento de quien ve sus ideales sepultados. Es el poema [87], donde crece patéticamente la ruina, una consecuencia poética de la amargura por la derrota.

Pieza ejemplar es el poema [88]: «Ascensión de la escoba», que logra convertir una anécdota humilde en una sublimación de lo vulgar. Se reflejan en los versos la vegetación y la luminosidad de los paisajes familiares, asomados ya a los poemas adolescentes: la palma (esbeltas palmeras levantinas), el alto azul (claros cielos alicantinos). Las imágenes se mantienen sensuales y barrocas: «ardor de espada joven», la escoba es como «sola flauta», como «lengua sublime». El poeta transforma lo humillado y triste en belleza y altura.

Todos y cada uno de los poemas que componen este grupo —«Cuerpo de claridad» [82], «Muerte nupcial» [84], «Vuelo» [83]…— son dignos de comentarios. Se trata de piezas verdaderamente de antología y poseen una emoción y una fuerza lírica que, sin duda, llegarán en seguida a los lectores.

Concluye la antología con otra pieza príncipe: los anapésticos de «Eterna sombra» [89]. Además de sus valores poéticos evidentes, este poema es un espejo del estado anímico de Miguel Hernández durante tan amarga situación. Comprueba los motivos y los efectos de las circunstancias adversas, se siente abatido por tanta desolación, pero es capaz de pasar por encima de ello y abrir un hueco a la esperanza, simbolizado en el rayo de sol con que cierra el poema.

El que figura como «Poema final» [90] es, probablemente, el último que escribió Miguel. Lo fechó en mayo de 1941. Al mes siguiente, fue trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante, donde murió en marzo de 1942. Ya en Alicante, durante aquellos terribles meses gravemente enfermo, parece que no escribió nada, salvo las patéticas cartas a su mujer que pueden verse en el volumen de Cartas a Josefina, preparado por Concha Zardoya.

Transcurrido medio siglo de su muerte, es hora de que un público lector alejado de la coyuntura histórica que condicionó la vida y la muerte del poeta, pueda ver su obra libre de adherencias extraliterarias y valorarla en toda su dimensión poética y humanística, percibiendo su sortilegio verbal y su temblor emocionado, su sentido de lo telúrico y entrañable, así como su vuelo amoroso; su melancolía de solitario y su abrazo de solidario. De una u otra suerte, su capacidad de creación y su verdad humana.

A esa comprensión, a esa valoración, quisiera contribuir esta antología.

Savia sin otoño: eso es la poesía de Miguel Hernández. Savia juvenil y entusiasta, a despecho de penalidades y amarguras. Por eso esta antología que pretende representarle fielmente ha optado por ese fragmento de unos versos suyos: savia sin otoño.

LEOPOLDO DE LUIS