Durante algún tiempo, en Roccanera no se habló de otra cosa. Algunos justificaban a Busoni y echaban toda la culpa a Odilia, que se había querido reír de él; otros aseguraban que doña Laura se había servido de una persona para indicarle a Busoni que don Juan y Odilia se entendían. Mientras tanto, Roberto estaba en la cama, inquieto y febril.
Al día siguiente se presentaron doña Laura y Rosa Malaspina a ver a Roberto.
—No le podrán ustedes hablar —les dijo donjuán—; tiene mucha fiebre. El médico ha dicho que le dejemos tranquilo.
Galardi abrió las cortinas de la alcoba y las dos damas vieron a Roberto en la cama, delirando.
Doña Laura comenzó a llorar. Al salir vio a Santa con su niña.
—¿Es su mujer de usted? —le preguntó a Galardi.
—Sí.
—¿Y su niña?
—Sí.
La Roccanera cogió a la niña en brazos, la besó y volvió a llorar.
El médico encontró que el estado de O’Neil no era nada bueno.
Galardi telegrafió al padre de Roberto. Pasaron los días y O’Neil no mejoraba. La herida y las antiguas fiebres le tenían extenuado.
Roberto, desde el principio, creyó que no salía de aquélla. Les preguntó a Santa y a donjuán si no les gustaría ir a América; pero Santa no quería, y entonces decidió dejarles a los dos la granja del Laberinto.
Él tenía el convencimiento de que se iba a morir, y pidió a don Juan que quemara todos sus papeles y su cadáver en la playa y esparciera sus cenizas en el mar para desaparecer cuanto antes, para fundirse en seguida en el Gran Todo.
Santa y el hermano Bartolomé le suplicaron que no mandara esto último, y Roberto accedió.
—Por ella lo hago —le dijo a Galardi.
Una tarde, al anochecer, Roberto llamó a Galardi.
—Siento que me muero —le dijo—; llame usted a Santa y a la niña.
—¿Quiere usted que venga doña Laura y doña Rosa, que están aquí? —le preguntó Galardi.
—Sí; que vengan.
Roberto estrechó la mano a todos y poco después estaba muerto.
Se le enterró en el pequeño cementerio del parque.