Al comienzo del verano se presentó Laura Roccanera y llamó a Galardi, que fue inmediatamente a darle las cuentas de su administración.
La Roccanera le hizo mil preguntas acerca de su mujer y de su niña, y, de paso, de O’Neil y de las gentes del Laberinto. Donjuán estuvo muy prudente, y no dijo más que lo que todo el mundo sabía.
A los tres o cuatro días, la Roccanera volvió a llamar a Galardi.
Se había enterado de lo que se decía en el pueblo, de que Galardi había tenido amores con Odilia, de que era muy querido por su mujer, y esto, sin duda, bastó para hacer de nuevo sugestivo a don Juan. Laura habló irónicamente a Galardi.
—Es usted el hombre orgulloso que quiere ser amado como un Dios, no por una igual a él, menos por una superior a él, sino que quiere ser grande con una pobre muchacha.
—Señora —le dijo don Juan—, no creo que esos asuntos tengan nada que ver con la administración de sus fincas.
—Yo no le he traído a usted aquí como administrador —replicó ella con un cinismo deliberado—, sino como a mi amante; para que viviera usted, porque no tenía usted de qué vivir.
—Ya sé que no soy rico. Nunca lo he intentado parecerlo.
—No es la pobreza lo que yo le reprocho, sino la falta de dignidad.
—¡La falta de dignidad!
—Sí. El ir a vivir a casa de mi marido es una indignidad.
—No sé por qué.
—Yo sí lo sé.
—Yo, no.
—Yo no tengo la culpa de que usted tenga embotado el sentido del honor.
—Me insulta usted miserablemente. Usted misma me indicó que fuera a vivir a la granja.
—Sí; pero no a esa casa.
—No vale la pena de oír tonterías.
—Está bien. No vuelva usted más por aquí.
—Bueno. Entonces, ¿quiere usted que renuncie al cargo de administrador?
—Sí. En casa de O’Neil tiene usted dinero suficiente para no necesitar de mí.
Don Juan, preso de una cólera sorda, saludó a la marquesa.
Al día siguiente envió al palacio de Roccanera los libros de cuentas.
La Roccanera le contestó, acusándole recibo, con una carta desdeñosa y despreciativa. A Laura, una de las cosas que más le molestaba era la admiración que Galardi tenía por O’Neil. Sentía celos de las amistades y entusiasmos que producía su marido.
Ella comprendía que los dos hombres a quien había querido valían mucho. Roberto era un poeta, un espíritu delicado, culto, generoso, fantástico; don Juan era, si no muy brillante, un hombre caballeresco, serio, capaz de abnegación y de fidelidad. Ella veía que no había elegido mal estos dos hombres; pero no los había sabido retener. Para ella los dos empezaban a ser uno, y tenía por ambos la misma mezcla de simpatía, de antipatía y de rabia. Hubiera querido dominarlos y vengarse de ellos, aunque fríamente comprendía que no tenía motivo.
Pronto se notaron las maniobras de la marquesa Roccanera contra la gente de la casa del Laberinto.
—No hay que hacer caso —dijo O’Neil—. Estamos en una ínsula, y si nos fuera mal, nos marcharíamos todos juntos a América.
Para Santa, la marquesa Roccanera comenzó a ser una mujer infernal.
Odilia era la única que simpatizaba con ella.
La Roccanera tenía talento y simpatía para hacerse querer por sus conocidos y por todos los que la trataban, y aquel año pareció exagerar su amabilidad.
Todo el pueblo admiraba a la Roccanera. ¡Era tan simpática, tan bondadosa, tan amable, tan caritativa! En cambio, el marido era un estúpido, un loco, un perturbado.
El verano aquel Laura pareció empeñada en hacer más amistades, como para demostrar la fuerza de su simpatía. La Roccanera tenía una genialidad teatral, que encantaba a su gente.
Laura se las arregló para encontrarse con Odilia y para hablar con ella; pero la Roja era muy sagaz para contar lo que no le convenía.
La casa del Laberinto, gracias a las disposiciones de O’Neil, parecía un castillo encantado. No se sabía nada dentro de lo que pasaba fuera, ni al revés.
La gente de mala intención aseguraba que Galardi se entendía con Odilia, que O’Neil estaba loco y encerrado y que Santa sufría mucho.
El aislamiento de la casa era tal, que hasta allí no llegaban las murmuraciones.