Durante las fiestas del pueblo apareció en Roccanera un aristócrata, de quien se habló mucho, el príncipe Bonafede.
Bonafede era un joven alto, rubio y muy cordial, que hacía la corte a doña Laura.
Por lo que se dijo, había propuesto a la marquesa que se divorciara y se casara con él.
Doña Laura no podía olvidar ni a Roberto ni a Galardi; al parecer, su nuevo galanteador no le hacía olvidar sus resquemores antiguos.
Mientras tanto, el príncipe languidecía de amor por ella.
Laura pensó aprovechar la ocasión que se le presentaba, y quiso tener una conferencia con su marido para tratar del divorcio; pero O’Neil se excusó con vanos pretextos. Dijo que estaba enfermo y que se podían entender por carta.
Laura, entonces, envió a su amiga Rosa Malaspina, como mediadora, a la casa del Laberinto. Rosa le expuso su comisión a Roberto, y cuando éste dijo que no tenía inconveniente en divorciarse, si ella lo deseaba, Rosa no insistió. Charlaron los dos largamente, con mucha efusión, y se despidieron, como siempre, muy amigos.
Laura comprendió que su abogada no había pleiteado su causa con el necesario celo, y envió otro emisario a la casa del Laberinto, el abate Mirabella. El abate Mirabella era un abate elegante, perfumado, muy inteligente y diplomático, que hacía las veces de secretario del obispo.
El abate Mirabella se presentó a O’Neil con la misma embajada que Rosa Malaspina; pero insistió más en su comisión.
Dijo que a doña Laura le aconsejaban que se divorciara para casarse después con el príncipe Bonafede, cosa que había llegado a oídos de monseñor Portulappi, el obispo de la diócesis, amigo antiguo de los Roccanera, y éste le había indicado a él que visitara a Roberto para ver si se podía reconciliar con doña Laura e impedir el divorcio.
Roberto no cedió.
—Mire usted, señor abate —le dijo—, el que yo me reconciliara con mi mujer, y fuéramos a vivir juntos, sería sencillamente un error.
—¿Por qué?
—Estoy convencido de ello.
—¿Es que han reñido ustedes?
—No; eso sería lo de menos. Es que hay una incompatibilidad en nuestros caracteres, en nuestras ideas, en nuestra religión.
—¿Pero usted es católico?
—No; yo he sido educado en la religión protestante.
—Yo creía…
—No, no. Yo he sido tolerante, y por eso se ha supuesto, sin duda, que era católico.
—Y aunque no fuera más que aparentemente, ¿no podían ustedes reconciliarse?
—¿Para qué? Yo no le tengo odio. Es más: la estimo, y reconozco que tiene grandes dotes; pero… no congeniamos. Si ella quiere seguir tal como estamos, que siga; si quiere volver a casarse, que nombre su abogado y yo declararé lo que a ella más le convenga para nuestro divorcio.
El abate Mirabella volvió a la carga; pero O’Neil no quiso discutir más.
La Roccanera, al saberlo, se consideró ofendida, y pensó en no descansar hasta vengarse de O’Neil y de Galardi. Pensaba sembrar la cizaña en la casa del Laberinto, por muy hermética y cerrada que ésta se hallara.
Mientras tanto, el príncipe Bonafede suspiraba; pero doña Laura no hacía gran caso de sus suspiros.