Conversación preliminar

El tren marchaba por la campiña romana en dirección al Norte. Era invierno, al caer de la tarde, ya oscuro. Llovía. Después de un largo recorrido por el pasillo del tren, al entrar en el vagón restaurante quedé inmóvil y perplejo al verlo completamente lleno.

—¿El señor tiene el ticket? —me dijo inclinándose el camarero, hombre con un aspecto respetable y sombrío de canónigo.

—Sí. —Y le mostré un papelito de color.

—Aquí tiene usted su asiento. —Y me mostró una silla, retirando de ella un libro y un bolso de mujer.

—¿No estará ocupado este sitio? —le pregunté al camarero.

—No, no. —Y para cerciorarse lanzó una mirada a todo el ámbito del vagón y contó los viajeros.

Me senté en donde me indicaron. Enfrente de mí había una señora alta, decorativa, vestida de negro, a quien, sin duda, no hacía gracia la idea de tener un comensal delante.

Conocía yo a aquella dama de verla en Nápoles, en el hotel en donde me había hospedado, en compañía de una institutriz francesa y dos niños. Habíamos coincidido varias veces en el comedor del hotel, a poca distancia, y me había mirado siempre con tal desdén, que pensé si le recordaría a alguna persona antipática de su conocimiento.

No era la dama una mujer muy guapa, pero sí muy arrogante y muy solemne. Vestía, en el tiempo que la vi en el hotel napolitano, una capa de pieles, de esas que, según dicen los inteligentes, valen centenares de miles de francos y que llevan las señoras a los teatros y a las fiestas de caridad para consuelo de los desvalidos. En el tren usaba un abrigo negro.

Tenía sobre la mesa el libro y el bolso que había retirado el camarero de mi asiento. El libro era una novela francesa, de cubierta amarilla.

Al sentarme yo, la señora me miró con una atención desdeñosa y glacial.

Pasamos largo rato esperando la cena.

Yo pensaba: «Si yo conociera a esta dama y tuviera alguna benevolencia conmigo, el permanecer delante de ella tanto tiempo en silencio me perturbaría y me parecería encontrarme en una situación humillante; pero no la conozco, me mira desdeñosamente y no tengo obligación de mostrarme amable con ella».

Nos trajeron la cena, que comenzó con macarrones. Yo no comprendo cómo los italianos, con su eterna preocupación estética, pueden comer macarrones ante el público.

D’Annunzio, en colaboración con Mussolini, debía dar a sus fieles una pragmática sobre la manera de comer macarrones, porque es lo cierto que no se sabe la forma de engullirlos con un poco de elegancia y de decoro; si se cortan con el tenedor o con el cuchillo, es muy difícil cogerlos; si no se cortan y se hace una maniobra envolvente con el tenedor y la cuchara, maniobra muy extendida entre los Díaz y los Cardona del macarroni, el procedimiento estratégico no basta, y se está siempre medio comiendo y medio sorbiendo, con los macarrones colgados de la boca, como si fueran lombrices blancas, cosa indudablemente poco ruskiniana, poco d’annunziana y poco mussoliniana.

Mi compañera de mesa no se arredró por el antiestético espectáculo, de aprehensión macarronil que tenía que dar, y fue en parte mordiendo, y en parte sorbiendo, los tubos blancos, hasta hacerlos desaparecer en su desdeñoso y aristocrático gañote.

Yo comí la mitad sólo de lo que me pusieron en el plato, un poco avergonzado de tan fea maniobra.

¡Quién habría de suponer una tan fuerte preocupación estética en un oscuro vasco!

Con el movimiento del tren, que marchaba entonces a gran velocidad, inclinándose de cuando en cuando como un buque, la lámpara eléctrica que nos alumbraba iba deslizándose hacia el centro de la mesa y nos aislaba un tanto a la señora y a mí. Me pareció muy oportuno este movimiento espontáneo de nuestra luminosa compañera, y, disimuladamente, la empujé un poco más, y quedamos así separados y sin vernos las caras la dama desdeñosa y yo.

Nos trajeron el segundo plato, y la señora, poco después, cogió la lámpara con energía y la retiró hacia el lado de la ventanilla, con lo que quedamos de nuevo frente a frente.

La lámpara, sin duda, no se hallaba del todo conforme con el sitio al que se la relegaba, porque comenzó de nuevo a agitarse y a deslizarse con el movimiento del tren hacia el centro de la mesa. Cualquiera hubiera dicho que tenía la conciencia del lugar que la correspondía.

—¡Qué pesadez! —dijo la señora, y puso el libro y el bolso delante de la lámpara para impedir que se moviera.

El bolso tenía, sin duda, billetes solamente —la crisis monetaria—; el libro era ligero —la decantada ligereza francesa—, y ni una cosa ni otra bastaron a detener la lámpara, que avanzó decidida y valientemente, a colocarse en medio. Yo entonces me reí sin querer, y la dama se rió también.

—¿Me permite usted? —la dije.

Saqué un papel del bolsillo, lo arrollé en varios dobleces y lo puse como una cuña en el pie de la lámpara. Me pareció que había resuelto el problema. Durante un momento se sostuvo bien, pero una oscilación brusca del tren echó fuera el papel doblado, y la lámpara comenzó a marchar de nuevo hacia el centro de la mesa.

—Es más fuerte que nosotros —dijo ella en italiano.

—Sí, es verdad —repliqué yo en mal francés—. ¡Qué obstinación en alumbrarnos! Ésta debe ser una lámpara pedagógica. Sólo en los pedagogos he visto una perseverancia igual en iluminar a la gente.

Al parecer se había roto el hielo y podíamos hablar ya con libertad.

—¿A qué hora se llega a Pisa? —me preguntó la señora, de pronto.

—¿A Pisa? —exclamé yo, asombrado, mientras quitaba la corteza a un pedazo de Gruyère.

—¿No llega usted hasta Pisa?

—Yo voy a la frontera francesa.

—¡Ah! ¿Va usted a París?

—No, voy a Marsella.

En esto la institutriz de mi compañera de viaje entró en el vagón restaurante y dijo a su señora que uno de los chicos había abierto un termo, lleno de café con leche, y había regado con él al hermanito.

La dama al oír la relación se incomodó, dio sus instrucciones, y cuando se alejó la institutriz, mirándola con enfado, murmuró violentamente:

—¡Qué mujer más estúpida y más bestia! Tiene una que estar en todo.

Después, volviendo con una gran agilidad de espíritu a su aire amable, me preguntó:

—¿Así que va usted a Marsella?

—Sí, señora.

—¿Es usted comerciante?

—Comerciante precisamente, no… El género de comercio que uno fabrica no tiene mucha salida.

—¿Pero es usted francés?

—¿Francés? No. Soy español.

—¡Ah!, ¿es usted español?

—Sí, señora.

—Ahora, en España, son ustedes ricos.

—Sí, pasajeramente.

—¿Cree usted que sólo pasajeramente?

—Me figuro que sí.

—¿Es más cara la vida en España que en Italia?

—No sé; quizá sea algo más barata en España.

—¿Entonces usted cree que con el mismo presupuesto se puede hoy vivir mejor en su país que en Italia, teniendo en cuenta, naturalmente, el cambio?

—La verdad…, no sé.

Los italianos y las italianas hablan de cuestiones de dinero con grandes conocimientos. No sé si esto es mejor o peor que la petulancia de algunos españoles que quieren dar a entender que su dinero es como un maná caído del cielo. «Bonito automóvil tiene usted», le dijeron hace poco a un bilbaíno rico, y él contestó: «Sí, lo he encontrado en mi garaje; no sé cuándo lo han traído ni lo que vale».

Mi compañera de mesa parecía sumida en graves reflexiones acerca de la carestía de las subsistencias, mientras yo iba comiendo unos higos con una almendra dentro. De cuando en cuando me hacía algunas preguntas acerca del valor de la tierra y de la propiedad en España que yo no sabía contestar más que con vaguedades.

«Ésta señora debe estar pensando que yo soy tonto», pensé, «y que mi única habilidad es comer higos».

Luego, ya categóricamente, me preguntó:

—¿Viene usted de Roma?

—No, de Nápoles.

—¿Ha estado usted allí de turista?

—Sí, a descansar un poco.

—¿Qué es usted?

—Médico —dije yo un poco sorprendido de este interrogatorio de presidente de Audiencia.

—¡Ah, médico!

—Sí; también escribo algunos libros.

—De ciencia, claro es.

—De ciencia… y de literatura.

—¿Qué clase de literatura?

—Novelas.

—¿Qué tipo de novelas?

—Así…, de observación de la vida.

—¿Realismo?

—Sí…; realismo y algo de romanticismo también. Poco más o menos, como todas las novelas.

—No me gustan esas novelas realistas.

—A mí tampoco.

—Y entonces, ¿para qué las escribe usted?

El argumento me pareció que no tenía réplica.

—Realmente no sé para qué las escribo —murmuré.

—A mí me gusta una literatura que haga olvidar un poco la vulgaridad de la vida cotidiana —dijo ella—, una literatura de fantasía, de imaginación…

—Sí, a mí también…; pero los meridionales ¡tenemos tan poca imaginación!

—¿Cómo? ¿Cree usted que la gente del Norte tiene más imaginación que nosotros?

—Yo me inclino a pensar que sí.

—No. ¡Ca! No —replicó ella con gran energía y me miró como pensando: ¿este señor será un mixtificador o un pobre hombre?

—La verdad es —agregué yo— que no sabe uno exactamente si los hombres del Norte tienen más imaginación y fantasía que los del Mediodía, o al contrario. Verdad es que tampoco sabemos a punto fijo lo que es la imaginación.

—¿Cómo que no sabemos?

—Naturalmente que no; tenemos una idea aproximada que nos sirve para hablar; pero con exactitud, de una manera precisa, no sabemos qué es la imaginación.

—Entonces no sabemos nada de nada.

—Por lo menos no sabemos mucho de mucho; pero, en fin, yo no pretendo convencer de una cosa de la que no estoy tampoco muy convencido. Respecto a los libros, yo también prefiero la obra literaria inventada, que no la copiada de la realidad o de las obras antiguas. Todo lo que es sólo imitación tiene indudablemente poco valor.

—Otra cosa que me molesta —indicó ella— es esa tendencia al anarquismo y a la pedagogía de los libros modernos. Hoy todo el mundo quiere cambiar el orden establecido de las cosas y enseñar. ¡Qué petulancia!

—Así que a usted le gustaría una obra de literatura fascista —dije yo disimulando un poco la sorna.

—¡Oh, no, no! ¡Qué tontería! ¡Qué cosa más desagradable y antipática! Casi prefiero el anarquismo y la pedagogía al fascismo con sus cánticos, sus gritos y el aceite de ricino. A mí me gusta algo que sea como una melodía, una historia de amor con un fondo bonito, algo que distraiga, que divierta, que haga olvidar las cosas feas de la vida vulgar. ¿Usted sabe hacer algo así?

—¿Yo? No. ¡Ca!

—¿Pero lo intentará usted alguna vez?

—¡Qué quiere usted!… La imaginación de uno es tan pequeña, tan escasa; pero probaré.

—Si lo hace usted, ¿me mandará usted ese libro?

—Sí, señora, con mucho gusto.

La dama abrió su bolso y sacó una tarjeta.

—Éstas son mis señas; si hace usted ese libro mándemelo usted.

Yo me registré los bolsillos, y como no encontré tarjeta ninguna dije:

—¿Quiere usted que le ponga mi nombre en un pedazo de papel?

—No, ¿para qué? Mientras no llegue ese libro no pensaré en su autor.

—Muy bien, yo haré lo posible para enviárselo lo más pronto que pueda.

Los mozos del vagón restaurante habían cobrado a los viajeros, que iban levantándose y marchándose a sus respectivos departamentos.

La dama se levantó también de la silla y me hizo una ligera inclinación de cabeza. Yo la saludé todo lo ceremonioso que se puede saludar en un vagón que baila y ante una mesa llena de botellas y de platos que al menor movimiento se vienen al suelo.

Me fui a mi sitio y leí la tarjeta; ponía:

DEMETRIA

DUCHESSA DE S.

Y debajo las señas.

«He aquí una dama exigente con la literatura», me dije a mí mismo. «Una señora que quiere un libro a la medida».

Por otra parte, me halagaba el poder tener una lectora como aquélla, tan arrogante y tan solemne.

Aún ahora quiero creer que la viajera se acuerda de mí y de nuestra conversación en el comedor del tren, en el intervalo entre el queso de Gruyère y los higos con una almendra dentro; y cuando acabe de imprimir mi obra pienso enviársela, con una dedicatoria a la antigua, llena de frases conceptuosas, rebuscadas y rimbombantes.