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Escribir un viaje por Italia, poniendo de cuando en cuando palabras y nombres romanos, napolitanos o florentinos, es una vulgaridad —dice el capitán Andía, autor de esta obra— que no está dentro del círculo de las habituales vulgaridades en que uno puede caer.
Aunque en mi relato el principio tenga cierto aire de libro de viajes, no lo es completamente, porque estas páginas primeras no indican más que las vueltas y los zigzags que se van trazando hasta encontrar el hilo de una historia. Este prólogo es una fantasía antropológica, más que turística o estética.
Yo no he hecho viajes importantes por el Mediterráneo. En el tiempo que fui marino y navegaba, no estaba abierto el Canal de Suez, y las rutas mediterráneas eran pequeñas y sin importancia: para capitanes de cabotaje, no para marinos de altura.
El oír contar al secretario del Ayuntamiento de Lúzaro las impresiones de su peregrinación a Roma y de su viaje a Venecia, Florencia y Nápoles, por cierto bastante chabacanas, dignas de un braquicéfalo, hubiera dicho mi amigo Recalde, me produjo a mí el sentimiento de no haber viajado por el Mediterráneo, y en una ocasión en que mi mujer se hallaba en Francia, con unos parientes irlandeses que se encontraban de paso en París, decidí dar una vuelta por Italia.
Recalde, doña Rita y yo
El doctor Recalde había prometido acompañarme a Italia sólo por diez días; no quería dejar huérfana de cuidados médicos a su numerosa clientela luzarense. Marcharíamos a Barcelona; de allí, a Génova, y de aquí, a Nápoles, embarcados.
Era en el mes de diciembre.
En Barcelona, el doctor Recalde y yo fuimos a un hotel de la Rambla, próximo al teatro del Liceo, donde solían parar muchos cantantes de ópera, y allí conocimos a una señora italiana, doña Rita Giovannini, suegra de un tenor napolitano.
Encontré a doña Rita por primera vez en el salón de lectura de la fonda. Estaba en aquel momento sola, sentada en un diván, con un periódico en las rodillas y un pasador de cocina en la mano, en donde desmenuzaba con los dedos tabaco y lo pasaba hecho polvo al papel.
Era doña Rita uña mujer gruesa, pequeña, de unos cincuenta años; la cara, muy graciosa y de mucha expresión. Vestía de negro, con un traje como de tafetán. Cuando la vi con su pasador en la mano, la miré un poco sorprendido, sin comprender qué ocupación sería la suya.
—Estoy haciendo rapé —me dijo ella.
—¡Ah, rapé! ¿Es usted aficionada?
—¡Aficionada! No. ¡Ah, signore! —añadió con melancolía—, no tomo el rapé por afición.
—Pues, ¿por qué?
—Por necesidad.
—¡Ah!
—Sí, tengo muchos humores en la testa; el médico me ha recomendado que tome rapé, y en España esto no se vende.
—No, ¿eh?
—No.
—¡Qué diablo de inferioridad industrial la nuestra!
—Yo comprendo —añadió ella— que tomar rapé es una cosa fea; pero en mí no es un vicio, y yo no tengo vergoña de esta costumbre.
—Naturalmente, no; si el médico le ha recomendado el rapé, usted no debe tener vergüenza de tomarlo.
Doña Rita y yo nos encontramos después varias veces en el comedor, y yo solía saludarla. Doña Rita me dijo que pensaba embarcarse uno de aquellos días para su país. Yo la indiqué que probablemente haríamos el viaje juntos. Doña Rita hablaba por los codos en su chapurreado hispanoitaliano. Era muy arbitraria; tenía una manera de razonar ingeniosa y pintoresca, siempre un poco extraña. Atribuía las cosas a los motivos más lejanos y menos probables, como si un secreto instinto la llevase a no aceptar las causas más vulgares y corrientes.
Al doctor Recalde le tomó entreojos; le pareció un señor muy poco agradable y muy seco, y que debía tener muy buena idea de sí mismo.
Por su parte, Recalde me preguntó:
—¿Quién es esa vieja ridícula que habla más que una cotorra?
Doña Rita se manifestaba arbitraria en todo: en sus amistades, en sus gustos y en sus costumbres. No podía beber vino en las comidas pero tomaba con el café sus copas de coñac y de benedictino. Aquellos dolores de la testuz la perturbaban. ¡La testa! ¡La testa! Era lo que a ella la volvía loca. Después de todo, en esto no se diferenciaba gran cosa de los demás mortales.
Doña Rita pensaba ir a Génova embarcada y bajar a Nápoles a ver a su hija.
Nos embarcamos
Decidimos ir juntos doña Rita, Recalde y yo. Tomamos el barco una mañana clara de diciembre y enderezamos el rumbo hacia Génova.
Yo llevaba mucho tiempo sin embarcarme y me mareé, y me duró mucho tiempo el mareo. El doctor Recalde me consoló en mi aflicción diciéndome dogmáticamente que no había ningún remedio para el mareo. Doña Rita me trajo té y una medicina blanca que llevaba en un frasco, que yo hubiese jurado que era anisete.
Cuando ya iba mejorando, como veía que Recalde me miraba con sorna, le dije:
—No irás a creer por esto que no me he embarcado nunca. Es uno viejo y, sin duda, no tengo la cabeza tan fuerte como antes.
En Génova fuimos a parar a un hotel de la plaza de la Acquaverde, adonde nos dirigió doña Rita. Allí estuvimos dos días, y luego fuimos a Roma, y después, a Nápoles, en tren.
El doctor Recalde quería llegar pronto a Nápoles. Nápoles le interesaba más que los demás pueblos italianos, no por el mar, ni por el Vesubio, ni por Pompeya, ni por los monumentos, ni siquiera por la canción de Santa Lucía. Nápoles le interesaba desde un punto de vista étnico, antropológico.
Yo había pensado, antes de la experiencia realizada entre Barcelona y Génova, el hacer algunas excursiones en barco, pero el mareo pertinaz que padecí me quitó toda clase de esperanza acerca de mis condiciones marineras.
Llegamos a Nápoles
Llegamos a Nápoles, Recalde y yo, con mala suerte, un día húmedo y gris. Al salir de la estación nos sorprendió un magnífico chubasco. Tomamos un coche y fuimos, con un redoble de gotas de lluvia sobre la capota del vetturino, a un gran hotel de la bahía.
Al pasar por las calles y mirar a derecha e izquierda, todo nos pareció un tanto abandonado, sucio y harapiento.
El hotel estaba en la Ribera del Chiaja, y era un gran edificio cúbico, con una fachada al mar y otra a los jardines de la villa Nazionale.
Nos llevaron a Recalde y a mí a dos cuartos que daban a una callejuela trasera, y que, además, eran muy caros.
Sólo de refilón se veía desde mi ventana la bahía de Nápoles y la isla de Capri.
—Aquí nos va a parecer que estamos en Ondárroa —indiqué yo a Recalde, quien hizo un gesto de impaciencia.
En mi cuarto, en la pared había un tarjetón con un lazo azul que decía así:
PAPALINI ET FILS
(COIFEUR POUR DAMES ET MESSIEURS.
DANS L’HOTEL AVEC SALONS SEPARÉS)
SHAMPOING — ONDULACION — APLICATION DE
TEINTURE AU HENNÉ — DECOLORATION — POSTICHES
D’ART — MASSAGE DU VISSAGE. — MANICURE
—¿Y seremos tan bárbaros para no necesitar nada de esto? —le dije yo a Recalde—. ¿Tú no necesitas un poco de ondulation, antropólogo?
—No me venga usted con tonterías. La ondulation la puede usted emplear, si quiere.
—No hay que incomodarse —repliqué yo—. No hay que incomodarse.
Nos fuimos a nuestros respectivos cuartos, y poco después se presentó Recalde, muy limpio y escamondado, con el cuello de la camisa muy bajo y la corbata muy pequeña.
Almorzamos en el restaurante del hotel, un poco caro para nuestros pequeños medios de fortuna; salimos a la calle y fuimos por los jardines de la villa Nazionale hacia el centro del pueblo.
Había cesado de llover. El tiempo estaba aún muy oscuro; el mar, de un color de hoja de lata. En el fondo se recortaba en gris pálido la silueta de la isla de Capri.
—Pero, ¿y el Vesubio? —pregunté yo de pronto—, ¿dónde está?
—Pues no sé.
—Yo creo que desde Nápoles se ve el Vesubio.
—Yo también.
—Alguno de estos montes cubiertos por las nubes debe ser.
En nuestra desconfianza por las bellezas del país, creo que llegamos a sospechar si el Vesubio sería una mixtificación, alguna bambalina que se ponía de cuando en cuando para engañar a los turistas.
Recorrimos la Ribera del Chiaja; luego fuimos a la calle de Toledo, a la plaza de San Carlos y a la del Municipio, y volvimos al hotel con un poco de cansancio y un tanto desilusionados.
Yo estuve mirando desde la ventana de mi cuarto la bahía oscura; el mar, triste, con nubarrones de tinta; la isla de Capri, con el contorno de los acantilados y del monte Solaro, recortados en el cielo, y a lo lejos, el promontorio de Sorrento bajo el horizonte sombrío.
«Esto, con sol, debe ser muy distinto», pensé.
Me reuní de nuevo con Recalde; bajamos al comedor a cenar e hicimos la imprudencia de pedir vino de buena marca, café y copas.
—¿Sabe usted lo que nos cuesta la cena? —me dijo Recalde al terminar y mirar la nota.
—¿Cuánto?
—Ciento cincuenta liras; casi tanto como lo que me pagan a mí al año en Lúzaro por la asistencia de las familias pobres.
—Un día es un día —le dije yo—. ¡Qué diablo! Olvidemos la vida cotidiana.
En el salón del hotel
Dejamos el comedor y fuimos a sentarnos a un salón próximo.
Era un salón blanco, con el suelo de mármol y con un gran ventanal que daba a la terraza. Llovía abundantemente, y en aquel momento se veían caer las gotas de agua en líneas paralelas torcidas y mojar el suelo, iluminado por los arcos voltaicos.
Cerca de una chimenea había varios sillones grandes y cómodos, y nos sentamos Recalde y yo en ellos.
En un pequeño gabinete próximo, con la puerta medio oculta por una cortina de color de tabaco claro, había una reunión de señoras y de jóvenes que jugaban a las cartas. Tenían un quinqué eléctrico, alto, dorado, que iluminaba la mesa, y varias butacas y sillas alrededor.
Hombres y mujeres fumaban.
Las señoras estaban muy vistosas; pero aún me parecieron más atildados y peripuestos aquellos jóvenes, de movimientos fáciles y elegantemente vestidos.
Recalde no los encontró tan elegantes como yo, y hasta expuso la tesis atrevida de que los italianos eran un ejemplo palmario de cursilería.
—¡Pero, hombre!
—¡Qué quiere usted que yo le haga! —me contestó con rudeza—. Me parecen perfectamente cursis.
Para Recalde no había más que Alemania que fuera científica e Inglaterra que fuera elegante. Él quizá pretendía la ciencia; pero seguramente no debía aspirar a la elegancia, a juzgar por su aspecto y su indumentaria.
El antropólogo de cuando en cuando se levantaba e iba a mirar la bahía desde la ventana, como diciendo: «¿Qué porquería de tiempo es éste?».
Era chocante lo mal que cuadraban allá los movimientos duros y esquinados de nuestro antropólogo; su traje negro, que parecía hecho de tabla de ataúd, su cuello, bajo y pequeño, y su corbata, minúscula.
«Debemos de parecer algunos comerciantes de bacalao o de anchoas que se han equivocado de hotel», pensé yo.
Definiciones arbitrarias
Estaba embebido en estos pensamientos un poco cómicos, Recalde miraba llover, cuando oímos música, y fuimos los dos al salón de baile, donde tocaban un vals de tzíganos.
Me seguía preocupando el traje de nuestro antropólogo y lo comparaba con el de aquellos jóvenes elegantes del hotel. Nunca se me había ocurrido hacer tales comparaciones de sastrería.
«¿Es que nuestros fabricantes de paño mezclarán el cemento con la lana?», pensaba yo. «¿O es que harán nuestras telas con alguna sustancia pétrea?»
Fueron llegando parejas al salón de baile; primero, una yanqui, vestida un tanto fantásticamente a lo Carmen, con una gran peineta de concha y una falda de faralaes, en compañía de un americano un poco amulatado; dos italianas, una de blanco y otra de negro, con dos militares, uno de ellos tan bonito y tan retocado, que parecía que acababa de darse colorete en el cuartel; una inglesa, casi desnuda, con un vestido de grana y un tipo de loro, acompañada de un hombre alto, con dientes de caballo, y una francesa, con traje de terciopelo oscuro y una gran rosa roja en la falda, que iba con un judío petulante y ceremonioso.
Había varios grupos de distintas nacionalidades, y Recalde y yo estuvimos comentando los diferentes estilos de cada país en la vida social. Los ingleses, fríos, correctos, tendiendo a lo sencillo y a lo cómodo; los franceses, afectados y amables; los italianos, dados con preferencia a la estética, hablando a cada paso de la bellezza, del ideale; los yanquis, con una tendencia marcada a la naturalidad y a la barbarie.
Mientras bailaban las damas y los caballeros, yo le pregunté a Recalde:
—¿Qué dirían las señoras de nuestra tierra si vieran estos hoteles, dónde las viejas damas se dedican a fumar y a jugar a las cartas como si fueran soldados; las señoras jóvenes andan medio desnudas bailando bailes de negro, y las niñas, con el cigarrillo en la boca, juegan en los rincones con los muchachos?
—Esta gente no tiene sentido —contestó Recalde categóricamente.
—¿Crees tú?
—Ninguno.
—Lo que quizá les pasa a estas personas desocupadas es que sienten la vida un poco vacía, y para llenarla hacen ruido y tonterías.
Recalde no replicó, pero poco después me dijo:
—Éste es un pueblo corrompido, y el Mediterráneo es una cloaca mefítica.
—¿Eso será desde un punto de vista moral? —advertí yo.
—Desde todos los puntos de vista —me contestó él.
Después de esta declaración tan rotunda de nuestro antropólogo, salimos del salón de baile del hotel y nos fuimos a la cama.
Nuestros reproches al Vesubio
Dormir en un lugar corrompido, a orillas de una cloaca mefítica, no es muy agradable, sobre todo para el que tiene buen olfato; pero había que reconocer que la corrupción y el mefitismo no se sentían en el cuarto de nuestro hotel.
Es más: podía sospecharse, con ciertos visos de verosimilitud, que el doctor Recalde, a pesar del desprecio que sentía por la metáfora, la empleaba con demasiada frecuencia y de la peor manera que se puede emplear ésta y las demás figuras retóricas, sin saber que se emplean.
A la mañana siguiente, al levantarme, me asomé a la ventana. El mar aparecía brumoso bajo el cielo nublado, con esa luz blanquecina y difusa bastante frecuente en el Mediterráneo y que no es para mi gusto agradable. La niebla es bonita en el Norte, y el sol, hermoso en el Mediodía. Esto parece absurdo, pero así es.
Me vino a buscar Recalde y salimos. El tiempo seguía gris, brillante, sin llover. El golfo de Nápoles se presentaba con su curva completa, bordeado por el Posilipo, el castillo del Ovo, el Vesubio y el promontorio de Sorrento. En medio de la bahía brotaba la isla azulada de Capri.
Al Vesubio le encontramos Recalde y yo varias faltas: primeramente, no tenía la forma de un cono perfecto, ni acababa en punta, como era su obligación de volcán clásico; luego, no echaba el humo de una manera solemne y majestuosa como habíamos visto siempre en las estampas. En vez de subir en una columna recta y decorativa, se desparramaba por los lados, a impulsos de las corrientes de aire.
Era un humo vulgar, un humo de chimenea de fábrica o de horno de carbonero.
Otra cosa que nos pareció mal fue que el volcán no se hallara perfectamente aislado, como nosotros creíamos que debía estarlo. Cerca, se destacaba otro pico, la punta del Nasone del monte Somma, completamente impertinente, innecesaria e inoportuna.
Fuimos Recalde y yo muy severos con el Vesubio y despreciativos y desdeñosos con la punta del Nasone.
Nuestros entusiasmos por lo clásico
Por otra parte, ni Recalde ni yo teníamos grandes motivos para sentir entusiasmo por el paisaje y los recuerdos clásicos. Creo que ni él ni yo llegamos en nuestra infancia más que a saludar desde lejos las primeras nociones de latín; en la historia antigua no estábamos más adelantados.
—A mí todos los recuerdos clásicos y las alusiones a la Antigüedad griega y romana me aburren —dijo Recalde.
La verdad es que a mí me pasa lo mismo. Cuando en un libro novelesco —éstos y los de viajes son los únicos que últimamente he leído— sale a relucir el Partenón, el Coliseo, el Parnaso o el Pindo, cierro el libro en seguida, porque tengo la experiencia de que todos esos recuerdos vienen envueltos en la más manoseada y trivial de las literaturas. Es posible que esto sea una monstruosidad o una enfermedad, pero todo eso me aburre desesperadamente.
—Esos recuerdos y evocaciones —dijo Recalde— no son más que lugares comunes usados, bambalinas demasiado traídas y llevadas que ya no hacen efecto.
Estuvimos Recalde y yo vacilando en si nos decidiríamos a sentir alguna admiración o no; y sin resolver este punto, seguimos adelante, y al llegar a los jardines de la villa Nazionale, vimos que en el mismo paseo sacaban el copo dos filas de desharrapados andrajosos, unos con las piernas al descubierto, otros en calzoncillos, y algunas mujeres harapientas, desgarradas y despeinadas.
—¿Cómo se consiente esto? —me preguntó Recalde severamente, como si yo tuviera la culpa del lamentable espectáculo.
—No sé. Es raro una cosa así en un pueblo de turismo.
Antropología de aficionados
Fuimos por la Ribera del Chiaja a la calle de Toledo, y vagabundeando hasta salir cerca de la estación central.
Como la comida del hotel era muy cara para nosotros, decidimos ir a almorzar a un restaurante cualquiera. A Recalde se le ocurrió entrar en la fonda de la estación, cosa que a mí al principio me pareció casi bien; pero luego, pensando que una fonda ferroviaria es un lugar un poco triste que recuerda baúles, despedidas, mozos de cuerda, lágrimas y cosas desagradables, buscamos por los alrededores y encontramos un pequeño restaurante titulado la trattoria de la Fortuna.
Nos instalamos en una mesa y estudiamos el menú. Enfrente de nosotros había un hombre alto, de cabeza cuadrada y ojos claros, que bebía vino abundantemente.
—Éste es un extranjero —me dijo Recalde—; no hay más que verlo. Ese tipo, esa manera de beber vino, esa braquicefalia no son de un mediterráneo.
Le oímos hablar al braquicéfalo no mediterráneo y buen bebedor, y a mí me pareció que se expresaba con el mismo acento que los demás.
Cuando el hombre se levantó y salió de la fonda, preguntamos al mozo, señalando al braquicéfalo:
—¿Es un napolitano?
El mozo no comprendió bien lo que le queríamos decir.
—Si ese señor que acaba de salir es un napolitano —le repetí yo en francés.
—Sí —contestó el mozo sonriendo, y debió de pensar: «¡Qué torpes son estos extranjeros, que no comprenden que los de Nápoles son napolitanos!».
—Será hijo de algún italiano del Norte —añadió Recalde para legitimar su error.
Poco después entró una muchacha rubia, con los ojos claros, la tez sonrosada, hablando exageradamente y gesticulando a estilo napolitano.
—No le preguntes al mozo si es de aquí, porque se va a reír de nosotros —le dije al antropólogo.
—Sí, esto es el caos étnico —repuso Recalde; y como si tal idea le molestara en lo más hondo y la considerara como una ofensa hecha a la buena clasificación etnográfica, aseguró que una mezcla así no podía conducir a nada bueno.
Indudablemente, desde un punto de vista antropológico, debía de ser aquello un abuso, una transgresión inmoral del orden científico.
Recalde seguía empleando la metáfora sin sospechar que la empleaba.
Salimos de la fonda y tomamos por la calle de los Tribunales, llena de gente.
—Es curioso —me dijo Recalde—; aquí no hay cabezas verdaderamente mediterráneas, sino cabezas de portugués o de gallego, anchas y cortas. Esto es ridículo.
—Yo encuentro también mucho tipo germánico.
—Sí, resultado de las invasiones góticas…; quizá la influencia más moderna de los normandos.
Recalde se incomoda
El no ver cabezas interesantes de dolicocéfalos puros, el tropezar con la gente que bullía como en un hormiguero en la estrecha calle, la suciedad, el desorden consentido y admitido iban irritando a Recalde profundamente. Recordaba, para compararla con Nápoles, a Jena, la ciudad alemana donde había vivido algún tiempo, de estudiante, y encontraba el desorden napolitano una cosa ofensiva.
—Estos pueblos, en donde hay muchos mendigos, muchos jorobados y muchas mujeres gordas, me dan vergüenza, como si yo tuviera alguna culpa en ello —me dijo Recalde con voz siniestra.
Salimos a la calle de Toledo y bajamos hacia la Ribera del Chiaja, y llegamos al hotel. El tiempo estaba mejorando.
—¿Saldremos por la noche? —le pregunté a Recalde.
—Bueno; como usted quiera.
Cenamos y nos dispusimos a salir.
—Este Nápoles, de noche, debe ser un antro de toda clase de vicios —dije yo—; tú, antropólogo, defiéndete como puedas; yo soy viejo y no le tengo miedo a las seducciones.
Y me puse a recitar unos versos de Zorrilla:
Nápoles, rico vergel de amor y placer emporio. |
Salimos después de cenar; fuimos por la calle de Toledo, arriba y abajo, y por las adyacentes, y entramos en un café cantante, poco concurrido.
Se nos acercó una muchacha y nos dijo en un mal francés:
—¿Están ustedes solos?
—Vale más estar solo que mal acompañado —contestó Recalde con una exquisita finura y en un francés de la misma categoría que el de la muchacha.
A pesar de esta acogida, la chica se sentó en nuestra mesa y Recalde comenzó a someterla a un interrogatorio étnico-antropológico.
Quiso descubrir la raza de aquella pequeña hetaira por sus caracteres craneanos; pero no acertó en nada, y la chica, ¡también braquicéfala!, despreciándonos completamente, se marchó a otra mesa, huyendo del interrogatorio etnográfico.
Salimos del café y volvimos en un cochecillo al hotel. La noche estaba estrellada, y la luna, entre nubarrones oscuros y dramáticos, iluminaba el mar.
Al despedirse de mí para ir a su cuarto, Recalde dijo:
—Mañana me voy.
—¡Pero, hombre! ¿Por qué te vas tan pronto? Espera.
—¿Para qué?
—Mañana, probablemente, hará un buen tiempo. Además, nos van a cambiar de cuarto. A mí me van a llevar a una habitación que da a la bahía.
—Yo creo que esto no tiene ningún interés —me dijo él desdeñosamente.
Sus pifias antropológicas, y quizá la cantidad de braquicéfalos de Nápoles, le tenían irritado. A medida que él se había ido incomodando yo estaba más optimista.
Le traté de convencer de que los pueblos de mucho sol, con tiempo oscuro y gris, suelen aparecer feos, desastrados, harapientos y sin ninguna de sus bellezas. Estuve casi por defender la tesis de que con los tiempos lluviosos y grises había en las calles más braquicéfalos, como hay en los bosques más hongos.
—Debes quedarte otro día —concluí diciendo.
—Bueno, me quedaré otro día.
La fauna abisal
Al día siguiente tampoco tuvimos suerte. Por la mañana soplaba un viento frío. El Vesubio se veía lleno de estrías de nieve; el cielo, nublado; el mar, gris; la pequeña península del castillo del Ovo, que avanza en la bahía con sus murallas viejas y sus manchones verdes de hierbas parásitas, estaba ribeteada por la espuma de las olas. Las gaviotas revoloteaban sobre la costa o jugueteaban balanceándose sobre el agua.
Comenzaba a llover.
El mar se mostraba de un color de perla y de ámbar; a lo lejos, la isla de Capri aparecía azulada. Por la vía Caracciolo pasaba una tropa de bersaglieri, con unos capotes grises, del mismo color del tiempo, y con las plumas de gallo de los sombreros completamente mojadas.
Recalde y yo fuimos al acuario, que se hallaba bastante cerca del hotel. Era lo más lógico que se podía hacer aquel día.
Nos entretuvimos mirando los peces, casi todos muy feos y raros. Encontramos entre ellos muchas caras de mal humor, de impertinencia, de estupidez y de cólera. Se conoce que no es muy cordial la vida en los abismos líquidos.
Con un poco de esfuerzo se les hubiera tomado por personas; naturalmente, por braquicéfalos. A veces me parecía el acuario un paseo de capital de provincia española, de esas capitales petulantes en que el juez, el coronel y el profesor se creen de la aristocracia y miran por encima del hombro y con la boca fruncida.
En este desfile de caras antipáticas había un pez que parecía que silbaba y otro que estaba riendo.
Entre los de aire malhumorado vi uno que me recordó a un profesor catalán de matemáticas, braquicéfalo impenitente, y me pareció que me miraba con severidad, para decirme: «Señor Andía: al banco de los desaplicados». Otro pez que se presentó de pronto nos hizo reír por su cara redonda y sus ojos abultados y estúpidos.
Estuvimos también contemplando los pulpos, que, vistos de cerca, tenían algo de infernal, pues no parecían animales, sino una masa de tentáculos y de ventosas, sin color apenas, que se revolvía de una manera frenética y vergonzosa alrededor de unos ojos brillantes y siniestros.
El guardián del acuario nos contó las aventuras de uno de ellos, que era el Don Juan Tenorio de los pulpos, pues desafiaba y mataba a todo bicho que se le ponía por delante.
Como el antropólogo se eternizaba en el acuario, y a mí no me gustaba pasar tanto tiempo en aquella oscuridad, le dije que tenía que escribir unas cartas y que le esperaba en el hotel.
Vistas al mar
Al llegar al hotel me dijeron que me habían cambiado de habitación. El cuarto nuevo daba sobre el mar. La vista desde el balcón era espléndida. Me senté a contemplarla. El día se mostraba inseguro; a veces llovía, a veces salía el sol; las gaviotas volaban sobre la costa y el horizonte comenzaba a aclararse.
Recalde vino poco después, y me dijo que iba a ir a la Escuela de Medicina. Como suponía que la visita no me entretendría, me dejaba en mi cuarto.
Estuve leyendo periódicos en el salón de lectura. Por la tarde me senté en mi cuarto, delante de los cristales.
El crepúsculo fue admirable. El gris perla del mar se oscureció y se convirtió en un color de mica; el horizonte más claro pasó del amarillo pálido al rosa, y en el momento de ponerse el sol brillaron un momento las olas con reflejos sangrientos, como las escamas de un dragón fabuloso. Luego, el cielo quedó verde y azul y comenzaron a aparecer las estrellas.
«Mañana vamos a tener buen tiempo», me dije.
Al volver Recalde le pregunté:
—¿Qué tal la excursión científica?
—¡Pse! No hay cráneos en ninguna parte —me contestó con sarcasmo—; no sé qué hacen.
El violinista, también abisal
Salimos con la idea de cenar fuera de casa. Vimos un café restaurante próximo, en la calle de Piedrigotta, y entramos en él; nos sentamos y pedimos unas copas de Marsala.
Había un gran cuerno en el mostrador, sobre un bloque de mármol.
—¡Qué afición al cuerno tiene esta gente! —exclamó con ironía Recalde.
—Sin duda, es una afición de braquicéfalos —dije yo.
Desde el café donde estábamos se veía el salón del restaurante y se oía tocar un violín y una guitarra.
—¿Qué tocan? —preguntó Recalde—. Esto es muy conocido. ¡Ah, sí! Es la Bohemia, de Puccini. ¡Qué lata! ¡Qué cosa más repugnante! Me parece un pastel endulzado con sacarina.
Después de la Bohemia vino Cavalleria rusticana, La Traviata, Rigoletto, el Toreador de Carmen y otras cosas que a Recalde, wagnerista acérrimo, le parecían desagradables y ofensivas. Yo no quise contradecirle. ¡Qué se le va a hacer!
A mí me gusta Rigoletto, el Toreador de Carmen, Cavalleria rusticana, y hasta La Traviata, a pesar de estar un poco vieja; pero no me gustan hasta el punto de salir a su defensa.
No veíamos a los músicos. Luego, salieron del restaurante al café y los pudimos contemplar.
El violinista era alto, gordo, rubio, afeitado, con la cara redonda, completamente braquicéfalo, con unos ojos abultados como huevos, de cristal azul, y un pelo escaso, peinado con una raya que le cogía toda la cabeza, hasta la nuca.
—¿Sabes a quién se parece? —le dije yo a Recalde.
—¿A quién?
—Al pez aquel de la cara redonda y de los ojos abultados que hemos visto esta mañana.
—Es verdad.
Al guitarrista, flaco, torcido, de bigote largo y lacio, con aire de tísico y que no hacía más que escupir, le encontramos también cierto aire de pez de acuario, a pesar de su dolicocefalia.
El violinista preguntaba a los parroquianos si deseaban oír alguna cosa especial; recogía la indicación con un saludo magnífico y ceremonioso, y se ponía a tocar.
El hombre quería demostrar, con sus gestos más que con su aparato, que sabía hacer brotar de las cuerdas de su instrumento una melodía celeste. Yo le contemplaba admirado. ¡Qué abdomen! ¡Qué mirada! ¡Qué sonrisa triunfante la de aquel braquicéfalo!
Algunos parroquianos del café le felicitaban y le daban la mano al concluir sus ejercicios, y luego se burlaban de él irónicamente.
—Vámonos de aquí —me dijo Recalde—. Ese hombre, engordado con macarrones y con esa cara de c…, me irrita. No lo puedo soportar.
Llamé al mozo, un señor con aire de sabio y gran bigote, con los pantalones agujereados por la polilla y unas botas de mendigo; le pagué, y Recalde y yo salimos a la calle.
Entramos en un fonducho próximo que tenía la cocina en el mismo comedor, un sitio pintoresco y bonito.
Pedimos una fritura de peces, y nos trajeron una fuente, en la que había unos pececitos que todo eran espinas, y unos trozos de jibia o de pulpo que parecían anillos de caucho completamente incomestibles.
—Esto es muy pintoresco —dije yo—, pero poco nutritivo.
—A mí todo me parece preferible a verle a aquel hombre de la cara de c… con su violín —exclamó Recalde.
Yo, menos dogmático y menos etnográfico que mi amigo, hubiera preferido ver al violinista gordo, que me recordaba al pez rechoncho del acuario, y comer algo más blando; pero el antropólogo era intransigente.
Al volver a casa nos acercamos a la bahía. El cielo estaba lleno de estrellas, y la luna aparecía por encima del promontorio de Sorrento e iluminaba el mar.
—Mañana hará buen tiempo —dije yo,
—Me es igual —repuso Recalde—; mañana me voy.
—Yo, como tú, si hiciera buen tiempo me quedaría.
Recalde no contestó.
2
Al día siguiente, al despertarme, mi primera idea fue contemplar el mar. Salté de la cama, descorrí la cortina y miré por los cristales.
Aún no había amanecido; era el momento intermedio entre la noche que acaba y la aurora que comienza su iniciación.
El cielo, azul, no tenía ni una nube; el mar brillaba con pequeñas olas grises, como si fuera de nácar. Unas barcas negras se deslizaban como fantasmas y se iban alejando por esta superficie de color de perla y desvaneciéndose en la ligera bruma. Se veía la silueta de los tripulantes a pie.
El horizonte fue tomando un tono de ópalo por encima del promontorio de Sorrento.
De pronto, el sol comenzó a subir en el cielo con una rapidez de sol de teatro. Su cuerpo luminoso iba apareciendo como un ojo de fuego por encima de las rocas del promontorio. Estos rayos dorados, que partían en haces, recordaban las espadas flamígeras de los grandes altares barrocos de las iglesias.
Un momento después, un torrente de luz de oro se derramaba por el mar y lo llenaba de resplandores y de reflejos.
«¡Qué admirable escenografía!», pensé; y me acordé de mis días, ya lejanos, de marino. Tuve que reconocer que en el océano, y sobre todo en las zonas tropicales, el cielo nunca es tan puro como en estas costas del Mediterráneo, ni el amanecer tan soberbio, ni tan magnífico.
Me volví de nuevo a la cama, y me dije:
«¡Este Recalde habrá sido tan majadero para marcharse con un tiempo así!».
A las nueve me levanté, y le pregunté al mozo si había partido Recalde. Me contestó que sí.
—«Es un hombre terco y arbitrario», pensé. «Ya se nota que es un braquicéfalo. ¡No ha salido el sol en los tres días que ha estado aquí! Pues tengo la seguridad de que para él Nápoles es un pueblo donde no habrá sol nunca».
Esplendores
Salí a la calle y me quedé maravillado.
—¡Cómo se transforma un pueblo así con la luz! —exclamé—. Una ciudad sucia, sarnosa, se convierte de pronto en una urbe espléndida en donde todas las casas parecen magníficos palacios.
Esto no ocurre en los pueblos de la costa del Atlántico. Allí el sol es siempre un poco agrio y chillón.
Ver Nápoles con lluvia y tiempo gris es como ver otro pueblo que no es el Nápoles habitual. Es como ver un braquicéfalo moreno que, de pronto, se transforma en un dolicocéfalo rubio.
Paseé un poco por la mañana; almorcé fuera, y al caer de la tarde me volví al hotel. Tenía la gran ventaja de poder contemplar a todas horas la bahía desde mi balcón, lo que me bastaba para encontrarme satisfecho.
Recalde no sentía este entusiasmo por el mar, que yo tengo tan acentuado desde la infancia. Era demasiado impulsivo, demasiado braquicéfalo para contentarse con la contemplación.
Todos los días que pasé solo en Nápoles, el mirar la bahía desde mi cuarto era uno de mis espectáculos favoritos.
Por la mañana tenía el sol delante, enfrente de Sorrento. Hacía destacarse a contraluz el castillo del Ovo, con su silueta medieval, e iluminaba con su resplandor de oro las villas del Posilipo.
A esta hora las barcas pescadoras marchaban despacio, a remo, por el mar, blanco y brillante como la plata, tendiendo sus redes; algunas velas latinas aparecían como fantasmas; el humo de los vapores manchaba el cielo, y la isla de Capri se recortaba como una joya de lapislázuli o de esmeralda en el horizonte azul.
Al volver al hotel, por la tarde, el sol brillaba en el otro extremo de la bahía, sobre la masa de pinos y cipreses de las villas del Posilipo, y llenaba de luz roja, crepuscular, la Ribera de la Marinella, el Vesubio y el promontorio de Sorrento.
Muchas veces el sol se hundía, rodeado de cúmulos blancos y rojos, y sus rayos salían por los agujeros de las nubes, iluminando sus diversas espesuras con distintos colores.
En el crepúsculo, el mar tomaba una entonación de metal fundido, de grana, de rosa, de violeta; el horizonte pasaba del azul intenso a las llamas de fuego, al rojo oscuro y al color de naranja; luego, ya palidecía más, y venían los tonos cenicientos, y la isla de Capri aparecía gris en el cielo de ópalo…
¡Qué aire de serenidad, de paz, de reposo! Entre la hora de brillar el sol en Sorrento y la de brillar en el Posilipo, yo hacía como que vivía en la ciudad, andaba entre la multitud y me mezclaba con la gente…
Las calles de Nápoles
Salía temprano por la mañana. A esta hora por la calle pasaban vacas y rebaños de cabras. En los Gradoni di Chiaja los floristas hacían altares de rosas. De la Strada del Chiaja, estrechísima y con una circulación enorme, salía a la vía Toledo. Me fingía a mí mismo que tenía algo importante que hacer, y subía y bajaba por esta calle y por las de los alrededores, parándome en los escaparates.
Nápoles, indudablemente, es un pueblo curioso. Yo, al principio, creía que los naturales habrían dejado parte de la antigua ciudad en su abandono y su confusión para atractivo de forasteros; pero comprendí que no, que el abandono y la confusión reinan todavía con fuerza en el pueblo napolitano. Las calles de Nápoles siguen siendo algo característico y único.
La vía Toledo es una de las más ruidosas del mundo. Los coches que allí circulan parece que los han elegido a propósito los más alborotadores; los cocheros hacen restallar el látigo con un ruido de petardo; todo el mundo habla a gritos.
Esta calle de Toledo es, sin duda, una de las más animadas de Europa: coches destartalados, coches elegantes; carros pintados, con las lanzas labradas, el caballo con una collera con adornos de metal y campanillas; gente que corre, gente que discute, mendigos insinuantes, mujeres viejas que marchan encorvadas, con la cabeza sin peinar; algunas con el pelo como una bola de estopa; pordioseras, con harapos de varios colores, que van arrastrando unas zapatillas de madera; señores que gesticulan de una manera melodramática; abates, frailes, monjas…
Uno se pregunta de dónde sale esta multitud; pero, si se mira a derecha e izquierda, se ve una de callejones y de casas con patios negros de los que brotan enjambres de personas.
Gesticulantes
El pueblo napolitano es un mundo curioso y original en donde abunda la gente con carácter. La calle es muy divertida. Unos hablan con gran solemnidad; otros se insinúan, gesticulan y accionan no sólo con las manos, sino hasta con cada dedo. Al observar estas multitudes se impone la idea de que Nápoles es un pueblo un poco monstruoso, un pueblo de grandes contrastes.
Al mismo tiempo que las bellas damas y los jóvenes peripuestos, se ven unos pordioseros fantásticos y una porción de enanos y de jorobados.
Otro personaje abundante y pintoresco de las calles napolitanas es el abate. Hay una nube de ellos. ¡Qué fauna más curiosa y, en general, más derrotada y famélica!
¡Qué galería de tipos! Gordos, flacos, sucios, limpios, rojos, pálidos, con pellicas de terciopelo o con una bufanda raída, con los pantalones como madamitas. ¡Qué perfiles! Unos, redondos y de cara ancha, ¡los malditos braquicéfalos!; otros, flacos, con aire de espectros; muchos, con la nariz corva y el tipo de polichinela; pero todos interesantes a su modo y con una personalidad acusada y fuerte.
Algunos llevan todavía el hábito legendario de don Basilio: un capote, con dos o tres esclavinas, que deja al descubierto los pantalones destrozados. Se trasluce la miseria negra de este proletariado clerical que lucha ásperamente por la vida.
Los domingos, en la calle de Toledo y en las adyacentes, tocan los sacristanes las campanillas en el atrio de las iglesias para anunciar la misa, y los campanillazos contribuyen al mayor alboroto callejero.
Por todas partes, en las plazas, en las rinconadas, en los pasadizos, se ven iglesias, iglesias barrocas, tan gesticulantes como las personas; algunas, con estatuas en lo alto.
Para mí, que no entiendo nada de arqueología, estos santos en las alturas, en posturas dramáticas, es lo que más caracteriza a los pueblos romanos. Esa población aérea, destacándose en el espacio en actitud oratoria, me da una impresión extraña y, al mismo tiempo, intranquilizadora.
Al pasar en el tren por delante de Roma se ve una iglesia así, con grandes figurones teatrales en lo alto.
Esto simboliza para mí, Roma y el papado, esas estatuas de piedra, aparatosas y terribles, tronando desde los tejados.
Reflexiones y comparaciones
Nápoles me ha ido produciendo curiosidad e interés, lo que yo atribuyo principalmente a que es un pueblo vivo, no una ciudad de museos y de piedras viejas, conservada para los pequeños cretinos, hijos espirituales de la mamá Estética y de Ruskin.
Me inclino a pensar que, así como Londres es la concreción de la Europa del Norte, este pueblo es la síntesis del Mediodía.
Algunos dicen que Nápoles es una ciudad española, lo que me parece resultado de una observación superficial, de una observación de escritor americano.
Hay la semejanza de las casas con balcones y poco alero, hay la luz brillante; pero en lo demás, en su moral, en sus costumbres, en sus ideas, en su braquicefalia, Nápoles no tiene nada de español.
Nuestras ciudades son todas austeras, algo secas y monótonas; figuras ásperas, de poca carne; Nápoles es una gran ciudad, un poco grasienta, un poco cochambrosa, un poco matrona, con una moral laxa que ha sido siempre cosmopolita.
Es un pueblo oriental, con grandes bellezas, con grandes miserias, con enormes contrastes y con un fondo de gracia y de confusión.
Los napolitanos encuentran a los hombres de las demás ciudades de Italia un tanto provincianos.
Los romanos mismos son menos cosmopolitas, más patriotas y quizá más mezquinos y más entonados. Estos napolitanos se sienten, quizá como ninguna otra gente de ningún otro pueblo, ciudadanos del mundo.
«Nos han invadido y nos han conquistado», dirá muchas veces el napolitano; pero lo dirá sin molestia, y hasta con cierto desprecio por el conquistador.
El napolitano es hombre que ha vivido, y vive, en medio de los más extraordinarios contrastes: entre lo más bueno y lo más malo, entre lo más respetable y lo más envilecido.
Se comprende que un hombre de un pueblo así sea más inteligente, más universal que un ciudadano de otros pueblos del Mediterráneo, y mucho más que las gentes del interior.
Tienen estos napolitanos la muerte al lado, en el Vesubio, en el posible terremoto; tienen la fertilidad de la tierra, la dulzura del clima y la suavidad del mar.
Este rincón del mundo es un muestrario de todas las razas. Ha visto las mayores virtudes y los más ignominiosos vicios. Ha pasado por la tiranía de reyes extraños, desde el más sombrío al más sonriente; ha sido regido por el despotismo de la aristocracia más encanallada y del populacho más vil. Ha dado el cetro a reyes grotescos, verdaderos lazarones del trono, que han llegado a ser payasos, bufones y vendedores de pescado. Se ha entusiasmado al mismo tiempo con los más altos poetas y los más grandes pensadores.
El hombre de genio de Nápoles ha podido ver en el microcosmos de su ciudad todos los componentes de la vida y de la tragedia humana, ha podido pasear su mirada desde lo más alto a lo más bajo, desde lo más puro y noble a lo más miserable y a lo más abyecto.
Calles campamentos
A medida que voy conociendo este pueblo siento más afición por él, y penetro en los barrios populares para contemplar su manera de vivir. Me aventuro a meterme en los callejones abiertos a un lado y a otro de las vías importantes, callejones estrechísimos llenos de trapos puestos a secar en cuerdas, con toda clase de pequeño comercio: barberos, fruteros, castañeros; músicos ambulantes, charlatanes y memorialistas. Las casas, en las angostas rendijas, son un hormiguero humano, gusaneras donde pululan viejos, mujeres y chicos.
Algunos de los oscuros callejones, como el de los Gradoni di Chiaja, que está en cuesta y tiene escaleras, parece conservado exclusivamente para contemplación de los artistas amigos de lo convencional, pintoresco; de estos artistas, en general, tan amanerados y tan poco comprensivos.
Las ropas, puestas a secar en cuerdas de balcón a balcón; los harapos de todos colores, las banderas, los puestos de los floristas y fruteros, los tiestos con plantas en los balcones, las cortinas grandes que se mueven con el viento, las cestas que suben y bajan de la calle a los últimos pisos, forman la decoración de estas callejas.
Quizá para el artista —artista no nos parece hoy la cumbre de la inteligencia y de la comprensión, sino más bien un hombre de amaneramiento y de rutina— estos rincones tienen mucho atractivo; para el que no siente grandes preocupaciones estéticas, estas grandes viviendas, con patios infectos, con tiendas siniestras, en donde vive un mundo de gente harapienta, es algo hórrido y angustioso.
En algunos barrios populares la calle es un campamento de todos y de cada uno: se guisa en ella, se come, se duerme, se juega, se peina, se matan los piojos y se ensucian los chicos.
El puerto
Cuando me he cansado de pasear por la parte alta de la ciudad, he comenzado a ir al puerto.
Ya no me gustan tanto como antes los espectáculos de un gran puerto.
Me dan la impresión de algo triste y desgarrado.
Suelo pasear por los muelles. Los marineros de Nápoles, por su aspecto, no resultan decorativos. Desastrados, harapientos, sin una indumentaria típica, con bigote, con gorras o sombreros, por sus trazas podrían ser oficinistas o zapateros de viejo mejor que marinos.
Lo que sí tiene carácter en ellos es su hablar constante y burlón y su gesto expresivo.
… Hoy mientras paseaba por el muelle, veía un enorme transatlántico que se preparaba para la marcha. Tenía un armazón de tres puentes sobre la cubierta. Lo estaban limpiando y pintando.
Los pasajeros tomaban una lancha para ir al barco, y al llegar a su costado subían por la escala.
En el muelle se amontonaban cajas, baúles y maletas de los emigrantes. En los baúles, casi todos pobres, se leía en un papel pegado una dirección de Montevideo o de Buenos Aires.
En un grupo hablaban varios aldeanos calabreses; los hombres, con sombreros puntiagudos; las mujeres, con mantones de color. Se despedían los que iban de los que se quedaban, y unas viejas, flacas y tostadas por el sol, con las manos como sarmientos, lloraban amargamente.
En cambio, en otro grupo, una muchacha de aire alegre y juvenil se despedía de sus amigas, muy contenta porque iba a América a casarse, donde la esperaba su novio.
Todos los emigrantes, los alegres y los tristes, pasaron del muelle a la barca; subieron la escala y los fue tragando el transatlántico con sus enormes chimeneas. «¡Quién sabe los que volverán y los que se quedarán allí!», pensé yo. «¡Qué aire de Destino ciego tiene un gran barco de éstos que se prepara para la marcha!» Como digo, éstos espectáculos de los puertos me parecen ahora algo triste y desgarrador.
… He seguido andando por el muelle.
En un rincón, al lado de una grúa, entre varios fardos, tres marineros jugaban a las cartas, poniendo el dinero y la baraja sobre un pañuelo de colores.
Uno de ellos, un muchacho joven, con la cara tiznada por el carbón, sonriente, con los dientes muy blancos, fumaba un gran puro; el otro, un marinero con el cuerpo desnudo desde la cintura arriba, curtido, de color de corteza de pan, llevaba en el pecho un escapulario y una chaqueta sobre los hombros; el tercero mostraba sus brazos fornidos, con un tatuaje azul de varias anclas y barcos.
Jugaban los tres, billetes y monedas de plata; probablemente, lo ganado por ellos en varios meses de penoso trabajo. ¡Qué absurdo! ¡Tanto esfuerzo, tanta fatiga, para exponerlo en unos minutos!
Los dejé, y seguí mi paseo.
Un barco francés, de Nantes, estaba descargando. Algunos marineros y el contramaestre, echados sobre la barandilla, fumaban y contemplaban la maniobra.
Cerca del barco francés había otro japonés con sus hombres pequeños y siniestros, vestidos de blanco, de aire indiferente y desagradable. El nombre del buque aparecía en la popa con letras latinas y japonesas.
Los barcos de vela
Tras del muelle de los vapores venían en fila los barcos de vela. Bergantines gruesos, con la proa levantada y el bauprés medio cubierto, por las telas de los foques; goletas blancas, con el velamen recogido y envuelto en hule verde; fragatas de tres y cuatro palos; pailebotes cargados de escobas, sacos de trigo y de maíz.
Todavía podían verse entonces algunos viejos mascarones de proa, adornados y pintados, y algunos castillos de popa ornamentados de barcos sicilianos, tunecinos y griegos, que recordaban las formas caprichosas y llenas de gracia de las embarcaciones antiguas.
Al final de mi paseo llegué a una casa pequeña, barroca y de ladrillos rojos, con unos figurones blancos en lo alto, y en medio de ellos la imagen de una virgen.
Al lado de la casa corría un muelle, donde desembarcaban los vapores de Ischia y de Capri. Acababa de llegar un barco, y los marineros se dedicaban a arrollar las maromas sobre cubierta. Había allí gran movimiento, y todo el mundo gritaba y discutía con el canto lacrimoso y burlón propio de los napolitanos.
Los alrededores del puerto
Después de vagabundear por el muelle, me fui a sentar en un cafetín de la Strada del Piliero.
A mi lado, un marinero de un barco de guerra copiaba unos versos con una lacrimosa letra, y la chica del mostrador, mientras limpiaba los vasos, cantaba a media voz una canción en donde aparecía un angelo, el mare y la bianca luna.
Salí del cafetín. El barrio próximo del puerto me pareció también muy curioso. Había unas plazas llenas de carros, con unos caserones grandes, con los cristales sucios y rotos.
¡Qué callejuelas estrechas! ¡Qué casas! ¡Qué oscuridad!
Cada una de esas casas enormes debe ser un mundo misterioso e insondable. En la planta baja de muchas de ellas hay cinco o seis tenduchos, un almacén, una taberna, una tienda de comestibles. Hay patios lóbregos, llenos de inmundicias, que huelen que apestan; cuartos como cuevas, en donde vive toda una familia: el padre, la madre, los viejos, los chicos y el burro. Es la confusión más extraordinaria; por todas partes se ven gallinas, conejos, gatos, perros.
Asomándose a una de estas casas: es una de voces, de ruidos, de cánticos, de fardos puestos en los rincones, de montones de trapos y de gente que duerme en un rellano de la escalera, que se queda uno atónito.
En los patios, en donde hay un olor especial a fermentación, las cestas, atadas con cuerdas, suben y bajan de la calle hasta los últimos pisos, y se entablan conversaciones desde los sótanos hasta las guardillas, a través de las colgaduras de ropas que cruzan el aire.
¡Y luego, qué posadas! El Albergo della Luna, o el Albergo della Primavera, son para amedrentar al más pintado. Quizá los huéspedes de estos mesones no sean más que desdichados emigrantes, pero parece que han de ser profesionales del bandidaje.
Desde el momento que sale el sol, toda esta pobre humanidad miserable que vive en los sucios caserones se derrama por las calles y las plazas, se sienta en las aceras o delante de los portales a calentarse como lagartijas en las tapias.
Unos duermen, otros charlan, algunos trabajan. Hay viejos de aire de garibaldinos, con sus barbas, su melena, su sombrero y su capa gris, que componen asientos de rejilla y cestas, viejas que hacen media con agujas corvas, mujeres que zurcen sus harapos o que peinan a sus niños.
Las mujeres y los viejos todavía tienen un aspecto regular; los chicos vagabundos que corretean por allí son una vergüenza humana: desnudos, tiñosos, piojosos; un verdadero horror.
De estos chicos, unos duermen al sol, y otros juegan a las chapas, a las cartas o a la morra. Una infancia así descuidada parece que no puede dar más que un fruto de granujas, de ladrones y de asesinos; sin embargo, parece que estos chicos vagabundos, miserables y abandonados, se convierten con el tiempo la mayoría en buenos trabajadores.
Toda esta gente mísera, cuando tiene algún dinero, va con los cargadores del muelle a las tabernas, donde compran unos pedazos de pan cocido en un caldo azafranado, o unas tortas amarillas, redondas o largas. En el invierno muchos se alimentan de castañas asadas.
En los figones y freidurías las multitudes haraposas comen en platos hondos, rápidamente, en la calle, sin sentarse, como perros hambrientos.
De noche
De noche deben tener una vida curiosa estos barrios; pero no me decido a visitarlos después de oscurecer, porque ya no soy ni muy ágil ni muy fuerte para evitar una sorpresa o una encerrona.
En las primeras horas de la noche paseo por las calles del centro de la ciudad. Me gusta mirar las tiendas, que aún están abiertas, y ver desde fuera lo que hacen en el interior.
En una tienda de bordados veo unas mujeres que trabajan con la aguja en sus bastidores; en una sastrería pequeña, el sastre cose sentado encima del mostrador, a estilo moruno, con la cabeza casi tocando el techo; en la tahona, los mozos, medio desnudos y con gorros blancos, preparan la masa; en el figón, el cocinero guisa; en una lechería, el lechero filtra la leche; en una pañería hay una tertulia; en una botica, con su bola verde, ¡qué simpáticas estas bolas verdes que van desapareciendo!, el practicante lee una receta; en una tienda de antigüedades, un viejo, de gorro negro y melenas, suele estar barnizando unos muebles.
En las esquinas de las calles veo carros con fruta iluminados con faroles grandes, lo que les da un aire de paso de procesión.
3
Llevaba unas semanas en Nápoles, y pensaba que ya pronto tendría que volver a España.
Un día, en la calle de Toledo, me encontré a mi amiga doña Rita Giovannini, que vino a saludarme efusivamente.
Me preguntó por Recalde, y cuando le dije que se había marchado, me dijo que se alegraba mucho, porque creía que mi amigo, el antropólogo, le daba la jettatura.
—No creo que se dedique a eso Recalde —le repliqué en broma.
Doña Rita se alojaba en casa de una francesa amiga suya, antigua cantante, que regentaba una pensión de viajeros. En esta pensión vivía también un español, un señor solo, de alguna edad, hombre simpático, ya retirado.
—Estará molto contento si usted va a verle. El povero signore se encuentra muy solo, un poco triste —me dijo doña Rita en su chapurreado.
Me dio las señas suyas, y fui a la pensión.
Estaba en muy buen sitio, en la vía Parténope, en una casa nueva, a orillas del mar, en un piso bajo.
Subí, y me pasaron a un salón con una gran ventana a la bahía.
El salón se hallaba atestado de trofeos artísticos de la ama de la casa. Aquí había una corona, allá, una fotografía de la dueña, vestida de Favorita, de Africana o de Aida; en otro lado, una placa con una dedicatoria. Estaba, además, la sala plagada de barómetros en forma de columnas, termómetros con forma de puñal y otras chucherías que se acostumbra a regalar a los cómicos, y que pasan normalmente, con un movimiento uniformemente acelerado, a las prenderías y a las casas de préstamos.
Saludé a la señora de la casa, la antigua Favorita, Africana o Aida en ruinas, quien mandó avisar a don Luis Duarte.
Este señor era nacido en España y de familia española, radicada ya de hacía tiempo en Nápoles. Don Luis había vivido en su juventud en Cádiz y en Barcelona, donde tuvo negocios de barcos, y conservaba con cierto romanticismo exaltado la idea de ser español.
Duarte, descendiente de una familia rica y linajuda, se convirtió al final de su vida en un modesto empleado de una compañía de navegación, y con el sueldo y una pequeña renta vivía apaciblemente, con cierto desahogo.
Don Luis y yo charlamos mucho; él hablaba el castellano italianizado.
Presenciamos después cómo jugaban a las cartas la francesa, dueña de la pensión, doña Rita y otras dos señoras amigas suyas.
Era muy divertido verlas en el juego, porque se provocaban, se insultaban, se hacían muecas, se acusaban unas a otras de tramposas. A veces parecía que iban a reñir de veras, pero no pasaban de las bromas.
Al día siguiente don Luis vino a mi hotel y le convidé a cenar. Después presenciamos el baile, y le hablé de las inclinaciones de mi amigo Recalde.
—Sí; la aristocracia napolitana no tiene moral, ni sabe lo que es eso —me dijo Duarte.
—Quizá en todas partes, entre la gente rica, ocurra lo mismo —indiqué yo.
—Es que aquí el pueblo tampoco la tiene. La burguesía napolitana tendría quizá cierto sentido ético si tuviera dinero; pero, ¿dónde está el dinero? La moral de Nápoles es la moral de los pueblos vencidos.
Don Luis Duarte era muy severo para los napolitanos. Yo no estaba del todo conforme con él.
Los pueblos que se han dejado influir y hasta conquistar fácilmente han sido, al mismo tiempo, los que más han influido, porque han impuesto sus costumbres y sus ideas al invasor. Respecto al parecer completamente corrompidos, yo creo que no lo son tanto como se supone a primera vista.
Don Luis Duarte vivía bien, aunque modestamente; tenía amistades entre la aristocracia napolitana y solía visitar a un descendiente del virrey de Nápoles, don Pedro de Toledo, que habitaba en el último piso de una casa modesta.
Esta casa en donde vivía, por lo que me dijo Duarte, era una de las antiguas caballerizas del palacio de sus ascendientes, luego convertido en museo.
Un óptico
El señor Duarte me convidó a comer en una fonda que él conocía, de la calle de los Tribunales; una fonda clásica, en donde se guisaba al estilo del país, sin mixtificaciones culinarias, ni influencias extranjerizantes.
Comenzamos nuestra comida por una sopa de pescado.
—Estas sopas de pescado antes me gustaban mucho —le dije yo—; ahora me parece que tienen más espinas.
—¿No seremos nosotros los que tenemos más años y menos apetito? —me replicó él—. Quizá las sopas no han variado; los que hemos variado somos nosotros.
—Es verdad; tiene usted razón.
Charlamos mucho de sobremesa; nos contamos nuestras respectivas vidas, y hablamos de las condiciones de España para un porvenir mejor.
Salimos de la fonda, y Duarte me llevó a casa de un óptico amigo suyo, del Corso Garibaldi.
Era el óptico un viejo de nariz aguileña, pelo blanco y cejas como dos pinceles, que caían sobre unos ojos grises. Este viejo hablaba el español, que había aprendido en América.
—He conocido muchos vascos allí, en la Argentina y en Chile —me dijo—. Buena gente. Aquí también tuvimos uno; ¿no recuerda usted, señor Duarte?
—De vasco; ¿cómo se llamaba?
—Galardi, Juan Galardi.
—No recuerdo.
—Pues, sí; fue administrador de una finca de la marquesa de Roccanera, en Calabria; pero hace ya muchos años. Era todavía en la época en que el tren no llegaba a Calabria.
—¿Y murió ese Galardi? —pregunté yo.
—No sé —contestó el óptico—. Desde que se marchó ya no tuve noticias de él.
Al salir a la calle me dijo Duarte:
—Si le interesa a usted ese vasco, nos enteraremos de su vida. Yo conozco a la marquesa de Roccanera, que en su tiempo era una mujer muy guapa, y a un sobrino suyo, el conde de Villarrosa. Si quiere usted, le presentaré a ellos.
—No quiero perturbarle en sus costumbres apacibles, amigo Duarte.
—No me perturba usted; al contrario. Por otra parte, hace mucho tiempo que no he visto a esas personas y tengo que hacerles una visita.
—Si es así, no digo nada.
—¿Le parece a usted bien que mañana vayamos a ver a esa gente?
—Muy bien; yo no tengo ocupación ninguna.
—Pues entonces vaya usted a mi casa a las cuatro.
Palacio napolitano
Fui a buscar a Duarte, y los dos marchamos a casa del conde de Villarrosa.
Vivía éste en un antiguo palacio, enorme, un tanto destartalado, que tenía en el piso principal oficinas de bancos y de empresas comerciales.
Subimos la gran escalera de piedra, y un criado nos pasó a las habitaciones del conde. Eran salas espaciosas, con los techos altísimos, ornamentados, con grandes cuadros, arañas y tapices.
El salón adonde nos hicieron pasar tenía tres balcones que daban a la bahía.
La casa se hallaba muy caldeada, a pesar de que no hacía mucho frío.
Se presentó el conde, que acogió con grandes extremos a don Luis Duarte y me dio a mí la bienvenida.
Era un señor todavía joven, rubio, muy calvo, con el aire decaído y la voz lánguida. Se sentó en un sillón, se puso una manta a los pies y una bolsa de agua caliente sobre las rodillas para calentarse las manos y nos hizo una serie de preguntas a Duarte y a mí.
Hablaba el aristócrata lánguidamente, y, de cuando en cuando, se exaltaba y se expresaba con mucho fuego. Tenía también momentos de depresión, acompañados de unos gestos de acabamiento. De pronto, se callaba y miraba con inquietud.
Vino luego la condesa, su señora; una mujer de unos treinta y cinco años, con aire de matrona; los ojos, negros y brillantes; la nariz, aguileña, y el aire, amable.
—¿No conocía usted Nápoles? —me preguntó a mí.
—No, señora.
—¿Qué le ha parecido a usted?
—Es un mundo.
—Sí, es cierto; tan ruidoso, tan inquieto, tan sucio, ¿verdad?
Vinieron más tarde de visita varias señoras y algunos muchachos jóvenes muy elegantes y finos.
Los italianos han formado un conjunto de simpatías bien organizado, cosa que nosotros, los españoles, no hemos podido constituir aún. Ellos siguen la trayectoria antigua y consideran el mundo clásico como un mundo de eterno porvenir; el Mediterráneo, Roma, la raza latina, son sus tópicos. En cambio, nosotros, los españoles, no hemos podido llegar a nada parecido, quizá porque nuestro país es más heterogéneo, o porque nuestra cultura es más deficiente. Lo cierto es que cada uno de nosotros tiene sus simpatías, la mayoría de las veces no sólo distintas a las del vecino, sino contradictorias entre sí.
Hablaron los contertulios del conde de los paisajes napolitanos, por los que manifestaron gran entusiasmo.
El referirse a la suciedad y al abandono urbano no les hacía mella, ni les importaban gran cosa; pero creo que si alguien hubiera dicho que los alrededores de su pueblo o el golfo de Nápoles no son tan bellos como se asegura, les hubiese ofendido profundamente.
Conversaciones atrevidas
En la conversación se refirieron a la isla de Capri, donde, según parece, se perpetúan los vicios nefandos y las costumbres diarias del Satiricón de Petronio.
Luego se sirvió el té.
Una señora joven habló de las nuevas canciones napolitanas que se habían cantado en la fiesta de la Virgen de Piedigrotta y las comparó con las de los años anteriores. Casi todos las sabían y las discutieron y las cantaron a media voz.
Otra señora dijo que cuando iba a Francia, y hasta las ciudades del norte de Italia, donde la gente es distinta, la insultaba con gusto, porque para ella el insulto era un placer.
Las demás señoras y los jóvenes reconocieron que para el napolitano el insulto es una voluptuosidad. Es, sin duda, una voluptuosidad de oriental.
Una dama vieja y esquelética, y con muchas joyas, nos contó la tragicomedia de una amiga suya, que abandonó a su marido por un amante, y después al amante por el marido, porque había comprobado que éste se hallaba mejor dotado físicamente. Este físicamente, dicho varias veces de una manera entonada y con retintín, hizo reír a todo el mundo.
—¿Nos iremos ya? —le pregunté a Duarte.
Nos preparamos para marcharnos.
—No se vayan —dijo la condesa—; la Roccanera va a venir.
—Creo que mi amigo el español está un poco escandalizado de lo que hablan ustedes —indicó Duarte en voz baja.
—¿De veras? ¡Oh, no! —replicó ella riendo.
—No, no —aseguré yo.
—A ver si en su pueblo va usted a decir que somos muy malos en Nápoles.
—Por lo menos, no aseguraré que sean ustedes poco amables.
La Roccanera
La condesa me preguntó por mi vida y le hablé de mis viajes. A poco rato me dijo:
—Aquí está la Roccanera.
Nos levantamos todos. Entró una señora anciana, todavía derecha, muy pálida, con la expresión dolorosa y triste, los ojos brillantes aún y el pelo blanco. Vestía de negro y llevaba una magnífica capa de piel. Me presentaron a ella; me dio la mano, y yo se la estreché, a pesar de que vi que los demás se la besaban respetuosamente.
—¿Es usted español? —me preguntó, en francés, la Roccanera.
—Sí, señora.
—¿Y vasco?
—Sí, señora.
—¿Y marino?
—Y marino.
—Yo tuve hace tiempo un administrador vasco y marino, como usted. Era un hombre muy fiel, muy honrado.
—Sí, me han hablado de él. ¿Y vive aún?
—No; murió en Calabria.
La Roccanera me hizo varias preguntas acerca de mi país y de la vida mía; luego, me habló de su antiguo administrador, y me dijo que, al morir, había dejado un paquete de libros y de papeles, y que me los enviaría al hotel por si acaso como vasco me interesaban.
Hablamos de otras cosas, y nos despedimos.
La marquesa me alargó las dos manos, dos manos suaves y tibias.
—¡Adiós! ¡Adiós! —me dijo—. Me parece que le conozco a usted hace tiempo.
Los libros de Galardi
A los tres o cuatro días vino un criado de la Roccanera con un paquete de los libros que habían pertenecido a Juan Galardi. Estos libros eran la Historia de Guipúzcoa, de Iztueta, en vascuence; un diccionario en latín; otro vasco-latino-español, de Larramendi; una traducción de la Guía Espiritual al italiano, del padre Molinos, y un tomo bastante grueso, manuscrito y empastado.
Cogí estos libros y me puse a hojearlos.
Los tomos impresos que pertenecieron a Galardi estaban llenos de notas escritas con lápiz, con observaciones acerca de la sintaxis vasca y latina, cosa que para mí no tenía el menor interés. Luego hojeé el tomo manuscrito y encuadernado. Comenzaba con un estudio sobre los abonos que se puede emplear en la Calabria; seguía un reglamento de pesca, y luego vertían una serie de prescripciones para evitar las fiebres palúdicas.
Tras de esto se hallaba lo más interesante para mí. Era una relación en vascuence de la vida de Galardi. Este relato tenía como lema la divisa que el caballero de Bela, escritor vasco francés y protestante acérrimo, puso en su castillo:
Lehen hala. Oraiñ onla. Guero ez daquit nola. |
(Antes, así, así; ahora, lo mismo; luego, no sé cómo será).
Esta divisa de resignación y de conformidad con las cosas, sin duda había agradado a Galardi.
Poco después de comenzada se interrumpía la relación. Había una copia en castellano de un estudio sobre los terrenos volcánicos, y, concluida ésta, seguía de nuevo el relato de la vida del vasco. Galardi escribía así, sin duda, temiendo que algún curioso se enterase de sus amores y aventuras.
En el volumen aquel no acababa la relación de la vida de Galardi, y me fijé después que en la primera página ponía en número romano un I indicando que era el primer tomo.
En busca de Procopio Lanzetta
Me picó la curiosidad de ver cómo seguía la relación de la vida de mi paisano, y me lancé a casa de la Roccanera. Averigüé cómo se llamaba el criado que estuvo en mi hotel con los libros, y le pregunté si no había quedado algún otro volumen de los de Galardi, porque le dije que un tomo estaba incompleto y que me interesaba.
El criado prometió mirar en las guardillas, y dos días después me indicó que no quedaba nada.
—El resto de los papeles —añadió— se los llevó un librero de viejo.
—¿No sabe usted de dónde es, o cómo se llama?
—A punto fijo, no sé; pero tengo idea de que se llama Lanzetta, y que tiene un puesto pequeño en la Strada Foria.
Fui a la Strada Foria, y pregunté en varias librerías de viejo y adquirí noticias, y me enteré de que el tal Lanzetta, Procopio Lanzetta, era un vagabundo del gremio de libreros ambulantes, a veces trapero, a veces papelero, en ocasiones mozo de cuerda, y siempre borracho.
—Ahora suele poner un puesto pequeño, con libros y papeles, en la plaza de la Puerta Capuana —me indicó uno de los libreros—. Ahí le encontrará usted.
«Bueno; iremos allí», me dije.
El barullo de la Puerta Capuana
Cuatro o cinco días seguidos fui, por las mañanas, a la Puerta Capuana, sitio muy interesante, en el que no me había fijado hasta entonces.
Hay en la Puerta Capuana y en sus alrededores, mañana y tarde, gran mercado; barracas fijas de toda clase de género y puestos movibles de memorialistas, charlatanes, vendedores de baratijas que alternan con los cantores, los guitarristas, los organilleros, los zampoñeros, y con el público, formado por compradores de todas las clases sociales: campesinos, mozos de cuerda, mujeres, soldados y, según se dice, ladrones asociados a la Camorra.
Es la plaza de la Puerta Capuana algo como un Rastro de Madrid, sin la cuesta de la Ribera de Curtidores y sin el frío que vierte del Guadarrama en invierno.
A esta plaza solía ir por las mañanas en busca de mi librero de viejo. A pesar de que me habían dicho que se instalaba allí, yo no lo encontraba.
Iba pasando revista a los puestos uno por uno.
¡Qué cosas más raras vi vender! Cartas, pergaminos de iglesia, colillas, canciones usadas y rotas que nuevas valían cinco céntimos, platos guisados de carne y de pescado y trozos de queso de segunda mano. Vi también una acera llena de cabellos de mujer, la mayoría de vieja, pequeños, canos y grises. Es extraño, me dije; ¿quién puede comprar un género de comercio tan miserable y tan averiado por la vida? Se comprende que en la antigua fábula de Esopo, el cuervo, queriendo hacerse rey de todas las aves, se adornara con plumas ajenas; pero, por mucho que sea el afán de embellecerse de un pájaro o de un animal racional, es raro que vaya a tomar un producto, como las canas, tan estropeado por los años y que indica decadencia y vetustez.
En mis paseos me detenía a escuchar a los charlatanes, porque Nápoles es, sin disputa, la ciudad de los mejores charlatanes del mundo. ¡Qué bien lo hacían! ¡Qué gesticulación más gráfica y expresiva!
Las mujeres gordas y las mujeres flacas
El público que vagabundeaba por allí tenía también gran interés.
Había muchachitas, unas muy morenas y otras muy rubias, de ojos azules y de ojos negros, que corrían descalzas entre la gente, y chiquillos andrajosos que gateaban por las aceras.
Las mujeres de más de treinta años eran, muchas de ellas, elefantinas, enormes, de un cuerpo deforme. Iban algunas con un peinado muy complicado, con mantones de colores, y hasta con pieles ricas; otras aparecían despeinadas y con trajes raídos.
Encontraba yo gran diferencia entre las muchachitas y las viejas; parecían unas y otras de distinta raza. Sin duda, las mujeres del pueblo, desde los treinta años para arriba, adquieren una corpulencia terrible y luego se achican, se avellanan y toman un aire de brujas.
Las viejas andrajosas eran trágicas y casi monstruosas; llevaban muchas el pelo sin peinar, como una bola de estopa; tenían con frecuencia la nariz ganchuda, la cara amarillenta y siniestra, y una sospecha, cuando no una realidad fenomenal de bigote. Algunas se me figuraba que debían ser de la misma familia de Napoleón, a juzgar por su nariz y su color de aceituna.
Entre estas mujeres, abandonadas y monstruosas, veía muchas con los dientes orificados, lo que representaba, sin duda, un pasado mejor, con preocupaciones de cuidados y de belleza.
Toda la gusanera humana, en la que abundaban los jorobados, gritaba, discutía, charlaba, accionaba exageradamente, hablaba como si estuviera llorando o quejándose, y sincopaba los nombres, y se llamaban unos a otros Enrí, Federí, Margarí, para hacerlos más breves.
En un rincón, un grupo se calentaba al fuego ante una hoguera hecha de palos; en otro, hablaban dos frailes de mirada viva y aire inteligente; aquí, un viejo requebraba a una chiquilla, y allá, una matronaza de las del peinado alto y complicado, después de atarse la liga en la calle, a la vista de todos, echaba piropos a un muchacho joven.
Yo paseaba y paseaba por la Puerta Capuana, pero mi librero de viejo no aparecía.
La gente de los Tribunales
Del Castel Capuano, donde están las Audiencias y Juzgados, siempre salía una multitud de gente: ciudadanos y campesinos, ujieres, abogados y guardias. Había en aquel gentío tipos de águila, de zorra, de cuervo, de fuina, de comadreja, de loro; caras socarronas, de una granujería maligna; caras solemnes, caras impasibles y, sobre todo, caras de polichinela.
A veces alguna mujer flaca, de aire febril, con la piel terrosa, los ojos brillantes y la nariz corva, salía desesperada del edificio de los Tribunales y se ponía a hablar de una manera elocuente contra la injusticia de los jueces o contra el gobierno.
La variedad del tipo étnico, como hubiera dicho Recalde, hacía el espectáculo más vario.
¡Cuántos braquicéfalos y dolicocéfalos hubiera advertido mi amigo! Había ojos azules, verdes, castaños y negros; caras de escandinavo y de berberisco, cabellos de todos los colores. A esta multitud, de tipo tan diferente, le daba unidad la expresión, el gesto exasperado, la rapidez en la charla, el accionar con todo el cuerpo, con la cabeza, con las manos y hasta con cada dedo y el acento irónico y lacrimoso en el habla.
Otra sorpresa grande era para mí el ver la cara seria, triste, un poco estupefacta del hombre callado que, de repente, comenzaba a hablar frenéticamente y se transformaba su expresión y le brillaban los ojos como si le fueran a echar chispas.
En los alrededores de la Puerta Capuana abundaban los altares y capillas; en un esquinazo, debajo de una tejavana, había una ermita abierta al público, con muchos santos viejos, iluminados por cirios, velas y lámparas eléctricas y adornados con exvotos de cera, ramilletes de flores de papel, cromos, tarjetas postales y fotografías.
El pueblo mismo cuidaba de su capilla y de sus imágenes y las adornaba a su gusto, y no era raro, según se decía, que le pusieran una magnífica corbata a la última moda a un santo o unos pendientes modernistas a la Virgen.
Las máscaras griegas
Los tipos que se encontraban en la Puerta Capuana eran algunos extraordinarios. Vi una mujer, no sé si loca o medio borracha, sentada en la parte de atrás de un carro, con las piernas al aire, cantando y riendo. Llevaba una melena blanca; tenía una cara pálida, de un color exangüe; una risa triste, y unos ojos extraños y alucinados.
Parecía un fantasma de una noche de fiebre, una máscara de una comedia antigua. Todo lo que veía allá me sugería la comparación con lo griego. Se me figuraba que la vida de estos barrios populares napolitanos debía parecerse mucho a la de las clásicas ciudades helénicas. Yo no lo pensaba esto como un elogio, o como un ditirambo, pero lo que veía, sin querer, me recordaba lo poco leído por mí acerca de los antiguos griegos.
Para la mayoría de la gente que tiene una admiración de escolares y de profesores por la Grecia antigua, recordar la vida griega es algo magnífico y lleno de brillantez.
Yo me figuro que la manera de vivir griega debía de ser poco agradable. A mí, al menos, se me representa como una vida inteligente, pero áspera y sin cordialidad, en pueblos secos, polvorientos y sin árboles. La vida que refleja Aristófanes en sus comedias no es nada amable ni cordial; da la impresión de un ambiente de gente envidiosa, malévola y encanallada.
Creo que debía vivirse mejor que en Grecia, quizá con menos ingenio, pero de una manera más simpática, más humana y más dulce en una ciudad centroeuropea, en plena Edad Media, con sus gremios, sus talleres y sus iglesias. Es posible también que se viviera de una manera más afectuosa en una buena caverna del período paleolítico, practicando el sport de la caza del búfalo o del reno…
… Cuando paseaba entre esta multitud de gentes de la Puerta Capuana, me hubiera gustado enterarme de los tratos que hacían en sus corros y en sus grupos. Debían ser curiosos y extraños.
¡Qué actividad más varia y más proteica la de esta gente! Vi en los cafés escribir versos, copiar música y hacer operaciones matemáticas.
¡Desde vender cabelleras blancas y grises, de mujeres viejas, hasta el contrapunto y el cálculo infinitesimal! ¡Qué variedad de géneros de comercio! ¡Qué escala de conocimientos y de actividades!
Se comprende que en una población tan viva y tan despierta haya habido hombres de genio…
… El que no aparecía era mi librero.
En las proximidades de Navidad se presentaron por las callejuelas de los barrios próximos a la Puerta Capuana muchos gaiteros. Estos gaiteros me dijeron que eran de los Abruzzos e iban en parejas, de dos en dos. Llevaban capitas grises, pantalones cortos, abarcas y vendas, también grises, en las pantorrillas. Uno de la pareja soplaba en una gaita, grande y blanca; el otro, en una dulzaina.
Los estuve contemplando varios días en la calle de los
Tribunales, mientras tocaban en las rinconadas, delante de los altares y de algunas tiendas. El uno ponía el sombrero sobre la gaita; el otro, lo llevaba en la cabeza. Sus aires campesinos eran iguales, o casi iguales, al de los escoceses y gallegos, probablemente, porque todo lo que se toca en esos instrumentos toscos de braquicéfalos se parece.
A veces solían bailar los dos gaiteros en honor de la Virgen.
Encuentro con Procopio
Ya estaba decidido a abandonar mi empresa de buscar al librero de viejo, cuando un día me lo encontré en su pequeño puesto.
Al verlo, me dije:
«Éste debe ser».
Efectivamente, era él.
Procopio Lanzetta era un hombre ya viejo, flaco, dolicocéfalo y rubio, con cara de borracho, la nariz roja, el labio un poco colgante y los ojos lacrimosos. Como lo cortés no quita lo valiente, sin duda, lo dolicocéfalo no quita el ser aficionado al mosto.
Le pregunté si él había comprado libros en casa de la marquesa Roccanera, y me dijo que sí. Le expliqué cómo me habían regalado un tomo, encuadernado en rojo, que tenía unas notas en vascuence que me interesaban, y me faltaba el otro volumen.
Lanzetta me dijo en seguida:
—Yo tengo el otro. ¿Lo quiere usted?
—Según lo que valga.
—Cinco liras le llevaré a usted.
—Bueno, me parece bien.
El señor Procopio llamó a un chico para que le guardara el puesto y me llevó por la Strada Carbonara a un callejón estrecho y sucio; entramos en una casa, por un pasillo negro, a un patio más negro aún; pasamos a un cuartucho en que no se veía nada, y de debajo de un catre, el librero dolicocéfalo me sacó el tomo de Galardi; le di las cinco liras.
—Esto para los macarrones —me dijo—. Ahora, excelencia, déme usted algo de propina para beber.
Le di otras cinco liras.
—¡Gracias, príncipe! —me dijo.
Me reí un poco del título que me adjudicaba y fui al hotel con mi libro. Allí estaba la continuación de la vida del vasco.
Me despedí de mi amigo Duarte y de doña Rita, y me decidí a volver a mi pueblo, en tren, haciendo varias paradas: la primera, en Génova; la segunda, en Niza, y la tercera, en Barcelona.
No me atreví a volver embarcado.
De nuevo en la plaza de la Acquaverde
Esta tarde de invierno me encuentro en un piso alto de un hotel de Génova, en la plaza de la Acquaverde. Algo escalofriado por el viaje y el mal tiempo, me hallo dispuesto a no salir de mi habitación.
Miro por el cristal de la ventana la plaza mojada por la lluvia, la estatua blanca de Cristóbal Colón, rodeada de árboles y de palmeras, y los coches en semicírculo, con los caballos cada uno con su manta roja. Desde arriba estos caballos, con su gualdrapa encarnada, me parecen vaquitas de San Antón.
El cielo gris, con nubarrones negros, se deshace en lluvia fina; a veces cae un chaparrón fuerte, y las líneas inclinadas de las gotas de agua cruzan el aire y golpean con sonoridad los cristales. Enfrente se ve el faro; a la derecha, tejados de pizarra y de zinc, que brillan por la humedad; a la izquierda, se divisa el puerto.
Sobre el mar gris, los vapores pesados flotan en fila con sus enormes chimeneas; algunas grúas mueven sus brazos negros tristemente; otras, parecen pájaros acurrucados y cansados; el humo de los vapores sube en el aire, y se oyen, a lo lejos, martillazos y gritos roncos de las sirenas. Estos ruidos, los silbidos del tren, el rumor del viento y de la lluvia, el color del cielo me hacen correr un escalofrío por la espalda. He tomado una taza de té y me he envuelto las piernas en la manta.
… Ahora, de noche, la plaza del Acquaverde tiene un aire fantástico, con los arcos de la estación del tren iluminados; las palmeras, con la luz artificial, parecen bambalinas de teatro. Lejos, alrededor del pueblo, brilla un semicírculo de luces lejanas.
No teniendo nada mejor que hacer, he cogido el libro que compré al librero dolicocéfalo, Procopio Lanzetta, y he terminado de leer la relación de la vida de Juan Galardi…
Meses después, al llegar a mi pueblo, mandé traducir este relato a un amigo vascófilo y aquí está.