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Lucha en el acantilado

Una gran tristeza reinó en la casa desde la muerte de Roberto.

Santa y Galardi iban a la iglesia y al cementerio del Desierto de los Cipreses a rezar en la tumba de O’Neil.

Odilia estaba desequilibrada. El doctor Werner quería casarse con ella y llevarla a Alemania, y ella aceptaba la idea, unas veces con gusto, otras sin decir nada y quedando pensativa. Muchas veces, Odilia salió hacia el monte, con su fusil y su perro Plutón, y Werner pudo comprobar que cargó el fusil con bala. Werner supuso que iba dispuesta a buscarle a Busoni y, si podía, matarlo.

De Busoni se dijo que andaba con dos o tres granujas rondando las fincas del monte y corriendo de un lado a otro, escondiéndose en los desfiladeros que se encuentran en el gran bosque de la Sila.

Después de pasar algún tiempo en la granja Odilia marchó a su casa, y prometió al astrónomo volver para casarse con él.

Una tarde, al comienzo del otoño, retornaba don Juan de hablar con el hermano Bartolomé en la ermita. Volvía, triste y melancólico, por el camino del borde del acantilado, cuando de pronto por entre unos matorrales apareció un hombre. Era Busoni. Éste, rápidamente, se echó a la cara la escopeta; pero don Juan se abalanzó hacia él y desvió el cañón en el momento en que salía el tiro.

Busoni, al ver que no podía emplear el arma, la abandonó y le agarró de la cintura a Galardi, fiado en sus fuerzas, con la intención de echarlo al mar.

Busoni tenía fuerza; pero don Juan era más ágil y más duro.

Busoni intentó varias veces tumbar a Galardi y llevarlo al borde del acantilado, sin conseguirlo.

—¡Suelta! —decía Galardi.

—No. Tú me has perdido y vas a morir.

—¡Suelta!

—No. Aquí has de acabar.

—¿Sí? Ahora lo veremos.

Galardi hizo un terrible esfuerzo y agarró por el cuello a Busoni con una mano y con la otra del hombro y lo sujetó, y de repente le dio un empujón brusco que le hizo perder el equilibrio.

—¡Dios mío! Estoy perdido —gritó Busoni, cayendo hacia atrás.

Al dar en la tierra, el hombre se agarró con desesperación a unas matas; pero éstas cedieron y el cuerpo rodó, arrastrando piedras, y se fue a estrellarse allá abajo contra las rocas.

Inmediatamente, don Juan marchó al pueblo a presentarse al juez y a contarle lo ocurrido.

Galardi era un vasco decidido y valiente.

Algún tiempo más tarde apareció Odilia en la casa del Laberinto. La tristeza de Galardi y de Santa la excitaba y la ponía nerviosa.

Una noche dejó de aparecer a la hora de la cena; se supuso si habría vuelto a su aldea del monte sin decir nada. Chocó a los habitantes de la casa que el perro Plutón se pasara dos noches ladrando y aullando cerca de las peñas del Laberinto.

Con la sospecha de una nueva desgracia, miraron las rocas, y en la Cueva del Maleficio vieron flotando el cadáver de la muchacha. Ésta se había suicidado, disparándose su escopeta, cargada con bala, en el corazón.

Pocos días después, el doctor Hugo Werner desapareció, llevándose con él al perro de Odilia.

Meses después se supo que en un pueblo de Suiza, del cantón de los Grisones, en el macizo montañoso del Bernina, donde el astrónomo estaba haciendo estudios, se le encontró a él y a su perro, a los dos muertos.

Al parecer, el astrónomo había envenenado a Plutón y luego se había envenenado él.